JUVENTUD Y BORRACHERA
Ha muerto una niña. Y era fin de semana. Empapándose de
alcohol (tenía doce años). Salió con sus amigas y, como muchos jóvenes, ya no
sabía divertirse si no es con el botellón. Celebraban halloween. Y, como una
ironía, la fiesta de los muertos condujo a la muerte de la fiesta, en un
momento de la noche, cuando todavía no había empezado la resaca. Se había
bebido un litro de vodka. Ella sola. Doce años. Se quedó tumbada en el suelo,
olvidada de todos, mientras a su alrededor la fiesta continuaba. Pasaron
cuarenta minutos hasta que alguien se dio cuenta de que llevaba tiempo sin
moverse. La metieron en un carro de la compra y la llevaron al centro de salud.
Allí urgieron a la ambulancia y le hicieron cuidados intensivos, pero en el hospital,
donde todavía la mantenían con vida, no pudieron hacer nada ya; fue un fallo
multiorgánico.
El alcohol nos hincha el cerebro (edema cerebral, dicen los
médicos); nos para el corazón; y en más de cinco minutos la parada
cardiorrespiratoria provoca trombos que detienen la sangre y los órganos
empiezan a necrosarse: el vientre, el estómago, el riñón; al final, todos los
órganos acaban muertos. La niña se murió porque se le murió todo el cuerpo;
parte a parte, hasta que el todo ya no pudo. Otros se ahogan en sus propios
vómitos. Pasas por la calle y te encuentras a jóvenes en las esquinas,
inconscientes, abandonados de sus amigos, empapados en alcohol. Es frecuente
que los jóvenes acaben en un coma etílico; unos mueren, otros se pueden salvar.
El botellón. Maldita sociedad que nos empapa las mentes de
botellón. No sé quién lo inventó todo, pero al principio debió ser una forma de
resistencia. Frente a los precios abusivos de los bares, nada tan natural como
comprarte las botellas tú mismo; democratizar el gasto; zumos, cervezas,
gaseosas… En lugar de botellines se compraron botellas grandes. El litro de
cerveza se llama botellón: así empezó todo. Pero empezaron a pasar frío. Ya no
se sentaban al calor del bar y buscaron sitios más inhóspitos; la calle de los
bares fue sustituida por lugares apartados de la ciudad.
Pero poco a poco la gente ya no se reunía para beber; se
reunía para beber alcohol; comprarlo barato acabó siendo empezar a perder el
control. Cuando la consumición se pagaba a precio de bar, el límite del consumo
lo marcaba el bolsillo; pero ahora, que las botellas se compraban en la tienda,
todo era más barato: y se perdieron los límites del fin de fiesta; la fiesta
duraba lo que duraba el alcohol, y entonces la propia fiesta acabó durando más tiempo.
Un botellón de zumos y cerveza es un lugar para reunirse, la gente habla en la
calle, aquello es un acto social. Pero un botellón de alcohol es una ocasión de
aislarse, la gente no se emborracha porque bebe, sino que bebe para emborracharse;
y no es extraño que una persona se aferre a una esquina para beberse la
botella, despreocupada del resto, agarrada a su botella, a su móvil, y hablando
en la distancia mientras desprecia a cuantos tiene al lado, como si las caras
virtuales fueran más importantes que las de verdad.
El botellón empezó para gastar menos, sí; pero el dinero que
se ahorraba acabó gastándose también, y ahora con lo mismo que se tenía antes se
compraba más; de manera que lo que debía emplearse en gastar menos, ahora se
empleaba en beber más; más alcohol, se entiende. Pero ahora los bares y
discotecas ya no estaban para controlar, la edad de consumo se fue rebajando
poco a poco. Primero se bajó a los diecisiete, luego a los dieciséis, después…
Bueno, ahora a los doce; como esa niña que se bebió una botella de vodka ella
sola en la noche de halloween.
Y ¿quién les vende alcohol a los menores? Siempre hay un
amigo que tiene dieciocho años (normalmente los que fracasan en los estudios,
aunque no siempre; los que están menos preparados para pensar); y es ese amigo
quien hace la compra de todos. También hay, entre los tenderos, desaprensivos
capaces de vender alcohol a los menores, todo vale con tal de ganar. Y si
alguno, como esta niña, es alto y tiene el cuerpo desarrollado, acaso pase
desapercibido y no lo tomen por criatura y le vendan alcohol. Yo me acuerdo de
lo que pasó en Rusia cuando vino la democracia: la carne costaba demasiado cara
y pocos la podían comer, pero el vodka era muy barato; el alcoholismo en Rusia se
había convertido en una lacra, y, con la economía destrozada, muchas veces he
pensado que sólo el vodka evitaba que algún día se produjera un estallido
social.
Y me acordé de los emperadores romanos: pan y circo; los
emperadores de ahora conservan el circo aunque ya no puedan dar pan a nadie; y
los jóvenes, que crecen como esponjas, se empapan de las modas y de todo lo
fácil que le viene bien al poder. Antaño podíamos salir de fiesta a las diez de
la noche; y cuando volvíamos a casa, a las dos, ya habíamos tenido tiempo suficiente
para divertirnos: cuatro horas. Ahora, sin embargo, la gente sale a la una de
la noche y antes de las cinco todavía no ha tenido tiempo suficiente para
divertirse. ¿Quién fue el que cambió los horarios? “La noche es joven”, se le
ocurrió a una importante casa de bebidas; que no eran bebidas alcohólicas, pero
combinaban muy bien con el alcohol. El propio Nietzsche ensalzó las fuerzas
irracionales de la vida ligándolas a la noche; al delirio báquico; a la pérdida
de control. ¿Es la borrachera una construcción social que mamamos de pequeños?
¿O es un instinto natural que nace pegado a la vida? No lo sé, pero siento que
esto último, en caso de ser cierto, acaba siendo potenciado por las fuerzas
oscuras de la sociedad: que ejercen un efecto multiplicador. En Segovia se inventaron
la ruta de San Millán con una lista de bares por los que había que pasar, la
noche que salías de marcha, como estaciones de un via crucis; como si fueras en
procesión; y no te podías saltar ninguno, que era pecado. Y tiempo atrás la
gente se iba hasta Valencia viajando en su coche, recalando las noches en la
discoteca y empapándose de drogas para aguantar varias noches sin dormir.
Hay un hedonismo expansivo en los jóvenes. Pero no es el de
Epicuro, que se ríen si les hablas de un placer espiritual; aunque, si le damos
gusto al cuerpo, tampoco es de los placeres de Aristipo, que se empeñaba en
gozar de los sentidos sin que los sentidos gozasen de él; controlándolos
siempre, evitando siempre que los placeres lo controlaran. No: al placer de los
jóvenes ni le gusta el espíritu ni practicar el control; se reirán de ti si los
llevas a ver cuadros al museo del Prado; el sentimiento ha sido sustituido por
la sensación, ya no es ni siquiera conectar con el alcohol con las fuerzas
creativas que hay en ti sino dormirlas: acallarlas, perder la conciencia para
buscar silencio en el inconsciente, quedarte desmayado para no oír, ni sentir,
ni pensar: la borrachera que buscan los jóvenes se parece al coma etílico, a
tener la mente en blanco, como si buscaran las sensaciones para perder la
experiencia misma de la sensación.
¿Es eso hedonismo? ¿Se puede llamar placer a la
inconsciencia donde ya ni siquiera puede hablar el inconsciente? Uno puede
entender que el alcohol sea la llave que te lleva a un mundo de éxtasis
desconectándote de la realidad, pero lo que no se entiende es que desconectes a
un mismo tiempo de la realidad y del éxtasis; como si lo que de verdad te
interesara fuera salir del ser, fundirte en la nada.
Sé por unos jóvenes que, para no oler a alcohol cuando
llegan a casa, se echan el alcohol directamente en los ojos; parece que así les
llega antes al cerebro; también parece que se lo echan en la vagina, que eso
les produce efectos similares; yo, como decía el dramaturgo, ni lo afirmo ni lo
niego: como me lo contaron, te lo cuento. Pero si fueran así las cosas
tendríamos la mejor prueba de que lo que los jóvenes quieren no es disfrutar,
sino mamarse; saltar directamente desde la conciencia a la nada (todavía algún
tonto lo llamará nirvana), sin pasarse por el inconsciente. A ver: si la
conciencia es la realidad y la realidad es dura, lo normal será escaparse de
ella dejándose llevar, como dice Freud, por el principio de placer y despertar
las voces calladas del inconsciente. Pero no. Los jóvenes saltan por encima del
placer y llegan a la inconsciencia silenciosa; a esa que no tiene voces que te
deleiten; a esa donde no se siente dolor ni placer porque no se siente ya.
Ausencia de sensibilidad era la muerte, según
Epicuro: pues bien, cuando los jóvenes beben parece que se quisieran
morir, morirse por un momento para volver después a la vida; jugar a morirse,
pero sin morirse de verdad; porque los jóvenes tampoco es que vivan, es que
juegan a vivir. Jugar a la vida y a la muerte es hacer como si experimentaras
las cosas sin experimentarlas siquiera. Por eso quizá les resulte tan atractivo
el halloween.
Pero si los jóvenes no son hedonistas ¿qué son? Uno está
tentando de pensar que sólo están insatisfechos, frustrados, inseguros,
necesitados de afirmarse; y para eso uno tiene que probarse, demostrarse a sí
mismo que vale, superarse aunque sólo sea delante de los demás. ¿Y quién es su
público? Los otros jóvenes. Por eso se desprecia olímpicamente la opinión de
los mayores. Huyen de los sermones y en eso tienen razón (no hay cosa más
antipática que un pepito grillo diciéndote a todas horas lo que tienes que
hacer); pero es que también huyen de la razón, porque saben lo que quieren y no
quieren que ni la misma razón los aparte aunque sepan que caminan a su pérdida.
La vida te exige retos de largo alcance, mucha gente no tiene paciencia para
esperar. Si estudias, podrás ser un buen médico (después de estudiar un montón
de años). Si respetas a esa chica te acabará queriendo (pero es más sencillo
abusar de ella, porque yo lo único que quiero es copular). Si quieres ser un
buen futbolista tendrás que entrenar mucho (pero no, que yo quiero ganar
partidos ahora mismo; no importa si para conseguirlo tengo que jugar con los
que son peores que yo). Esa impaciencia terminará en sentimiento de culpa y de
frustración.
¿Qué les queda? Los jóvenes deseosos de mostrar que valen
mucho ¿qué es lo que pueden hacer? Buscar retos cortos. Satisfacciones
inmediatas. Los retos que se ganan en un momento. Échate un pulso: al instante
sabrás si eres el más fuerte. Te reto a correr hasta aquel árbol:
instantáneamente también sabré si puedo ganarte. Bebamos, a ver quién aguanta
más; en un abrir y cerrar de ojos se concede la victoria. ¿Duele un peircing?
Yo me hago veinte. Un tatuaje ¿duele también? ¡Venga! ¡Los que hagan falta! Y
si tengo que pasarme un mes sufriendo hasta que se me pase, eso demostrará que
soy el más valiente: como Juan sin miedo. Ser valiente es lo mismo que valer
más. Para mí. Y para todos. Me bebo una botella de vodka ¿qué te apuestas? Y si
sabes del coma etílico lo arriesgas todo; echas el resto porque a ti no te va a
pasar; y si crees que es posible, igual te arriesgas porque esperas que no te
pase nada; y si no tienes ni idea de lo que te puede pasar te arriesgas con los
ojos cerrados: ya está; que es lo que pudo pasarle a la chica de doce años que
murió en halloween.
Entonces, si la juventud no es hedonista ¿qué es? Nihilista,
dirán algunos. Nihilista es el que no cree en nada; el que no tiene nada y nada
quiere; el que no siente nada y el que no tiene nada que perder. Pero nuestros
jóvenes tienen vida y no quieren perderla, por eso no se suicidan, sólo juegan
a morir; aunque a veces, son gajes del oficio, se mueren de verdad. Yo no creo
que los jóvenes no quieran nada. Los jóvenes quieren ser felices como todo el
mundo, pero no saben cómo. Sienten que la felicidad está lejos y los separa de
ella un foso enorme que no tienen ni fuerzas ni ganas de saltar. Aquí está la
paradoja: quiero ser feliz, pero no me apetece molestarme en serlo; tengo pereza;
la pereza no es más que una falta de energía. Ser perezoso es lo mismo que no
tener fuerzas, te sientes débil y eso te hace sentirte mal, y ese malestar lo
curas jugando a que eres fuerte sin serlo; en lugar de cultivar tus fuerzas,
sacas a relucir las que te duran poco, como las burbujas del champán; y te
metes en apuestas y retos que te dan victorias fáciles, mientras cavas, como
telón de fondo, tu enorme fracaso existencial.
Hedonista es quien busca el placer. Nihilista quien, porque
ya no cree en nada, ha dejado de buscar. Pero el que quiere y no puede no es
nihilista de vocación: es un perezoso; lo propio de la pereza es arrancarle a
la vida el mínimo esfuerzo, el que dura poco aunque exija más; por eso los jóvenes
viven en el mundo de lo efímero; hacen de las cosas un escaparate, un
envoltorio, un decorado, algo que se muestra, aunque la hermosa caja de
bombones no tenga nada dentro. Es la vida, para los jóvenes, un instinto
poderoso de llegar a ser, pero instinto sin voluntad; ningún joven carece de
fuerza, pero se empeña en no cultivarla porque nadie lo ha animado a
sostenerla, y acaba cultivando, sin quererlo ni saberlo (aunque él en el fondo
lo intuya), una enorme debilidad. También el fanático se cree fuerte porque es
capaz de inmolarse; y es porque sólo ha aprendido a acumular la fuerza en un momento
de máximo desgaste, que es cuando aprieta el botón. La experiencia atormentada
que precede es para él la prueba más impactante de su fortaleza. Y vive, buscando
la muerte, como si la vida fuera una ficción.
¿Quién tiene la culpa? ¿La escuela lo ha frustrado? Puede
ser. ¿Pero la escuela habría triunfado si hubiera hecho bien las cosas? Tampoco
es seguro; porque detrás de la escuela estaban los padres, y mal puede un
maestro lograr que los chicos quieran lo que en su casa le enseñan a
despreciar. Supongamos que los padres hicieran bien las cosas; que trabajaran
al unísono con la escuela: ¿garantizaría eso que los chicos crecieran sanos,
confiados en sus posibilidades y con ganas de luchar por ser felices? Tampoco
es seguro: porque la sociedad late detrás de los padres, y mal pueden unos
padres, en consonancia con la escuela, hacer que amen los chicos lo que los
jóvenes les enseñan a despreciar. ¿Y quiénes son los jóvenes? Los jóvenes son
esa ficción construida por todos; ese modelo, esas modas, esa forma de ser que
los arroja en brazos de la bebida y los incita a buscar placeres fáciles en la
propia destrucción del placer; beber sin disfrutar de la bebida, copular sin
disfrutar del sexo, fumar para hacerse mayores, ajenos a cuanto les hace
disfrutar. Esa ficción a la que llamamos “los jóvenes” la han construido los
comerciantes para ganar dinero, los que hacen rutas de borrachos, los que
venden el alcohol a los menores, los que truecan el día por la noche, los que
han cambiado los horarios. También la han construido los padres que han llenado
su educación de estereotipos y prohibiciones; los que han confundido la madurez
con la mayoría de edad; los que se han negado a que sus hijos tomen sus propias
decisiones; los que los han querido mucho cuando eran pequeños, y cuando
todavía no empezaban a ser grandes les decían: “ay, hijos, ¿por qué creceréis?”
Y no se libra la escuela de esa responsabilidad colectiva. La que no ha
enseñado a los chicos a ser personas, sino a ser obedientes; la que ha fracasado
al convertir la disciplina en una diosa, cuando el verdadero dios debía ser la
libertad, madre de la responsabilidad, abuela del control (que la disciplina
viene del discípulo, no del maestro; de imponerse a sí mismo unos controles, no
que te los impongan otros desde fuera). La escuela fracasa cuando no sabe
enseñar y atiborra los cerebros. Cuando tiene que imponer castigos porque no
tiene autoridad. Y los padres fracasan porque empapan a sus hijos con sus
vicios y sus fobias; con los prejuicios que ellos mismos heredaron de sus
padres; con la pereza aprendida que se empeñan en que sus hijos aprendan; o con
una naturaleza débil que muestran sin rubor a los ojos de sus hijos, camuflada
de machismo, con el instinto gregario de saberse piezas de una maquinaria y no
querer que sus hijos aprendan a buscar sus propios caminos, porque los obligan
a andar por los caminos por donde siempre les enseñaron a andar a ellos. Y la
sociedad, que la hemos construido entre todos, multiplica estos vicios y los
hace cristalizar en un escenario, el escenario de nuestras frustraciones; que
podría ser el escenario de la libertad.
Si los jóvenes tuvieran una educación sólida no serían pasto
del alcohol, ni de las drogas, ni del tabaco, ni de la aversión al estudio; ni
del odio, ni de lo fácil, ni de la pereza; y no morirían bebiendo cuando salen
de botellón. Una sólida personalidad es el mejor antídoto para no ser borregos.
Hay que reivindicar el hedonismo, tanto físico como espiritual. El amor a los
placeres, verdaderos motores de la vida: placer de beber (no de ser marionetas
de la bebida); del erotismo creativo, no del sexo mecánico y roto; del placer
del paseo y la comida, no del aburrimiento y de la gula; el placer de correr,
de jugar y del deporte (no del deporte convertido en maquinaria de ganar copas
y torneos); el placer de sentir el aire sobre tu cara, de patear la naturaleza
y escuchar el silencio, el placer de la lectura, de ir al teatro, de ver una
buena película y no un bodrio que anestesia el tiempo; el placer de la música
que eleva los sentidos y dinamiza el cuerpo, no el que nos hace autómatas y nos
deja sordos; el de contemplar un cuadro bien hecho y no sólo bonito, el que
despierta en nosotros sentimientos de colores y no sólo sensaciones, el que
sabe apreciar una estatua, un videoarte, un edificio: no el que nos embrutece
haciendo que nos guste lo que nos gusta a todos. Y que cada uno, en la medida
de sus posibilidades, disfrute de los placeres; para que nadie considere que
ahogar las penas en drogas es un placer.
Entre todos los placeres, uno de los más exquisitos es el de
la trascendencia. Unos lo ven en dios, otros en la vida misma, otros en la
naturaleza. El placer del amor, convertido en sentimiento que nos hace felices
más allá de los sexos. El placer del amor al prójimo. De amar la naturaleza y
el instinto ético. Cada uno en sus posibilidades. Todos, intensamente a veces,
y siempre dilatándolo en la duración. El placer de vivir, de ser uno mismo:
¿cree alguien que con esta suma de placeres los jóvenes morirían de botellón?
Pues no. El sumo placer es el antídoto contra el pesimismo.
Que es lo que late detrás del nihilismo, de la frustración. Una vida plena es
el ideal que nos orienta a todos, el norte y la brújula que nos fija el rumbo,
el aire suave que nos hace vibrar, palpitante y hermoso: si eres feliz, seguro,
seguro, que disfrutarás. Pero si no lo eres buscarás la felicidad en el placer
y eso sí que ya no es lo mismo: bastará con ser feliz para tener una vida
placentera, pero si buscas los placeres no es seguro que seas feliz. El placer
de vivir es lo que no tienen los jóvenes que mueren de coma etílico. Si mueren
es porque no ven las cosas, que son ciegos, que no han tenido amor; porque
tampoco les han enseñado amar. El amor evita que las niñas de doce años mueran
emborrachadas. El amor, recóndito y oscuro líquido amniótico, cálido y
acogedor, recogido en las entrañas, único trampolín de la vida (llena de saltos),
nos enseña a saltar. Un impulso no más es la vida entera. Un impulso que empuja
desde la tierra y, aterrizando en ella, nos echa a volar.
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