CRISIS
Una
crisis es un conflicto periódico inherente a todos los procesos de la
naturaleza. Las crisis son buenas. Y necesarias. Son la resolución de los
conflictos. La solución de los problemas. Pero hay que salir de las crisis de una
manera inteligente, una manera que no sea violenta. Sobre todo en los
conflictos humanos. Porque en ellos la vida física puede ser guiada por la vida
moral, la naturaleza por la cultura: al revés de lo que pasa en los conflictos
animales (en los que, cuando hay cultura, ésta no acaba de rebasar los límites
a partir de los cuales empieza a florecer lo humano).
Hay
crisis moral cuando los sentimientos animales no dejan salir a los sentimientos
humanos; y crisis económica cuando desaparecen las leyes que humanizan los
efectos de los sentimientos animales. Ser animal es dejarse llevar por impulsos
individuales o tribales, mientras que la humanidad es el dominio de los
impulsos universales sobre ellos; los primeros son instintos que sólo se pueden
contener mediante leyes; el humanismo es, pues, la búsqueda de leyes para
evitar el daño que puedan hacernos los instintos animales; en segundo lugar,
humanismo es educar los instintos humanos sin reprimir ni anular esa voz
salvaje que hay en nosotros. Lo humano es tan natural como lo primitivo, y se
asienta en lo primitivo como los edificios se asientan en sus cimientos; sobre
sus bases. Una humanidad que deja de ser animal es tan inhumana como una
animalidad que no deja emerger los sentimientos nobles que todas las personas
tenemos dentro. El humanismo consiste en poner leyes que, sin reprimir nuestras
fuerzas primitivas, disminuyen la nocividad de sus efectos: la crisis
sobreviene cuando la fuerza de lo animal empieza a desregular los intercambios
humanos; por lo tanto toda crisis económica tiene, debajo, una crisis moral,
que se extiende a partes más amplias de la sociedad; pero la crisis moral,
cuando su extensión no es demasiado grande, todavía es incapaz de provocar
ninguna crisis económica. Vayamos por partes.
El
canal, como el cauce, orienta la salida del agua ordenando su energía para que
ésta sea más eficaz; de lo contrario se desparrama y se pierde. El tobogán
canaliza el movimiento del cuerpo dirigiéndolo a su meta, evitando los
movimientos de vaivén que lo desvían por los lados. La ley ordena la actividad
humana hacia el bien común, impidiendo que las fuerzas egoístas la alejen de su
trayectoria. El problema aparece cuando lo que se tiene que regular es la libertad.
Las
leyes orientan el egoísmo humano hacia el bien común, como el láser concentra
los rayos dirigiéndolos en la misma dirección; lo mismo que cuando los rayos se
dispersan pierden fuerza y sentido, así también cuando se debilitan las leyes
se debilita el bien común reforzando los privados; y tienden a dispersar los
egoísmos de manera que cada uno tira por su lado olvidándose de la empresa
colectiva. Por empresa colectiva no entendemos el deseo de uno convertido en
carro al que se tienen que subir los otros, sino la tarea común de respetarnos
los unos a los otros en la feliz realización de cada uno de nuestros deseos.
El
problema es que las leyes humanas deben obligar en el sentido de la justicia,
dirigiendo hacia ella las energías de cada cual. Pero quienes hacen las leyes
son los mismos que las deben obedecer; los que mandan en ellas, pues, son
quienes dicen qué leyes hay que obedecer y cuáles tienen que ser abandonadas.
Ahora
bien, quienes hacen las leyes quieren limitarlas al máximo para obedecerlas lo
menos posible; y las leyes de la justicia no admiten limitaciones a menos de
volverse injustas: con lo que, si queremos ser justos, deberemos obedecer la
ley moral, y si preferimos desobedecerla, viviremos en la injusticia.
Desobedecer la ley moral (que sólo obliga a la conciencia) es lo mismo que
reducir el peso de las leyes positivas cuyo motor es la justicia. Sí hay que
limitar al máximo, o suprimir, todas las leyes arbitrarias; pero tenemos que
potenciar las que son justas, y por justo entendemos lo que alimenta las libertades
individuales sin más límite que el de no
limitar las libertades de los demás (que también están obligados a
respetar las nuestras).
El
instinto egoísta del ser humano tiende a expandirse sin límites, luchando y
midiendo sus fuerzas con los otros egoísmos. Las leyes arbitrarias favorecen a
unos egoísmos a costa de los otros. Pero las leyes justas favorecen a todos los
egoísmos por igual y sin excepción, limitando sus intereses justo lo necesario
para que puedan expandirse los intereses de los demás, sin limitar los nuestros
más allá de las exigencias del respeto.
Una
ley justa potencia todo lo bueno que hay en nosotros, y limita al máximo el
daño que nuestros instintos puedan provocar. Por eso, avanzar en la justicia
significa que la historia va regulando cada vez más la manifestación de los
derechos humanos. Una sociedad así regida se parece a un embalse, que regula la
fuerza de las aguas según las necesidades del consumo. La ley es una estructura
por donde circulan libremente los instintos: tanto los generosos como los egoístas.
Si desregulamos la sociedad, permitiremos que los instintos se salgan de su
cauce; y ahí, fuera de los cauces establecidos, cada cual buscará su propio
beneficio sin tener en cuenta el perjuicio que pueda causar a los demás.
La
crisis económica es una situación en la que los poderosos de la economía quitan
las leyes que les impiden aprovecharse de los débiles; desregular es en este
caso permitir que el pez gordo se coma al chico. Si salimos de la crisis
desregulando, estaremos permitiendo las arbitrariedades y los abusos. Una ley
es un límite. Si no limitamos las tendencias egoístas de los poderosos acabaremos construyendo un mundo en el que
podrá haber mucha riqueza, pero esa riqueza estará muy mal repartida.
Sin
embargo, es necesario desregular. Porque, de lo contrario, el poder económico
dejará de sostener al poder político que lo limita, y un poder político sin
dinero ya no es poder: hay que desregular aunque sea injusto; simplemente para
que el poder político no desaparezca. A partir de ahí deberá dosificar
sabiamente la reposición de las leyes procurando que el interés privado dependa
del bien público. Esto llevará años; y lentamente volverá a reinar, en el mundo
de la libertad, el gobierno de la justicia. No fue posible durante la revolución
industrial del siglo XIX. Pero hoy sí es posible, porque nuestra cultura de
origen europeo es ya demasiado rica para ser ignorada. Como el poderío militar
de Roma tuvo que plegarse ante la fuerza de la cultura griega, así también las
energías económicas acabarán plegándose a las energías de la cultura. Esto
requerirá paciencia. Y lucha. La superación de la crisis será la recuperación
de los cauces legales demolidos por la economía, en un camino progresivamente
iluminado por el faro de la bondad, de la justicia.
El
instinto es como un fuego que lo devora todo. Y la ley es razón que lo mantiene
dentro de sus límites: por arriba, para evitar la fiebre; por abajo, para que
no haya hipotermia. El instinto por sí solo, y por su propia inercia, es
incapaz de refrenarse cuando se consume a sí mismo; cuando se devora. Por eso
necesita la ley, la razón. La medida.
La naturaleza
es fuego con medida. Heráclito. Heráclito el oscuro.
Interesante como siempre, hermanito.
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