viernes, 10 de septiembre de 2021

LAS CUATRO NOTAS

 

            Ayer asistí al concierto de la banda sinfónica Tierra de Segovia. En el azoguejo. Entre muchas otras, tocaron el primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven y una escena de los carmina burana: la fortuna imperatrix mundi. Me gustaron mucho. Y aquellas notas inspiraron estas notas que escribí anoche. Ahora quiero leerlas. Como despedida.

 

LAS CUATRO NOTAS

 


Cuatro notas retumban como nudillos. Y al otro lado de la puerta está el destino. Cuatro golpes descarga la realidad. Y al otro lado de la realidad están los sueños. Los sueños vuelan, buscando ventanas donde salirse, burlando las estrecheces del mundo, levantando losas con la imaginación, ligera; y rompen las puertas de acero con la fantasía. Esas cuatro notas estallan como manotazos del destino. El destino es para el renacuajo ser rana, aunque no lo quiera. El destino es para nosotros ser otra cosa, si no queremos. El destino es para Beethoven ser sordo, aunque no quiera. Pero el destino no será nunca olvidar la música, si Beethoven no quiere. El destino del ser humano es ser libre. Y la libertad se expande en nosotros, se expande en el mundo, brota del corazón, disuelto en mil acordes que se pierden en el aire entre aldabonazos. Por fuertes que sean esos nudillos de acero, esa armazón de cemento, ese calabozo metálico, esa armadura, esa prisión de cuatro notas que estalla entre la orquesta; por fuerte que sea el peso de la realidad, la realidad no puede con nosotros y nosotros, seres reales, nos escaparemos a lomos de un sueño.

            Somos una orquesta. Nuestra vida es un vendaval de partituras, una tempestad de notas, un huracán de instrumentos y una eternidad de atriles. Cada instrumento suena por su lado, las partituras no están acompasadas; las notas mezclan disonancias, es un auténtico desastre, una algarabía: así son los primeros años de nuestra vida; así es también la adolescencia. Pero luego, no sabemos cómo, sale de nosotros un director de orquesta y ese ruido infame se vuelve música; y ese sonido se vuelve orden, se crean consonancias hasta de lo disonante, y entonces surge, desde lo informe, una sinfonía.

            ¿Dónde está ese director que hay en nosotros? En el corazón… ¿En la cabeza? Sólo sé que la sinfonía es sólo una frase mil veces repetida. Miles de variaciones, miles de apariciones después de haber desaparecido, miles de voces dispares que se ordenan en torno a una misma nota, una tónica dominante, un hilo conductor que vuelve siempre a nosotros, siempre con el rostro cambiado, pero siempre siendo el mismo. En una sinfonía miles de voces son arrojadas por el viento, dispersadas como el polen, y vuelan sin orden enredándose en remolinos, entre los avatares que pasamos, en las mil  caras que tiene la vida. Y un día, de repente, todas esas voces se juntan, como el gato sobre sus cuatro patas, y caen al suelo, abrazadas,  a plomo con la fuerza de la materia, pero con la ligereza que les da el espíritu: materia traspasada de energía como los sueños atraviesan esas cuatro notas, notas pesadas que quieren traspasarnos pero no pueden; los rayos X cruzan el cemento armado y el acero, como la materia acaba siendo traspasada por los sueños; por las ansias de la vida. 


 

           La vida es un sueño, una ilusión, un suspiro, o mejor: la vida son miles de sueños que nos cuidan. Empezamos siendo ruidos caóticos atropellándose en torrentes; pero no son ruidos informes si en el corazón del caos se esconde un hilo conductor: la sinfonía de nuestra vida; Concha se enamoró de la física, Juan Luis de la ciencia, José Antonio de la música, Reyes de la pintura; cada uno tenemos nuestro amor, nuestra pasión, nuestra fuente de inspiración, el hilo (como un hilo de Ariadna) que guía nuestra vida. Y ahora, que vamos a jubilarnos (¡quieran los dioses que yo lo haga pronto!), escuchamos tiempo atrás y entendemos los ecos sordos que nos miran; las voces de nuestra infancia, las de la juventud, las de cuando empezábamos siendo cada vez más viejos. Y los ecos que sonaban sin forma, sin tiempo, sin luz, sin entonación, sin rima; esas voces que parecían un desorden, un despropósito, una algarabía: esas voces se juntan ahora que nos vamos haciendo viejos, pero aún nos quedan muchos años de nuestra vida; y se juntan y se traban como hilos de plata, como hebras de oro de una misteriosa cota de mallas, transfiguradas por el corazón, transidas por el espíritu; esas voces se abrazan, se enroscan en sí mismas, se acarician, son las mil caras de una misma frase que ha sufrido miles de transformaciones, un hilo conductor, una misma nota, un do menor, una vieja tónica, que vuelve lejana de la infancia y es la misma que ahora vibra; en el desorden de la vida, ¡oh misterios de la música!, parecía todo caótico y ahora converge todo juntándose los hilos; forjando nidos de plata, entretejiendo una sinfonía.

            Cada uno tiene una vida. Cada vida suena de un modo. Cada modo es tan bello como los otros, pero distinto. Reyes y Concha no suenan igual, pero las dos son música. Unos se parecen a Wagner, otros a Beethoven, otros a Mozart, otros a Bach, otros a Schumann. Cada uno tiene sus hilos, cada uno sueña a su modo, a cada uno su sinfonía. Pero es lo esencial que la vida, sin orden ni concierto, al final encuentra su orden; cuando éramos niños parecía que el viento había hecho volar las partituras y todo sonaba mal; no nos sentíamos a gusto, no nos gustábamos nunca; pero bien es verdad que el tiempo ha reforzado los atriles, la edad ha sujetado las notas, las partituras están fijas con abrazaderas metálicas, y los instrumentos suenan ahora más sueltos que nunca. Y si la infancia era búsqueda de notas, la madurez es concierto de esas notas encontradas; las notas que definen mi persona; las que resumen las transcendencias de mi vida.

            Levantemos nuestras copas. Hoy, Reyes, Concha, están en el umbral de escribir cada una su sinfonía. Con el tiempo libre que no tuvieron antes, y que ahora se desparramará generosamente sobre sus vidas. ¡Silencio! ¿No oís? Es un estruendo de huracanes. Un rumor lejano de vientos que se atropellan, lejos, en el cielo lejano del mar, en las tierras ignotas de la geografía. Un estallido brutal. Una rueda, una diosa: la rueda de la fortuna. Un imperio nos arrolla queriéndonos aplastar, las fuerzas del azar, el reino de la nada, la necesidad que trina. La fuerza de la realidad se impone: impertinente y testaruda. Cuatro notas que te atrapan con el peso de la vida. Las notas del destino: te quieren agarrar con un aullido, arrastrarte en el torrente ciego, en la espuma de las aguas, arrastrarte en la esperanza y en los sueños, el temblor que vibra.

            Pero no pueden. Que los sueños son fuerza incontenible, espíritu vencedor en los átomos de luz, fotones sin cuerpo, destello sin tiempo, anhelo de inmortalidad, artística sangre, deseo de estudiar, vino que nos aturde, suerte: la suerte que tenemos de vivir en libertad, liberadas las energías de la carcasa de la materia; liberada por fin del corsé que la apretaba (las cuatro notas) cuando la voluntad se impone definitivamente sobre el destino. En el combate de Beethoven los sueños luchan contra la realidad (esas cuatro notas), y ahora vencen los sueños; y que atruenen las prisiones todo el tiempo que quieran. Ahora se nos antoja el trabajo cuatro notas; y la jubilación, victoria que ha liberado nuestros  sueños.

Amigos: levantemos nuestras copas porque ahora pueden echarse a volar los sueños de Reyes y de Concha. Y que esas ilusiones duren mucho tiempo. Ahora que empezáis una nueva vida, brindemos por ella. Y que los dioses os sean propicios. Y que el destino sea únicamente lo que vosotras queráis que sea. Y que no os venzan nunca esas cuatro notas. Y que podáis ser niñas con la sabiduría que da la experiencia. Y que seáis felices. Y que comáis perdices. Y que nos deis con el rabo en las narices. Porque, ¡qué caramba!, os queremos. Brindemos con el vino levantando nuestras copas. Levantemos nuestras copas aquí mismo. Brindemos por ellas ahora que tenemos tiempo. Brindemos por ese sueño. Brindemos.

 


 

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