LOS
DILEMAS MORALES
1.
El razonamiento moral.
Hacen falta unas virtudes básicas en
la toma de decisiones; para ello es preciso que las tentaciones y los instintos
dejen hablar a la razón en aras de los instintos superiores. El razonamiento
moral consta de tres pasos: estudio de la realidad, búsqueda de ideales (a la
que Aristóteles llamaba “representación de los fines”) y
deliberación. Luego, para llevar a cabo lo que hemos elegido, nos decidimos por
fin y nos sometemos a nuestra propia disciplina. Vamos a exponer estos
cinco pasos uno por uno.
1.1. Análisis de la situación. Lo primero que
hay que hacer, antes de tomar cualquier decisión en la vida, es saber lo que
pasa; asegurarnos bien de que conocemos el terreno, conocer las cosas: ése es
el paso previo a cualquier transformación que queramos hacer; no podemos
castigar a un chico por estar fuera de su clase si su profesor lo ha mandado a
hacer un recado.
El estudio de la realidad nos ayuda
a plantear los problemas y resolverlos. Para hacerlo hay que comprender y
comprobar lo que pasa. Comprender es
observar y explicar; observamos los
hechos cuando, al ver un conjunto de cosas, nos centramos uno por uno en los
detalles para estudiarlos mejor, como un zoom hacia adelante (a eso lo llamamos
análisis); y después volvemos a insertar
el detalle en su conjunto para ver si lo
que zoom hacia atrás). Luego, si fuera necesario, volvemos a analizar más
detalles, y los volvemos a insertar en su conjunto para entenderlos mejor; el
proceso de análisis y síntesis puede
durar tantas veces como sea necesario. La observación nos da una descripción de
los fenómenos o hechos que estamos estudiando (describir las cosas es decir
cómo son).
La observación nos muestra como son
las cosas; después hay que explicarlas, saber cómo son como son, y para eso hay
que buscar las causas, las circunstancias y los motivos que han hecho que las cosas
sean como son y no de otro modo. La explicación
es la búsqueda del porqué de lo que
estamos observando.
Así pues, comprender es observar y
penetrar, describir y explicar. Después de que hemos entendido las cosas hay
que ver si nuestra interpretación es la correcta: hay que comprobar si lo que hemos pensado ha sucedido realmente; hay que ver
si nuestras ideas encajan con los hechos; no basta con que tengamos una
explicación, necesitamos también una prueba; necesitamos saber si nuestras
explicaciones (nuestras hipótesis) encajan verdaderamente en la realidad, y que
no son figuraciones y fantasías.
1.2. Búsqueda de ideales. Una vez que
comprendemos lo que ha sucedido, y que estamos ya con los pies en tierra, hay
que buscar los ideales que ayudarían
a resolver el problema que estamos
estudiando: muchos los llaman valores;
un ideal, o un valor, es la creencia
de que una forma de ser es mejor que
otra para llenar de sentido y satisfacción nuestra vida. ¿De dónde
vienen esos ideales? ¿Del mundo? ¿De nosotros? ¿Quién manda en nosotros? ¿Quién
tiene autoridad para decirnos lo que debemos hacer?
Puede ser el mundo que nos rodea; el mundo que nos provoca tentándonos con
una multitud de estímulos que excitan nuestros deseos: nosotros los llamamos tentaciones.
Pueden ser
nuestros caprichos: esos impulsos que nos vienen de las tripas (podemos llamarlos instintos). Nuestro instinto cede a las
tentaciones de una manera irracional,
acrítica; como cuando los marinos de Ulises se dejaban llevar por el
atractivo de Circe sin saber que los convertiría en cerdos. También dispara
impulsos que vienen de dentro de nosotros y que son independientes del medio en
que vivimos; impulsos que, por estar desligados de la razón, son ciegos; como
el impulso de correr sin mirar si lo que tenemos delante es un precipicio o un
camino. Un capricho puede ser, o bien un impulso despertado por una tentación,
o un impulso que se despierta solo sin necesidad de ser tentado.
También puede ser que quien nos diga
lo que hacer sea nuestra razón: hay
razón en la lógica, motivos que
surgen, no ya de los impulsos, sino de la conclusión de un razonamiento;
nuestra mente nos obliga al razonamiento, no a los impulsos; como cuando
decidimos usar botas si comprendemos que va a llover, aunque el cuerpo nos pida
ir con un calzado más ligero. Dejarse llevar por la razón es ser capaz de ver
las consecuencias de nuestros actos, anticiparnos a ellas, y abstenerse de
hacer algo bueno cuando sus consecuencias pueden ser malas (incluso peores que
el mal que intentan resolver): esta capacidad de ver más allá del presente y
del lugar donde estamos, en el pasado y en el futuro y en otro espacio, con la
razón y no con los sentidos, es lo que llamamos prudencia.
Pero la razón también se expresa
mediante la intuición: una intuición
intelectual, no sentimental o afectiva; por ejemplo, puedo calcular la
distancia del coche que tengo delante y el tiempo de frenada para no chocar con
él si ese coche se para; y puedo hacerlo intuitivamente, con bastante
aproximación, sin hacer cálculos; también puedo saber que si es de día no es de
noche, sin que nadie me tenga que explicar el principio de no contradicción;
ese principio se intuye, no podemos demostrarlo.
También podemos dejarnos llevar por
nuestro corazón: es una sensibilidad cordial; aquí somos
sensibles a los sentimientos, no a
las sensaciones como cuando
hablábamos de los caprichos. Lo mismo que los caprichos son impulsos
despertados y cegados por las tentaciones (podríamos hablar de pasiones sensoriales y viscerales), así
también los impulsos del corazón tienen sus propias tentaciones (las pasiones cordiales, que se despiertan
cuando vemos a una persona a la que queremos, odiamos, envidiamos o admiramos);
pero también hay impulsos del corazón que no necesitan, para despertarse, ser
tentados por la presencia de personas por las que sentimos cosas: por ejemplo
sentimos la amistad, no al amigo: ésos son los sentimientos morales; un tipo de
pasiones a las que Scheler llamaba valores.
¿Y qué es, entonces, la conciencia
moral? Conciencia es darse cuenta de
las cosas, cuando estamos despiertos (no dormidos, ni drogados, ni ebrios, ni
inconscientes). Y conciencia moral
es darse cuenta del bien y del mal, porque el bien nos obliga y el mal nos
prohíbe, sentimos el deber de hacer el bien y la prohibición de hacer cosas
malas. Pues bien: la razón moral nos
protege contra las consecuencias adversas de nuestros actos (es la prudencia); el sentimiento moral nos obliga a cumplir con nuestro deber, aunque no
nos apetezca (hay personas en quienes el impulso moral es más fuerte que el del
capricho, aunque lo más frecuente es que suceda lo contrario): ésa es la justicia; un instinto moral emanado del corazón, no como los impulsos viscerales, que arrancan de
las tripas. La conciencia moral es
darse cuenta de lo que debemos hacer, que es cuando la justicia y la prudencia
se hacen conscientes (¿quizá era eso lo que suponía el intelectualismo moral
cuando lo vislumbraba Sócrates?). La conciencia moral selecciona, entre lo que más nos apetece (y a veces entre lo que
menos) lo que es mejor para
nosotros; para nosotros y para todo el mundo. Llamaremos cordura a la síntesis de la prudencia y la justicia; de la razón y
el corazón; de las razones para actuar y los sentimientos entrañables que
actúan.
1.3.
Deliberación. Hemos seleccionado unos fines
para realizar los ideales que nos
hemos marcado; ahora se trata de buscar los mejores medios para conseguir esos fines, y a eso es a lo que llamamos
deliberación. Primero buscamos todos
los medios que se nos ocurren para conseguir un fin: por ejemplo, para aprobar
un examen podemos estudiar, hacer chuletas, pedirle a un compañero estudioso
que se presenten en nuestro lugar o cualquier otra cosa semejante. Luego los comparamos entre sí, sopesando los pros
y los contras de cada opción, como hemos hecho en el apartado 2: o sea,
midiendo las consecuencias; por ejemplo, si hago chuletas aprobaré acumulando
una ignorancia que, como una bola de nieve, se me echará encima impidiéndome
afrontar con éxito exámenes futuros; la chuleta, pues, no es una buena opción.
Por último, y después de haber sopesado todos los medios alternativos que hemos
descubierto, elegimos los más
adecuados.
1.4.
Decisión. Hacemos acopio de energía para atrevernos a hacer lo que
hemos elegido; en eso consiste el valor;
los griegos también lo llaman fortaleza.
Siguiendo con nuestro ejemplo, hay gente que ha elegido estudiar para aprobar
un examen; sabe lo que tiene que hacer, pero no acaba de decidirse a hacerlo.
1.5.
Ejecución. Y entonces viene el último paso: hacemos un despliegue de energía
para mantener nuestra decisión; es
la tenacidad, el espíritu de sacrificio, la constancia. No todo el mundo tiene fuerza para materializar en un
horario, bien calculado y con unas rutinas razonables, el resultado de su
decisión; es lo que llamamos disciplina.
2. El dilema moral.
Un dilema moral es un caso en que
dos ideales entran en conflicto: ¿cuál de ellos debemos elegir? ¿Podemos elegir
entre una novia y un amigo, entre el amor y la amistad? Para intentar
entenderlo vamos a analizar el caso que exponemos a continuación:
Pedro
es muy amigo de Juan; ambos comparten gustos, diversiones y confidencias;
confían plenamente el uno en el otro, se ayudan cuando hace falta, y si algo
tienen claro es que el cemento de su amistad es siempre el respeto. Pedro sale
con Lucía y ambos se quieren; sin embargo, en algún momento Lucía se acaba
enamorando de Juan. Juan, al principio, la ignora por respeto a su amigo, pero
poco a poco también se va enamorando de ella. Un día se da cuenta de que se
encuentra desgarrado entre el amor de Lucía, a la que adora, y la amistad de
Juan, al que quiere como si fuera su hermano. La situación se va volviendo
insostenible y Juan no sabe qué hacer. Por más que lo piensa está hecho un lío,
y tarde o temprano tendrá que tomar una decisión. ¿Qué debería hacer?
Procederemos de la siguiente manera:
primero analizaremos los hechos; luego buscaremos los valores en conflicto y
los ordenaremos en una jerarquía; después tomaremos una decisión y, por último,
comprobaremos si es la más adecuada. (La fase de ejecución no tiene lugar aquí,
porque se trata de decidirse, no de realizar lo que hemos decidido; se trata de
estudiar un dilema moral, no de realizar la acción moral sobre la que hemos
decidido en el dilema. Veamos.
2.1.
Analizaremos la situación para mejor resolver el conflicto. Y como para
resolver un conflicto primero tenemos que conocerlo bien, analizaremos los tres
ejes que tiene el caso que nos ocupa:
a)
Pedro y Juan son muy amigos. Comparten gustos, diversiones y confidencias; se
ayudan y se respetan.
b) Pedro y Lucía se quieren y salen
juntos.
c) Juan y Lucía rompen las dos
relaciones anteriores: Lucía se enamora de Juan y Juan la ignora por respeto a
su amigo Pedro, pero, al correr el tiempo, también acaba enamorándose de ella:
entonces se siente desgarrado entre el amor por Lucía (a la que adora) y la
amistad por Pedro (al que quiere como a un hermano); entre esos dos amores
incompatibles Juan no sabe qué hacer.
2.2.
Valores en conflicto. En la relación entre Pedro y Juan, como hemos visto,
sólo hay solidaridad (esto es, ayuda) y respeto; y en la relación entre Juan y
Lucía hay amor y amistad; sólo hay estos cuatro valores: todo lo demás son
hechos.
2.3.
Jerarquía de valores. Respeto, amor y amistad: por ese orden; no hay
respeto sin amor ni amor sin amistad; estos dos últimos requieren solidaridad;
puede haber solidaridad sin amor, pero no puede haber amor sin solidaridad.
Ésta es, pues, la jerarquía que buscamos.
1.
Respeto.
2.
Amor.
3.
Amistad.
4.
Solidaridad.
Aunque, según se dice, cada cual
puede tener su propia jerarquía de valores, está por ver si eso es cierto. Lo
importante es que al hacerlo no nos dejemos llevar ni por el mundo (que nos tapa los ojos del instinto moral con sus normas,
sus costumbres y sus modas, con el velo del prejuicio inmovilizando nuestro
juicio), ni por el capricho (que son
esos instintos premorales despertados, a veces, también por las tentaciones del
mundo); sino sólo por la cordura,
que es armonía ritmada en un concierto a dos voces: la voz del corazón (cuando
la escuchamos sentimos que detrás de las sensaciones, ordenando sus impulsos,
nos guía el sentimiento); y la voz de la razón (que, cuando mis sentimientos
son confusos, por ejemplo si hay conflicto de valores, también me ayuda a
decidir, y cuando he decidido me ayuda a mantenerme firme en mi decisión).
2.4.
Tomamos una decisión. En el caso que estamos estudiando yo, personalmente,
elegiría el amor de Lucía, pero no a costa de la amistad de Pedro; amar a Lucía
significa respetarla en su propia toma
de decisiones (que, si son contrarias a las mías, deben ser discutidas escuchando
sus razones y las mías, y, si las mías no son más poderosas, debo sacrificar mi
amor por ella en aras del respeto). Mi decisión tampoco debe tomarse a costa de
la amistad que tengo hacia Pedro, que implica respeto hacia él, es decir que
tengo la obligación de no traicionarlo; pero que lo obliga a él a respetar mi
amor por Lucía si ha surgido de la espontaneidad, no de un plan deliberado por
arrebatársela.
Sería necesario, pues, que Lucía y
yo nos quisiéramos noblemente (lo que, de hecho, sucede); que ambos habláramos
con Pedro para explicarle la situación (la situación es que nos hemos querido
muy a pesar nuestro; que no somos culpables de nuestro amor, sino más bien sus
víctimas, puesto que ninguno de los dos lo hemos querido; y que le faltaríamos
al respeto si se lo ocultáramos aunque fuera renunciando a nuestro amor,
separándome de Lucía: pues entonces Lucía seguiría a su lado sin quererle, y
eso sí que sería desleal). En fin, habría que velar por que esta situación
dramática no suprimiera nuestra solidaridad recíproca, porque, aunque a partir
de ahora, y para evitar sufrir y hacernos daño unos a otros, dejáramos de salir
juntos, eso no significa que hubiera desaparecido nuestra amistad; en un
futuro, cuando las heridas se hubiesen cerrado, ningún falso orgullo impediría
que volviéramos a cultivarla de nuevo.
2.5.
Comprobamos si hemos elegido de acuerdo con nuestros ideales. Y sí: la decisión
es coherente con la jerarquía de valores que hemos establecido. He tenido que
sacrificar, muy a pesar mío, la amistad de Pedro, pero era necesario: no había
otra salida. A veces hay que sufrir cuando se preserva el sentimiento de
humanidad.
Se puede admitir comúnmente que cada
uno tiene su propia jerarquía de valores; y que cada uno toma decisiones
diferentes según cuál sea esa jerarquía: no creo que sea acertado hablar así.
Los valores morales son universales, y por tanto son los mismos para todos; no
me vale decir que si tú pones el dinero por encima del amor tienes derecho a
sacrificar el amor para conseguir riquezas, porque el amor nunca valdrá menos
que el dinero; ni el respeto; ni la salud; ni la vida. Los valores morales
están ordenados en una jerarquía que no depende de nosotros; de nuestros
gustos, de nuestra voluntad, mucho menos de nuestra mentalidad o nuestro
capricho. Si me he criado en un lugar donde el poder es un ideal más fuerte que
el respeto, eso no significa que el poderío valga más.
¿Qué hacemos, entonces? ¿Negamos que
cada uno pueda tener su propia jerarquía de valores? Por supuesto que lo
negamos, si estamos hablando de valores morales; nadie está por encima der los
derechos de los demás, porque esos derechos valen más que nuestra voluntad,
aunque sea la voluntad de todos. Sí podemos jerarquizar esos valores, esos ideales,
que dependen de nuestra naturaleza personal, no los que dependen de la
naturaleza de todos; mis gustos, mis preferencias, mis instintos premorales, sí
que se pueden jerarquizar a criterio de cada cual; pero no los instintos
morales, que son intocables y que ninguna voluntad puede cambiar. Cada uno
podrá tener sus propios valores estéticos, pero los valores morales son los
mismos para todos; lo mismo cabe decir de la jerarquía en la que están
ordenados.
Por lo tanto el dilema moral que
hemos dilucidado en este ejercicio no tiene tantas soluciones como personas
intenten resolverlo. La solución para todos es la misma. Sólo podemos admitir
diferencias de orden psicológico, de ninguna manera diferentes éticas; por
ejemplo, si Pedro es una persona tan sensible que no podría estar junto a su
amigo y su novia después de que su novio se hubiese ido con su amigo, habría
que respetar su derecho a no verlos más; pero eso no significa que dejasen de
ser amigos; otro carácter más fuerte, menos sensible a esas cosas, aceptaría
sólo una separación temporal, como dicen que sucede en Islandia; su ruptura
transitoria tampoco supondría la ruptura de su amistad.
3. Epílogo.
Una última precisión de orden
metodológico. Todo lo que precede puede considerarse una aplicación, e incluso
una extensión, del método “cocer”; la “e” que viene después del conocimiento
(“co”) comprensivo (“c”) es una comprobación de la existencia de lo que estamos
investigando (algo que en el método hipotético-deductivo equivale al
experimento); la búsqueda de la garantía de que lo que estamos observando son
realidades y no visiones, existencias y no especulaciones, presencias y no
castillos en el aire; el análisis de la situación, como primer paso de la resolución
de un dilema moral, corresponde, pues, a la afirmación de que los conocimientos
comprensivos que hemos adquirido se refieren a cosas que existen realmente.
Pero la “e” tiene un doble significado: aparte de existencia indica también
elección; aquí intervienen el segundo paso de la resolución de los dilemas morales
(identificación de los valores en conflicto), el tercero (su organización
jerárquica) y el cuarto (elección del que más importa entre todos ellos); la
“r” final del método “cocer” nos advierte de que todas nuestras elecciones
deben ser guiadas por el respeto, como si el respeto fuese el faro que ilumina
el instinto moral que late dentro de nuestra conciencia. Para analizar la
realidad (primer paso) es necesaria la metáfora; para identificar el ideal (en
los tres pasos siguientes) necesitamos el ejemplo; el quinto y último paso nos
obligan a comprender si la decisión que hemos tomado (cuarto paso) es coherente
con la jerarquía de valores; teniendo en cuenta que esa jerarquía también es
coherente (porque emana de ella) con la realidad del caso que hemos estudiado.
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