sábado, 3 de diciembre de 2016

Monterrubio





MONTERRUBIO

 

            Monterrubio. Es un pueblo perdido en el campo, entre lomas y malezas. Hay un aeródromo donde vienen las avionetas: “Fuentemilculos”, dice Javier; su verdadero nombre es Fuentemilanos. Hay un camino que serpentea entre los cardos, se mete por las piedras y cubre los campos con un manto de hierba seca. En invierno los caminos se cubren de nieve, o se oye sobre ellos el ulular del viento, arrastrando cardos y abrazando la hierba con su azote corpulento. A veces parecen páramos las tierras abandonadas. O campos desolados sin ovejas, con cantos rodados, exánime presencia, salpicando solitarios los lentos caminos con vendavales de desesperación.
            Estaba con Antonio y Félix, comiéndose una manzana, en el colegio de El Espinar. Tenían la clase en la sala de profesores: un armario; unas cuantas baldas donde guardaban sus papeles; dos mesas amplias, prolongándose una en otra; una pared terminada en cristales opacos; una puerta que daba al pasillo, y poco más. Estaban reunidos, entre la clase de la tarde y la de la noche, que Félix daría en San Rafael y Juan en El Espinar. Antonio les dijo:
            -Han llamado de Monterrubio. Necesitan que vayamos a darles clase. ¿Quién va a ir?
            Juan estaba tranquilo. No tenía coche y, a pesar de que le hubiera gustado, Monterrubio estaba aislado y no había medios de comunicación. Félix tampoco podía: tenía clase en San Rafael; y aunque podía cambiarla con Antonio, tenía la tarde ocupada con la radio y no podía faltar, porque era el alma y líder de Onda el Espinar. Sólo quedaba Antonio. Antonio los miraba como queriendo negar la evidencia. Los miraba a los dos como si de ellos pudiese salir un voluntario.
            -Está bien- dijo, rindiéndose a la evidencia-. Iré yo.
            Juan se quedó en El Espinar. Como de costumbre, cuando llegaron los alumnos se sentaron con él en torno a aquellas mesas. No eran alumnos, eran participantes. Tal era el nombre que les reservaba la fraseología oficial. Las razones que daban tenían su lógica puesto que la población adulta no estaba obligada a ir a clase, sino que elegía si quería ir; y así, lejos de recibir pasivamente la enseñanza de sus maestros, participaban en su formación. El razonamiento era impecable, pero ellos iban a recibir conocimientos y sus maestros se los daban. De modo que eran alumnos. Aunque hubieran elegido libremente ir a clase, aquella decisión, que les hacía partícipes de su aprendizaje, fue tomada una vez, al principio del curso; no se renovaba diariamente, porque su actitud en clase era pasiva; y aunque ir cada día al aula de adultos era una decisión renovada, en la práctica no era decisión, sino rutina. Sus profesores no recibían de la fraseología oficial el nombre de profesores, ni de maestros: eran educadores de adultos. Ellos sí tenían claro que no iban a instruir, a amaestrar, sino a formar; enseñaban con la perspectiva de educar a la población adulta, y estaban orgullosos de ello. Ser llamados educadores era como llevar puestos unos galones: un elogio, una seña de dignidad, porque eran apóstoles más que maestros. Lejos de obsesionarse con el temario, preferían enseñarles a pensar antes que enseñarles cosas ya pensadas. 

 

            Marisi estaba sentada en un extremo de la mesa. En el otro estaba Sole. Juan, en uno de los lados del rectángulo, estaba sentado junto a Sergio, y tenían enfrente a Juani y a Caridad. Sergio tenía diecinueve años. Siempre se llevaba un enorme bocadillo, y Cari siempre le decía:
            -¡Zampabollos!
            Cari era menuda, morena, delgada y muy graciosa. Tenía dieciocho años y trabajaba en la fábrica de chocolate. El año anterior no había querido ir a la cena de fin de curso porque decía que no quería estar con carrozas. Juan, que entonces tenía treinta y un años, se dijo: “¡caray! ¡Soy carroza!” Y sonreía interiormente porque le parecía un juicio esquemático y exagerado. Así que se giró hacia Sergio, que estaba comiendo su bocadillo, y le dijo con el pensamiento:
            -¡Zampabollos!
            Había explicado aquella noche lo que eran los átomos. Recurrió a la metáfora que había sacado de un manual del electricista, que le habían dado en la fábrica, de joven, cuando trabajaba mientras terminaba los estudios. Los protones eran chicos, y estaban encadenados a un poste que representaba el núcleo: de él salían sendas cadenas a las que estaban atadas las chicas, que giraban en torno a ellos. Tenía que haber igual número de electrones que de protones, como tiene que haber tantas chicas como chicos. Si una chica se escapaba había un chico que se quedaba sin pareja, y el átomo estaba excitado. Lo propio de los átomos excitados, como de los chicos que se quedan sin chica, es andar por ahí buscando electrones libres. Por eso son inestables, como lo son los solteros y no los casados. Los casados, al igual que los átomos estables, ya tienen lo que querían: ya han sentado cabeza.
            Los electrones corren libremente atravesando cuerpos conductores, como metales, sales o cables. A veces el cable es estrecho y los electrones tienen que agacharse, se descargan, se calientan, pierden fuerza: están atravesando unas resistencias. Luego pasan por un puesto de restauración donde una señora, con un cazo, les da la sopa. Entonces se hinchan, sacan pecho, cogen fuerza: es el generador. Después de explicar las metáforas, Juan representaba esquemáticamente los generadores y las resistencias y les daba nombre. Las energías que les arrebataban las resistencias se medían en ohmios; y las que les daban los generadores eran voltios. Un ohmio era fuerza perdida, y un voltio fuerza ganada. No era lo mismo fuerza que intensidad. La intensidad era el número de electrones que había, y el voltaje era la fuerza desplegada por cada electrón. Puede haber muchos jugadores agarrados a una cuerda, pero pocos tirando; como hay a veces mucha intensidad (muchos amperios), pero pocos voltios.
            En el descanso había opiniones para todos los gustos. Las mujeres, por lo general, pensaban que era un ejemplo muy machista, porque las presentaba como si estuviesen atadas a los hombres y dando vueltas alrededor de ellos. Los hombres, por el contrario, pensaban que el ejemplo era injusto, porque los presentaba a ellos atados, totalmente inmóviles, y las mujeres, aunque restringida, tenían reconocida su libertad. Juan sólo había querido que ellos entendieran los misterios de la electricidad, pero comprendía que la gente protestara; las metáforas, a fin de cuentas (y mal que nos pese), nunca son inocentes; siempre tienen una carga ideológica, y si no la sabemos detectar los ejemplos, volviéndose contra quien los utiliza, transmitirán una educación, unos valores, distintos de los que queremos transmitir: y entonces nos saldrá el tiro por la culata. 

 

            Marisi tenía unos problemas motores. Seguramente desde el nacimiento quiso la mala fortuna que sufriera unos espasmos que convirtieron los movimientos de sus brazos, y los de su cara, en sacudidas más o menos inconexas. Fue porque su madre se puso de parto un día de fiesta y no había suficientes médicos en el hospital; cuando la atendieron, ya era tarde; la niña nació con unos problemas motores que ya la acompañarían para toda la vida. Eso provocó en Marisi una amargura, un resentimiento. Lo dirigía genéricamente contra la sociedad, y muy concretamente contra las chicas guapas. Sole no era guapa, pero quería parecerlo; se había puesto el pelo rubio de bote y era muy pretenciosa: Marisi la llamaba la rubia oxigenada. Había mucha envida, mucha rabia contenida y mucha mala fe en aquel mote. Cari, en los descansos, siempre le decía:
            -Tienes que ser un poco más discreta, mujer. No la provoques tanto, no te metas tanto con ella; y si ella quiere ser rubia, está en su derecho. Vive y deja vivir.
            El problema es que Marisi no vivía. Su problema corporal había hecho de ella una inútil para la sociedad, una marginada; y por eso era también una inadaptada. ¿Quién iba a ir con ella, si se movía así? No tenía amigas. ¿Y quién se iba a fijar en ella, si todos se avergonzaban de que los viesen juntos? No tenía amigos. Había tenido que renunciar a tener novios, y sabía que estaba condenada a quedarse soltera. La rabia que tenía contra la naturaleza que la hizo así no podía volcarla contra la misma naturaleza, porque con ella no podía pelearse; necesitaba pelearse con alguien, y la volcó contra la sociedad; por eso se volvió cascarrabias, envidiosa y malvada, y su carácter la aislaba aún más de la gente. Juan, que lo veía, sufría por ella, pero nada podía hacer sino escucharla; animarla, darle fuerzas, ser su paño de lágrimas; escuchar pacientemente sus historias rencorosas, darle una palmadita en la espalda: y volverla generosa devolviéndole suaves como el algodón sus palabras incisivas y aceradas.
            Aquella noche hizo frío. Cuando acabó la clase Juan llamó a un taxi y le contestó Gaspar. Gaspar era un hombre bueno, que se ganaba la vida llevando a enfermos del riñón, para que les hicieran la diálisis en Segovia. Los pueblos dan pocos clientes a los taxistas, y aquellos clientes fijos eran la columna vertebral de su sustento. Hizo frío, pero no nevó. Se bajó en el apeadero. Aquella noche había un hombre joven, aproximadamente de su edad, que se puso a hablar con él hasta Segovia. Había sido legionario. Después recordaría que le dijo por qué Inglaterra no devolvería nunca Gibraltar a España. “Esa roca está minada. Es un queso gruyere. No te imaginas la de armas que hay almacenadas allí”.
            Al día siguiente volvió a El Espinar. Nuevamente se juntó con Félix y con Antonio. Los dos estaban deseando preguntarle a Antonio cómo le había ido.
            -Diablos, hacía frío- contestó-. Soplaban las hojas y las zarzas camino de Monterrubio. Un día voy a fastidiar el coche yendo por allí. Ya veis, tengo que ir dos días, de noche, por un camino pedregoso sin asfaltar.
            -Y ¿cómo te fue? Fuiste a alfabetizar, ¿verdad?
            -Sí. Era un pastor que no sabía ni leer ni escribir, y estábamos en su casa. Después de una hora, para descansar, me sacó unos tacos de jamón y una cerveza.
            Juan y Félix sintieron envidia. A los dos les gustaría también dar clase así, y chasquearon la lengua. Pero, sin detenerse mucho en aquel detalle, volvieron a la carga.
            -Oye, ¿empezaste a enseñarle las letras?
            -¡Qué va! ¡Pero si no sabía ni contar! Las monedas: no sabía darte la vuelta. Nos pasamos la noche sin sacar papel ni lápiz, pero sacamos las monedas que teníamos en el bolsillo y las pusimos sobre la mesa. Yo se las enseñaba: “esto es una peseta, esto un duro, ésta es de diez céntimos”. Estuve dándole monedas grandes y él me las tenía que devolver en calderilla; pero sin llegar a los billetes. Mirad, ahora he reunido monedas de todas las clases para llevárselas mañana.
            Y siguió contando su experiencia. Ellos daban el graduado escolar, y también tenían una clase de alfabetización. Pero lo de Monterrubio era previo a la alfabetización. Antonio descubrió en el pastor un mundo tan poco socializado que ni siquiera sabía hacer la compra. Contaba, sí, pero contaba ovejas. No conocía las monedas. Ni se manejaba con el calendario, aunque sabía distinguir las semanas y los días; pero no los sabía reflejar en el papel. Todo lo que era escribir le resultaba desconocido. Comía sin orden, como los salvajes, no hablemos ya de las normas de higiene. Tenía su cultura, que era muy rica: seguro. Pero no conocía la cultura de la sociedad en la que vivía. Tal abandono en las postrimerías del siglo XX parecía una aberración. 

 

            Aquella noche nevó. Juan estaba con Esther, que había estado con los jubilados mientras Juan daba clase en el centro cultural. Faltaban casi dos horas para terminar, pero los propios alumnos les apremiaron para que se fueran.
            -La nieve está cuajando en el suelo. Cuando eso sucede aquí, tened por seguro que la carretera estará nevada. Haced lo que queráis, pero yo me iría.
            Juan y Esther hicieron caso. Esther conducía su coche, y cuando salieron del aula ya las ruedas dibujaban una huella negra en un asfalto que cubría una fina película blanca. Se dieron prisa. Esther apretaba el acelerador con cuidado, porque a medida que avanzaban la nieve se hacía más espesa. Además, había tramos donde escondía placas de hielo, en particular a la salida: donde la carretera del colegio se juntaba con la del pinar. Y junto al aserradero, donde ya no estaban las luces de El Espinar y el cielo negro era una cortina de azabache salpicada de lágrimas: blancas, suaves, esponjosas, llenas de algodón. Al salir a la general la nieve del suelo ya era terciopelo blanco, y tenía su grosor. Llegaron con cuidado a San Rafael. Desde allí tomaron la carretera de Segovia y al poco rato perdieron las luces de las ventanas, las de las farolas, las de los bares, y hasta las de los coches porque ninguno se atrevía a salir. En la inmensidad de aquel cielo estaban ellos solos. Entre el cielo blanco pálido y el suelo blanco intenso había una lluvia de estrellas que se depositaban en el coche, en la carretera, en la cuneta; en los abetos que decoraban el fondo del cielo, en los cerros y en los valles, en la vía del tren, en los montículos, en los promontorios. Llegaron a los llanos de Otero y fue un espacio inmenso sembrado de desolación. Todo el suelo estaba blanco. Ya no se distinguía la carretera de la cuneta, porque había perdido con el asfalto la línea que marcaba la mediana y les servía de orientación.
            En aquellas soledades el corazón empezó a encogerse. Esther, con el limpiaparabrisas en marcha, tenía problemas con los cristales. Sin mediana y sin línea de cuneta, con todo el suelo convertido en una alfombra blanca, les costaba avanzar. Ya no podían seguir yendo a cuarenta, ahora iban a veinte. Los faros encendidos servían sólo para ver, no para distinguir las cosas. Juan, con la ventanilla abierta, le iba diciendo a Esther los movimientos que le tenía que dar al volante, pero se hizo imposible seguir así. Ya no sólo la línea blanca había desaparecido, había desaparecido también el promontorio. La ondulación del borde de la carretera y la hondonada de la cuneta ya no estaban, el suelo no tenía ni relieve para guiarlos. El suelo, no sólo completamente blanco sino ahora también completamente liso, se había convertido en un desierto. Juan sacaba la cara por la ventanilla, y sus ojos se cerraban parpadeando y sus pómulos se arrugaban para amortiguar el impacto de los copos, suaves uno por uno como el algodón, pero fuertes como cuchillas cuando caían juntos.
            Llegaron a los ángeles de San Rafael. Allí detuvieron el coche, y se metieron en una cabina con la respiración de los ahogados. Esther telefoneó a su marido para que saliera a buscarlos y aquello los tranquilizó mucho. Ya con aquella seguridad en el ánimo siguieron avanzando y se metieron en Revenga, bajaron la cuesta y subieron la curva del pantano, se metieron en el pueblo y, al salir de él, se encontraron con el marido de Esther. Ya les resultó más fácil seguir y bajo las ruedas aparecía, de nuevo, el asfalto, aunque no las rayas de la carretera. La forma de la cuneta emergió después y Juan pudo cerrar la ventanilla porque se podía conducir ya. Sus mejillas estaban rojas del frío, su pelo alborotado, con mechones blancos, y su barba con carámbanos y trozos de hielo que se le enredaban como piedras, y que se le habían ido formando desde San Rafael.
            Ahora estaban en Segovia. Y antes de ir a sus casas, cuando Esther lo dejó junto a su puerta, Juan pensó en el pastor. Pensó en el viento, que estaría ululando en Monterrubio, y en su compañero Antonio, que aquella noche no tenía que ir por allí. Y le pareció que la mente del pastor era como los campos nevados: blanca para la cultura donde vivía, pero llena de pliegues y relieves en su cultura personal; la que le hacía conocer el terreno, el terreno que pisaba; no las luces extrañas de un coche que no le servían para ver.
            Monterrrubio. Tierra de pastores anacrónicos flotando en un espacio de leyenda. Como los fósiles, como moldes de piedra de un mundo que pasó: y que, con sus postreras huellas, no tuvo tiempo de entrar en el nuevo mundo que había llegado para quedarse. 

 


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