LAS CAMPANAS DE
HUESCA
1.
Hay una roca que se desploma sobre
el suelo pero se detiene a media altura; y no es que parezca suspendida en el
espacio, sino que el espacio está suspenso, como un pajarillo en las fauces de
un monstruo, en el interior de la roca. Los poetas míticos la verían como el
bostezo del caos, y su mole, imponente y sobrecogedora, parece un río de piedra
detenido en su caída como una cascada congelada; cascada, pues, como bóveda
desprendida del cielo; su base se hincha como si el agua estallara en espuma
trocando su esencia etérea por una piedra replegada sobre sí, como un labio
enorme, como el borde solidificado de una colada de lava.
Dentro de esas fauces hay unas
paredes que se elevan, resignadas al abrazo ciclópeo de la roca, con muchos
ojos que miran asustados: ventanas románicas que, curvadas por arriba y
rectilíneas por abajo, parecen la mirada a un tiempo de miedo y de pena: la
mirada del templo a punto de ser engullido por el vientre de San Juan de la
Peña. Tocan las campanas. Y es un tañido quejumbroso, voz apagada y lamento,
como una queja grabada en el silencio, como el pedal de una gaita, como un bajo
continuo.
Las campanas de Jaca tañen a coro,
voces metálicas. Las campanas de Huesca, las campanas del reino. Desde las
ermitas laten también humildes campanas en sus espadañas. La campana mayor,
campanas de bronce, campanas huecas y roncas con el estruendo que atruena en
los sonidos graves. Yo os contaré el secreto de las trágicas campanas. La
historia del rey, sacado del convento para ocupar el trono y todos creyeron que
sería un muñeco al que manejarían a su antojo. Por eso lo eligieron. Había
muerto Alfonso I el Batallador. Quedaría el reino, por dictado suyo, en manos
de unas órdenes religiosas: los Templarios, el Santo Sepulcro, los
Hospitalarios; órdenes demasiado guerreras para dejarse maniatar. Los nobles
prefirieron, entonces, al hermano del rey muerto; de nombre Ramiro, segundo de
su linaje, que vivía escondido, retirado, en el fondo de un monasterio; y por
eso lo llamaron Monje.
Venid, pasad. Entrad por esta puerta
que se abre dentro de otra puerta de piedra, la roca que muestra sus fauces
hasta el fondo de la tierra. Es como si en su lengua estuviera el suelo y el
techo se confundiera con su paladar: allí, en ese bostezo, está el monasterio;
el tejado de la nave choca contra el techo y la propia piedra se convierte en tejado
cuando ya no hay sitio para las tejas. Venid: pasad; no os asuste el
impresionante macizo que se cierne sobre el claustro, abatido sobre sus arcos, amenazando
con caerse: pero sin caerse nunca. Así, como una muda amenaza, ha estado
suspendido siempre, quién sabe, toda una eternidad. Por sus pasillos austeros
retumba el silencio con el eco de los pasos. Venid, pasad. Hay una estancia con
mesas oscuras, con velas vidriosas de llamas vacilantes, donde el estudio
pareciera una condena: allí está la crónica; la crónica desgraciada de Ramiro
el Monje; la crónica de San Juan de la Peña.
En sus garabatos resuenan voces
occitanas. Manuscritos hechos voces, voces donde se dicen las palabras,
palabras donde se dice la música: trovadores, bailarines, juglares,
malabarismos imposibles que juegan con las palabras, lances de amores y gestas
guerreras; de allí vienen los versos que la montaña ha aplastado convirtiéndolos
en prosa; la montaña que aplasta los versos y los cantos, la que les roba el
cantar a las narraciones, la que convierte las narraciones en relatos, la que
entierra los relatos en las bibliotecas, la que convierte las bibliotecas en
cementerios.
He aquí la crónica de San Juan de la
Peña. El decurso gris de los tiempos que antaño tuvieron color, la voz
monocorde que antaño era una canción, un cantar de gesta convertido en crónica,
el de Ramiro II el Monje, el que se esconde en el monasterio y enmudece cuando
suenan todas las campanas, en Jaca, en las ermitas, en los peñascos del
Pirineo; rebotando entre pinos, peñascos y arroyos, torrentes que se desploman
bajo las nieves, un torrente de campanas, campanas de la devoción, no devota a
nada más que a la guerra; y a su lado, la piedad, herida, muerta y enterrada,
no es más que una apariencia: he aquí el cantar de la campana; el cantar de la
campana de Huesca.
2.
-Yo quiero construir una campana
–decía el rey-. Una campana que se oiga en todo el reino. Una campana de
hierro, de bronce, de roca y de acero; la campana más potente que jamás pueda
oírse en todo el mundo; y que también la oigan en París, tocándola en Huesca,
como hizo sonar Roldán, para que se oyera allí lejos, el olifante que tocó, en
señal de auxilio, cuando sus tropas morían en Roncesvalles; en el Pirineo.
He aquí la vida retirada de Ramiro
en su monasterio. He aquí negros presagios, vientos de locura, en las noches
lúgubres cuando se enciende el cielo. Vendavales soplan en el espacio,
vendavales rojos en sus cerrojos negros. Su mente es una tormenta y en ella
soplan vientos de locura, sus desorbitados ojos son el eco de la sinrazón, la
bóveda del cielo que clava sus saetas en ellos y en sus saetas, el miedo, y en
el miedo, las desmesura, y en su desmesura, la justicia convertida en venganza,
la venganza convertida en castigo, el castigo trocado en crueldad, la crueldad
en crimen despiadado, y el crimen, en el alma desalmada, se convierte en miedo
que ha de domar a los nobles levantiscos, crepitando en las llamas cuando se
abriga junto al fuego el rey que todavía es monje; acercando sus manos,
deslumbrado en la misma llama, y en las cejas abiertas, ojos saliéndose de sus
órbitas, presos en la locura, los heraldos del temor, salen llamaradas
crepitando, como en la hoguera, estallando en chispas rojas y en esas chispas
se extiende, se extenderán por todo el reino, cuando el monje sea rey y trueque
en desazón la tranquilidad del monasterio; se extenderán, con su locura, el
aliento despiadado del terror: sembrado en todas partes por el rey loco que
tiene miedo.
Ha muerto Alfonso el Batallador. Los
monjes recorren el reino buscando, entre las piedras, castillos, y más allá de
los castillos, el templo. Han llegado a la austeridad del templo donde vive
Ramiro. El monje convertido en abad, porque antes de ser monje, destinado a
convertirse en abad porque era noble, y además hermano del rey, no iba a ser el
fraile que barre ni el fogón de la
cocina; ni el que toca las campanas, ni el cerillero: el hijo no primogénito
del rey va a la iglesia pero lo llevan a mandar, no a obedecer las órdenes de
un fraile con menos dignidad, aunque tenga más mérito.
He aquí a Ramiro convertido en rey.
Ramiro recluido en su castillo, lleno de almenas para protegerse, lleno de
adarves y troneras, lleno de peligros por todas partes. Ramiro II el Monje. Su
vida es un cubil de rebeldías, un tropel de felonías, un baile de
conspiraciones. Los nobles quieren gobernar y ser más poderosos cada día y
quitarle poder al rey y desobedecer sus dictados. Es débil e indeciso, piensan
todos; es manso como un cordero, esclavo
como un buey, no tiene carácter. Pero nadie cuenta con que está loco. Recluido,
fue un loco en su locura, fue un toro dentro del buey, una víbora en la lombriz,
y dentro de la paloma había un águila. Los nobles vuelan y se soliviantan, se
juntan en sus castillos, encienden fuegos, levantan banderas, hablan y hablan.
Por todas partes llegan noticias al rey: sus emisarios detenidos, sus campos
saqueados, sus caminos hollados, sus castillos vencidos, sus correos
asesinados. Hasta las caravanas del infiel han sido atacadas, musulmanes, almohades
protegidos por el rey, han sido atacados por los nobles, y vencidos, y muertos,
maldecidos en su ley, y atacados, y robados.
El rey medita, pero no piensa. Sale a
las murallas y contempla sin ver, sus ojos miran al fuego pero el fuego los
deslumbra, y en su resplandor ve lo que ha de ser, lo que será lo ve en lo que
fue, y en el consejo del buen abad, su amigo y maestro, a él le dirá qué hacer,
a él le preguntará, perplejo, a él le pedirá consejo. Salen unos jinetes hacia
el monasterio de San Ponce. Con ellos una misiva: ¿qué hacer, mi señor abad?
¿Qué hacer, si mando, si no me oyen, qué hacer, señor, con mis nobles levantiscos?
Siendo niño Ramiro tuvo un maestro que le enseñó muchas cosas e hizo de él un
monje, refugiado en el silencio, recluido entre paredes, amante de los libros.
Ese maestro hoy es abad. Y como él, ya rey, tiene arrugado el rostro, tiene la
frente marcada, tiene el ceño fruncido: así también el abad es viejo pero más
viejo que él, y mira al mundo desde lejos, preparándose para partir, y la
ceremonia de la muerte le ha dado sabiduría.
El abad escucha a los emisarios del
rey. Guarda silencio. Con ademanes pausados, enjuto y cansado y hermético como
una tumba, se levanta y camina cogiendo unas tijeras: los emisarios le siguen.
Ha salido por la puerta y ahora mira la tierra, el campo sembrado de coles, y
más allá hay una valla, y detrás de la valla campos de trigo. Avanza hacia
ellos y, sin decir nada, va cortando una a una todas las espigas que
sobresalen. Su rostro adusto tiene la barba partida. Después se da la vuelta y
regresa al claustro y los hombres, que han sido despedidos, recorren a caballo
los álgidos campos, el Duero, Zaragoza, y llegan a su señor penetrando en el
castillo.
-¿Y bien? –les pregunta el rey.
Sus hombres le cuentan lo que ha
hecho el abad, lo que sus ojos han visto. El rey los mira y su mirada traspasa
la realidad; se va más allá donde el bruto no piensa, donde la bruma de la
inteligencia se funde con el desvarío, y hay un destello de locura que arranca
de sus ojos, y es la voz de la conciencia hecha luz, de una conciencia que es
la sabiduría de los locos, la que no distingue la luz, aquella para la que no
hay colores y todo lo ve en blanco y negro; aquella sabiduría donde el corazón
se duerme en la astucia, despiadado saber qué hacer, la razón de Estado.
3.
Hoy las campanas tocan a la vez:
tantas campanas en tantas iglesias, tantas torres en tantos campanarios.
Campanas grandes y pequeñas, de bronce y de hierro, cantarinas y siniestras,
amenazadoras y alegres, tocan, tocan, y suenen, suenan, perforan los tímpanos
del aire, gritan al cielo golpeándose en las cuerdas, martillos de bronce en
los pesados yunques, voces de iglesia en sus múltiples badajos. El rey ha
convocado a los nobles del reino. Reunirá las cortes en Huesca y allí les
mostrará, según han dicho los heraldos, avanzando por tierras y rocas, trigos y
peñas, llanuras y barrancos, una campana que habrá de oírse por todo el reino.
El rey la ha mandado construir y ya los nobles, intrigados y curiosos, parten
hacia Huesca deseosos de conocer aquella campana que, al decir de los heraldos,
a nadie dejará indiferente; porque, tosca o pulida, fina o machacada, aplastada
con mil martillos de mil herreros de miles de manos implacables, y hercúleas, a
todos sorprenderá sin duda, no ha de dejar indiferente a nadie.
-¡Vayamos a ver esa campana! –decían
los nobles-. ¡Vayamos a ver esa locura del rey, esa locura!
Y todos andaban, expectantes y
curiosos, maravillados unos, y otros le hacían burla. Recorrieron los campos y
se desparramaron por toda la geografía montados en sus corceles, ataviados con
sus mejores galas, ricamente vestidos, almetes, correajes, espadas, capas,
hermosas telas, pero metálicos, brillantes y enfundados en sus cotas de malla.
El rey los agasajó con un suculento asado que, sacado de las brasas, chorreaban
el jugo de sus grasas y prometían ricos manjares desde el mirar de sus cuellos
descabezados. El vino sangriento resbalaba por sus labios y los nobles,
ignorantes y analfabetos, se restregaban las manos por sus bocas y la grasa
primitiva brillaba en sus labios toscos que, por un momento, parecían limpios y
no era más que el brillo de la suciedad que vive bajo el lujo sin haber sido
nunca de las cavernas.
El rey les quiso mostrar la
extraordinaria campana que había hecho construir. Lo más impresionante de todo
–decía- era el badajo; no había adjetivo para describirlo; era
desproporcionado, metálico, justiciero, cavernoso, sobrecogedor y terrible; un
badajo que nadie había visto en el mundo, por él la campana retumbaba con más
brío, con él sería potente, y llegaría a París, el extraordinario repicar de la
campana.
-Venid a verlo –les dijo-. Pero
quiero enseñárselo primero a los nobles más excelsos del reino, a mis nobles
más destacados.
Salió el rey. Y se metió por una
puerta recóndita y sombría. Y detrás de él fueron Pero Martínez, y luego Pero
Vergua, Ferriz de Lizana, los cinco nobles del linaje de Lema; quince nobles
fueron y el último era el obispo de Zaragoza, el señor de Ordás, y todos fueron
a enterrarse en aquella torre oscura, justo debajo de la sala del trono; allí
fue donde el rey quiso enseñarles la fabulosa campana que había de oírse por
todo el reino, una inaudita maravilla.
Después salió el rey. Y sus ojos
miraron al sol, un sol cargado de nubes, donde la sombría majestad se alza
sobre la luz mirando más allá, en un lugar del mundo que está fuera del mundo
adonde no llegan los ojos de las más turbias ambiciones, tan largas en deseos
como cortas de vista. Era Alfonso I el Batallador, forrado de cuerpo entero con
su cota de mallas y cubierto de largos faldones, abiertos por los lados donde
colgaban gruesos correajes, fuertes, recios, ampulosos, mil veces decorados,
con una espada que tiraba hacia el suelo y arrastraba, en su pesadez, las
espuelas que erizaban la cota y una corona que aplastaba la frente más que
elevarla. Sobre esa figura quería imprimir la suya Ramiro II el Monje. Pero era
un viejo donde su hermano murió joven, barbas blancas donde había barbas
negras, luengas y partidas donde antes eran cortas, tenía abrigo oscuro donde
el cuerpo vestía claridad y tenía también, en lugar de espuelas, un enorme dogo
más negro que el infierno y en su cabeza no había corona, ni tampoco era de
oro, sino bermeja: un gorro tosco y pesado como los ancianos que ya no pueden
vivir, y en su color había un halo siniestro porque tenía el color de la
sangre.
El rey Ramiro les sonrió con una
mirada malévola y los recorrió de una punta a la otra con sus pupilas. Y en su
mirada estaba la roca que aplastaba al monasterio de San Juan de la Peña. Una
catarata de piedra había en sus ojos, una colada de lava detenida en el
espacio, detenida en el tiempo de los guerreros, donde las tejas de la justicia
son aplastadas por la razón de Estado y el templo es, sin morir a manos de su
peso hercúleo, un espacio preso en la voracidad de sus fauces. Los ojos del rey
Ramiro contenían todo eso. Y presagiaban nubarrones negros cuando les indicó,
con un gesto de su mano, que fueran todos a ver la misteriosa campana.
Todos los nobles bajaron por la
escalera. Él les mostró el camino y cuando lo engulló la torre, los engulleron
a todos los peñascos que se precipitaban desde lo alto del terror y en las
profundidades de los infiernos más terribles de sus cabezas. En el suelo, en
círculo, estaban sembradas las cabezas de los nobles; nadaban en charcos de
sangre. Negros, blancos, envidiosos, brutos, asesinos, ahogados por la codicia,
viejos y jóvenes, los tétricos muñones regaban el suelo de piedra de la torre
centenaria; al fondo, amontonados contra el muro, estaban los cuerpos
descabezados. Y una cuerda les erizó el pelo sacando escalofríos que tenían
dormidos en la sangre. De ella colgaba la última cabeza, la más poderosa y
díscola, la que parecía reírse todavía del rey, aunque hubiera traspasado los
umbrales de la muerte. Los nobles, inmóviles en la escalera, se agolpaban unos
contra otros y se apoyaban con las manos en las paredes: en aquellas cabezas
estaba su futuro; así acabarían como ellos, si no cesaban en sus
conspiraciones, si no atentaban contra el rey, si no escarmentaban: aprendieron
la lección.
Sí: el rey enloqueció, presa de su
furor, y los ojos se le abrieron y se quedó ciego porque escaparon de sus
órbitas para volar hacia unas nubes cargadas de tormentas: donde unos vientos
huracanados azotaban el alma a latigazos, donde el agua se desplomaba en
cascadas y eran cataratas de piedra, resplandor de rayos, culebras de fuego que
rasgaban las nubes y partían la bóveda del cielo, desplomándose sobre el alma,
destrozada en mil pedazos; y así el alma del rey se desató como un poseso; como
ese perro negro que sujetaba en su correa, y, ya suelto, desbocado, recorrería
la tierra hasta desplomarse en el Ebro por las rocas empinadas y los profundos
barrancos. Así es como la furia nos lleva a la muerte, cuando se desboca, y, ya
fuera de control, transforma en rey cruel al rey justiciero y se deshace en
polvo y brasas y humo y fuego y explosiones de locura mientras el rey tañe,
desorbitado, loco, solo en su soledad, meneando la cuerda que arrastra su
cuerpo mientras su cuerpo lo arrastra para que el badajo sangriento golpee, una
y mil veces, la campana de bronce, la que iba destinada a sembrar el terror, la
que no olvidaría nadie y se oiría por todo el reino: la campana de Huesca.
Desde entonces nadie se olvidó de
ella y el escarmiento perduró por los suelos y los años pero el rey se perdió
porque, ganando su reino, perdió la razón, y la razón que se ha muerto se
convierte en razón de Estado. Razón saliendo de la pérdida de razón, luz que se
oscurece en las pupilas ciegas, voces que se apagan en las manos de un rey
loco: las manos teñidas de bronce y manchadas de sangre; las manos que ya no
abren libros porque ciñen la espada; las manos que ya no acarician porque son
manos que matan; y ahora golpean el badajo porque sólo saben tocar, tocar,
tocar, tocar campanas de muerte, tocar, tocar y anunciar el miedo porque las
campanas van a oírse ya por todo el reino; las campanas del rey loco, del rey
despiadado, del rey que pudo ser pero ahora ha muerto; y murió cuando empezó a
tocar las campanas, las campanas que anuncian la muerte, campanas de bronce,
campanas bermejas, campanas de viento y desolación, las campanas de Huesca. Las
campanas.