viernes, 4 de agosto de 2017

PENSAMIENTOS






PENSAMIENTOS
 

1. El sauce llorón.

         Doblado en la orilla, metido en su regazo, gime sus tristezas el sauce llorón. Está vencido sobre la tierra. Su cuerpo abatido tiene la cabeza desplomada y sus largos mechones duermen en el suelo. Está desparramado sobre la orilla. Su pena, sumergida en la pereza, llora y se desconsuela. Está abatido y no se mueve. Tan sólo un soplo de aire balancea, como si fueran hilos en el suelo, el pelo dormido bajo el peso de la vida. Todo su ser dormita en la pereza, se olvida; no quiere rebelarse y quisiera dormir bajo la tierra.
            Es un cuerpo sin vida, un tronco rancio que sólo sabe estar quieto. Con su piel nervuda quisiera ser humus; dejar de ser árbol, desaparecer; borrar su vida, su tristeza. Pero no vive quien anda tras la muerte queriendo dejar de sufrir. Toda su flaqueza se afana en soportar las penas. No piensa en sacudírselas para volver a pensar en la vida.
La vida es una cadena para la absurda necedad del pobre sauce. Se sume en el desánimo, llevando los ojos al suelo; se conforma con dejar que pase alrededor; es humilde, callado, sencillo; no quiere molestar. Pero no lucha. Cree que llorar lo es todo y se esconde. Están sus pelos desplomados, agachados bajo el peso de las hojas, y su ser se desparrama diluyéndose en la claridad del río. Todo deja de ser presencia. Nada le interesa, nada le conmueve. Ya nada tiene querencia por el pobre sauce llorón.


2. Vindicanza.


                No era venganza. El odio que sentía no eran ganas de matar, de romper, de destruir, eran ganas de que se tragaran sus palabras; y sus maldades, sus fechorías, que se las tragaran. Nunca disfrutaría haciéndoles sufrir. Disfrutaría haciéndoles tragar justicia, engargantándoles la razón hasta el occipucio, embuchándoles bondad hasta que vomitaran: entonces arrojarían por la boca todo el veneno que tenían dentro; el que los intoxicaba y con el que intoxicaban, como inmundas culebras que lo corrompen todo, cuando lo tocan.
            Aquello no era venganza: era el placer de ver triunfar a la justicia. Era una revancha, sí, pero no la del malvado que disfruta con sadismo. Era la revancha de ver el regreso de lo justo en el mismo escenario de donde lo habían expulsado. El retorno de los justos al lugar que les quitaron los impíos. La expulsión de los malditos. Los invasores serían arrojados fuera, y el lugar que habían profanado volvería a ser habitado de nuevo.
            No era el triunfo de la justicia abstracta que nos deja fríos. No era el triunfo de una palabra, de un pensamiento, de un concepto; era el triunfo del corazón; o de la razón, que viene a ser lo mismo. No era el triunfo de la justicia sino el de la gente justa; aquello sí que nos daba alegría; era el placer de ver que las cosas vuelven a su sitio, que la privación y la desmesura se marchan al destierro, que la razón y la corazonada triunfan en el mundo.
            Aquello no podía ser venganza, aunque compartiera con ella el placer de la victoria. Vencer a la traición y a los traidores. Reivindicar lo que por tanto tiempo había estado proscrito, poner en pie lo que había estado patas arriba, desterrar la perversión y la locura: no tener más locura que la que no produce sufrimiento. Aquello era romper cadenas, tumbar prisiones, ganarse el aire. Era rescatar la vida del cementerio. No era venganza, no, aunque lo pareciera: aquel reivindicarse era la vindicanza. O dicanza, si queréis: que diki significa justicia en griego.



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