viernes, 1 de enero de 2021

CONOCIMIENTO ORDINARIO

  

DICCIONARIO DE FILOSOFÍA

CONOCIMIENTO ORDINARIO  

 


            Toda la lógica de Aristóteles gira en torno al término medio; su ética, a la virtud entendida como término medio entre dos extremos (que son, respectivamente, el vicio por defecto y el vicio por exceso); y su filosofía política, en torno a las clases medias. Podemos decir que Aristóteles tiene espíritu de sistema; que lo que dice en un sitio es coherente con lo que dice en otro; y que, en definitiva, no se contradice.

            La gente de la calle puede decir un día que “a quien madruga dios le ayuda” y si alguien responde que de nada sirve esperar la ayuda de dios, que “ayúdate y dios te ayudará”, le damos en seguida la razón sin caer en la cuenta de que antes habíamos dicho lo contrario; y si una tercera viene a decir que “no por mucho madrugar amanece más temprano” le damos la razón igualmente. Es decir que la gente de la calle puede decir una cosa y acto seguido decir lo contrario. Y luego lo llamamos sabiduría popular.

            La gente culta huye de la contradicción, evitando pensar inconsecuencias; no suele aceptar en física una teoría y en química otra que contradiga a la primera; y cuando descubre contradicciones en el sistema de sus conocimientos intenta siempre eliminarlas para que todo sea coherente. No tendría sentido que en ética Aristóteles buscara los excesos. Eso que llamamos experiencia popular y cotidiana, conocimiento ordinario o, simplemente, sabiduría popular, no es más que el intento de que todas nuestras ideas se apoyen unas en otras y se sujeten entre sí para mantenerse unidas y en equilibrio: pero no lo consigue; la gente de la calle se contradice sin darse cuenta y a veces, aunque se dé cuenta, tampoco le importa mucho.

            Otra característica del saber cotidiano es que toma sus deseos por realidades. Cuando los hinchas ven un gol en la tele dirán que es legal si lo ha marcado su equipo, y que ha habido falta si lo ha marcado el equipo contrario. Y cuando gana su partido las elecciones legislativas dirá que el pueblo es sabio y hay una racionalidad colectiva, pero si pierde dirá, por el contrario, que lo han engañado o que se ha equivocado y que la democracia, a veces, no funciona. Como podemos ver, la gente de la calle llama verdad a lo que coincide con sus intereses y a eso, con frecuencia, lo llamamos sabiduría popular.

            Un día hablaban dos campesinos y uno le decía al otro cosas que sabíamos por medio de refranes: “en abril, las aguas mil” (los refranes ponen en forma de proverbio o sentencia las experiencias que se repiten año tras año; si compruebo que todos los años llueve en primavera, lo convierto en refrán). Suelen ser los refranes producto de una inducción, como cuando observo que si llueve por la mañana la tarde es apacible, y si veo que año tras año sucede lo mismo, entonces lo convierto en refrán y digo: “mañanita de lluvia, tarde de paseo”. Y así, muchos refranes tienen naturaleza inductiva: “perro ladrador, poco mordedor”, “dime con quién andas y te diré quién eres”, o “quien mal anda mal acaba”.

            La sabiduría popular es inductiva, y sin embargo hay quien menosprecia las inducciones empíricas: “aquellos hombres no eran empíricos, sabían de lo que hablaban”, oí un día que le decía un vecino a otro; de modo que el verdadero saber no está en conocer las costumbres de la naturaleza (el conocimiento empírico), sino en tener conocimiento de la causa; la gente de la calle sabe que si tocas esa piedra te quemarás la mano, pero no sabe por qué; el porqué los saben los científicos, no la gente de la calle. Y, puestos a hablar de inducciones, las inducciones populares suelen ser precipitadas; si llueve dos o tres días seguidos se suele decir: “mañana lloverá” (lo que es una falacia); así surgen los estereotipos, que resisten, como los irreductibles galos, con ojos ciegos a todas las evidencias; los españoles son ardientes aunque yo haya visto que muchos de ellos son parados, y los catalanes serán siempre agarrados aunque todos los catalanes con los que he salido hayan pagado religiosamente las rondas que les correspondían. 



            La cultura popular es interesada, empírica y asistemática: esos son los rasgos que hemos venido viendo hasta ahora. Pero le falta uno: la cultura popular es el pensamiento conclusivo al que le falta el último paso del método, la contrastación; observa, especula y razona, pero no comprueba, no contrasta, no pone a prueba sus pensamientos; en esto se parece a la filosofía y al pensamiento mítico. Son tres formas de pensar que no tienen acceso a la contrastación aunque quisieran, pero con matices. Vamos a ver en lo que se diferencian.

            La filosofía se caracteriza por la libertad. Es libre de aceptar la duda cuando no tiene seguridad en lo que cree, y de esa duda se pueden buscar certezas racionales y empíricas, pero sus certezas empíricas no proceden de la experimentación, sino de la experiencia. Descartes, cuando llegó a la certeza del cogito, lo hizo pensando: no experimentando.

            El mito se caracteriza por la opresión. No tiene acceso a los experimentos, pero si los tuviera los rechazaría. Le tiene miedo a la verdad porque lo que busca no es la verdad, sino el poder; no el control de la realidad, sino el control de las mentes como forma de despotismo; si la filosofía es un pensamiento libre, el mito es un pensamiento atado.

            La cultura popular se caracteriza por la pereza. Se conforma con lo plausible aun pudiendo llegar a lo seguro, y es porque busca lo cómodo, lo que no supone esfuerzo, lo fácil. La gente de la calle se traga todas las noticias sin apenas criticar las fuentes, las garantías racionales, la fiabilidad; en el mundo de internet cree todos los bulos sin fundamento y, cuando ve que unos contradicen a otros, también los rechaza sin fundamento porque es un pensamiento pasivo, que pide certezas ya hechas, incapaz de construir las suyas propias; y vive la contradicción como un problema, no como una oportunidad; dispuesto siempre a dudar de todo por pura pereza, no por imposibilidad de alcanzar la verdad; pero es una duda dispuesta siempre a echarse en brazos de cualquier creencia; a diferencia de la filosofía y la ciencia que practican una duda razonada, el saber popular practica una duda fácil, una duda perezosa, que puede ser también una duda absurda: pues es absurdo dudar de todo por pereza para acto seguido creer en cualquier cosa, por pura pereza, solamente por comodidad (duda cómoda, y por lo tanto claudicante, pensamiento que se rinde, pensamiento que se niega a pensar). La consecuencia de todo esto es que el pensamiento popular es asistemático, ya que no tiene ningún problema en rechazarlo todo para luego creer en cualquier cosa por infundada que sea, y al mismo tiempo tolera las contradicciones sin inmutarse y sin excesivo sentido crítico; dispuesto a pensar, no ya con lógicas contradictoriales (que rechaza), sino con lógicas absurdas (con las que juega sin el menor pudor).

            Por eso no podríamos hablar de sabiduría popular, sino de saber popular; y más precisamente tendríamos que hablar de cultura popular, que es continua vacilación entre cultura y culto. La filosofía y la ciencia crean sus propias culturas, el mito se entrega al culto, pero el vulgo se mueve entre la cultura y el culto sin preocuparse demasiado, o adoptando para sí mismo cultos propios y rechazando la cultura de los otros: es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de los toros. Hay grandes sistemas científicos, filosóficos y religiosos, pero el pensamiento popular carece de sistema: es ecléctico, crédulo, cómodo y fragmentario. 



            Existe la sabiduría popular, sí: pero no se refiere al conocimiento ordinario; lo que llamamos sabiduría popular son filosofías anónimas y descubrimientos científicos de cuyos autores no sabemos nada. Los refranes, relatos didácticos, cuentos o fábulas son filosofías diversas que a veces están enfrentadas entre sí; y el vulgo, en lugar de considerarlos como teorías diversas, las adopta todas como si fueran parte de un mismo sistema, y por eso se contradice.

            En el saber popular podemos distinguir dos cosas: una cultura popular formada por el conjunto de filosofías, descubrimientos y hasta mitos antiguos que ya han perdido su poder coactivo; y el culto que eso que llamamos pueblo les rinde a los hábitos vitales, reflejos o automatismos que están vigentes (y que por eso, en vez de culturas, habría que llamarlos tradiciones): la obligación, acrítica y ciega, de obedecer al padre, concebido como pater familias o como jefe intocable; la censura para los hombres que llevan falda y las mujeres que llevan pantalón (hoy día las costumbres han cambiado, aunque no del todo); la obligación para las niñas de vestir de rosa y los niños de azul. La cultura es permeable a la crítica, las tradiciones (al igual que los cultos), no.

            De modo que el vulgo es un ente híbrido que oscila entre la cultura y el culto. Hasta en las universidades los mismos estudiantes que aprenden la ciencia creen, sin sonrojarse, o sonrojándose, en supersticiones, prejuicios y ocultismos. Por eso se llaman así: prejuicios; ideas que se toman por verdaderas antes de someterlas a juicio. Kepler, cuando creía en la astrología, lo hacía después de juzgar las especulaciones platónicas y pitagóricas; pero el vulgo cree en las cartas astrales sin preocuparse demasiado por su fundamento.

            El saber popular no incluye sólo conocimientos, sino también hábitos: costumbres; costumbres arraigadas en la sociedad y que se justifican a través de los mitos (mentalidades); y costumbres que alguien quiere introducir y se justifican mediante historias y teorías transformadoras (ideologías). La religión, la filosofía y hasta la ciencia pueden apuntalar mitos sociales (como que antes de bañarnos tenemos que hacer la digestión si no queremos morirnos); mitos que forman parte de las mentalidades; pero también de las ideologías (como el marxismo, el racismo y el darwinismo social).

            Lo que llamamos conocimiento ordinario o saber popular funciona, pues, como una esponja: lo absorbe todo; experiencias variadas, filosofías diversas, muchas de ellas obsoletas, conocimientos científicos refutados o no y hasta sincretismos religiosos; todo eso unido a un universo cotidiano de experiencias que depende de la geografía, la sociedad y los contactos culturales entre pueblos diversos; experiencias que destilan muchas veces costumbres diversas. Todo ese magma constituye lo que llamamos conocimiento ordinario o saber popular; que contiene, ya lo hemos visto, culturas y cultos.

            Llamamos cultura a cualquier conocimiento que admite la crítica. Una crítica que puede ser lógica (coherencia) o empírica (contrastación). Como en esta estrofa del acervo flamenco:

  Reniegas de ser cristiana

y te jincas de roílla

en cuanto suenan campanas.

            Llamamos culto (o tradición) a cualquier conocimiento, normalmente soporte de costumbres viejas y ancestrales, que rechaza la crítica. Hablamos de culto a los toros, culto al naturismo, a la muerte, no sólo a dios; y entre ellos se mueven las corrientes sociales, las modas y las diferentes tribus urbanas. Lo propio de los cultos no es que sean coherentes, sino que estén vigentes; uno puede demostrar que las vacunas ayudan a salvar millones de vidas, pero hay muchas personas que creen que la vacuna es perjudicial para la salud, y militan activamente en contra de ella. 



             Hay aforismos y refranes que forman parte de la sabiduría popular (“más vale tarde que nunca”; “antes de hacer algo piénsalo dos veces y después de haberlo pensado, vuélvelo a pensar”). Otros, sin embargo, forman parte de las tradiciones (“el hombre es como el oso: cuanto más feo, más hermoso”; “el buen paño en el arca se vende”).

            El buen paño en el arca se vende: la mujer es el paño y la casa es el arca donde se tiene que guardar, sin salir a la calle, si quiere casarse (el matrimonio aparece caracterizado entonces como una venta). Hay prejuicios contra la mujer que se transmiten a través de la música, como en la canción que lleva por título El preso número nueve; y hasta se presentan en forma atenuada, seudocrítica, aparentando rechazar lo que tiene connotaciones de vigencia (como las peleas en broma de Juanito Valderrama y Dolores Abril).

            Otros prejuicios valoran la velocidad como algo beneficioso (y se tiende a marginar a las personas lentas); o valoran el amor y el perdón como cosas preferibles al castigo (parábola del hijo pródigo). Hay enseñanzas,  fábulas y relatos que dan consejos (las moscas y la miel, la serpiente y la lima), otras sirven para el proselitismo (el grano de mostaza, el buen samaritano). Los refranes prácticos (“vale más pájaro en mano que ciento volando”) conviven con otros que reflejan actitudes ante la vida (“quien quiera peces, que se moje el culo”). Hay actitudes que, como ya hemos visto, se transmiten mediante canciones; como la misoginia, cuando se dicen de las mujeres cosas como ésta: 

  La que no es buena

lo parece algunas veces

y la que es buena

no lo parece.

            Cantares de gesta:

  Por besar mano de rey

no me tengo por honrado;

porque la besó mi padre

me tengo por afrentado.

            Obras de teatro:

  El honor es patrimonio del alma

y el alma sólo es de Dios.

            Novelas:

Sus fueros, sus bríos.

            La petenera:

  Al pie de un árbol sin fruto

me puse a considerar

qué pocos amigos tiene

el que no tiene que dar.

            Los equívocos, los juegos de palabras, las adivinanzas, la visión de los escritores en el acervo popular:

  Entre flores y rosas

su majestad escoja [es coja].

            Inducciones que sirven para dar nombre, como el de aclaradores; los aclaradores son esos insectos que, cuando se les ve en el agua de los ríos, son señal de que el agua está limpia. O que sirven para aprender de la experiencia; como el chiste aquel donde un hombre que se muere quiere fumarse un último pitillo pero no sabe encenderlo sin quemarse, y entonces llega un pastor y coge en su mano un poco de ceniza, luego pone sobre la ceniza un ascua y después se la ofrece al hombre para que encienda el cigarro; el hombre, después de una vida creyendo que los pastores eran ignorantes, muestra su sorpresa al decir:

                                               Muriendo y aprendiendo.

            La música. La literatura. Las bellas artes. El cine. Todas las manifestaciones culturales, unidas a las de los autores anónimos (los refranes, el romancero, el folklore), forman parte del saber popular: que unas veces es cultura, otras sabiduría y otras, decididamente, culto.

            Como vemos, el conocimiento ordinario es un batiburrillo donde cabe todo; si la cultura fuera comparable a un libro de recetas, el culto sería un almacén de ingredientes o una farmacia: la farmacia contiene medicinas para la hipertensión y la hipotensión, pero son el farmacéutico y el médico quienes nos dicen qué medicina debemos tomar. En la farmacia del saber popular a veces el vulgo tiene sus médicos y sus farmacéuticos; pero otras veces tales médicos tienen que venir de la filosofía y la ciencia, y hasta muchas veces de la religión.

            Pero es preferible hablar de conocimiento ordinario antes que de saber popular. Sobre todo porque no sabemos exactamente lo que es el pueblo. Para unos el pueblo estaría formado por todo el mundo, pero entonces los ricos también formarían parte del pueblo (y no se justificaría que se llamara pueblo sólo a quienes son explotados por los ricos; es decir sólo a los pobres y a los humildes); sin embargo en el lenguaje cotidiano suele ser lo que sucede. Otras veces se llama pueblo al conjunto de habitantes de un país, y como se admite que cada país tiene su espíritu, hay teóricos que han empezado a hablar del “espíritu del pueblo”: su existencia es más que dudosa, pero ha servido para fundamentar nacionalismos agresivos, de pueblos que menosprecian a otros pueblos: a los que llaman metecos, charnegos o maquetos. Y como no es posible saber a qué se refiere la televisión cuando dice que “ha votado el pueblo”, habrá que suponer que quienes se abstienen no forman parte del pueblo. En fin, para sortear esta palabra tan escurridiza habría que evitar la expresión “saber popular”; sería preferible hablar de “conocimiento ordinario”; de esta manera sortearíamos muchos equívocos y nos ahorraríamos los malentendidos. 




 

 

1 comentario:

  1. A mis bachilleres les doy pautas de cultura, es un concepto que deben tener en cuenta siempre en sus lecturas y diversos trabajos, por eso rescato de este extraordinario esrito: "Llamamos cultura a cualquier conocimiento que admite la crítica. Una crítica que puede ser lógica (coherencia) o empírica (contrastación). Como en esta estrofa del acervo flamenco:

    Reniegas de ser cristiana

    y te jincas de roílla

    en cuanto suenan campanas.

    Llamamos culto (o tradición) a cualquier conocimiento, normalmente soporte de costumbres viejas y ancestrales, que rechaza la crítica. Hablamos de culto a los toros, culto al naturismo, a la muerte, no sólo a dios; y entre ellos se mueven las corrientes sociales, las modas y las diferentes tribus urbanas."

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