EL ANILLO DEL
NIBELUNGO
Os voy a
contar una historia que quizá no conozcáis. O quizá sí. Se trata de la leyenda
del oro del Rhin: ¿la conocéis?
Las
cabezas se movieron hacia uno y otro lado.
-El
tesoro de los nibelungos; ¿os suena?
Las
cabezas siguieron negando.
-El señor
de los anillos.
Ahí ya
muchos dijeron: “¡sííí...!” Y es que aquella generación había oído hablar de
Tolkien, pero no del cantar de los nibelungos.
-Veréis.
Hay un río en Alemania que discurre entre bosques y montañas: es el Rhin. Hoy,
a su paso por Frankfort, está contaminado y las fábricas han hecho mella en sus
aguas. Pero antes no era así. Antes estaba rodeado de árboles, hierba, hongos,
helechos y musgo; y los árboles se inclinaban en la orilla para besar sus
aguas; y sus aguas eran cristalinas.
“En el
Rhin vivía un pueblo de enanos que se llamaban los nibelungos. Su rey,
Alberico, era el hombre más rico de la tierra; y cuantas más riquezas
atesoraba, más riquezas quería; Alberico estaba obsesionado por el oro del
Rhin. El oro yacía en el fondo del río, bañado por sus aguas. El lecho del Rhin
escondía un fabuloso tesoro.
“Tres
ninfas había en el fondo del río. Tres ninfas lo guardaban. Nada opusieron
cuando Alberico se llevó el oro. Sólo le advirtieron que el oro daba poder,
pero a costa de arrebatarles el amor. Alberico, borracho de codicia, eligió el
poder. Y cuando salió del río le pidió a Mime que le hiciera dos cosas: un
yelmo que lo volviera invisible y un anillo que lo hiciera poderoso. Mime era
su hermano. Los nibelungos vivían en cavernas trabajando los metales, y Mime
sabía trabajar muy bien el oro; de sus manos salieron el yelmo y el anillo.
“Pero el
dios Wotan le arrebató todos sus tesoros y Alberico, despechado, lanzó una
maldición. Desde entonces el oro le trae al mundo la destrucción, y el anillo
es el heraldo del dolor. Wotan les dio el tesoro a dos gigantes para saldar una
deuda: Fafner y Fasolt; y los gigantes, que siempre estaban de acuerdo,
empezaron a pelearse. Fafner mató a Fasolt y Wotan aprovechó la pelea para
apoderarse del anillo; pero lo dejó en el bosque, en una gruta, custodiado por
Fafner, y a Fafner lo convirtió en dragón.
“Mime
codiciaba el tesoro y esperaba su oportunidad. Su oportunidad llegó cuando
murió Sigmundo. Sólo Sigmundo había podido arrancar del tronco de un fresno la
espada que en él había clavado Wotan: y aquella espada fabulosa se rompió
durante el combate. Su esposa, Siglinda, al morir Sigmundo, murió también: pero
antes se encontró con Mime y le entregó al pequeño Sigfrido, su hijo; y le dio
los dos trozos de la espada de su padre.
“Sigfrido
creció y Mime ambicionaba el anillo. Sus ojos pérfidos lanzaban destellos de
codicia. Se afanaba en unir los dos trozos de la espada para que Sifgrido matara
al dragón, pero no lo conseguía; y fue Sigfrido el que, al hacerse joven,
consiguió forjar la espada de nuevo. Sigfrido mató a Fafnir y luego a Mime,
advertido de su codicia por el canto de los pájaros: para él fue entonces aquel
enorme tesoro. Pero se quedó con el yelmo que volvía invisible y con el anillo
que hacía realidad todos los deseos. El anillo se lo dio a Brunilda cuando se
casó con ella, y por eso él conoció el amor; pero para ella ya sólo quedaba la
muerte.
“Sigfrido
se había bañado en la sangre del dragón, que lo volvió invulnerable; pero le
cayó en la espalda una hoja de tilo, y aquel fue el único lugar de su cuerpo
que siguió siendo vulnerable; Hagen, el hijo de Alberico, le clavó allí su
lanza y lo mató. Y se echó sobre él para arrebatarle el anillo.
“Todo
ardió en un cataclismo infernal. Todo se consumió y fue la maldición del
anillo. Sin saber cómo, ni de dónde, las aguas del Rhin volvieron para sepultar
el tesoro que nunca se les debió quitar. El
anillo quedó convertido en ceniza. El anillo del nibelungo. Sólo trajo
destrucción y muerte, porque liberó al deseo de la fuente que lo protegía, que
era el amor. Los deseos, desorientados, se quedaron perdidos, y fueron
entregados a una libertad de la que ya no pudieron disfrutar nunca.
Sintió
los rostros transfigurados, como si tuvieran que volver de un paraíso; y era
que la historia les había gustado. Juan, entonces, les sacó su moraleja, que
era lo que pretendía inculcarles con aquella historia.
-En el
mundo –dijo- hay muchos tesoros. Mucho oro del Rhin, mucho anillo del
nibelungo. O quizá mejor; es el mismo anillo que rueda de sitio en sitio, y a
quien se lo encuentra le trae el poder y la desgracia. Los tesoros del mundo
son tentaciones para nuestros sentidos, pero bajo las apariencias está el
anillo escondido. Hay que estar alerta ante los tesoros del mundo.
-Pero
entonces ¿no tenemos derecho a ambicionar riquezas? –objetó Cristal con
vehemencia.
-Sí, por
supuesto. Todos tenemos derecho a hacernos ricos. Todos tenemos derecho a
prosperar. Pero tened cuidado, porque las riquezas, cuando nos sobran, nos
empujan a buscar cosas que no necesitamos; cosas que nos perjudican. Gabino fue
un pastor analfabeto al que le tocó la lotería: dejó de trabajar; se emborrachó
de lujo y dinero y estropeó su vida. Urtain fue campeón de boxeo y no supo
gobernar su riqueza: acabó ahogado en deudas, y las deudas acabaron con su
vida: se suicidó. Es peligroso tener más de lo que podemos gastar, porque
entonces (parece una paradoja) la riqueza nos empobrece.
-¿No es
bueno ser rico? –le apremió Darío.
-Sí que
lo es, siempre y cuando tengamos otro tesoro: que es nuestra riqueza personal,
manada del amor. Los tesoros del mundo nos dan poder, y nuestros íntimos
tesoros nos dan amor. La libertad, si sólo es poder, causa nuestra desgracia;
sólo somos felices cuando la libertad ama, cuando el poder está guiado por el
sentimiento. Eso ya lo decía Platón, pero de Platón hablaremos otro día.
Juan Luis
meditó un momento antes de acabar la clase. Y al hacerlo se quedó mirando con
el rostro a sus alumnos, pero con los ojos miraba al suelo; y como recordando
instintivamente que para concentrarse hay que callar, se apoyó con el pulgar en
la barbilla tapando los labios con el dedo índice. Los alumnos, mientras tanto,
extendieron su murmullo, y aquel murmullo no le impedía meditar. Al cabo de un
rato (que quizás fuera medio minuto) la mente de Juan volvió de donde estaba.
-Veréis.
Hay varias formas de sentirnos afectados por las cosas. Las emociones son
afectos muy fuertes, pero duran muy poco. Los sentimientos son todo lo
contrario: son delicados, pero duran mucho. Las pasiones son fuertes como las
emociones y duran tanto como los sentimientos. Sin amor, nuestras pasiones son
obsesiones. No está mal ser feliz cuando somos ricos, pero no hay que
obsesionarse con el dinero.
Por la
noche todavía le daban vueltas estas cosas. Le martilleaba la idea del amor y
la codicia. Le rondaba la maldición del anillo. Y cuando acabó de cenar,
después de estar un rato con Doris e Ingrid, las dejó viendo la televisión y se
volvió a su cuarto; se preguntó por qué no podemos fiarnos de la riqueza; por
qué es tan peligroso ser rico. Por su cabeza, como una nube, flotaban sombras
de barrigas hinchadas que anunciaban la tormenta; y eran la presencia siniestra
de una pasión, de un tesoro: el tesoro de los nibelungos.
Por la noche todavía le daban vueltas estas cosas. Le martilleaba la idea del amor y la codicia. Le rondaba la maldición del anillo. Y cuando acabó de cenar, después de estar un rato con Doris e Ingrid, las dejó viendo la televisión y se volvió a su cuarto; se preguntó por qué no podemos fiarnos de la riqueza; por qué es tan peligroso ser rico. Por su cabeza, como una nube, flotaban sombras de barrigas hinchadas que anunciaban la tormenta; y eran la presencia siniestra de una pasión, de un tesoro: el tesoro de los nibelungos. Grato final, cierto, el temor a ser rico es de ciertas personas, si no sabemos manejar con sabiduría la riqueza se nos va por los dedos o nos lleva la codicia, hay que tener temple de humanidad para aceptar que podemos ser más que felices con nuestra riqueza, sin reparos, miedo ni vergüenza. Que las panzas de los Nibelungen sigan flotando...
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