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viernes, 22 de enero de 2021

NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ

 

 

NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ 



1.

            El buey es un animal pacífico. Pero es un toro castrado. El buey no es amor, sino mansedumbre; y ser manso es obedecer con resignación a quien nos ha privado de naturaleza. No es vivir en paz con todos y derrochar cordialidad en quien nos rodea, sino un cobarde quiero y no puedo, o más bien un querer renegado: como el de la zorra, que despreciaba por impotencia las uvas que quería. La presencia del buey es la impotente mansedumbre.

            El toro no es impotente porque no está castrado. Podrá ser pacífico, pero no es manso. El toro es el crepúsculo de los bueyes, y muere con la cabeza muy alta; no lleva con estoicismo el yugo que le ata, sino que lo rompe en las espaldas de cuantos se lo han puesto. El toro no entiende de yugos. Prefiere la muerte. La agonía de los bueyes no tiene grandeza, pero la de los toros agranda el mundo: lo amplía, lo dignifica, lo vuelve bello y sublime. Impresionante. Los toros son águilas dominando desfiladeros; son leones que levantan, ante los castigos, la misma frente que los bueyes doblaban. Son el huracán inaccesible al yugo; el rayo libre, el relámpago poderoso; alegría, braveza, dinamita, piedra blindada; calma penetrada en la firmeza, alma, corazón, la recia fiereza del indomable.

            Camello llamaba Nietzsche al buey de Miguel Hernández. Fiera domada castrando sus fuerzas naturales, en lo que el toro, sin castrar, conservaba toda su casta. Su fortaleza se agota cargando cosas pesadas, arrodillándose para recibirlas, paciencia mansa que no es esperanza sino renuncia. Y ese que confunde la renuncia con la paciencia es el mismo que ama a quien le desprecia.

            El león de Nietzsche es el toro. La fuerza de la naturaleza embistiendo contra el castrador de toros, forjador de mansedumbres, creador de bueyes. Pero el toro, vencido por el dragón, no se pliega a la esclavitud: prefiere la muerte. Es la tragedia de ser obligado a caminar por una senda que él no ha elegido; y en su lucha contra el destino, indomable ante la adversidad, perece trágicamente. El toro es un visceral rechazo al yugo. Pero no es destrucción y salvajismo. No es barbarie destructora. No es un asesino. El toro prefiere la muerte cuando no le dejan vivir, pero no vive de la muerte ajena. Quiere conquistar la libertad y ser señor en su propio desierto, pero aún no sabe que puede serlo de sí mismo. Y si busca un señor, es porque quiere que sea el último; lo busca para vencerlo, porque ya no habrá más señores después.

            El gran dragón es su último señor. El último yugo. El dragón es deber y está cubierto de escamas brillantes. En todas las escamas hay escrito: “tú debes”. Las escamas, como miles de magnéticas miradas, lo arrojan titilando a las cien mil esquinas de la tierra. Y no es menos jaula la prisión por ser una jaula dorada. Relámpagos arroja perforando el mundo con un único mensaje proyectado en sus mil caras. Parece un espejo que rompemos cuando no nos queremos ver, y en sus mil trozos centellea, omnipresente, la imagen que no queríamos; al destruirla la hemos multiplicado: como la hidra de mil cabezas. La bestia de carga, el buey, el camello, la humillación, la renuncia, se han multiplicado por obra del espejo mágico; el brillo de los bajos valores, que es el dragón donde se mira el yugo. 



            Pero el toro grita su rebeldía; su recia pasión indomable: la exhibe. No puede dominar por fuera porque aún no ha logrado hacerlo dentro, siendo poderoso y vivo, haciéndose señor de sí mismo. El poder del toro se pierde en romper el poder del gran dragón. Sólo sabe cantar ante la muerte, y no ha descubierto que hay ruiseñores que cantan en medio de las batallas; porque ha confundido el no dejarse castrar con ser varón; también hay hombres que no están castrados. Y eso, que no supieron ver ni Nietzsche ni Miguel Hernández, reaparece en el niño inocente de Nietzsche y Heráclito. El niño se ha olvidado de todo y no quiere pelear contra la voluntad del gran dragón; simplemente, quiere su voluntad; se tiene a sí mismo y conquista el mundo sin saberlo: creando. El niño es un nacer de nuevo, un comienzo, un juego; es una rueda que se mueve sin necesidad de que la mueva nadie. Es la vida que se alimenta, no es buey, no es yugo, no es toro; ni vaca que alimente a los demás sin alimentarse a sí misma. Es un santo comenzar, un ruiseñor cantando, una guitarra, un chorro de alegría, un niño: ya no hay dolor donde había lágrimas.

            Bueyes, toros, niños hay entre los alumnos. También hay dragones y vacas. La vaca es entrega en aras de la vida, valor para perder la vida cuando queremos darla, como lo era el toro para perderla defendiéndola. El toro es fuerza masculina, y determinación, y rebeldía. En la fuerza de la vaca hay un aliento femenino y una determinación para la vida. Sólo el buey no es masculino ni femenino. Dos formas de heroísmo asomadas a dos formas de tragedia; entre ellas, la cobardía, renuncia estéril,  no es heroica ni tampoco es trágica, porque su ser es farsa. Y el niño: hijo de la generosidad y la fiereza, de lo femenino y masculino; poderosa cordialidad renegada de la impotente mansedumbre. Poderosa como el león, el toro, el águila; y cordial como la vaca, el cordero, el ruiseñor. Como la vida misma.

 


2.

            El espíritu esclavo es sumiso como el buey. En toro se transforma cuando se rebela; en vaca si protege la vida de su prole (también creada con el toro); en niño si la vive. Se rebela contra el dragón y muere toro, a menos que el dragón lo amanse y regrese al buey. El círculo empieza de nuevo. O se quiebra, en la noche trágica, cuando se siembra la muerte.

            El buey es toro al que le han echado un yugo al cuello. Y el yugo, cuando el furor del toro renace en las venas de buey manso, se vuelve pena; cadena y grilletes que le aprietan el cuello, con pinchos agudos; espada y látigo que mortifican sus carnes, azote que doblega su voluntad en el cuerpo, tormento y castigo, y armamento resentido, sangre. Venganza que estalla arrojando chorros de crueldad. La bestia es el alma de la increíble cadena, como el dragón lo era del yugo despiadado.

            Yugo y buey, amo y esclavo. Cadena y toro: verdugo y reo; reo en que han convertido al rebelde, reo para el verdugo. El toro es un rebelde que niega la esclavitud, y era el verdugo negador de vida pues se había declarado en rebeldía. La rebelión del toro combate la rebelión del yugo, que sobre la vida ha arrojado pesadas cadenas; por eso el toro y la bestia son dos diablos, dos rebeldes; uno se ha levantado contra la vida; el otro contra la muerte. La vaca, luchando por su hijo mientras lucha el toro por ellos, saca leche de su sangre y por su corazón agoniza con tal de alimentar al ternero. Obstinación de la vida en salir adelante contra el yugo. Contra la muerte.

            El santo Job es un criado de dios como lo es Maruja para la casa: los dos, resignados, aceptaron mansamente su yugo. Y el toro, Hércules esforzado y poderoso, huracán arrancado, instinto vivo, fue un volcán de vida extendiendo la lava sobre la nieve; quemando la muerte con sus bríos, fundiendo el hielo para sentir la vida, abriendo la hierba para crecer las flores, portadoras de semilla, las violetas, las campanillas, las amapolas. Hércules en lucha contra la adversidad, manando el aliento de su propio esfuerzo, la simiente viva que atraviesa el viento: y rasga el cielo como la luz del relámpago, rompiendo bóvedas con furia incontenible, exhalando centellas desde lo más recóndito de su corazón despierto.

            Todos los rebeldes vivos llenaron el mundo con la riqueza que tenían dentro: sólo lo vaciaron los rebeldes muertos; los diablos envidiosos, que palidecen ante el fulgor de los diabólicos vientos. Fue Cristo, rebelándose contra la envidia, ¡qué pena que fuera por obediencia ciega! Jesús, hercúleo luchador de Palestina, fue toro; y buey porque luchó ¡qué pena!, para negarse obedeciendo. También Marx apeló a la rebelión del pueblo; y Estalin puso buey a ese toro, entronizando en los altares al partido (nuevo dios al que había que jurar obediencia). Y Fausto, que de pasión vivía, sucumbió a la esclavitud de la pasión por el conocimiento; cuando descubrió que había pasado al lado de la vida quiso sacudirse el yugo, y lo hizo pasando de buey a niño sin llegar a ser toro; porque obedeció a un diablo a quien vendió su alma, su ánimo, sus bríos, su voluntad; se sometió a él a cambio de disfrutar una libertad tan efímera como ficticia. Y vivió a cambio de morir, renunciando a la vida. 



            Quienes, como Fausto, quieren sin lucha llegar a niño, viven sin pasar de buey a toro: se traicionan a sí mismos; se traicionan cuando creen que se están conquistando. Y no hay manera de recobrar muchas veces el tiempo perdido: Juan Luis recordaba; Juan Luis miraba, en el color vítreo de la ventanilla, el rápido fluir de los árboles. Su mente se fue atrás, al partido de baloncesto, cuando jugaba una manada de niños. Recordaba perfectamente que todos querían vencer. Todos querían hacer canasta y se quitaban la pelota entre ellos. Rompiendo el juego, sin importarles la victoria colectiva; robándose el balón en lugar de robárselo al adversario, pues a ninguno importaba que ganase el equipo si la gloria de marcar se la llevaba el compañero. Eran como tiburones que se comían en el vientre de su madre. Como retoños despiadados. Como hermanos mortíferos.

            También se acordaba Juan Luis de las urracas: las que ponen los huevos en nido ajeno; las que tienen hijos para que otros se los cuiden. Las que se aprovechan del prójimo. Los parásitos. ¡Cuántas veces el espíritu quiere, sin lucha, gozar de las mieles del triunfo! ¡Saborear los triunfos sin esfuerzo! El espíritu entonces no llega a niño, pues no fue toro; ni vaca que se esforzara por cuidar la vida, no tuvo amor, no quiso nido. Y fue tiburón o urraca que arrancó los triunfos a costa de males, propios o ajenos. Fue un espíritu destructor recreándose en la muerte, buey de su parasitismo, lobo que luchaba contra el lobo, como el ser humano había sido lobo en el imaginario de Londres. Pues la urraca o el tiburón acaban, a la postre, siendo dragón y yugo; espíritu sin alma que vive enfermo del dolor, cadena y bestia.

            Así apenaban a Juan Luis aquellos pensamientos. Fue viendo los árboles desfilar ante sus ojos, las casas, los valles, los prados, las montañas. El tren lo llevaba subido en un traqueteo de ensueño y por él se colaban sus años de infancia; sus ansias, sus ilusiones, sus padres sentados junto a él, su hermano, su hermana, su belleza interior resuelta en colores. Ahora pasaba sobre un puente de hierro y abajo, al fondo, desfilaba un valle de hierba tan verde que parecía majada; en el horizonte, muy cerca, ascendían las rocas por el cielo buscando el abrazo de la mujer muerta. Y era feliz con aquellos recuerdos. Era feliz en su nido, el toro impregnado en su padre y en su madre, y ambos impregnados de leche, de vaca, de fuente, de valle, de río. Las estacas de la valla que cortaba el prado silbaban al son del traqueteo metálico de las vías. Su corazón, henchido, estaba tan lleno que parecía que iba a explotar. Se expandía en el cielo, tan ancho era el horizonte que tenía dentro. Entonces, pensando en el toro de Miguel y en el espíritu de Nietzsche, se sentía inmensamente feliz. Se daba las gracias por haber trabajado, luchando a brazo partido, por ganarse la vida; en esas estaba cual domador del destino. Se alegró mirándose en el cristal y se las dio al toro que era, a la vaca que en él vivía, contento y cantando por haber conseguido vivir: por ser un niño.

 


 

 

viernes, 26 de octubre de 2018

A VUELTAS CON OCCAM: LAS IDENTIDADES COLECTIVAS





A VUELTAS CON OCCAM:
LAS IDENTIDADES COLECTIVAS

    
            Eso de las identidades colectivas es una tontería. Las identidades no existen. El principio de identidad sólo sirve para la lógica, y la lógica no trabaja con realidades; sus sujetos y sus predicados son realidades vacías; no son ni conceptos siquiera, sólo lugares que pueden ser ocupados por conceptos o individuos, y que son designados por nombres arbitrarios. La realidad es cambiante. La realidad es poliédrica. Tiene mil caras.

            La policía quiere que me identifique. Para ello le doy mi documento de identidad. En él hay una foto: la mía. Pero yo he tenido muchas caras que no se parecen a la de la foto; por ejemplo, la que tuve a los tres meses de nacer. ¿Existe una cara que pueda decir que es mía? Todas las que he tenido. ¿Y cuál de ellas es “mi” cara? Ninguna. Ninguna me identifica con exclusión de las otras. Eso de tener una cara que te identifique de modo definitivo es una quimera. Yo no tengo una cara que me caracterice a través de los años, mi cara es una realidad cambiante; quien vea mi rostro a los ochenta años es muy probable que no reconozca en él la cara que tenía cuando nací. Y lo mismo que le pasa a mi cara le pasa a mi carácter; mi persona no es una naturaleza ya hecha, sino una naturaleza cambiante; mi identidad es la historia de la naturaleza que tenía cuando nací. La historia de mis potencialidades.
            Por eso los documentos de identidad se renuevan cada varios años: para actualizar la imagen de mi cara a medida que cambia. Miremos la que tengo ahora: ¿es ésa mi cara de verdad? Tampoco podemos decirlo. Sí estoy de frente no estoy de perfil, y según la iluminación que tenga aparecerán unos rasgos u otros; pero nunca aparecerán en la foto todos mis rasgos. La realidad es poliédrica. Tiene mil caras. Lo único que hay entre ellas es cierto aire de familia.
            Y lo mismo que no existen las identidades individuales, tampoco existen las identidades colectivas ¿Qué es Grecia? ¿La mesura del doríforo, o el Laoconte y la desmesura? ¿El equilibrio de la época clásica o las figuras retorcidas del arte helenístico? Nietzsche no reconoció a Grecia en el clasicismo de Apolo, sino en el arcaismo de Dionysos. Si alguien decide que Grecia es el siglo de Pericles le estará prohibiendo reconocerse en la época arcaica, y en el helenismo. Forjar una ideología identitaria es escoger por modelo una de las mil caras que tiene un país y obligar a todo el mundo a reconocerse en ella, olvidándose de las otras; reduciendo a una cara esquemática las muchas caras que tiene la riqueza de la vida.
            Y lo que es más grave, la ideología identitaria nos impide evolucionar. Nos obliga a parecernos eternamente a lo que hemos decidido que sea la identidad de nuestra cultura. Grecia cambió al pasar del arcaísmo al helenismo. Si la hubieran obligado a detenerse en el siglo de Pericles, Grecia nunca habría sido helenística. Si me hubieran impedido crecer cuando tenía cuatro años, jamás habría sido un adolescente. Y si me obligan a vivir en la época de los reyes católicos, jamás habría vivido en el siglo veinte.
            La identidad no existe, porque el tiempo la disuelve; como sostenía Heráclito, todo fluye; y no nos bañamos dos veces en  el mismo río. Pero es que la identidad tampoco existe en el espacio, en el momento presente, fuera del tiempo. El presente es una suma de contradicciones tensadas en lucha y la imagen que tenemos es una imagen que de momento ha triunfado sobre las miles de imágenes que luchan entre sí; pero posiblemente mañana triunfará otra; y mañana cambie la imagen que tenemos de nosotros mismos. Nuestra identidad tiene mil caras, y no somos idénticos a nosotros mismos, cada una de nuestras caras es distinta a las demás.
            ¿Significa eso que no podemos defender nuestras identidades? En absoluto. Mi identidad es mi rostro en el momento presente, en mi tiempo. Si alguien atenta contra ella me estará prohibiendo evolucionar a mi ritmo, obligándome a hacerlo al ritmo suyo; o lo que es lo mismo, somete mi sensibilidad, mi voluntad y mi inteligencia a su voluntad y a su sentimiento; quiere que sienta y piense como él. Contra el nacionalismo que me impone su identidad, la identidad se afirma en continuo cambio. Cuando un vasco o un catalán defienden su identidad colectiva, frecuentemente defienden su derecho a dejar de ser dinámicos; y lo que deberían hacer es rescatar el dinamismo que tuvieron frente a las prohibiciones del franquismo, aquel dinamismo que han perdido después a manos de las prohibiciones de su nacionalismo propio. Defender una identidad colectiva suele ser el intercambio de un nacionalismo por otro; el nacionalismo foráneo es sustituido por el endógeno: y da pena ver cómo viejos y jóvenes gastan sus energías luchando por parecer siempre los mismos, por no cambiar de aspecto, por no poder ser de otra manera y no ser copias de lo que hemos sido hasta ahora, luchando por perder la libertad, luchando contra las cadenas extrañas mientras reclaman sin darse cuenta sus propias cadenas; lo que deberían hacer es romperlas. Pero ellos gritan: ¡que vivan las cadenas!
            Yo ya no soy el que era. Y no seré tampoco el que soy. Entre lo que soy ahora y lo que seré algún día, de todas formas ya he dejado de ser el que fui.






viernes, 13 de octubre de 2017

DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (3)



DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (3)


5. El instinto. 

            -En cualquier momento va a sonar el timbre. No tengo idea de cuánto tiempo llevamos hablando, pero las clases no duran más de cincuenta minutos –se miró al reloj-. Volvamos atrás y recordemos cómo os he empezado a hablar de Nietzsche; con vosotros. Vuestra generación, acostumbrada a tener de todo, no valora nada; todo parece que os lo deben, como si hubierais nacido mereciéndolo. Lo tenéis todo y no vivís nada. Llamáis vivir a las borracheras, a las drogas, al derroche, al desperdicio. Sois borregos incapaces de vivir fuera del rebaño.
            -¡Bueno, bueno, menos lobos!- interrumpió Raúl.
            -¡Tampoco te pases! –se quejó Antonio.
            Y concluyó Roberto:
            -Vosotros, los viejos, disfrutáis despreciando a la juventud.
            Pero Adriana era más cuerda y más incisiva. Cuando apuntaba disparaba a matar. Ella no usaba balas de fogueo. Con muy buen criterio, Adriana dijo:
            -Supongamos que sea cierto lo que acabas de decir; en todo caso no sería más que cumplir el programa de Nietzsche. ¿No has dicho que hay que olvidarse todos en uno, perdiéndose fuera de la razón y la conciencia? ¡Eso es la borrachera! Y la gente se emborracha. Por otro lado Nietzsche ensalza la libertad, renunciando a vivir en el rebaño: porque libertad es liberarse del espíritu gregario. Y sin embargo hay que fundirse todos en uno perdiendo la razón, como en un rebaño. Nietzsche se contradice, ¿no crees?
            -¡Bien! –dijeron todos al unísono, aplaudiendo como si un misterioso resorte los hubiera puesto de acuerdo, los hubiera puesto en hora, los hubiera comunicado. ¡Eso era sentirse todos en comunión! Roberto, el más gallito, dijo en tono de reto.
            -¡A ver cómo sales de ésta!
            Juan Luis recogió el guante:
            -Nietzsche escribió en lenguaje poético. No hay que entender al pie de la letra lo que nos dice, sino que hay que captar el espíritu. Y el espíritu no se pierde en el detalle; emana de la visión de conjunto. A continuación hay que recordar que se entienden las cosas sintiéndolas, no entendiendo los conceptos separados de la sensibilidad. Cuando Nietzsche habla de la ebriedad quiere retratar el instinto, el impulso vital, que emerge de nuestro ser con ímpetu arrollador: la fuerza de sentir el movimiento, moviéndose. Pero la borrachera nos debilita; un borracho, a diferencia del espíritu apasionado de Nietzsche, pierde fuerza, se funde con los demás en el desfallecimiento, no en el poderío. Sentir al unísono es saberse fuertes, sentir la borrachera es ponerse flojos. El vino, como imagen de la ebriedad, es una metáfora; y Dionysos, como dios del vino, no debe ser tomado al pie de la letra. Dionysos es la fuerza vital, que, como un torrente, fluye incontenible.


            La clase se calló, sorprendida.
            -Cuando te emborrachas te pierdes la fiesta. Te quedas vomitando, ahí solo, en un rincón, olvidado de todos. Cuando te emborrachas renuncias a la vida; te duermes. Como la virtud. La virtud es para los moralistas amodorrarse en las bondades soporíferas: así hablaba Zaratustra; “la sabiduría consistía en dormir”.De modo que la virtud es la borrachera del alma, y el vino la borrachera del cuerpo.
            Nuevamente desenroscó la botella, bebió unos tragos y la volvió a enroscar.
            -Además, la vida es lucha. Y el borracho no lucha. Ignoro si, al decir esto, estoy interpretando correctamente a Nietzsche; lo que sí sé es que estoy llevando su pensamiento hasta las últimas consecuencias. Vivir contemplando es aceptar las cosas tal y como son, renunciando a cambiarlas; y como el mundo es cruel nos refugiamos en otro mundo; un mundo ensueño donde todo acaba bien, como en los cuentos de hadas, como en la novela rosa, como en las películas de Hollywood: el happy end. La vida, sin embargo, no tiene siempre un final feliz. Y la vida es impredecible, nunca se sabe cómo va a acabar; por eso es misterio, y en tanto que misterio, reto; como todo reto, tiene riesgos, y asumir esos riesgos es verdaderamente vivir. Quien se duerme soñando renuncia a arriesgarse. Quien vive despierto acepta el reto y, por el contrario, su vida no es la debilidad de renunciar, sino la fuerza de combatir; no es sentir remordimientos, sino llenarse de alegría; no es sentirse cobarde, sino embriagarse de valor; y no es resentimiento y envidia, sino fortaleza y plenitud. No es malo tener un cuerpo débil (Nietzsche, de hecho, lo tenía); lo malo es tener debilidad en el carácter, lo malo es la debilidad de renunciar, de no atreverse a asumir las riendas de nuestro destino, lo malo es negarse a luchar.
            El silencio, voz de expectativa, en algunos se estaba convirtiendo en cansancio, y aquellos espíritus flojos consultaban el reloj. Pero los espíritus fuertes, como Adriana, mantenían la expectación.
            -Unos se ponen a hacer cosas, otros miran a quienes las hacen. Unos son activos, otros se ahogan en la pasividad. Pero la vida es pasión. –Juan Luis miró un instante, como cuando estaba inspirado, al vacío. Y siguió hablando tras aquel silencio-. El romanticismo se ha fijado en dos formas de vivir. Y sus dos estilos extremos de vida son el soñador y el impulsivo. Como todos los extremos, son sólo cabezas visibles de todos los matices que hay en medio. Son dos formas opuestas de dejarse llevar por el instinto. Una consiste en una descarga rápida de energía; la otra es una descarga lenta. Bécquer y Espronceda, el tierno y el bruto, el flojo y el enérgico. Pero Bécquer, cuya poesía es un ensueño, se deja llevar por la fuerza bruta.
                                   ¡Llevadme, por piedad, adonde el viento
                                   con la razón me arranque la memoria!
Y en seguida se ve que su sufrimiento no es fuerte:
                                    ¡Tengo miedo de quedarme
                                   con mi dolor a solas!
Espronceda, que brama de ímpetu al oír la cabalgata de los cosacos, siente las ensoñaciones del estudiante de Salamanca, o entre las nieblas melancólicas de Ossian. Sin embargo no es vida dejarse llevar por el ímpetu, sino que ese arrebato te llene las ganas de vivir, rebosen las fuerzas de la vida. Y yo diría, interpretando a Nietzsche, que si el ensueño te llena de fuerzas hasta hacer estallar tus ilusiones, el ensueño es bueno. Por encima de las palabras de Nietzsche, porque el ensueño también nos embriaga; y no lo hace siempre como el vino, que nos quita fuerzas, sino como las voces en el coro, que las multiplica.


            Juan Luis estalló al nombrar al músico.
            -¡Wagner! ¡Los nibelungos! El canto a las fuerzas primitivas, a los instintos aún no descastados por la sociedad, a la naturaleza no debilitada por la cultura. Las walkirias son unas diosas terribles, las hijas de Odín. El Walhalla es la batalla permanente, la borrachera de la noche, la fuerza en el combate, los golpes poderosos, la lucha por el día. No es extraño que los vikingos rechazaran el cielo, porque los cristianos renunciaban a la fuerza y se pasaban el día llorando; a los curas les encantaba prohibir y “la vida sin ellos era mucho más divertida”[1]; no se trataba de trocar libertad por piedad, impulso por atonía, ánimo por depresión, fortaleza por anemia. ¿Por qué se fijaba Nietzsche en Wagner? Porque en Wagner todo era un canto a las fuerzas más profundas de la vida. Sin embargo, yo siento la necesidad de pararle los pies a Nietzsche. El canto a la fuerza no tiene que ser un canto bruto a la violencia. Y en Nietzsche las dos cosas parece que se identifican. Mas no es así. El propio Nietzsche nos recuerda que la fuerza produce amor y generosidad, no muerte y violencia; pero no por compasión, sino por “una necesidad imperiosa de dar lo que se tiene”[2], cuando se desborda; “una demostración de plenitud y poder”: así lo resume lapidariamente Nicéforo Tejedor. La fuente no renuncia a una parte de su agua para dársela al río, sino que su agua, que no cabe en la fuente, se desborda y fluye sobre la tierra creando el río. La fuerza de la voluntad crea el río de Heráclito en cuyas aguas no podemos bañarnos dos veces seguidas. Pero las metáforas de Nietzsche son excesivas. No hay que tomarlas al pie de la letra y admitir que el fuerte tiene derecho a matar al débil. Lo que sucede es que el espíritu fuerte mata al débil, que no quiere decir que mata al espíritu; mata su debilidad, restituyéndole la fuerza. Si recordamos, además, que la debilidad reprobable no es la del cuerpo, sino la del carácter, entenderemos cabalmente a Nietzsche. Sus palabras no son patente de corso para que los ejércitos maten, torturan, despedacen; y mucho menos para que se ensañen con los débiles (los débiles siempre son los viejos, las mujeres y los niños; y, en general, los que están desarmados y no han aprendido a manejar las armas: ya se sabe que en las guerras los que mueren son casi siempre los civiles, mucho más que los militares).
            Mirando al reloj que anunciaba ya la hora, Juan Luis apuró sus últimos minutos.
            -Recordad lo que antes os he dicho; para Nietzsche no se trata de negarnos en nombre del prójimo, pero lógicamente tampoco hay que negar al prójimo en beneficio nuestro; lo que significaría que la vida no puede ser identificada con la muerte, ni la fuerza con la violencia, ni el castigo con la crueldad, ni la firmeza con el ensañamiento. Por último, hay quien ha querido asociar a Nietzsche con el nazismo: craso error; para Nietzsche la vida es el triunfo de la voluntad, pero el nazismo es el triunfo de la obediencia; porque la fuerza, la arrogancia, el desprecio, no es para el nazi la vida libre, sino un someterse embriagado, emborrachado por las palabras, a la voluntad del führer. La embriaguez no es buena cuando no transporta en sus entrañas las fuerzas de la vida, sino los hilos de la muerte: no lo olvidéis nunca.


6. La razón. 

            Llegó otra mañana y sonó otro toque de timbre. El velo del alba había sido rasgado por el día. Era el momento en que uno se siente descansado y fresco, y por la mente fluyen, relajadas y tranquilas, las ideas. Juan Luis quiso hacer unos comentarios más o menos libres sobre la obra de Nietzsche.
            -Hay un par de cuestiones que han quedado en el aire –dijo-. Veréis. El espíritu apolíneo, si lo recordáis, representa para Nietzsche el ensueño, la retirada de la vida; es el momento en que uno prefiere pensar en las cosas antes que vivirlas. Representarse el mundo antes que estar en él. Evadirse para no hacer acto de presencia. Es como si la vida fuera para nosotros una película de evasión, nos refugiamos en las novelas, en el juego, en el deporte, nos refugiamos en mundos felices para no tener que enfrentarnos a nuestros problemas; porque los problemas nos hacen pensar, nos obligan a asumir retos, a estar en tensión. Y, claro, siempre es más fácil contemplar la lucha de los otros que sumergirnos en nuestra propia lucha.
            Había legañas en los ojos dormidos; telarañas en las mentes cansadas. Muchos de aquellos chicos se acostaban tarde y se levantaban con sueño; y muchos, también, se iban a clase sin desayunar.
            -Abrid bien vuestros ojitos cerrados. Afinad los oídos. Sacudid vuestras entendederas. Atentos a lo que voy a decir. Atentos. Apolo, relacionado con Helios, es el dios de la luz. Y la luz es la razón. El siglo de las luces: ¿os dice algo? Frente a él está la ignorancia, el oscurantismo, la inquisición; frente a él está la Edad Media, que representa para los ilustrados todo lo que hay que combatir. Y aquí es donde viene el problema: la razón es fría; y los sueños, cálidos; la razón es descarnada y el ensueño es entrañable. ¿Cómo es que dos cosas tan diferentes, la razón y la ensoñaciones, vienen a ser lo mismo? El mismo espíritu, el espíritu apolíneo, parece identificar a la razón y los sueños, como si fueran una misma realidad. ¿Cómo es posible?
            La bruma de la perplejidad se extendió sobre los chicos. Habían venido dormidos a clase, pero Juan Luis los había despertado. Sin embargo, no sabían qué contestar.
            -La razón neoclásica –prosiguió Juan Luis-. Hay quien piensa que Nietzsche se rebeló contra su frialdad. Y, sin duda, está en lo cierto. Las reglas frías, el equilibrio. Recordad que para Nietzsche la vida no puede estar equilibrada, porque la tensión de vivir es impredecible, y tan pronto se queda corta como conduce a los excesos. Lo único equilibrado es la muerte. Lo único predecible. Todos sabemos cómo se va a comportar un cadáver; sin embargo, es imposible adivinar lo que hará un ser vivo. Nietzsche no puede aceptar el equilibrio. Un álbum de fotos puede ordenarse, porque representa la vida cuando ésta ya ha pasado. En un álbum siempre sabemos qué lugar debe ocupar cada foto, cuál es el sitio que le corresponde. Pero la vida no puede ordenarse. Si la ordenamos la matamos. Vivir es partir en busca de un orden y toda búsqueda es desordenada. Vivir es como rodar una película; siempre tenemos un guión previo, pero la película definitiva se aparta muchas veces del guión. Si tenemos que rodar una tempestad y resulta que no llueve, y pasan los días esperando y no logramos encontrar las condiciones de luz y movimiento que queremos filmar, entonces nos apartamos del guión; lo cambiamos; porque el productor no nos da más tiempo para seguir buscando las imágenes que queremos. Vivir es cambiar continuamente el guión. El guión es el ideal que buscamos, pero sólo nos sirve como referencia; no es algo que se pueda, ni convenga, alcanzar. La búsqueda de la perfección de los griegos clásicos parte de que la vida es un guión que tenemos que realizar con nuestro esfuerzo; pero no contempla que tengamos que apartarnos de él. En ese apartarse de los caminos trazados para abrir nuevos caminos está la aventura de vivir. Está lo imprevisible. Muy bien lo supo decir Machado:
                                   Caminante, no hay camino.
                                   Se hace camino al andar.


Todos los profesores preparamos las clases. Pero lo más normal es que las clases no salgan como las habíamos programado. Porque las clases están vivas. Porque un día –dirigiéndose a Raúl- me haces una pregunta que me obliga a contaros cosas que no estaban en el guión, y yo me aparto del guión. O un día matan a Miguel Ángel Blanco y yo no puedo seguir dando la clase como si nada hubiera pasado, algo tendré que decir de ética, de política, aunque la programación fuese de metafísica. Pero hay profesores que se niegan a hablar de lo que no está en el programa; con esos profesores, las clases están muertas, son insensibles a lo que ocurre, insensibles a la vida; les falta pulso y no vibran, y… claro, no pueden transmitir al alumno sus vibraciones; porque no las tienen. Yo diría más; no es que esos profesores sean inflexibles en sus programaciones, es que no programan; su único programa es el libro, tema tal, página cual, epígrafe tal y cual; aquí lo hemos dejado; aquí seguiremos mañana; haga sol o caigan chuzos de punta. Es como la planificación de la Unión Soviética: si se ha previsto regar los campos tal día y tal día llueve, ese día se riega. Y nos quedamos tan oreados.
            Una pausa para el descanso. Que fue aprovechada por Roberto para preguntar:
            -¿Todos los profesores programan? ¿Y tú programas siempre tus clases?
            -Tengo un calendario en el que establezco, de principio a fin de curso, cuánto tiempo me va a llevar cada tema. Pero las clases tienen vida propia, ya lo sabéis; no sería la primera vez que tenía previstas seis sesiones para un tema y luego me ha llevado catorce; o al revés. En cuanto a los profesores en general, sucede lo que le pasa a la moral de Nietzsche: unos hacen sus propias programaciones, y son ellos los que mandan; otros se limitan a seguir el libro de texto, y son esclavos del libro. Ser libre cuesta más, porque te obliga a trabajar en el guión. Lo más fácil es ser esclavo, porque te dan el guión ya hecho. Para emplear un símil de informática: la gente libre trabaja a nivel de programación, la gente esclava lo hace a nivel de usuario. Vosotros vivís con vuestros padres y lo tenéis todo resuelto, pero se hace la voluntad de los padres. Podréis emanciparos y se hará vuestra voluntad, pero ya no lo tendréis todo resuelto. Ser señor cuesta trabajo, pero nos hace felices; y ser esclavo es más fácil, pero nos da pocas alegrías. Todos tenemos que trabajar ejecutando proyectos; pero unos se ponen el guión, y a otros se lo imponen. ¿Qué preferís ser vosotros: libres o esclavos?
            -Yo, libre –dijo Roberto.
            -¡Yo, señor! –añadió Antonio.
            -¡Y yo! –siguió Raúl haciendo eco; aunque en broma.
            -¿Y tú? –preguntó Juan Luis a Adriana.
            -Señora, por supuesto.
            -Yo no.
            Todos miraron hacia él. Era David, el as de los vagos.
            -Yo prefiero hacer lo mínimo, que me lo den todo hecho.
            Tuvo que contestar a las miradas que lo asaeteaban.
            -Se vive mejor.
            -Obedeciendo –advirtió Juan Luis.
            -Claro. Es que si todos mandaran no quedaría nadie para obedecer.
            -...Bueno, Nietzsche también dijo algo parecido.
            Era Juan Luis. Y cortó aquel intermedio porque quería reanudar lo que estaba diciendo. No quería que los comentarios y los ejemplos le hicieran perder el hilo.
            -Vamos a ver, la pregunta de esta mañana tenía que ver con el espíritu apolíneo: ¿qué tienen que ver los sueños con la razón? Ya en Heráclito aprendemos a distinguirlos; los sueños son pensamientos privados, y con ellos es imposible ponerse de acuerdo; porque cada uno tiene sus propios sueños y cada uno vive, así, cosas diferentes. Pero la razón nos une a todos cuando no estamos dormidos; la razón nos pone de acuerdo porque sus conclusiones son inapelables, infalibles; la razón siempre está despierta, ya lo dijo Goya: el sueño de la razón produce monstruos. ¿Cómo van a estar juntos en Apolo la normalidad y los monstruos, como si fuesen lo mismo?


            Juan Luis lanzó una mirada inquisitiva sobre los pupitres. Sabía que el reto era difícil y que no sabrían contestar; Adriana tampoco. Consciente de que aquélla era una pausa retórica, se contestó a sí mismo:
            -Yo creo que la clave está en Platón. La otra clave es la vida. Si la razón es lo predecible y la vida es, por esencia, imprevisible, está claro que la razón no es vida. La razón resbala sobre la vida como el agua resbala por la mano y se escurre entre los dedos; no puede penetrar en ella; y a falta de meterse en sus entrañas, la razón se ve condenada a dar vueltas sobre la superficie de la vida. La razón, lo previsible, es incapaz de penetrar el misterio. Por eso Nietzsche no amaba la Grecia clásica; la del equilibrio, la de la luz, la de la mesura. Nietzsche prefería la Grecia arcaica, y allí encontró a Dionysos; con la borrachera, la desmesura, con su desaforado instinto sexual (Dionysos, insaciable sátiro, perseguidor de las ninfas). Dionysos emergió de las profundidades de la noche. Su instinto indómito, imparable y misterioso, es una borrachera de fuerzas en la oscuridad; fuerzas irracionales, porque pierde fuerza todo lo que se somete a la razón; la razón contiene las cosas, y el instinto es incontenible. Quizá sea ese un primer motivo en la respuesta que buscamos; tal vez los sueños no tengan mucho que ver con la razón, pero como el instinto es irracional, y el instinto es lo contrario del ensueño (fuerza incontenible el uno, contenido sin fuerza el otro), se concluye por simple simetría que el ensueño es lo mismo que la razón.
            Adriana estaba cavilando, dándole vueltas a la simetría.
            -La razón es la luz. Y la razón anula la vida. Luego la luz tampoco es vida. Sin embargo este silogismo no está de acuerdo con los principios básicos de la biología; hoy sabemos que la vida es luz capturada en las hojas por la clorofila; y la clorofila es verde; por eso la vida es, a decir de Vernadsky, el fuego verde. Primera contradicción, las fuerzas poderosas de la naturaleza, en Nietzsche, emergen de la oscuridad. Sin embargo la oscuridad genera vida mortecina, mirad en las cuevas: alejadas de los vivificantes rayos del sol, sus galerías, a medida que se hacen más profundas, contienen formas de vida (animales, o plantas) cada vez más apagadas, más lentas, con menos energía. El viaje de la luz a las sombras es un viaje de la fuerza a la inercia; de la energía propia al peso; las cosas, cuando pierden fuerza, se someten a la atracción de otras fuerzas y se hacen más pesadas.


            Adriana había entrado en un mundo que antes era insospechado; y el recorrido de sus salas era una aventura en las sombras, una búsqueda de luz en la oscuridad, un derroche de pasión y maravillas. Y escuchaba a Juan Luis.
            -La luz es vida y para Nietzsche es muerte. La oscuridad es inercia y para Nietzsche es la fuente de las fuerzas, no de la debilidad inmóvil, de la materia inerte. La luz se despliega en el espacio; la pintura, la escultura, son las artes del espacio que paralizan y embelesan, haciendo de la vida una contemplación, un espejo de ensueño. Pero la noche, sumida en la oscuridad, cabalga a lomos del tiempo, que corre con ímpetu desplegando las fuerzas de a vida, el impulso, el instinto, no se detiene a contemplar, vive; corre, danza, rompe, vive. Vive sacando impulsos de las artes del tiempo: la danza; la música; las que nos hacen vibrar; las que nos hacen sentir la fuerza y su sentir el ritmo. El ímpetu de vivir, no el revivir apagado de las cosas muertas; el frenesí que agita, no el encanto que paraliza; la música dinámica y no la estática pintura; no es la pintura, sino la danza; no el espacio, sino el tiempo. Del tiempo surgen las voces ancestrales que nos arrastran, desplegadas sin ataduras, lanzamiento sin tensión.
            Y llegó Juan Luis adonde quería.
            -Platón. Del equívoco de Nietzsche tiene Platón la culpa. Platón atrapó la vida en una cueva, y en su oscuridad la dejó prisionera. Y la razón, que es un ingrediente de la vida, la sacó de este mundo y se la llevó a otro: al mundo de la luz. Así, la luz fue para Platón señal de vida y la oscuridad la asoció a la muerte. Pero el mundo de la luz platónica era el de Parménides; donde nada se movía, todo estaba quieto, y las cosas, perfectas, eran un cuadro congelado. El de las sombras fue para Platón el mundo de Heráclito: el del movimiento. La luz inmóvil era buena; la oscuridad en movimiento era mala. La luz era el alma; las sombras el cuerpo. Y Nietzsche, que le dio la vuelta a todo, cambió el adjetivo, pero no las definiciones. Dijo que la oscuridad en movimiento era buena, pero se olvidó de que el movimiento no surge de la oscuridad. El big bang fue un estallido de luz que lo puso todo en movimiento. Antes del estallido, en la terrible oscuridad, no se movía nada; todo era tiniebla en un grano inerte en el que se concentraba toda la materia del universo. Como veis, Nietzsche hizo bien el trabajo, pero lo hizo a medias; rescató la música de las entrañas del ser, y las entrañas son oscuras; y se olvidó de rescatar la luz de la prisión del mundo de la luz; porque la vida (fuego verde) es luz atrapada en los árboles, sol capturado por la tierra, energía transportada al cuerpo, luz, calor y movimiento. ¿Qué es calor? Agitación molecular. El movimiento no puede existir sin luz.
            Y llegó Juan Luis al meollo del pensamiento.
            -Los dos mundos platónicos los ha copiado el cristianismo: las ideas pasaron a ser el cielo; los cuerpos quedaron presos en la tierra. Nuestro mundo, la tierra, receptáculo de vida, fue existencia proyectada más allá: más allá de este mundo; se despreciaban las cosas terrenas para pensar sólo en las celestes. Como decía Nietzsche por boca de Zaratustra, el alma despreciaba al cuerpo y por eso prefería un cuerpo flaco, repugnante y esquelético; y trataba de evadirse del cuerpo y de la tierra. Nietzsche también desprecia a la gente que no ve más allá de sus narices. El hombre debe superar sus posibilidades, debe ir más allá: al superhombre; porque es un puente tendido entre el animal y el superhombre. Pero el más allá no está en otro mundo: está en éste. El bien no está en el cielo, sino en la tierra. Y en esto se resume la filosofía de Nietzsche: una invitación a vivir.
            El sonido del timbre fue, tiempo después, una invitación a vivir. Pero Adriana no salía. Se quedaba dentro. Prefirió embelesarse dentro de clase con la agitación de las ideas, vivas, como el agua de un torrente, chisporroteantes, como una botella de champán, y se negó a salir al otro mundo: a ese que los atraía a todos con la perfección de sus ideas engañosas; al patio, en quien los chicos acababan por ver no un torrente de vida, sino un bálsamo de pureza: la parálisis del ser.
            Y comprendió que el desprecio a la razón surgió del desprecio a las ideas; redondas, hermosas, perfectas; brillantes como una bola de cristal. Las ideas, intocables piezas de museo de la exposición de las perfecciones, estaban muertas; y por eso Nietzsche entendió que las mató la razón. Y lo que sucedió fue al revés. La razón, que estaba llena de vida, fue asesinada por aquellas ideas que engendró. Y murió porque se había olvidado del cuerpo. La razón, al alejarse de la cueva, se durmió. Soñó y sucumbió a sus propios monstruos, ya lo decía Goya: los monstruos de la razón; las ideas en que la razón se hunde y deja de funcionar.






           







[1] Cornwell, pp. 27, 64, 134.
[2] Nicéforo Tejedor, p. 201. 

sábado, 7 de noviembre de 2015

Crisis




 

 CRISIS

 
            Una crisis es un conflicto periódico inherente a todos los procesos de la naturaleza. Las crisis son buenas. Y necesarias. Son la resolución de los conflictos. La solución de los problemas. Pero hay que salir de las crisis de una manera inteligente, una manera que no sea violenta. Sobre todo en los conflictos humanos. Porque en ellos la vida física puede ser guiada por la vida moral, la naturaleza por la cultura: al revés de lo que pasa en los conflictos animales (en los que, cuando hay cultura, ésta no acaba de rebasar los límites a partir de los cuales empieza a florecer lo humano).
            Hay crisis moral cuando los sentimientos animales no dejan salir a los sentimientos humanos; y crisis económica cuando desaparecen las leyes que humanizan los efectos de los sentimientos animales. Ser animal es dejarse llevar por impulsos individuales o tribales, mientras que la humanidad es el dominio de los impulsos universales sobre ellos; los primeros son instintos que sólo se pueden contener mediante leyes; el humanismo es, pues, la búsqueda de leyes para evitar el daño que puedan hacernos los instintos animales; en segundo lugar, humanismo es educar los instintos humanos sin reprimir ni anular esa voz salvaje que hay en nosotros. Lo humano es tan natural como lo primitivo, y se asienta en lo primitivo como los edificios se asientan en sus cimientos; sobre sus bases. Una humanidad que deja de ser animal es tan inhumana como una animalidad que no deja emerger los sentimientos nobles que todas las personas tenemos dentro. El humanismo consiste en poner leyes que, sin reprimir nuestras fuerzas primitivas, disminuyen la nocividad de sus efectos: la crisis sobreviene cuando la fuerza de lo animal empieza a desregular los intercambios humanos; por lo tanto toda crisis económica tiene, debajo, una crisis moral, que se extiende a partes más amplias de la sociedad; pero la crisis moral, cuando su extensión no es demasiado grande, todavía es incapaz de provocar ninguna crisis económica. Vayamos por partes.
            El canal, como el cauce, orienta la salida del agua ordenando su energía para que ésta sea más eficaz; de lo contrario se desparrama y se pierde. El tobogán canaliza el movimiento del cuerpo dirigiéndolo a su meta, evitando los movimientos de vaivén que lo desvían por los lados. La ley ordena la actividad humana hacia el bien común, impidiendo que las fuerzas egoístas la alejen de su trayectoria. El problema aparece cuando lo que se tiene que regular es la libertad.
            Las leyes orientan el egoísmo humano hacia el bien común, como el láser concentra los rayos dirigiéndolos en la misma dirección; lo mismo que cuando los rayos se dispersan pierden fuerza y sentido, así también cuando se debilitan las leyes se debilita el bien común reforzando los privados; y tienden a dispersar los egoísmos de manera que cada uno tira por su lado olvidándose de la empresa colectiva. Por empresa colectiva no entendemos el deseo de uno convertido en carro al que se tienen que subir los otros, sino la tarea común de respetarnos los unos a los otros en la feliz realización de cada uno de nuestros deseos.
            El problema es que las leyes humanas deben obligar en el sentido de la justicia, dirigiendo hacia ella las energías de cada cual. Pero quienes hacen las leyes son los mismos que las deben obedecer; los que mandan en ellas, pues, son quienes dicen qué leyes hay que obedecer y cuáles tienen que ser abandonadas. 


            Ahora bien, quienes hacen las leyes quieren limitarlas al máximo para obedecerlas lo menos posible; y las leyes de la justicia no admiten limitaciones a menos de volverse injustas: con lo que, si queremos ser justos, deberemos obedecer la ley moral, y si preferimos desobedecerla, viviremos en la injusticia. Desobedecer la ley moral (que sólo obliga a la conciencia) es lo mismo que reducir el peso de las leyes positivas cuyo motor es la justicia. Sí hay que limitar al máximo, o suprimir, todas las leyes arbitrarias; pero tenemos que potenciar las que son justas, y por justo entendemos lo que alimenta las libertades individuales sin más límite que el de no  limitar las libertades de los demás (que también están obligados a respetar las nuestras).
            El instinto egoísta del ser humano tiende a expandirse sin límites, luchando y midiendo sus fuerzas con los otros egoísmos. Las leyes arbitrarias favorecen a unos egoísmos a costa de los otros. Pero las leyes justas favorecen a todos los egoísmos por igual y sin excepción, limitando sus intereses justo lo necesario para que puedan expandirse los intereses de los demás, sin limitar los nuestros más allá de las exigencias del respeto.
            Una ley justa potencia todo lo bueno que hay en nosotros, y limita al máximo el daño que nuestros instintos puedan provocar. Por eso, avanzar en la justicia significa que la historia va regulando cada vez más la manifestación de los derechos humanos. Una sociedad así regida se parece a un embalse, que regula la fuerza de las aguas según las necesidades del consumo. La ley es una estructura por donde circulan libremente los instintos: tanto los generosos como los egoístas. Si desregulamos la sociedad, permitiremos que los instintos se salgan de su cauce; y ahí, fuera de los cauces establecidos, cada cual buscará su propio beneficio sin tener en cuenta el perjuicio que pueda causar a los demás.
            La crisis económica es una situación en la que los poderosos de la economía quitan las leyes que les impiden aprovecharse de los débiles; desregular es en este caso permitir que el pez gordo se coma al chico. Si salimos de la crisis desregulando, estaremos permitiendo las arbitrariedades y los abusos. Una ley es un límite. Si no limitamos las tendencias egoístas de los poderosos  acabaremos construyendo un mundo en el que podrá haber mucha riqueza, pero esa riqueza estará muy mal repartida.
            Sin embargo, es necesario desregular. Porque, de lo contrario, el poder económico dejará de sostener al poder político que lo limita, y un poder político sin dinero ya no es poder: hay que desregular aunque sea injusto; simplemente para que el poder político no desaparezca. A partir de ahí deberá dosificar sabiamente la reposición de las leyes procurando que el interés privado dependa del bien público. Esto llevará años; y lentamente volverá a reinar, en el mundo de la libertad, el gobierno de la justicia. No fue posible durante la revolución industrial del siglo XIX. Pero hoy sí es posible, porque nuestra cultura de origen europeo es ya demasiado rica para ser ignorada. Como el poderío militar de Roma tuvo que plegarse ante la fuerza de la cultura griega, así también las energías económicas acabarán plegándose a las energías de la cultura. Esto requerirá paciencia. Y lucha. La superación de la crisis será la recuperación de los cauces legales demolidos por la economía, en un camino progresivamente iluminado por el faro de la bondad, de la justicia.
            El instinto es como un fuego que lo devora todo. Y la ley es razón que lo mantiene dentro de sus límites: por arriba, para evitar la fiebre; por abajo, para que no haya hipotermia. El instinto por sí solo, y por su propia inercia, es incapaz de refrenarse cuando se consume a sí mismo; cuando se devora. Por eso necesita la ley, la razón. La medida.
La naturaleza es fuego con medida. Heráclito. Heráclito el oscuro.