EL CANTE JONDO
La oscuridad no era de azabache. Era
una oscuridad sin brillo, de un negro seco; tosco como la garganta del cantaor,
quebrado como las voces rotas, más allá del corazón: quejíos de allende el
pecho; pozo sin fondo de los impulsos más primarios, instintos atávicos. Y en
esa tosca negrura, lecho elemental, yace el aliento áspero (papel de periódico)
que dice lo importante: no el papel brillante de las vanas revistas, que ciega
con su brillo para no ver lo cierto. Lo tosco, lo auténtico, lo simple, es lo
trascendente; no el brillo azabache de las hojas que hipnotizan; que lo
resuelven todo en apariencias, y lo disuelven en la niebla, y que se esfuma en
vanidades.
Era un cielo negro de sombras
invisibles. Tiniebla sin brillo, fondo sin forma, figuras sin perfiles,
mentiras y verdades. Una cabeza negra, una figura siniestra, una cabeza con
cuernos: la figura del minotauro. Tal los ojos de un gato, el iris
fosforescente y la pupila dilatada abren un túnel sobre las cosas, y las
absorben en un agujero negro; allí van las realidades, y los sueños, navegando
en el tiempo, como un barquito velero, regresando a Camarón: un remolino de
boca horrible (tal la espuma de Caribdis, el aliento de Escila).
El minotauro. Un toro siniestro
hiende las tinieblas, un relieve en la noche, apenas esbozado en la penumbra,
una amenaza. El cielo es un laberinto y sus caminos angostos lo llenan todo de
serpientes; miles de serpientes cruzándose, miles de nudos donde se pierde el
conocimiento, telaraña de la voluntad, red de los pasos perdidos, prisión de la
esperanza. En el laberinto se enredan las mentes turbias, el entendimiento
oscuro, la sencillez atascada en obsesiones, la memoria atrapada en los
esquemas, los prejuicios enturbiando el horizonte, la bondad que se nubla en la
ignorancia. Gloria, perdida en los caminos como un mar de los sargazos, patina
en telarañas pegajosas, nudos y nudos de lianas, los caminos del laberinto, las
sendas atascadas, las vías sin salida, las pistas falsas. Miles de prejuicios
en su mente atenazada. Sus retinas confundidas, sus oídos desorientados, sus
manos perdidas en pieles engañosas, con el tacto cambiado. Sus prejuicios, como
nudos, atan la salida de los juicios que se forman en su mente, separando las
premisas y las conclusiones; y las razones se quedan paralizadas, los
argumentos patinan, el sentimiento naufraga en un mar de arrecifes donde se
confunden las emociones más evidentes, los instintos más naturales, los
impulsos más claros. Todo es un mar revuelto en la mente de Gloria, y hasta su
nombre, que es radiante, le está pareciendo ahora una nube de barro.
El toro es el signo del destino, que
viene inexorable, prefigurado en lo que somos, en las fuerzas que nos
arrastran. Unas veces la razón, otras los prejuicios; a veces sin corazón,
otras descorazonados. El toro. La sombra del minotauro. Estamos perdidos en el
laberinto y necesitamos salir de él:
para eso necesitamos un hilo; un hilo de Ariadna. Y cuando llegamos necesitamos
todo nuestro corazón para armarnos de valor, para derrotarlo. Para que el
minotauro desaparezca ya de nuestras vidas. Para destruir los motivos de
nuestra desgracia, y las rigideces de nuestra mente, que son barreras y hay que
saltarlas.
El amor. El destino. La muerte; que
es lado contrario de la vida, y nos arrastra. O la arrastramos. Tres fuerzas
irresistibles. Tres temas universales. Tres cosas elementales. Por ser lo más
importante lo tenemos ante los ojos, y no lo vemos. Por eso es lo más profundo.
De las profundidades del alma, como fuerzas elementales, emergen con dolor a la
superficie. Brotan a los labios como una queja; el quejío del cantaor, el cante
jondo; las profundidades del alma, los abismos insondables, las fuerzas
irresistibles. Salen a la luz con la voz quebrada. Su ímpetu pugna en la
garganta, choca con la laringe, rompe las cuerdas. No, no son fuerzas capaces
de ser atadas: rompen la voz y la voz se quiebra, se desgarra. La voz sale a la
superficie como un quejío. El grito, cuando es arrastrado por la voz, se rompe:
la voz del flamenco no puede ser perfecta, tiene que estar cascada. Y como no
cabe en la laringe (porque las cuerdas se le rompen), tampoco cabe en el
pentagrama: se rompen sus cinco líneas y las notas se pierden, se alejan, se
escapan. El cante jondo no puede estar atado. Se rompen las voces del
pentagrama y es como la música hindú o el jazz, música que no se puede escribir
porque es libre; se escribe su esqueleto, su ritmo, su melodía; pero las
rigideces de las voces no son cante jondo como el esqueleto no es la carne; el
cante jondo es libertad: por eso nace roto. La música atada es bonita, y el
cante jondo no puede ser bonito: es rudo, tosco, quejumbroso, de voces sueltas
que suben por el tiempo, ad libitum, sólo esa voz grave, callada y rota (más
que voz es un quejío), puede hacer algo más que hablar del amor: lo vive. Las
otras voces hablan del amor. No el cante jondo, porque es eso: jondo, profundo.
Las otras canciones se quedan en la superficie. Y el quejío que desgarra el
aire puede, hiriendo el cielo con su flecha rota, herir y derrotar al
minotauro.
Natalia era un quejío que no salía
de su boca. Ingrid sólo hablaba del amor: ella lo vivía. Pero lo vivía desde su
profunda ignorancia. El cante jondo es sabiduría. Por eso la voz de Natalia era
burda, pero no ruda: no se quebraba. La queja de Natalia salía de las
profundidades, pero ella no la comprendía. No podía encerrar en un pentagrama
lo que sentía, pero tampoco sabía cantarlo. Su madre, en cambio, estaba llena
de pentagramas, pero sólo Ingrid conocía sus canciones: mas como no las sentía
en carne propia su voz no se rompía; no era un quejío. Ingrid no sentía por
impulso, sino por simpatía. Ni Gloria, ni Ingrid, ni Natalia podían acercarse a
las profundidades del cante. Derrotar al minotauro. Soltar la palabra viva.
Hasta que se acordó de su pasada
lejanía. De la sinfonía inacabada. Del tiempo entrecortado. Se acordó de
Delibes, de Lola Herrera, del hastío. Y le vino de aquellos tiempos un quejío.
La voz, rasgándole las entrañas, le atravesó el pecho y se rompió en su
garganta. Fue auténtica. Natalia, estremecida por su pureza, se asomó al
abismo. Desde allí tocó el vértigo los sones del flamenco. La voz rota, el
sentimiento puro, las profundidades del alma. Habló del amor que sintió, el
amor que retenía a Natalia. Y entonces Natalia sintió el dolor convertido en
arte: había derrotado al minotauro. Con Ingrid, que había sabido sentir con
ella. Y fue el triunfo del amor, la vida sobre la muerte, la libertad sobre el
destino. Fue vencer a la fatalidad, hundiéndose en la superficie, hasta lo
profundo. Ése fue el poder curativo del cante. Del cante jondo. De lo sublime
de la garganta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario