EN EL PRINCIPIO
En el principio era la música. Y la música era ritmo. Y del
ritmo era el pensamiento; la idea, el verbo, la palabra. El universo era
pulsación eterna desde los confines del espacio. Expansiones y contracciones
alternándose hasta el fin de los tiempos. El universo late como late nuestro
corazón, ritmo frenético cambiando de compás, y sobre esos compases se dibujan
todas las melodías de la existencia. También el corazón es pulsación en cuyo
espejo se reflejan las pulsaciones del mundo: sístole, diástole. ¿Cuál de estos
movimientos empezó primero? Sería imposible decirlo. Como es imposible adivinar
si el universo empezó con una expansión o empezó con una contracción. Ritmo
frenético o intercambios lentos, suaves melodías o endiablados espasmos, en el
universo caben todas las creaciones de todas las sinfonías que hay en un
humilde pentagrama.
Al principio fueron las tinieblas que estaban congeladas en el
cosmos; eran tinieblas, el cosmos no existía pues que no existía el orden. O
era la luz que invadía con su presencia todos los confines del espacio: chorros
y chorros de calor, billones y billones de grados expandiéndose entre la
negrura total que se hallaba congelada en el cero absoluto. Luz y calor
infinitos transmitiéndose por un tremendo espacio congelado. Muspelsheim invadiendo Nifflheim. Fue
primero una bola de luz que anunciaba la creación del universo. La música de
repente lo invadió todo.
La gran explosión empezó con un ritmo frenético. Fuerzas
tremendas surgieron del abismo de la nada. Un magnetismo sensible después todo
lo invadía. Y vino luego la materia. Una energía titánica rápidamente cuajando
en un magma que se solidifica. Pero el punto primigenio de la gran explosión
fue una bola de luz que, en un calor inconcebible, hizo vibrar desnudas las
innúmeras cuerdas del universo. No había aún materia ni magnetismo: era la
gravedad cuántica en la que bailaban y bailaban las cuerdas del espacio. Duró
apenas unas brevísimas millonésimas de segundo,
suspiro de encanto cuando el universo pudo oír cantar a las cuerdas que
bailaban. Como una exhalación, las fuerzas formidables dieron paso a magnéticas
atracciones y en cien segundos se formaron los primeros átomos; hidrógeno y
helio tardarían cientos de miles de años
en dar origen a los primeros átomos pesados. El calor fantástico se hacía más
frío sin dejar de ser fantástico, y el medio ultradiluido que era casi vacío se
iba condensando en pequeñísimos cuerpos.
Era el periodo radiativo. Incontables partículas fulgían,
nadando en la luz, invadiendo los confines del espacio. Pero lo que nadie sabe
es que en ellas se hallaban empaquetadas las primitivas cuerdas cuya música ya
era imposible de escuchar. El mundo se fue haciendo insensible a la música. El
mundo se iba haciendo cada vez más pesado. Las estrellas, gigantescas bolas de
fuego cuajadas de hidrógeno, se calentaban por dentro y allí, lejos de la
mirada de todos, en sus entrañas, nacían pesadísimos elementos. Hasta que la
estrella explotaba y eran arrojados al espacio, esparciendo sus pobres restos,
y atravesando distancias cósmicas acabarían formando nuevas estrellas y
planetas; así, cada nueva generación de estrellas se construía con las cenizas
de la anterior; somos polvo y ceniza de estrellas: de gigantescos hornos en los
que, como crisoles, los cuerpos ligeros se transforman en pesadísimos cuerpos.
El hierro, el cobre, el uranio, no viajarían por el espacio si no hubieran sido
fabricados en el seno de esos formidables crisoles estelares[1].
Así también Surt, desde el Muspel, vivía en el fuego extremo
que despedía luz y calor; algunas chispas se trasladaron al cielo y formaron el
sol, cuyo calor atenuado fue dando vida al Mídgard. Sólo que el Muspel, en el
que creían los vikingos, no estaba debajo del universo, compartiendo vida con Hel.
Cada mundo es su propio centro y ya no hay ni arriba ni abajo, sino unas
extensiones inmensas de incalculables distancias al cabo de las cuales se
hallaban estrellas explotando, flamígeros Muspels cósmicos dispuestos a lanzar,
a lo lejos, chispas de estrellas para formar otras lunas y otros soles, y otras
estrellas en celestes bóvedas que contemplaban ojos helados mirando en Babia.
El cielo, sí, el sol es polvo de estrellas. Fuego ardiendo con medida, como
pensaba el oscuro, que sintió también las pulsaciones antes de poderlas ver.
En el principio fue la música. En el principio manó el ritmo y
en el ritmo estaba el pulso de la vida.
Los ritmos del espacio son diversos. Ritmo fugaz moviendo los cimientos del
mundo en aquel rapidísimo primer suspiro. Ritmos sucesivos, cada vez más
pesados, cada vez más lentos, formando escalas y compases en el cósmico
pentagrama. Escalas misteriosas o de ensueño, marciales y reposadas, escalas de
entusiasmo. Ciclos rápidos y lentos que eran ecos graves emanados del averno, o
agudos ciclos esfumándose en el tiempo. Líneas de voces o voces onduladas,
trémulas o tibias, íntimas o expansivas, alegres o tristes. Era el vibrar
extático pulsando, en soñadora contemplación o en frenético arrebato, el
entusiasmo; ese entusiasmo que, contenido o desencadenado (íntimo o expansivo),
une místicamente nuestro corazón con el corazón del mundo.
Son ciclos binarios y
ternarios. Textos luminosos o sombríos. Voces que hacen eco a otras voces que
nacen de ellas; infinitas variaciones, hasta lanzar su potencial de aria triste
y solitaria: entonces vino la palabra. En el principio no era el verbo, sino la
música; el mundo era armonía, entonación y ritmo. Antes de hablar sentíamos:
que si hablas antes de sentir te convertirás en sombra, cuerpo sin alma, ser ausente que pena por los abismos
de Hel, en el mundo del Hades. Las sombras pierden el pensamiento y la memoria,
pero antes perdieron la capacidad de sentir; antes de perder la voz perdieron
la música; perdieron el arpa, perdieron el ritmo, perdieron el grito.
En la música, cuando nos
embriaga, sentimos vibrar las cuerdas que latieron aquel único segundo del
universo: cuando empezó todo. Luego esa música fue encerrada en los cuerpos, y
en ellos duerme hasta que sepamos tocarla, si sabemos hacerlo. Tocarla para que
vibren las cuerdas del corazón de otro. Tocarla en el arpa melodiosa de la
naturaleza toda. Basta sentir la música para volver a los orígenes, dejando
flotar la mente en el abrazo de la noche; en ella sentiremos ecos de voces, golpes
de canto, nubes de tiempo; en ella despertará la melodía que perdimos al
principio de los tiempos.
[1]
Véanse entre otros, a este respecto: “Los primeros microsegundos”, Investigación
y ciencia, julio de 2006, pp. 8-9. “Comment est née la matière”, Science et vie, nº 723, dic. 1977,
pp. 46-53. Preston Cloud, El cosmos, la tierra y el hombre,
Madrid, 1981, Alianza, pp.39-41. Roland Omnès, L’univers et ses
métamorphoses, Paris, 1973, Hermann, pp. 91-93.
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