sábado, 12 de noviembre de 2016

En el principio




EN EL PRINCIPIO

 
 
       En el principio era la música. Y la música era ritmo. Y del ritmo era el pensamiento; la idea, el verbo, la palabra. El universo era pulsación eterna desde los confines del espacio. Expansiones y contracciones alternándose hasta el fin de los tiempos. El universo late como late nuestro corazón, ritmo frenético cambiando de compás, y sobre esos compases se dibujan todas las melodías de la existencia. También el corazón es pulsación en cuyo espejo se reflejan las pulsaciones del mundo: sístole, diástole. ¿Cuál de estos movimientos empezó primero? Sería imposible decirlo. Como es imposible adivinar si el universo empezó con una expansión o empezó con una contracción. Ritmo frenético o intercambios lentos, suaves melodías o endiablados espasmos, en el universo caben todas las creaciones de todas las sinfonías que hay en un humilde pentagrama.
       Al principio fueron las tinieblas que estaban congeladas en el cosmos; eran tinieblas, el cosmos no existía pues que no existía el orden. O era la luz que invadía con su presencia todos los confines del espacio: chorros y chorros de calor, billones y billones de grados expandiéndose entre la negrura total que se hallaba congelada en el cero absoluto. Luz y calor infinitos transmitiéndose por un tremendo espacio congelado. Muspelsheim invadiendo Nifflheim. Fue primero una bola de luz que anunciaba la creación del universo. La música de repente lo invadió todo.

 

       La gran explosión empezó con un ritmo frenético. Fuerzas tremendas surgieron del abismo de la nada. Un magnetismo sensible después todo lo invadía. Y vino luego la materia. Una energía titánica rápidamente cuajando en un magma que se solidifica. Pero el punto primigenio de la gran explosión fue una bola de luz que, en un calor inconcebible, hizo vibrar desnudas las innúmeras cuerdas del universo. No había aún materia ni magnetismo: era la gravedad cuántica en la que bailaban y bailaban las cuerdas del espacio. Duró apenas unas brevísimas millonésimas de segundo,  suspiro de encanto cuando el universo pudo oír cantar a las cuerdas que bailaban. Como una exhalación, las fuerzas formidables dieron paso a magnéticas atracciones y en cien segundos se formaron los primeros átomos; hidrógeno y helio tardarían cientos  de miles de años en dar origen a los primeros átomos pesados. El calor fantástico se hacía más frío sin dejar de ser fantástico, y el medio ultradiluido que era casi vacío se iba condensando en pequeñísimos cuerpos.
       Era el periodo radiativo. Incontables partículas fulgían, nadando en la luz, invadiendo los confines del espacio. Pero lo que nadie sabe es que en ellas se hallaban empaquetadas las primitivas cuerdas cuya música ya era imposible de escuchar. El mundo se fue haciendo insensible a la música. El mundo se iba haciendo cada vez más pesado. Las estrellas, gigantescas bolas de fuego cuajadas de hidrógeno, se calentaban por dentro y allí, lejos de la mirada de todos, en sus entrañas, nacían pesadísimos elementos. Hasta que la estrella explotaba y eran arrojados al espacio, esparciendo sus pobres restos, y atravesando distancias cósmicas acabarían formando nuevas estrellas y planetas; así, cada nueva generación de estrellas se construía con las cenizas de la anterior; somos polvo y ceniza de estrellas: de gigantescos hornos en los que, como crisoles, los cuerpos ligeros se transforman en pesadísimos cuerpos. El hierro, el cobre, el uranio, no viajarían por el espacio si no hubieran sido fabricados en el seno de esos formidables crisoles estelares[1].
       Así también Surt, desde el Muspel, vivía en el fuego extremo que despedía luz y calor; algunas chispas se trasladaron al cielo y formaron el sol, cuyo calor atenuado fue dando vida al Mídgard. Sólo que el Muspel, en el que creían los vikingos, no estaba debajo del universo, compartiendo vida con Hel. Cada mundo es su propio centro y ya no hay ni arriba ni abajo, sino unas extensiones inmensas de incalculables distancias al cabo de las cuales se hallaban estrellas explotando, flamígeros Muspels cósmicos dispuestos a lanzar, a lo lejos, chispas de estrellas para formar otras lunas y otros soles, y otras estrellas en celestes bóvedas que contemplaban ojos helados mirando en Babia. El cielo, sí, el sol es polvo de estrellas. Fuego ardiendo con medida, como pensaba el oscuro, que sintió también las pulsaciones antes de poderlas ver. 

 

       En el principio fue la música. En el principio manó el ritmo y en el ritmo estaba  el pulso de la vida. Los ritmos del espacio son diversos. Ritmo fugaz moviendo los cimientos del mundo en aquel rapidísimo primer suspiro. Ritmos sucesivos, cada vez más pesados, cada vez más lentos, formando escalas y compases en el cósmico pentagrama. Escalas misteriosas o de ensueño, marciales y reposadas, escalas de entusiasmo. Ciclos rápidos y lentos que eran ecos graves emanados del averno, o agudos ciclos esfumándose en el tiempo. Líneas de voces o voces onduladas, trémulas o tibias, íntimas o expansivas, alegres o tristes. Era el vibrar extático pulsando, en soñadora contemplación o en frenético arrebato, el entusiasmo; ese entusiasmo que, contenido o desencadenado (íntimo o expansivo), une místicamente nuestro corazón con el corazón del mundo.
        Son ciclos binarios y ternarios. Textos luminosos o sombríos. Voces que hacen eco a otras voces que nacen de ellas; infinitas variaciones, hasta lanzar su potencial de aria triste y solitaria: entonces vino la palabra. En el principio no era el verbo, sino la música; el mundo era armonía, entonación y ritmo. Antes de hablar sentíamos: que si hablas antes de sentir te convertirás en sombra, cuerpo  sin alma, ser ausente que pena por los abismos de Hel, en el mundo del Hades. Las sombras pierden el pensamiento y la memoria, pero antes perdieron la capacidad de sentir; antes de perder la voz perdieron la música; perdieron el arpa, perdieron el ritmo, perdieron el grito.
En la música, cuando nos embriaga, sentimos vibrar las cuerdas que latieron aquel único segundo del universo: cuando empezó todo. Luego esa música fue encerrada en los cuerpos, y en ellos duerme hasta que sepamos tocarla, si sabemos hacerlo. Tocarla para que vibren las cuerdas del corazón de otro. Tocarla en el arpa melodiosa de la naturaleza toda. Basta sentir la música para volver a los orígenes, dejando flotar la mente en el abrazo de la noche; en ella sentiremos ecos de voces, golpes de canto, nubes de tiempo; en ella despertará la melodía que perdimos al principio de los tiempos. 

 







[1] Véanse entre otros, a este respecto: “Los primeros microsegundos”, Investigación y ciencia, julio de 2006, pp. 8-9. “Comment est née la matière”, Science et vie, nº 723, dic. 1977, pp. 46-53. Preston Cloud, El cosmos, la tierra y el hombre, Madrid, 1981, Alianza, pp.39-41. Roland Omnès, L’univers et ses métamorphoses, Paris, 1973, Hermann, pp. 91-93.

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