MONTERRUBIO
Monterrubio.
Es un pueblo perdido en el campo, entre lomas y malezas. Hay un aeródromo donde
vienen las avionetas: “Fuentemilculos”, dice Javier; su verdadero nombre es
Fuentemilanos. Hay un camino que serpentea entre los cardos, se mete por las
piedras y cubre los campos con un manto de hierba seca. En invierno los caminos
se cubren de nieve, o se oye sobre ellos el ulular del viento, arrastrando
cardos y abrazando la hierba con su azote corpulento. A veces parecen páramos
las tierras abandonadas. O campos desolados sin ovejas, con cantos rodados,
exánime presencia, salpicando solitarios los lentos caminos con vendavales de
desesperación.
Estaba
con Antonio y Félix, comiéndose una manzana, en el colegio de El Espinar.
Tenían la clase en la sala de profesores: un armario; unas cuantas baldas donde
guardaban sus papeles; dos mesas amplias, prolongándose una en otra; una pared
terminada en cristales opacos; una puerta que daba al pasillo, y poco más.
Estaban reunidos, entre la clase de la tarde y la de la noche, que Félix daría
en San Rafael y Juan en El Espinar. Antonio les dijo:
-Han
llamado de Monterrubio. Necesitan que vayamos a darles clase. ¿Quién va a ir?
Juan
estaba tranquilo. No tenía coche y, a pesar de que le hubiera gustado, Monterrubio
estaba aislado y no había medios de comunicación. Félix tampoco podía: tenía
clase en San Rafael; y aunque podía cambiarla con Antonio, tenía la tarde
ocupada con la radio y no podía faltar, porque era el alma y líder de Onda el
Espinar. Sólo quedaba Antonio. Antonio los miraba como queriendo negar la
evidencia. Los miraba a los dos como si de ellos pudiese salir un voluntario.
-Está
bien- dijo, rindiéndose a la evidencia-. Iré yo.
Juan
se quedó en El Espinar. Como de costumbre, cuando llegaron los alumnos se
sentaron con él en torno a aquellas mesas. No eran alumnos, eran participantes.
Tal era el nombre que les reservaba la fraseología oficial. Las razones que
daban tenían su lógica puesto que la población adulta no estaba obligada a ir a
clase, sino que elegía si quería ir; y así, lejos de recibir pasivamente la
enseñanza de sus maestros, participaban en su formación. El razonamiento era
impecable, pero ellos iban a recibir conocimientos y sus maestros se los daban.
De modo que eran alumnos. Aunque hubieran elegido libremente ir a clase,
aquella decisión, que les hacía partícipes de su aprendizaje, fue tomada una
vez, al principio del curso; no se renovaba diariamente, porque su actitud en
clase era pasiva; y aunque ir cada día al aula de adultos era una decisión
renovada, en la práctica no era decisión, sino rutina. Sus profesores no
recibían de la fraseología oficial el nombre de profesores, ni de maestros:
eran educadores de adultos. Ellos sí tenían claro que no iban a instruir, a
amaestrar, sino a formar; enseñaban con la perspectiva de educar a la población
adulta, y estaban orgullosos de ello. Ser llamados educadores era como llevar
puestos unos galones: un elogio, una seña de dignidad, porque eran apóstoles
más que maestros. Lejos de obsesionarse con el temario, preferían enseñarles a
pensar antes que enseñarles cosas ya pensadas.
Marisi
estaba sentada en un extremo de la mesa. En el otro estaba Sole. Juan, en uno
de los lados del rectángulo, estaba sentado junto a Sergio, y tenían enfrente a
Juani y a Caridad. Sergio tenía diecinueve años. Siempre se llevaba un enorme
bocadillo, y Cari siempre le decía:
-¡Zampabollos!
Cari
era menuda, morena, delgada y muy graciosa. Tenía dieciocho años y trabajaba en
la fábrica de chocolate. El año anterior no había querido ir a la cena de fin
de curso porque decía que no quería estar con carrozas. Juan, que entonces
tenía treinta y un años, se dijo: “¡caray! ¡Soy carroza!” Y sonreía
interiormente porque le parecía un juicio esquemático y exagerado. Así que se
giró hacia Sergio, que estaba comiendo su bocadillo, y le dijo con el
pensamiento:
-¡Zampabollos!
Había
explicado aquella noche lo que eran los átomos. Recurrió a la metáfora que
había sacado de un manual del electricista, que le habían dado en la fábrica,
de joven, cuando trabajaba mientras terminaba los estudios. Los protones eran
chicos, y estaban encadenados a un poste que representaba el núcleo: de él
salían sendas cadenas a las que estaban atadas las chicas, que giraban en torno
a ellos. Tenía que haber igual número de electrones que de protones, como tiene
que haber tantas chicas como chicos. Si una chica se escapaba había un chico
que se quedaba sin pareja, y el átomo estaba excitado. Lo propio de los átomos
excitados, como de los chicos que se quedan sin chica, es andar por ahí
buscando electrones libres. Por eso son inestables, como lo son los solteros y
no los casados. Los casados, al igual que los átomos estables, ya tienen lo que
querían: ya han sentado cabeza.
Los
electrones corren libremente atravesando cuerpos conductores, como metales,
sales o cables. A veces el cable es estrecho y los electrones tienen que
agacharse, se descargan, se calientan, pierden fuerza: están atravesando unas
resistencias. Luego pasan por un puesto de restauración donde una señora, con
un cazo, les da la sopa. Entonces se hinchan, sacan pecho, cogen fuerza: es el
generador. Después de explicar las metáforas, Juan representaba
esquemáticamente los generadores y las resistencias y les daba nombre. Las energías
que les arrebataban las resistencias se medían en ohmios; y las que les daban
los generadores eran voltios. Un ohmio era fuerza perdida, y un voltio fuerza
ganada. No era lo mismo fuerza que intensidad. La intensidad era el número de
electrones que había, y el voltaje era la fuerza desplegada por cada electrón.
Puede haber muchos jugadores agarrados a una cuerda, pero pocos tirando; como
hay a veces mucha intensidad (muchos amperios), pero pocos voltios.
En
el descanso había opiniones para todos los gustos. Las mujeres, por lo general,
pensaban que era un ejemplo muy machista, porque las presentaba como si
estuviesen atadas a los hombres y dando vueltas alrededor de ellos. Los
hombres, por el contrario, pensaban que el ejemplo era injusto, porque los
presentaba a ellos atados, totalmente inmóviles, y las mujeres, aunque
restringida, tenían reconocida su libertad. Juan sólo había querido que ellos
entendieran los misterios de la electricidad, pero comprendía que la gente
protestara; las metáforas, a fin de cuentas (y mal que nos pese), nunca son
inocentes; siempre tienen una carga ideológica, y si no la sabemos detectar los
ejemplos, volviéndose contra quien los utiliza, transmitirán una educación,
unos valores, distintos de los que queremos transmitir: y entonces nos saldrá
el tiro por la culata.
Marisi
tenía unos problemas motores. Seguramente desde el nacimiento quiso la mala
fortuna que sufriera unos espasmos que convirtieron los movimientos de sus
brazos, y los de su cara, en sacudidas más o menos inconexas. Fue porque su
madre se puso de parto un día de fiesta y no había suficientes médicos en el
hospital; cuando la atendieron, ya era tarde; la niña nació con unos problemas
motores que ya la acompañarían para toda la vida. Eso provocó en Marisi una
amargura, un resentimiento. Lo dirigía genéricamente contra la sociedad, y muy
concretamente contra las chicas guapas. Sole no era guapa, pero quería
parecerlo; se había puesto el pelo rubio de bote y era muy pretenciosa: Marisi
la llamaba la rubia oxigenada. Había mucha envida, mucha rabia contenida y
mucha mala fe en aquel mote. Cari, en los descansos, siempre le decía:
-Tienes
que ser un poco más discreta, mujer. No la provoques tanto, no te metas tanto
con ella; y si ella quiere ser rubia, está en su derecho. Vive y deja vivir.
El
problema es que Marisi no vivía. Su problema corporal había hecho de ella una
inútil para la sociedad, una marginada; y por eso era también una inadaptada.
¿Quién iba a ir con ella, si se movía así? No tenía amigas. ¿Y quién se iba a
fijar en ella, si todos se avergonzaban de que los viesen juntos? No tenía
amigos. Había tenido que renunciar a tener novios, y sabía que estaba condenada
a quedarse soltera. La rabia que tenía contra la naturaleza que la hizo así no
podía volcarla contra la misma naturaleza, porque con ella no podía pelearse;
necesitaba pelearse con alguien, y la volcó contra la sociedad; por eso se
volvió cascarrabias, envidiosa y malvada, y su carácter la aislaba aún más de
la gente. Juan, que lo veía, sufría por ella, pero nada podía hacer sino
escucharla; animarla, darle fuerzas, ser su paño de lágrimas; escuchar
pacientemente sus historias rencorosas, darle una palmadita en la espalda: y
volverla generosa devolviéndole suaves como el algodón sus palabras incisivas y
aceradas.
Aquella
noche hizo frío. Cuando acabó la clase Juan llamó a un taxi y le contestó
Gaspar. Gaspar era un hombre bueno, que se ganaba la vida llevando a enfermos
del riñón, para que les hicieran la diálisis en Segovia. Los pueblos dan pocos
clientes a los taxistas, y aquellos clientes fijos eran la columna vertebral de
su sustento. Hizo frío, pero no nevó. Se bajó en el apeadero. Aquella noche
había un hombre joven, aproximadamente de su edad, que se puso a hablar con él
hasta Segovia. Había sido legionario. Después recordaría que le dijo por qué
Inglaterra no devolvería nunca Gibraltar a España. “Esa roca está minada. Es un
queso gruyere. No te imaginas la de armas que hay almacenadas allí”.
Al
día siguiente volvió a El Espinar. Nuevamente se juntó con Félix y con Antonio.
Los dos estaban deseando preguntarle a Antonio cómo le había ido.
-Diablos,
hacía frío- contestó-. Soplaban las hojas y las zarzas camino de Monterrubio.
Un día voy a fastidiar el coche yendo por allí. Ya veis, tengo que ir dos días,
de noche, por un camino pedregoso sin asfaltar.
-Y
¿cómo te fue? Fuiste a alfabetizar, ¿verdad?
-Sí.
Era un pastor que no sabía ni leer ni escribir, y estábamos en su casa. Después
de una hora, para descansar, me sacó unos tacos de jamón y una cerveza.
Juan
y Félix sintieron envidia. A los dos les gustaría también dar clase así, y
chasquearon la lengua. Pero, sin detenerse mucho en aquel detalle, volvieron a
la carga.
-Oye,
¿empezaste a enseñarle las letras?
-¡Qué
va! ¡Pero si no sabía ni contar! Las monedas: no sabía darte la vuelta. Nos
pasamos la noche sin sacar papel ni lápiz, pero sacamos las monedas que
teníamos en el bolsillo y las pusimos sobre la mesa. Yo se las enseñaba: “esto
es una peseta, esto un duro, ésta es de diez céntimos”. Estuve dándole monedas
grandes y él me las tenía que devolver en calderilla; pero sin llegar a los
billetes. Mirad, ahora he reunido monedas de todas las clases para llevárselas
mañana.
Y
siguió contando su experiencia. Ellos daban el graduado escolar, y también
tenían una clase de alfabetización. Pero lo de Monterrubio era previo a la
alfabetización. Antonio descubrió en el pastor un mundo tan poco socializado
que ni siquiera sabía hacer la compra. Contaba, sí, pero contaba ovejas. No conocía
las monedas. Ni se manejaba con el calendario, aunque sabía distinguir las
semanas y los días; pero no los sabía reflejar en el papel. Todo lo que era
escribir le resultaba desconocido. Comía sin orden, como los salvajes, no
hablemos ya de las normas de higiene. Tenía su cultura, que era muy rica:
seguro. Pero no conocía la cultura de la sociedad en la que vivía. Tal abandono
en las postrimerías del siglo XX parecía una aberración.
Aquella
noche nevó. Juan estaba con Esther, que había estado con los jubilados mientras
Juan daba clase en el centro cultural. Faltaban casi dos horas para terminar,
pero los propios alumnos les apremiaron para que se fueran.
-La
nieve está cuajando en el suelo. Cuando eso sucede aquí, tened por seguro que
la carretera estará nevada. Haced lo que queráis, pero yo me iría.
Juan
y Esther hicieron caso. Esther conducía su coche, y cuando salieron del aula ya
las ruedas dibujaban una huella negra en un asfalto que cubría una fina
película blanca. Se dieron prisa. Esther apretaba el acelerador con cuidado,
porque a medida que avanzaban la nieve se hacía más espesa. Además, había
tramos donde escondía placas de hielo, en particular a la salida: donde la
carretera del colegio se juntaba con la del pinar. Y junto al aserradero, donde
ya no estaban las luces de El Espinar y el cielo negro era una cortina de
azabache salpicada de lágrimas: blancas, suaves, esponjosas, llenas de algodón.
Al salir a la general la nieve del suelo ya era terciopelo blanco, y tenía su
grosor. Llegaron con cuidado a San Rafael. Desde allí tomaron la carretera de
Segovia y al poco rato perdieron las luces de las ventanas, las de las farolas,
las de los bares, y hasta las de los coches porque ninguno se atrevía a salir.
En la inmensidad de aquel cielo estaban ellos solos. Entre el cielo blanco
pálido y el suelo blanco intenso había una lluvia de estrellas que se
depositaban en el coche, en la carretera, en la cuneta; en los abetos que
decoraban el fondo del cielo, en los cerros y en los valles, en la vía del tren,
en los montículos, en los promontorios. Llegaron a los llanos de Otero y fue un
espacio inmenso sembrado de desolación. Todo el suelo estaba blanco. Ya no se
distinguía la carretera de la cuneta, porque había perdido con el asfalto la
línea que marcaba la mediana y les servía de orientación.
En
aquellas soledades el corazón empezó a encogerse. Esther, con el
limpiaparabrisas en marcha, tenía problemas con los cristales. Sin mediana y
sin línea de cuneta, con todo el suelo convertido en una alfombra blanca, les
costaba avanzar. Ya no podían seguir yendo a cuarenta, ahora iban a veinte. Los
faros encendidos servían sólo para ver, no para distinguir las cosas. Juan, con
la ventanilla abierta, le iba diciendo a Esther los movimientos que le tenía
que dar al volante, pero se hizo imposible seguir así. Ya no sólo la línea
blanca había desaparecido, había desaparecido también el promontorio. La
ondulación del borde de la carretera y la hondonada de la cuneta ya no estaban,
el suelo no tenía ni relieve para guiarlos. El suelo, no sólo completamente
blanco sino ahora también completamente liso, se había convertido en un
desierto. Juan sacaba la cara por la ventanilla, y sus ojos se cerraban
parpadeando y sus pómulos se arrugaban para amortiguar el impacto de los copos,
suaves uno por uno como el algodón, pero fuertes como cuchillas cuando caían
juntos.
Llegaron
a los ángeles de San Rafael. Allí detuvieron el coche, y se metieron en una
cabina con la respiración de los ahogados. Esther telefoneó a su marido para que
saliera a buscarlos y aquello los tranquilizó mucho. Ya con aquella seguridad
en el ánimo siguieron avanzando y se metieron en Revenga, bajaron la cuesta y
subieron la curva del pantano, se metieron en el pueblo y, al salir de él, se
encontraron con el marido de Esther. Ya les resultó más fácil seguir y bajo las
ruedas aparecía, de nuevo, el asfalto, aunque no las rayas de la carretera. La
forma de la cuneta emergió después y Juan pudo cerrar la ventanilla porque se
podía conducir ya. Sus mejillas estaban rojas del frío, su pelo alborotado, con
mechones blancos, y su barba con carámbanos y trozos de hielo que se le
enredaban como piedras, y que se le habían ido formando desde San Rafael.
Ahora
estaban en Segovia. Y antes de ir a sus casas, cuando Esther lo dejó junto a su
puerta, Juan pensó en el pastor. Pensó en el viento, que estaría ululando en
Monterrubio, y en su compañero Antonio, que aquella noche no tenía que ir por
allí. Y le pareció que la mente del pastor era como los campos nevados: blanca
para la cultura donde vivía, pero llena de pliegues y relieves en su cultura
personal; la que le hacía conocer el terreno, el terreno que pisaba; no las
luces extrañas de un coche que no le servían para ver.
Monterrrubio.
Tierra de pastores anacrónicos flotando en un espacio de leyenda. Como los
fósiles, como moldes de piedra de un mundo que pasó: y que, con sus postreras
huellas, no tuvo tiempo de entrar en el nuevo mundo que había llegado para
quedarse.
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