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sábado, 7 de mayo de 2016

La paciencia




LA PACIENCIA

 

            La paciencia puede ser una virtud o un vicio, según se mire; o sea que hay dos clases de paciencia. Tener paciencia es esperar. Se puede emprender una acción y esperar que las cosas sigan su curso, después de haber hecho todo lo necesario para que se muevan; y se puede esperar sin hacer nada, para que las cosas se hagan solas. La primera es la paciencia del luchador, que sabe que las cosas maduran y no quiere forzarlas; pues sabe también que si fuerza la maduración de las cosas (como el ganadero que le pone hormonas al ganado) se perderá la calidad que tienen. Y la segunda es la paciencia de quien, sin luchar, aspira a la victoria; la del labrador que quiere recoger los frutos sin sembrarlos; no hay producto sin trabajo como no hay cosecha sin semilla. Hay una paciencia esforzada y una paciencia claudicante.
            La impaciencia destruye los resultados del esfuerzo. No se puede plantar tomates y esperar que crezcan al día siguiente; como tampoco se pueden esperar sus frutos más de la cuenta. La falta de paciencia nos agobia, el exceso de paciencia es abandono. Dejar un reloj en la tienda y esperar tres años para recogerlo es casi, para el relojero, una declaración de que nos hemos olvidado de él; de que renunciamos a recogerlo. Y recoger la fruta antes de que lo permita la naturaleza es renunciar a la calidad buscando el beneficio; acortar los plazos más allá de lo sensato es impaciencia criminal, rotura de la naturaleza y artificio.
            A veces castigamos a los niños porque no aprenden, y ni siquiera les dejamos tiempo para que estudien; cada niño a su ritmo; cada cosa a su tiempo. Podemos apagar el cocido a la media hora de ponerlo y ese día comeremos cocido, pero no estará bien hecho: ¿qué podrá hacer el cocinero sino esperar?
            Hay que respetar los ritmos de la naturaleza si queremos que las cosas vayan bien; si queremos mantener la salud, el equilibrio, la calidad, la supervivencia. No podemos esperar que salgan flores en invierno; y si aprieta el calor en el tiempo de las nieves, es que algo está funcionando mal. Si forzamos nuestros ritmos viene el estrés; si queremos acelerar las cosechas la fruta no tendrá sabor; si saturamos la atmósfera de dióxido de carbono nos expondremos al cambio climático.
            Las prisas son necesarias cuando lo que tenemos entre manos tiene un ritmo más rápido que el nuestro, y tenemos que aclimatarnos; y aun así nuestra aceleración tiene un límite, y es nuestra propia calidad de vida; si nos aceleramos por servir a las máquinas, que van más rápido que nosotros, perderemos la salud, acabaremos perdiendo los nervios y lo que es peor, perderemos nuestra autonomía: pues olvidarnos de nosotros para servir a las máquinas que nos sirven es lo mismo que ser esclavos de ellas. Lo mismo pasa cuando ayudamos a los enfermos, a los menesterosos, a los ancianos; que debemos frenar nuestro ritmo, lleno de vitalidad, para ajustarnos a los de ellos; y si nos preocupáramos de ellos sin preocuparnos de nosotros acabaríamos desvitalizados; ser esclavos de los necesitados no es distinto que ser esclavos de las máquinas; los necesitados nos frenan; las máquinas nos aceleran; pero en los dos casos somos sus esclavos; nos acabamos olvidando de nosotros mismos; no somos libres; perdemos autonomía.
            Lo mismo pasa cuando damos clase: el profesor debe adaptarse al ritmo del niño; los ritmos de los niños; es como un entrenamiento en que el preparador físico nos somete a frecuentes cambios de ritmo; algo que Stravinsky reflejó muy bien en La consagración de la primavera

 

            Ahora bien, si el profesor no puede ir a su propio ritmo, preocupado por trabajar al de los niños, está forzando su naturaleza; está violando el reloj interno, está mortificando sus fuerzas. Si esto sólo fuera así, el maestro estaría en permanente estrés, como los cuidadores de las máquinas, como los camareros, como los enfermeros. El vigor que perdemos en el trabajo sólo se podría reinvertir en nosotros cuando hacemos del trabajo una pasión: y eso pasa cuando la vocación de enseñar, de curar, o de arreglar las cosas nos repone las fuerzas que gastamos porque nos gusta nuestro oficio, nuestra profesión. El ingeniero puede pasarse las horas muertas estudiando las máquinas y disfruta con ellas; el científico puede olvidarse de comer porque no siente pasar el tiempo; el maestro se llena de energía cuando la desgasta en el servicio a los alumnos; (curiosa energía, que se recarga en la motivación mientras se está descargando en el esfuerzo); y el enfermero llega a ser feliz cuando su vida entera está dedicada a los enfermos, olvidándose de sí mismo sin olvidarse, distrayéndose de sus necesidades porque necesita ocuparse de las necesidades ajenas.
Nada de eso tiene que ver con el cuidador sacrificado que cura y cuida a su prójimo por obligación o por deber, sin disfrutar con ello; o porque necesita ese trabajo para ganarse el sueldo o porque se siente culpable si no lo hace, pero no siente la vocación del deber; el temor al remordimiento es una rémora, no una pasión.
            Hay mucha gente sacrificada que vade mártir por la vida. Presume de lo mucho que ha sufrido ayudando a los demás y no los quería mientras los ayudaba. Por haber sufrido, dicen las mujeres en España, tienen ganada la mitad del cielo; pero lo que nos hace buenos es la alegría, no el sufrimiento. Hay quien busca el sufrimiento como si fuera el mejor de los tesoros, el máximo bien. Pero no nos engrandece el sufrimiento cuando lo buscamos por resignación, renunciando a la vida: el espíritu de sacrificio es otra cosa; el espíritu de sacrificio es resistir la adversidad cuando buscamos alegría; renunciar a una parte de nuestro ser por dedicárselo al ser de los otros, pero sin la soberbia de creernos más que los demás por esta renuncia; y renunciar, sobre todo, a perder todo nuestro ser para dárselo al necesitado, primero porque mal podremos dar lo que no tenemos, y después porque todo lo que hacemos, hasta el sacrificio, debe salir de la vida y volver a ella, pero nunca matarla.
            Dos formas hay, pues, de paciencia. La que respeta los tiempos de las cosas y la que rompe los tiempos. La primera respeta los ritmos naturales, y es, como su propio nombre indica, respeto a la naturaleza; simplemente respeto. Pero respeta también los ritmos de nuestras acciones y nuestros proyectos; la que nos hace, por ejemplo, no precipitarnos a formular hipótesis sin haber recogido datos suficientes; o recoger datos antes de haber forjado una hipótesis que guíe su búsqueda. Hablaremos, respectivamente, de respeto a la naturaleza y de paciencia esforzada: en ambos casos será una virtud cualquier forma de sacrificio.
            La paciencia que rompe los tiempos es o impaciencia (cuando queremos las cosas con demasiada vehemencia) o falta de vigor (cuando hacemos lo que quieren los demás olvidándonos de nuestro propio querer): ésta es renuncia sin vocación, esclavitud sin dignidad, sacrificio sin sentido. Hay gente que se siente feliz siendo esclava, cuando el suelo de la felicidad no es otro que el ser libre; y está orgullosa de pertenecer a la cofradía de la esclavitud (a la que, para más inri, califica de santísima), o de someterse a la voluntad de dios, llámese como se llame, sin reparar en que lo que dios quiere es que tengamos voluntad de vivir, haciendo cosas que respeten a dios a través del reflejo de su espejo creador, que es la naturaleza. Sacrificarse a costa de vivir es adorar a la muerte, cuando dios es vida; y ese tipo de sacrificio, esa paciencia claudicante, no es resignación viva, y no es servicial, sino servil, y no es humilde, sino dominadora, pues lo que busca con esa renuncia es soberbia, creerse, sin merecerlo, mucho más que los demás, como el ermitaño de Tirso de Molina que se perdió por orgullo. Y eso no puede ser una virtud: es vicio.