LA
PACIENCIA
La paciencia puede ser una virtud o
un vicio, según se mire; o sea que hay dos clases de paciencia. Tener paciencia
es esperar. Se puede emprender una acción y esperar que las cosas sigan su
curso, después de haber hecho todo lo necesario para que se muevan; y se puede
esperar sin hacer nada, para que las cosas se hagan solas. La primera es la
paciencia del luchador, que sabe que las cosas maduran y no quiere forzarlas;
pues sabe también que si fuerza la maduración de las cosas (como el ganadero
que le pone hormonas al ganado) se perderá la calidad que tienen. Y la segunda
es la paciencia de quien, sin luchar, aspira a la victoria; la del labrador que
quiere recoger los frutos sin sembrarlos; no hay producto sin trabajo como no
hay cosecha sin semilla. Hay una paciencia esforzada y una paciencia
claudicante.
La impaciencia destruye los
resultados del esfuerzo. No se puede plantar tomates y esperar que crezcan al
día siguiente; como tampoco se pueden esperar sus frutos más de la cuenta. La falta
de paciencia nos agobia, el exceso de paciencia es abandono. Dejar un reloj en
la tienda y esperar tres años para recogerlo es casi, para el relojero, una
declaración de que nos hemos olvidado de él; de que renunciamos a recogerlo. Y
recoger la fruta antes de que lo permita la naturaleza es renunciar a la
calidad buscando el beneficio; acortar los plazos más allá de lo sensato es
impaciencia criminal, rotura de la naturaleza y artificio.
A veces castigamos a los niños
porque no aprenden, y ni siquiera les dejamos tiempo para que estudien; cada
niño a su ritmo; cada cosa a su tiempo. Podemos apagar el cocido a la media
hora de ponerlo y ese día comeremos cocido, pero no estará bien hecho: ¿qué
podrá hacer el cocinero sino esperar?
Hay que respetar los ritmos de la
naturaleza si queremos que las cosas vayan bien; si queremos mantener la salud,
el equilibrio, la calidad, la supervivencia. No podemos esperar que salgan
flores en invierno; y si aprieta el calor en el tiempo de las nieves, es que
algo está funcionando mal. Si forzamos nuestros ritmos viene el estrés; si
queremos acelerar las cosechas la fruta no tendrá sabor; si saturamos la
atmósfera de dióxido de carbono nos expondremos al cambio climático.
Las prisas son necesarias cuando lo
que tenemos entre manos tiene un ritmo más rápido que el nuestro, y tenemos que
aclimatarnos; y aun así nuestra aceleración tiene un límite, y es nuestra
propia calidad de vida; si nos aceleramos por servir a las máquinas, que van
más rápido que nosotros, perderemos la salud, acabaremos perdiendo los nervios
y lo que es peor, perderemos nuestra autonomía: pues olvidarnos de nosotros
para servir a las máquinas que nos sirven es lo mismo que ser esclavos de
ellas. Lo mismo pasa cuando ayudamos a los enfermos, a los menesterosos, a los
ancianos; que debemos frenar nuestro ritmo, lleno de vitalidad, para ajustarnos
a los de ellos; y si nos preocupáramos de ellos sin preocuparnos de nosotros
acabaríamos desvitalizados; ser esclavos de los necesitados no es distinto que
ser esclavos de las máquinas; los necesitados nos frenan; las máquinas nos
aceleran; pero en los dos casos somos sus esclavos; nos acabamos olvidando de
nosotros mismos; no somos libres; perdemos autonomía.
Lo mismo pasa cuando damos clase: el
profesor debe adaptarse al ritmo del niño; los ritmos de los niños; es como un
entrenamiento en que el preparador físico nos somete a frecuentes cambios de
ritmo; algo que Stravinsky reflejó muy bien en La consagración de la primavera.
Ahora bien, si el profesor no puede
ir a su propio ritmo, preocupado por trabajar al de los niños, está forzando su
naturaleza; está violando el reloj interno, está mortificando sus fuerzas. Si
esto sólo fuera así, el maestro estaría en permanente estrés, como los
cuidadores de las máquinas, como los camareros, como los enfermeros. El vigor
que perdemos en el trabajo sólo se podría reinvertir en nosotros cuando hacemos
del trabajo una pasión: y eso pasa cuando la vocación de enseñar, de curar, o
de arreglar las cosas nos repone las fuerzas que gastamos porque nos gusta nuestro
oficio, nuestra profesión. El ingeniero puede pasarse las horas muertas
estudiando las máquinas y disfruta con ellas; el científico puede olvidarse de
comer porque no siente pasar el tiempo; el maestro se llena de energía cuando
la desgasta en el servicio a los alumnos; (curiosa energía, que se recarga en
la motivación mientras se está descargando en el esfuerzo); y el enfermero
llega a ser feliz cuando su vida entera está dedicada a los enfermos,
olvidándose de sí mismo sin olvidarse, distrayéndose de sus necesidades porque
necesita ocuparse de las necesidades ajenas.
Nada
de eso tiene que ver con el cuidador sacrificado que cura y cuida a su prójimo por
obligación o por deber, sin disfrutar con ello; o porque necesita ese trabajo
para ganarse el sueldo o porque se siente culpable si no lo hace, pero no
siente la vocación del deber; el temor al remordimiento es una rémora, no una
pasión.
Hay mucha gente sacrificada que vade
mártir por la vida. Presume de lo mucho que ha sufrido ayudando a los demás y
no los quería mientras los ayudaba. Por haber sufrido, dicen las mujeres en
España, tienen ganada la mitad del cielo; pero lo que nos hace buenos es la
alegría, no el sufrimiento. Hay quien busca el sufrimiento como si fuera el
mejor de los tesoros, el máximo bien. Pero no nos engrandece el sufrimiento
cuando lo buscamos por resignación, renunciando a la vida: el espíritu de
sacrificio es otra cosa; el espíritu de sacrificio es resistir la adversidad
cuando buscamos alegría; renunciar a una parte de nuestro ser por dedicárselo
al ser de los otros, pero sin la soberbia de creernos más que los demás por
esta renuncia; y renunciar, sobre todo, a perder todo nuestro ser para dárselo
al necesitado, primero porque mal podremos dar lo que no tenemos, y después
porque todo lo que hacemos, hasta el sacrificio, debe salir de la vida y volver
a ella, pero nunca matarla.
Dos formas hay, pues, de paciencia.
La que respeta los tiempos de las cosas y la que rompe los tiempos. La primera
respeta los ritmos naturales, y es, como su propio nombre indica, respeto a la
naturaleza; simplemente respeto. Pero respeta también los ritmos de nuestras
acciones y nuestros proyectos; la que nos hace, por ejemplo, no precipitarnos a
formular hipótesis sin haber recogido datos suficientes; o recoger datos antes
de haber forjado una hipótesis que guíe su búsqueda. Hablaremos,
respectivamente, de respeto a la
naturaleza y de paciencia esforzada:
en ambos casos será una virtud cualquier forma de sacrificio.
La paciencia que rompe los tiempos
es o impaciencia (cuando queremos
las cosas con demasiada vehemencia) o falta
de vigor (cuando hacemos lo que quieren los demás olvidándonos de nuestro
propio querer): ésta es renuncia sin vocación, esclavitud sin dignidad,
sacrificio sin sentido. Hay gente que se siente feliz siendo esclava, cuando el
suelo de la felicidad no es otro que el ser libre; y está orgullosa de
pertenecer a la cofradía de la esclavitud (a la que, para más inri, califica de
santísima), o de someterse a la voluntad de dios, llámese como se llame, sin reparar
en que lo que dios quiere es que tengamos voluntad de vivir, haciendo cosas que
respeten a dios a través del reflejo de su espejo creador, que es la
naturaleza. Sacrificarse a costa de vivir es adorar a la muerte, cuando dios es
vida; y ese tipo de sacrificio, esa paciencia claudicante, no es resignación
viva, y no es servicial, sino servil, y no es humilde, sino dominadora, pues lo
que busca con esa renuncia es soberbia, creerse, sin merecerlo, mucho más que
los demás, como el ermitaño de Tirso de Molina que se perdió por orgullo. Y eso
no puede ser una virtud: es vicio.