NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ
1.
El buey es un animal pacífico. Pero es un toro castrado. El buey no es amor, sino mansedumbre; y ser manso es obedecer con resignación a quien nos ha privado de naturaleza. No es vivir en paz con todos y derrochar cordialidad en quien nos rodea, sino un cobarde quiero y no puedo, o más bien un querer renegado: como el de la zorra, que despreciaba por impotencia las uvas que quería. La presencia del buey es la impotente mansedumbre.
El toro no es impotente porque no está castrado. Podrá ser pacífico, pero no es manso. El toro es el crepúsculo de los bueyes, y muere con la cabeza muy alta; no lleva con estoicismo el yugo que le ata, sino que lo rompe en las espaldas de cuantos se lo han puesto. El toro no entiende de yugos. Prefiere la muerte. La agonía de los bueyes no tiene grandeza, pero la de los toros agranda el mundo: lo amplía, lo dignifica, lo vuelve bello y sublime. Impresionante. Los toros son águilas dominando desfiladeros; son leones que levantan, ante los castigos, la misma frente que los bueyes doblaban. Son el huracán inaccesible al yugo; el rayo libre, el relámpago poderoso; alegría, braveza, dinamita, piedra blindada; calma penetrada en la firmeza, alma, corazón, la recia fiereza del indomable.
Camello llamaba Nietzsche al buey de Miguel Hernández. Fiera domada castrando sus fuerzas naturales, en lo que el toro, sin castrar, conservaba toda su casta. Su fortaleza se agota cargando cosas pesadas, arrodillándose para recibirlas, paciencia mansa que no es esperanza sino renuncia. Y ese que confunde la renuncia con la paciencia es el mismo que ama a quien le desprecia.
El león de Nietzsche es el toro. La fuerza de la naturaleza embistiendo contra el castrador de toros, forjador de mansedumbres, creador de bueyes. Pero el toro, vencido por el dragón, no se pliega a la esclavitud: prefiere la muerte. Es la tragedia de ser obligado a caminar por una senda que él no ha elegido; y en su lucha contra el destino, indomable ante la adversidad, perece trágicamente. El toro es un visceral rechazo al yugo. Pero no es destrucción y salvajismo. No es barbarie destructora. No es un asesino. El toro prefiere la muerte cuando no le dejan vivir, pero no vive de la muerte ajena. Quiere conquistar la libertad y ser señor en su propio desierto, pero aún no sabe que puede serlo de sí mismo. Y si busca un señor, es porque quiere que sea el último; lo busca para vencerlo, porque ya no habrá más señores después.
El gran dragón es su último señor. El último yugo. El dragón es deber y está cubierto de escamas brillantes. En todas las escamas hay escrito: “tú debes”. Las escamas, como miles de magnéticas miradas, lo arrojan titilando a las cien mil esquinas de la tierra. Y no es menos jaula la prisión por ser una jaula dorada. Relámpagos arroja perforando el mundo con un único mensaje proyectado en sus mil caras. Parece un espejo que rompemos cuando no nos queremos ver, y en sus mil trozos centellea, omnipresente, la imagen que no queríamos; al destruirla la hemos multiplicado: como la hidra de mil cabezas. La bestia de carga, el buey, el camello, la humillación, la renuncia, se han multiplicado por obra del espejo mágico; el brillo de los bajos valores, que es el dragón donde se mira el yugo.
Pero el toro grita su rebeldía; su recia pasión indomable: la exhibe. No puede dominar por fuera porque aún no ha logrado hacerlo dentro, siendo poderoso y vivo, haciéndose señor de sí mismo. El poder del toro se pierde en romper el poder del gran dragón. Sólo sabe cantar ante la muerte, y no ha descubierto que hay ruiseñores que cantan en medio de las batallas; porque ha confundido el no dejarse castrar con ser varón; también hay hombres que no están castrados. Y eso, que no supieron ver ni Nietzsche ni Miguel Hernández, reaparece en el niño inocente de Nietzsche y Heráclito. El niño se ha olvidado de todo y no quiere pelear contra la voluntad del gran dragón; simplemente, quiere su voluntad; se tiene a sí mismo y conquista el mundo sin saberlo: creando. El niño es un nacer de nuevo, un comienzo, un juego; es una rueda que se mueve sin necesidad de que la mueva nadie. Es la vida que se alimenta, no es buey, no es yugo, no es toro; ni vaca que alimente a los demás sin alimentarse a sí misma. Es un santo comenzar, un ruiseñor cantando, una guitarra, un chorro de alegría, un niño: ya no hay dolor donde había lágrimas.
Bueyes, toros, niños hay entre los alumnos. También hay dragones y vacas. La vaca es entrega en aras de la vida, valor para perder la vida cuando queremos darla, como lo era el toro para perderla defendiéndola. El toro es fuerza masculina, y determinación, y rebeldía. En la fuerza de la vaca hay un aliento femenino y una determinación para la vida. Sólo el buey no es masculino ni femenino. Dos formas de heroísmo asomadas a dos formas de tragedia; entre ellas, la cobardía, renuncia estéril, no es heroica ni tampoco es trágica, porque su ser es farsa. Y el niño: hijo de la generosidad y la fiereza, de lo femenino y masculino; poderosa cordialidad renegada de la impotente mansedumbre. Poderosa como el león, el toro, el águila; y cordial como la vaca, el cordero, el ruiseñor. Como la vida misma.
2.
El espíritu esclavo es sumiso como el buey. En toro se transforma cuando se rebela; en vaca si protege la vida de su prole (también creada con el toro); en niño si la vive. Se rebela contra el dragón y muere toro, a menos que el dragón lo amanse y regrese al buey. El círculo empieza de nuevo. O se quiebra, en la noche trágica, cuando se siembra la muerte.
El buey es toro al que le han echado un yugo al cuello. Y el yugo, cuando el furor del toro renace en las venas de buey manso, se vuelve pena; cadena y grilletes que le aprietan el cuello, con pinchos agudos; espada y látigo que mortifican sus carnes, azote que doblega su voluntad en el cuerpo, tormento y castigo, y armamento resentido, sangre. Venganza que estalla arrojando chorros de crueldad. La bestia es el alma de la increíble cadena, como el dragón lo era del yugo despiadado.
Yugo y buey, amo y esclavo. Cadena y toro: verdugo y reo; reo en que han convertido al rebelde, reo para el verdugo. El toro es un rebelde que niega la esclavitud, y era el verdugo negador de vida pues se había declarado en rebeldía. La rebelión del toro combate la rebelión del yugo, que sobre la vida ha arrojado pesadas cadenas; por eso el toro y la bestia son dos diablos, dos rebeldes; uno se ha levantado contra la vida; el otro contra la muerte. La vaca, luchando por su hijo mientras lucha el toro por ellos, saca leche de su sangre y por su corazón agoniza con tal de alimentar al ternero. Obstinación de la vida en salir adelante contra el yugo. Contra la muerte.
El santo Job es un criado de dios como lo es Maruja para la casa: los dos, resignados, aceptaron mansamente su yugo. Y el toro, Hércules esforzado y poderoso, huracán arrancado, instinto vivo, fue un volcán de vida extendiendo la lava sobre la nieve; quemando la muerte con sus bríos, fundiendo el hielo para sentir la vida, abriendo la hierba para crecer las flores, portadoras de semilla, las violetas, las campanillas, las amapolas. Hércules en lucha contra la adversidad, manando el aliento de su propio esfuerzo, la simiente viva que atraviesa el viento: y rasga el cielo como la luz del relámpago, rompiendo bóvedas con furia incontenible, exhalando centellas desde lo más recóndito de su corazón despierto.
Todos los rebeldes vivos llenaron el mundo con la riqueza que tenían dentro: sólo lo vaciaron los rebeldes muertos; los diablos envidiosos, que palidecen ante el fulgor de los diabólicos vientos. Fue Cristo, rebelándose contra la envidia, ¡qué pena que fuera por obediencia ciega! Jesús, hercúleo luchador de Palestina, fue toro; y buey porque luchó ¡qué pena!, para negarse obedeciendo. También Marx apeló a la rebelión del pueblo; y Estalin puso buey a ese toro, entronizando en los altares al partido (nuevo dios al que había que jurar obediencia). Y Fausto, que de pasión vivía, sucumbió a la esclavitud de la pasión por el conocimiento; cuando descubrió que había pasado al lado de la vida quiso sacudirse el yugo, y lo hizo pasando de buey a niño sin llegar a ser toro; porque obedeció a un diablo a quien vendió su alma, su ánimo, sus bríos, su voluntad; se sometió a él a cambio de disfrutar una libertad tan efímera como ficticia. Y vivió a cambio de morir, renunciando a la vida.
Quienes, como Fausto, quieren sin lucha llegar a niño, viven sin pasar de buey a toro: se traicionan a sí mismos; se traicionan cuando creen que se están conquistando. Y no hay manera de recobrar muchas veces el tiempo perdido: Juan Luis recordaba; Juan Luis miraba, en el color vítreo de la ventanilla, el rápido fluir de los árboles. Su mente se fue atrás, al partido de baloncesto, cuando jugaba una manada de niños. Recordaba perfectamente que todos querían vencer. Todos querían hacer canasta y se quitaban la pelota entre ellos. Rompiendo el juego, sin importarles la victoria colectiva; robándose el balón en lugar de robárselo al adversario, pues a ninguno importaba que ganase el equipo si la gloria de marcar se la llevaba el compañero. Eran como tiburones que se comían en el vientre de su madre. Como retoños despiadados. Como hermanos mortíferos.
También se acordaba Juan Luis de las urracas: las que ponen los huevos en nido ajeno; las que tienen hijos para que otros se los cuiden. Las que se aprovechan del prójimo. Los parásitos. ¡Cuántas veces el espíritu quiere, sin lucha, gozar de las mieles del triunfo! ¡Saborear los triunfos sin esfuerzo! El espíritu entonces no llega a niño, pues no fue toro; ni vaca que se esforzara por cuidar la vida, no tuvo amor, no quiso nido. Y fue tiburón o urraca que arrancó los triunfos a costa de males, propios o ajenos. Fue un espíritu destructor recreándose en la muerte, buey de su parasitismo, lobo que luchaba contra el lobo, como el ser humano había sido lobo en el imaginario de Londres. Pues la urraca o el tiburón acaban, a la postre, siendo dragón y yugo; espíritu sin alma que vive enfermo del dolor, cadena y bestia.
Así apenaban a Juan Luis aquellos pensamientos. Fue viendo los árboles desfilar ante sus ojos, las casas, los valles, los prados, las montañas. El tren lo llevaba subido en un traqueteo de ensueño y por él se colaban sus años de infancia; sus ansias, sus ilusiones, sus padres sentados junto a él, su hermano, su hermana, su belleza interior resuelta en colores. Ahora pasaba sobre un puente de hierro y abajo, al fondo, desfilaba un valle de hierba tan verde que parecía majada; en el horizonte, muy cerca, ascendían las rocas por el cielo buscando el abrazo de la mujer muerta. Y era feliz con aquellos recuerdos. Era feliz en su nido, el toro impregnado en su padre y en su madre, y ambos impregnados de leche, de vaca, de fuente, de valle, de río. Las estacas de la valla que cortaba el prado silbaban al son del traqueteo metálico de las vías. Su corazón, henchido, estaba tan lleno que parecía que iba a explotar. Se expandía en el cielo, tan ancho era el horizonte que tenía dentro. Entonces, pensando en el toro de Miguel y en el espíritu de Nietzsche, se sentía inmensamente feliz. Se daba las gracias por haber trabajado, luchando a brazo partido, por ganarse la vida; en esas estaba cual domador del destino. Se alegró mirándose en el cristal y se las dio al toro que era, a la vaca que en él vivía, contento y cantando por haber conseguido vivir: por ser un niño.
Un texto que cala en metáforas, en la naturaleza sabia, en la humanidad pensante, reflexiva, entonces rescato:"
ResponderEliminarEl niño es un nacer de nuevo, un comienzo, un juego; es una rueda que se mueve sin necesidad de que la mueva nadie. Es la vida que se alimenta, no es buey, no es yugo, no es toro; ni vaca que alimente a los demás sin alimentarse a sí misma. Es un santo comenzar, un ruiseñor cantando, una guitarra, un chorro de alegría, un niño: ya no hay dolor donde había lágrimas."