LA LIMPIEZA Y EL ORDEN
Juan estuvo en la cocina toda la mañana. Tenía el
pollo desmenuzado del día anterior, y había reservado el caldo. Desde las doce
mojó el pan en la leche, picó la cebolla, la sofrió con ajo, sal y ají, y luego
lo juntó todo triturándolo bien con la batidora; después de haber añadido el
colorante lo juntó con el pollo, dejándolo hervir. Mientras tanto lavó las
patatas, las puso en una olla con agua y sal y se dispuso a preparar el pastel;
previamente había picado puerros, más patatas, zanahorias, calabacines, para
hacer una sopa: los sofrió un poco, les añadió agua y metió un hueso para
hervirlo. Entretanto había lavado ollas, vasos, tazas y cubiertos para dejar el
fregadero libre a medida que iba cocinando. Tenía en sus manos el pelador de
patatas y lo puso en remojo. Luego separó las yemas de las claras y las mezcló
con azúcar, harina, yogur y rayaduras de limón y machacó las almendras; batió
la clara y lo mezcló todo; mientras tanto, había puesto el horno a calentar.
Cuando
lo dejó todo listo programó el reloj y se dispuso a esperar. Mientras tanto
salió al pasillo. Había bebido dos litros de agua y salía constantemente a
orinar. En el pasillo estaba la aspiradora, descansando entre el cordón que se
perdía, pasillo abajo, hasta el enchufe, y el tubo que se perdía pasillo arriba
hasta el comedor. Tuvo que saltar sobre aquella extraña culebra, inmóvil,
cansada, como detenida en una pesada digestión; el motor parecía el bulto de un
mamífero que le engrosaba el tramo medio del largo y delgado tubo digestivo, y
la serpiente sesteaba en el sopor.
Vio que la cama de la niña estaba sin hacer. La hizo.
Eran las dos y veinte y la visita estaba a punto de llegar. Luego hizo la cama
de matrimonio. Ingrid se había pasado la mañana limpiando la casa: regó las
plantas, limpió los muebles, quitó el polvo, pasó la aspiradora, ventiló la
estancia, frotó los cristales, fregó el suelo y después del salón hizo lo mismo
con las otras habitaciones. Tres horas de limpieza habían dejado una casa
fresca, oxigenada, y todo estaba limpio aunque no brillara como los chorros del
oro. Ingrid usaba detergente, pero no cera; usaba jabones, pero no
abrillantador; usaba trapos, no embellecedores de muebles. A ella le gustaba la
limpieza, no el brillo; la higiene, no la apariencia; pero, lo mismo que un
pastel se luce con la guinda cuando se la ponemos en el toque final, ella
preparaba el pastel y prescindía de la guinda; así, toda la casa estaba limpia
pero las camas sin hacer; si la encontraban así las visitas tendrían la
impresión de que no se había limpiado nada; sin embargo ella no había parado de
limpiar en toda la mañana.
Mientras
hacía la cama Juan pensaba en eso de la apariencia. Hay casas muy aparentes,
pero cuando escarbas profundidades encuentras polvo; pueden estar limpias, pero
no aparentes. Juan se acordó de las Meditaciones del Quijote: allí
Ortega decía que el interior de la naranja está condenado a hacerse superficie
si se quiere manifestar; pelándola. Trasladó aquel pensamiento a la casa. La
limpieza, para hacerse aparente, se tendría que ordenar: de ahí la necesidad de
hacer las camas. Y pensó que el orden era la manifestación de la limpieza. Las
cosas sucias podían parecer limpias a poco que se ordenaran, y las limpias
parecer sucias si no se ponía orden en ellas; de forma que el orden era la
guinda de una limpieza bien hecha: y lo mismo que hay pasteles sin guinda,
también hay casas limpias sin orden.
Una
casa limpia, pero sin ordenar, era como la pulpa de una naranja sin pelar: no
se veía. El orden era la culminación de la limpieza. La limpieza, en el
desorden, era como la pulpa rodeada de cáscara, que estaba allí sin verse. Todo
lo que está completamente limpio está ordenado, pero no todo lo que ha sido
ordenado está limpio: Juan se acordó de esas gentes que se echan perfume
después de lavarse; y de los alumnos que volvían de la educación física con
Rodrigo: sudorosos y sucios, porque no había duchas; él los acostumbró a
echarse colonia antes de volver a clase. De repente le vino a Juan una revelación,
como un flash; un rayo en su cabeza, una bombilla que se enciende, una idea que
se ilumina: como si las ideas estuvieran allí almacenadas, ya formadas, y sólo
esperaran un destello que las visualizara con su chispa. A menos que fuera la
propia chispa la que engendrara la idea cuando se encendía.
El orden es la máscara de la limpieza. Hay estancias
ordenadas que, cuando apartas lo que hay en primera fila, muestran un interior
caótico; suelos limpios con los bajos de la cama llenos de pelusa; libros ordenados
que, cuando sacas uno, se cae el estante empujado por el confuso montón que
había detrás. Por lo menos el orden es una de las máscaras de la limpieza.
Puede haber otras. Como el obrero que se quita el mono de trabajo y, sobre los
sudores corporales, se pone el traje de fiesta: no hay que confundir la ropa
con el cuerpo. O como la mujer que se echa perfume sobre un cuerpo sin lavar:
tampoco hay que confundir el cuerpo con el embellecedor. Las ruedas del coche
se embellecen con tapacubos, pero debajo del brillo tienen la grasa y el polvo
del camino.
Juan pensó en los alumnos. En sus cuadernos: donde les
piden orden y limpieza. ¿Qué era el orden, sino la propia limpieza del
cuaderno? O viceversa. Las ideas ordenadas suelen expresarse con palabras
adecuadas en hojas limpias; pero hay veces en que se emborrona la tinta aunque
las palabras, correctas, salgan de ideas ordenadas. Otras veces hay palabras
pulcras y vistosas, sin una mancha de tinta, que tratan de ocultar el desorden
de las ideas. O ideas metódicas que se expresan con palabras nerviosas,
producto de una caligrafía defectuosa, porque el pensamiento está resuelto pero
no la motricidad. La limpieza es la manifestación del orden, al revés de lo que
sucede en las casas; pero a veces también es una de sus máscaras; y enmascara
la falta de orden una grafía vistosa, acostumbrada a tapar la superficie para
que no se vea lo que esconde. Así un profesor, cuando juzga las cosas por
arriba, valora la letra que se ve pero no las ideas que se ocultan en ella. En
las correcciones rápidas no se ve el orden, sino la limpieza.
Estaba perplejo. Como cuando nos entra la confusión,
Juan se paró a mirar no ya en las paredes, sino en el aire que hay entre la
mirada y ellas; y al ver el aire invisible los objetos visibles se perdían en
la niebla, haciendo presentes los pensamientos en esa disolución de la
realidad: la realidad material que nos rodea. Contempló las ideas paradójicas:
cuando nos ocupamos de la casa, el orden es la máscara de la limpieza; y cuando
corregimos los cuadernos, es la limpieza la que enmascara el orden. Realmente
desconcertante.
Pensó. Pensó de nuevo. Le dio un par de vueltas a la
cabeza y, de repente, nuevamente se le encendió la bombilla. Limpiar es separar
lo limpio de lo sucio, quedarnos con lo primero y tirar lo segundo al cubo de
la basura; o al váter, o al sumidero. El polvo, el barro de las botas, la paja
que ha entrado por la ventana, los papeles tirados al suelo, los trastos rotos,
los excrementos de los pájaros. A la basura, al cubo de agua, a la
alcantarilla, al sumidero. Una casa limpia tiene que estar ordenada, porque
cuando limpiamos las cosas las volvemos a colocar en su sitio. Pero en el
cuaderno no es una, sino dos las cosas que hay que ordenar: las ideas y la
escritura. Una escritura ordenada es una escritura limpia, porque están los
trazos en el lugar del papel donde deben estar; pero una escritura que separa
las letras de una palabra, que junta palabras distintas, que pone mayúsculas en
lugar de minúsculas, una escritura así no está ordenada; y aunque la intente
camuflar el alumno con una caligrafía agradable, la escritura parecerá caótica.
Y sucia: al igual que sucede en la casa; el orden caligráfico intenta enmascarar
un desorden sintáctico, incluso ortográfico; al primero lo llamamos limpieza;
al segundo, desorden.
Pero separemos ortografía y caligrafía. Una caligrafía
limpia es una caligrafía bella; unos trazos ordenados. La belleza caligráfica
es el orden de las líneas. Llamamos orden a una disposición armoniosa de las
pautas, o de los márgenes. Y, como en la casa, una escritura limpia de
imperfecciones, bella, puede deslucirse con desorden en la página. También
aquí, como en casa, el orden es la limpieza. Una caligrafía ordenada puede
enmascarar la falta de limpieza como un orden en las cosas superficiales de la
casa enmascara la suciedad de las cosas que hay detrás. Una cáscara bella puede
esconder una fruta podrida: como sucede muchas veces con las castañas; aunque
lo más normal es que, si se rompe la pulpa de la fruta, se rompa también la
cáscara.
Con la ortografía sucede lo mismo: la belleza
ortográfica es el orden correcto de las letras respetando las reglas; una
ortografía así estará limpia siempre. En la ortografía y la morfosintaxis el
orden coincide con la limpieza: la ortografía defectuosa (sucia) no puede
camuflarse con el orden, pues si está sucia no puede estar ordenada; ni
viceversa. Entonces el alumno recurre a esconder una fealdad con una belleza:
la fealdad ortográfica, con una caligrafía bella; decimos entonces que la
escritura es limpia, bonita, pero desordenada; y nos expresamos impropiamente.
Con las ideas viene a pasar lo mismo: si están
ordenadas, también son bonitas: elegantes, vistosas. El orden y la belleza
coinciden, como en la ortografía. El alumno de pensamiento caótico se esconde
detrás de la escritura, y decimos que su expresión es desordenada aunque haya
limpieza en ella: desordenada para la mente, limpia para la vista; pero se nos
olvida que también podríamos decir: mentalmente limpia, aunque gráficamente
ordenada. Lo normal es que hablemos de ideas ordenadas, no limpias; es la
costumbre. Una cabeza en desorden es una cabeza sin amueblar.
Todas esas cosas pasaron por su mente después de que
su mirada en el vacío hiciera flotar las cosas tangibles. Ingrid se había ido a
la ducha, y los invitados todavía tardaban. Dejó orden en las habitaciones
donde Ingrid había puesto limpieza, y sólo tardó cinco minutos: la limpieza
había llevado tres horas. Y comprendió que separar lo limpio de lo sucio obliga
necesariamente a ordenar, pero a veces no se ordena la superficie, como quien
limpia su cuerpo comiendo sano y un día no se lava la piel. Ingrid, que se
preocupaba por su salud, estaba en la ducha. La limpieza interior suele
reflejarse en signos externos, como la salud pone color en la piel y la
enfermedad se lo quita. Con el maquillaje, y la cosmética, nosotros le damos
color a la piel demacrada o se lo quitamos según las conveniencias; según las
necesidades y convenciones; a voluntad. El orden que introduce la limpieza a
veces se descuida en cosas que están a la vista, y entonces ese desorden,
desligado de la suciedad, es una piel que desluce el cuerpo de la casa; una
piel pálida sobre un cuerpo lleno de colorido. Y como Ingrid descuidaba las
cosas externas, mucho menos se iba a preocupar de taparlas con la cosmética.
Ingrid era así. Espontánea, natural, limpia, desnuda, libre; sin maquillar.
Como la casa que limpiaba, su cuerpo no tenía doblez. Juan la sentía pura. Y
por eso la quería.
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