LUJURIA
Y TEMPLANZA
Lujuria.
La palabra “lujuria” tiene cuando
menos dos sentidos: por un lado es un deseo y una actividad sexual desordenada,
excesiva e incontrolable; por otro es un deseo apasionado de algo. La cuestión
está en el exceso. Todo lo que es excesivo es lujurioso; lujo es poseer más,
mucho más de los que necesitamos. Si cualquier deseo o posesión exagerada es
lujuria, el deseo sexual también lo es: por exceso, cuando se da en mayor
cantidad de la necesaria; incontrolable, cuando ya no mandamos en el deseo sino
que él manda en nosotros, puesto que somos esclavos de él; pero desordenado…
¿Qué quiere decir “desordenado”?
Lo primero que se nos viene a la
mente es que hay un orden que se descoloca cuando hacemos las cosas al revés;
si borramos las letras antes de escribirlas hacemos las cosas en desorden;
desorden es cuando las cosas no está en su sitio: la cama sin hacer, los libros
fuera del estante, el escritorio con migas de pan… Pero en la sexualidad ¿dónde
está el desorden? Si la boca está hecha para comer ¿la estamos usando mal
cuando cantamos? Si la comida sirve para alimentarnos ¿estamos comiendo mal
cuando disfrutamos de la comida sin pensar en alimentarnos? Si los pies sirven
para andar ¿los usamos desordenadamente cuando pedaleamos o bailamos? Si el
aparato reproductor sirve para reproducirse ¿es un desorden usarlo sólo para
gozar?
En la naturaleza las cosas no sirven
sólo para un fin, tienen varios; o lo que es lo mismo, se pueden usar de varias
maneras y para objetivos variados. La boca está hecha para comer, sí, pero
también para beber, hablar, cantar, silbar y besar… El sexo tampoco sirve sólo
para procrear, sino también para disfrutar, y nadie tiene derecho a decir que
lo primero es natural y lo segundo antinatural y perverso; que no sea su
función más importante no significa que sea antinatural.
Si por lujuria entendemos exceso y
por exceso más de lo necesario, ¿dónde hay una línea que marque los límites del
placer? ¿Hasta cuándo podemos decir que el placer es sano y a partir de cuándo
debemos pensar que ya es excesivo? Lo normal es que los límites del placer
están en su negación, es decir que cuando el placer se extingue no es que no
sea bueno disfrutarlo, es que ya no lo podemos seguir disfrutando. Y no hay una
línea clara entre el disfrute y la indiferencia; de repente nos damos cuenta de
que el placer que estábamos sintiendo ha desaparecido, sin que podamos decir a
partir de qué momento hemos dejado de disfrutar.
Si entendemos por lujuria el
disfrute del lujo y entendemos por lujo el disfrutar más de lo necesario, y si
sabemos que el placer no tiene límites más que cuando se extingue, entonces
podremos decir que el placer es malo cuando nos quita de hacer otras cosas que
también necesitamos; si hemos decidido descansar media hora y seguir estudiando
después, cualquier descanso placentero que se prolongue más de media hora es
malo, porque nos quita el tiempo de estudio que estábamos necesitando o que
habíamos programado. De modo que pueden pasar tres cosas:
Que el placer se extinga por sí
solo.
Que el placer te impida satisfacer
otra necesidad.
Que el place te produzca dolor.
Vamos a verlo uno por uno.
La lujuria es el dolor y el
perjuicio. El placer de comer pasteles te puede matar si eres diabético. El
placer del videojuego te hace olvidar que necesitas comer, hacer deporte y
relacionarte. Y cuando el placer se acaba uno deja de buscarlo, como cuando el
chicle de fresa pierde su sabor a fresa y entonces lo tiras tú mismo sin que te
lo mande nadie.
Aplicado al sexo: llega un momento
en que el orgasmo, súbita descarga que se prolongó en un placer decreciente,
pierde todo su componente placentero y nos olvidamos de él; o le dedicamos a la
relación amorosa el tiempo que le debíamos dedicar a comer o leer o escuchar
música; o la práctica sexual excesiva te amenaza la salud, porque padeces del
corazón o porque puedes contagiarte del SIDA.
La lujuria es el exceso. Cuando una
relación la hacemos durar demasiado no es mala en sí misma, sino que nos
volvemos inapetentes: el deseo se extingue. O si forzamos la relación más allá
de nuestra potencia sexual nos puede producir dolor (siempre que la erección no
desaparezca volviéndola imposible). De modo que no es la cantidad de placer la
que produce el exceso y por lo tanto la lujuria; copular mucho no puede ser
pecado, porque la naturaleza tiene sus propios límites y ella misma nos los
impone sin que nosotros tengamos que frenarla. Ese tipo de exceso no es
lujuria, se extingue solo. A menos que nuestra pareja no pueda más y nosotros,
insistiendo, empecemos a forzarla.
La lujuria es desorden. Desorden es
colocar las cosas fuera de su sitio, como cuando en un almacén colocamos la
comida en el sitio de la ropa o incluso en el de la basura; lo primero porque
no la encontramos, lo segundo porque la estropeamos. O también cuando en una
biblioteca colocamos una novela en la estantería de los libros de teatro, o de
pintura, o de deporte o de cualquier otra cosa que no sea novela. Desorden es
usar las cosas para fines distintos de los que tienen, como cuando usamos como
yelmo la bacía de un barbero como hizo don Quijote; pero eso no es malo, tan
sólo puede ser incómodo si el insólito yelmo no se sujeta bien a la cabeza y
amenaza siempre con caerse; pero que algo sea incómodo no quiere decir que sea
malo éticamente; si don Quijote quiere ponérselo, a nadie hace con ello ningún
daño. Y si la boca, además de silbar, también la queremos usar para practicar
sexo oral, ¿quién podría decir que eso es más antinatural que sacar con los
dientes el corcho de una botella? Y si el pecho sirve para alimentar al bebé,
¿quién puede prohibir que se utilice también como órgano sexual? No hay un
diccionario que nos diga cuáles son los usos antinaturales de nuestros órganos;
a falta de criterio, podremos concluir que el único uso antinatural, el único
desorden, es aquel que pone en peligro nuestra salud; como comer
desproporcionadamente chorizo, panceta, torreznos o hamburguesas llenas de
grasa. No es lujuria el sexo a cuatro patas porque nadie puede demostrar que
sea un desorden, ni cualquier otra postura que no venga incluida en el
Kamasutra. No hay más desorden que el peligro para la salud (como echar coca en
el sexo para potenciar el placer).
La lujuria es el descontrol. Durante
el tiempo del placer tenemos que abandonarnos, dejarnos ir si queremos
disfrutar de veras; pero en los preparativos y epílogos debemos ser capaces de
controlarnos; si no hay control, una eyaculación precoz puede dejar sin
satisfacción a nuestra compañera, y llegará un momento en que copular con ella
no sería muy diferente de violarla. En el control está la virtud moral del
sexo: en el respeto a nuestra pareja, en el cariño, en la voluntad de hacerla
disfrutar cuando disfrutamos nosotros, en el ritmo compartido para hacer del placer
de uno una cosa de dos, en el deseo de no violar la voluntad de la otra persona
y de no forzarla a hacer cosas que no le apetecen… y también, cómo no, de no
retirarse cuando ha venido el orgasmo, sino compartir esos momentos en que el
placer se extingue poco a poco hasta su completa desaparición.
No es el desorden ni el exceso lo
que produce lujuria, sino la falta de control. El abandono egoísta no tiene en
cuenta los deseos del otro, ha de ser sustituido por el abandono generoso, ése
que nos impulsa a dejarnos llevar y sopesar, inteligente y amorosamente, los
ritmos del uno con los ritmos del otro; porque, como decía un conocido chiste,
el sexo es la democracia perfecta: disfruta tanto quien está arriba como quien
está abajo. Y entonces sí: ése es el requisito principal para que el placer del
cuerpo no empiece a convertirse en lujurioso.
De
la abstinencia a la templanza.
Parece que hemos llegado a la
conclusión de que la lujuria, como el lujo, es exceso. En sentido estricto
llamamos lujuria al exceso sexual, pero en un sentido amplio podemos decir que la
selva donde todo crece sin límites es lujuriosa; y que la avaricia es el exceso
de ambición, la soberbia el exceso de seguridad en sí mismo, la ira el exceso
de vitalidad y la gula el exceso de apetito; y así, podríamos hablar de la
lujuria de la ambición, del poder, del sentir y del comer. Todo exceso es lujo,
aunque sólo en el erotismo utilizamos la palabra “lujuria”.
Diríase que lo contrario de la
lujuria es la abstinencia, y eso vale también para el alcohol. En otro tiempo
se hablaba de castidad, pero el significado de esa palabra ha oscilado siempre
entre la abstinencia y la moderación; inversamente, se ha confundido muchas
veces ser moderado con ser abstemio, y no debería ser así.
La abstinencia es hacer menos de lo
que debe y necesita y es en muchas ocasiones, también, no hacer nada; es
abstemio quien no bebe nada de alcohol, pero también quien no vive el sexo para
nada; en este último caso se hallan quienes hacen voto de castidad, con lo que
resulta cierto que, por lo menos en un principio, castidad era lo mismo que
abstinencia sexual; luego se quiso rectificar diciendo que castidad era
moderación en el sexo, con lo que hemos acabado dándole a la moderación el
significado de abstinencia; por lo menos en parte.
La abstinencia es (recuerda Savater)
lo propio de los puritanos; la moderación, también llamada templanza, es la
virtud propia de quienes saben vivir; eso sí, dejando claro que la templanza es
una forma de vitalidad, no de renuncia a la vida, que es desde luego un
abandono del saber vivir. Vida moderada es vida, no desvitalización. Si el
exceso es, en tanto que vida exagerada, un descontrol, la abstinencia, la
renuncia, es también falta de control sobre nuestras vidas: nos abandonamos. Y
abandonarse a la penuria es igual de contraproducente que abandonarse al lujo.
La templanza es el refuerzo de la
voluntad. No renunciamos a vivir, porque, dentro de la vida, gozamos de las
cosas sin dejar de vibrar; protegiéndonos del daño que nos pueden hacer, pero
sin confundir la medida con la atonía. Hemos visto que disfrutar es
abandonarse, pero controlar el goce es sopesar los tiempos de abandono, y por
tanto intercalar abandonos gozosos con cálculos esforzados; por ejemplo, yo
pienso hasta dónde debo dejarme llevar por un placer, y, una vez que lo he
sopesado, me abandono hasta ese límite antes de sopesarlo de nuevo; y así
sucesivamente. Si no lo hacemos así el placer nos arrastrará, el abandono nos
llevará a olvidarnos de lo que somos y nos interesa, y al rebasar los límites
perderemos la noción de límite y entonces el pacer se volverá adictivo.
Eso es lo que hay que evitar. Para
evitar morir en el exceso la vitalidad no está en la renuncia, sino en la
moderación; que templanza sin sustancia no es vida, es un sinvivir (como la
castidad entendida como renuncia a las potencias eróticas de nuestro ser,
capaces de sacarnos de la existencia gris, sin aliciente y aburrida); y la
sustancia no templada (es decir el exceso) es otro sinvivir que nos acorta la
vida a costa de alargar el momento del goce supremo (como con las drogas
duras). Una guitarra con las cuerdas flojas no toca bien y con las cuerdas
demasiado tirantes se rompe muy pronto; la cuerda ha de estar bien templada
para que dure y toque bien. Una cuerda bien tensada es lo que necesitamos en la
vida, no tensiones insoportables; tampoco flojeras que nos doblan las piernas
cuando andamos, impidiéndonos seguir.
Qué buen artículo, claro, sincero: la exageración y la moderación... aprendo tanto contigo, querida Lechuza, hoy rescato: " Una cuerda bien tensada es lo que necesitamos en la vida, no tensiones insoportables; tampoco flojeras que nos doblan las piernas cuando andamos, impidiéndonos seguir."
ResponderEliminar