IDEAS QUE PARECEN DISPARATES
1. El hincha.
La hinchada es
un reparto de tareas; unos ponen el trabajo, otros se alegran del éxito.
La hinchada se
parece a la explotación; el éxito lo celebra el amo, pero el trabajo lo pone el
siervo.
La diferencia
entre la hinchada y la tiranía es que la segunda se alegra por un éxito que le
da ganancias, y la primera no; lo único que el hincha gana con alegrarse es
disfrutar del buen humor.
El hincha no
disfruta de su buen humor, porque el humor se lo da el equipo que pierde o
gana; y así, el hincha siente por lo que otros viven. Sólo quien juega vive el
partido; el espectador, al vivir el éxito del equipo, vive la vida de otros; y
si su equipo representa a su país, vive las alegrías y tristezas de su país sin
hacer nada por lograrlas; el espectador sólo es un consumidor; el que produce
es quien juega.
Cuando el
aficionado ve a su equipo se está viendo a sí mismo, como si los méritos del
equipo fueran propios; así, cuando gana el equipo no han ganado ellos: hemos ganado
nosotros.
Ellos son los
adversarios. La identificación del público con el protagonista hace que todos
asumamos los aciertos y los errores de algunos; y eso ni es bueno ni es justo.
Se parece a los problemas étnicos en que los errores de uno se los imputan a la
etnia a la que pertenece.
Así surge la
enemistad. En el deporte luchan los adversarios, pero los espectadores se
enfrentan como enemigos. Ser enemigo de alguien es estar dispuesto a
reconocerle los errores, pero no los aciertos. Si yo fallo es mi pueblo el que
falla, pero mis aciertos son simplemente una cosa personal. Inversamente, los
fallos de mi pueblo me los endosan a mí: pero no sus aciertos.
El individuo
carga con los pecados de la colectividad, y la colectividad carga con los
pecados del individuo. Pero las virtudes de los individuos y de su pueblo no se
trasvasan entre sí; se pierden.
Ser enemigo es
estar condenado a ser malo. Malo para la persona que nos mira, si esa persona
es enemiga.
Ser enemigo de
alguien es quedarse ciego para media realidad: la mitad de la realidad que no
se quiere ver. Si hacen algo malo a uno de los nuestros nos indignamos; si se
lo hacen a ellos miramos para otro lado. Y así anda el hincha, tuerto pero no
ciego.
2. ¿Enseñar o educar?
Josemari se
movía en su asiento con aire satisfecho. Vivía y respiraba por todos sus poros
la sensación de estar en lo cierto.
-El profesor
debe limitarse a transmitir conocimientos. La educación es cosa de los padres.
Y todo porque
estaban comentando un texto sobre Sócrates. En el aire estaba si Sócrates, que
presumía de no enseñar nada, realmente enseñaba; si se limitaba sólo a hacer
preguntas; si el discípulo encontraba solo las respuestas conducido por las
preguntas del maestro, como el gobernalle dirige el curso de los barcos sobre
el mar.
Juan Luis
inquirió entonces:
-¿Verdaderamente
Sócrates no enseñaba nada?
Hubo un
entrecruce de ideas y hubo controversia, pero el debate no acababa de
centrarse. Entonces Juan Luis sintió la necesidad de precisar:
-¿Enseñaba
Sócrates sólo con sus palabras? ¿O también enseñaba con su presencia?
Siguió
habiendo intercambios, pero ninguno conclusivo. Y volvió a precisar su idea:
-¿Los maestros
enseñan con lo que dicen o con lo que hacen?
-Con ambas
cosas –respondió Jorge.
-¿No dura más
en el recuerdo –habló Juan Luis- ver a un maestro fumando que su prohibición de
fumar? Cuando un maestro no hace lo que dice, pierde autoridad ante los
discípulos.
-No tiene por
qué –interrumpió Josemari-. Mi madre fuma y dos de mis hermanos no han fumado
nunca.
-Bueno
–replicó Juan Luis-. Pero ahora no hablamos de cómo aprenden los discípulos,
sino de cómo enseñan los maestros; ése es el tema que estamos debatiendo con
Platón. ¿Qué pensáis que deja más huella? ¿Lo que dice el maestro o lo que hace
cuando lo dice?
-Es lo que
hace –contestó Juana-. Poco importa lo que digas: lo que me va a marcar es cómo
lo digas.
-Y eso es
educar –concluyó Juan Luis.
-¡No! -objetó
Josemari-. Los profesores no tienen por qué educar, que para eso están los
padres; los profesores deben limitarse a enseñar.
Aquello sonó a
doctrina bien aprendida. Aquello sonó a consigna. De alguna manera intuía que
los hijos eran el escenario de una batalla campal que se libraban los padres
entre sí. Y él, como profesor de filosofía, debía combatir con razones los
sectarismos de todas las capillas.
-Está bien –terció Juan Luis-. ¿Un padre
alcohólico tiene más derecho que un maestro cuerdo a educar a su hijo?
-¡Eso es una
exageración! –protestó Josemari.
-Precisamente, la técnica del debate consiste
en el contraejemplo. Si yo pongo un solo ejemplo que contradiga lo que tú
dices, te verás obligado a contestarme. Y el debate se enriquecerá analizando
los casos extremos.
-¡Pero las
cosas no son así! –contestó Josemari, incómodo.
-Sí que lo
son. Como lo es también el derecho de un padre a educar a su hijo, a su hija,
cuando ese padre está dispuesto a matarla para salvar su honra, si la chica no
actúa de acuerdo con las normas que él trata de imponer.
-¡Pero no
exageres! Eso son unos casos extremos; en la mayoría de los casos no sucede
así.
-Sucede muchas veces. Más de lo que crees. Y
cuando sucede, la chica está desprotegida frente a un padre abusivo si le
niegas al maestro el derecho de educarla.
-La educación
sólo les corresponde a los padres, no a los maestros; para eso han querido
tener a sus hijos y se han sacrificado por ellos.
No siempre.
Recuerda que se dan muchos casos de relaciones amorosas en las que el niño
viene al mundo por accidente, por pura casualidad; y en muchos de esos casos es
un niño no deseado, o no querido.
Josemari
objetó que eso era porque nuestro mundo carece de valores y bla, bla... Frente
a aquella moralina Juan Luis sintió la necesidad de ser contundente.
-Está bien
–dijo-. Los profesores sólo podemos transmitir conocimientos. Ni ejercer de
animadores, ni ser guías, ni cosas por el estilo; sólo tenemos derecho a
enseñar. Está bien. Yo ahora os enseño el temario de filosofía. Si en mitad de
la clase se produce un atropello, una falta de respeto, una agresión, yo no
intervengo; mi misión no es educar.
-No es así.
Los profesores nos podéis sancionar. Además, eso lo hace el consejo escolar, en
el que han votado los padres. Y la disciplina sanciona conductas, no creencias.
-Falso. Una
conducta es punible cuando manifiesta un hábito, y los hábitos reflejan
actitudes, y las actitudes reflejan creencias. Recurrir a la disciplina
adquirida equivale, a fin de cuentas, a modificar creencias. Yo como profesor
debo conseguir que los alumnos crean que es preferible respetar al prójimo. Y
eso, mi querido Josemari, es educar. –Se sentía marejada y había oleaje de
fondo, y el timbre iba a sonar. Juan Luis zanjó la polémica remitiéndolos al
texto-. Pero lo que estamos haciendo aquí es comentar las palabras de Sócrates.
Recordad lo que estábamos debatiendo: ¿enseñaba Sócrates sólo con sus palabras,
o con su presencia enseñaba también?
Cuando sonó el
timbre ya Luis había dicho:
-Sócrates no
enseñaba cosas, porque presumía de no saberlas. ¿Qué conocimientos podía
transmitir si, por muchos que tuviera, no estaba seguro de ninguno? Él enseñaba
a aprender. Y mientras lo hacía enseñaba a escuchar, a respetar las razones del
adversario, a amar la fuerza de la razón, a ser firme en sus convicciones, a
hablar cuando hace falta y cuando hace falta callar. Y eso, por encima de todo,
es educar.
Y sonó el
timbre. Se fueron todos. Y no hubo más.
3. Somanoética.
Se
le ocurrió crear una pedagogía psicosomática. Sus dos pilares serían la somítica
y la somética (la primera tendría por objeto la somanoesis,
y la segunda el somanoeto).
La
somítica es una mítica somática; el mythos es a la vez historia y
palabra, relato surgido del fondo de la experiencia del cuerpo; y como hay que
saber pensar desde el cuerpo, no está claro en qué medida esta mítica debe ser
completada por una lógica: por un análisis del sentido de las cosas, con un
análisis del significado de las palabras.
De
la experiencia somítica emergerá la somética: la ética somática. El sentimiento
de la vida, emanado del cuerpo, pensado somáticamente, da lugar al
descubrimiento del sentido; del sentido de la vida. Los valores,
antes de ser pensados, deben ser sentidos; sólo entonces es posible la
valoración; una valoración psicosomática en donde el cuerpo es el vehículo de
la mente, y en los estratos más profundos llega a confundirse con la mente
misma.
Habría
que crear un centro de pedagogía psicosomática. Que podría estar al lado
de una sociedad de filosofía (Sofía) y de otras asociaciones parecidas.
Todas ellas cabrían en un centro global de investigaciones sociales: el Centro
de Investigaciones del Duero; el Cid.