viernes, 30 de julio de 2021

DE LAS DEUDAS AJENAS

 

 

LA VENTANA DE CRISTAL

 

DE LAS DEUDAS AJENAS   

 


            Las hojas tienen dos caras, como las monedas, y no hay anverso sin reverso como tampoco hay cara sin cruz. Que la llegada de los españoles perturbó la historia de América es una gran verdad; pero también lo es que antes de que llegara España en América ya había perturbaciones. Perú no fue un modelo de armonía antes de la conquista: la guerra entre Huáscar y Atahualpa causó centenares de miles de muertos, algunos hablan de millones, las masacres fueron terribles, las crueldades, infinitas y las venganzas, espantosas. Los incas no tenían una sociedad igualitaria exenta de desigualdades, y España no sólo llevó allí aventureros sino también el derecho de gentes; no es honesto citar las virtudes propias omitiendo sus vicios y recordar los defectos ajenos olvidándose de sus virtudes. Toda cara tiene su cruz; toda cruz, su cara.

 

            Toda la vida han maltratado al niño. Ha sido su abuelo. Después de sufrir sus palizas, ahora castigáis al niño por lo que su abuelo les ha hecho a los demás. Castigar a uno por las culpas de otro. Mis antepasados invadieron América y ahora me echan la culpa a mí, ¿qué tengo que ver yo? Tal vez no esté de acuerdo con muchas de las cosas que se hicieron, ¡pero es que encima me acusan de haberlas hecho! La mujer no tiene por qué pagar las deudas que su marido ha contraído en el juego.

 

            Yo soy inocente y no se me puede acusar. Los culpables ya se han muerto, pero el daño está hecho. Por mal camino vamos si queremos que otros paguen las deudas que nadie ha podido contar. Todavía es peor tapar nuestros errores de hoy con errores de otros en el pasado, es como obligar a pagar las deudas del abuelo para no tener que pagar nuestras propias deudas. No mires por la ventana y mírate en el espejo: tal vez veas en tu cara los errores de los que a los demás les estás acusando.

 


 

 

viernes, 23 de julio de 2021

LAS CAMPANAS DE HUESCA

 

 

LAS CAMPANAS DE HUESCA  

 


1.

 

            Hay una roca que se desploma sobre el suelo pero se detiene a media altura; y no es que parezca suspendida en el espacio, sino que el espacio está suspenso, como un pajarillo en las fauces de un monstruo, en el interior de la roca. Los poetas míticos la verían como el bostezo del caos, y su mole, imponente y sobrecogedora, parece un río de piedra detenido en su caída como una cascada congelada; cascada, pues, como bóveda desprendida del cielo; su base se hincha como si el agua estallara en espuma trocando su esencia etérea por una piedra replegada sobre sí, como un labio enorme, como el borde solidificado de una colada de lava.

            Dentro de esas fauces hay unas paredes que se elevan, resignadas al abrazo ciclópeo de la roca, con muchos ojos que miran asustados: ventanas románicas que, curvadas por arriba y rectilíneas por abajo, parecen la mirada a un tiempo de miedo y de pena: la mirada del templo a punto de ser engullido por el vientre de San Juan de la Peña. Tocan las campanas. Y es un tañido quejumbroso, voz apagada y lamento, como una queja grabada en el silencio, como el pedal de una gaita, como un bajo continuo.

            Las campanas de Jaca tañen a coro, voces metálicas. Las campanas de Huesca, las campanas del reino. Desde las ermitas laten también humildes campanas en sus espadañas. La campana mayor, campanas de bronce, campanas huecas y roncas con el estruendo que atruena en los sonidos graves. Yo os contaré el secreto de las trágicas campanas. La historia del rey, sacado del convento para ocupar el trono y todos creyeron que sería un muñeco al que manejarían a su antojo. Por eso lo eligieron. Había muerto Alfonso I el Batallador. Quedaría el reino, por dictado suyo, en manos de unas órdenes religiosas: los Templarios, el Santo Sepulcro, los Hospitalarios; órdenes demasiado guerreras para dejarse maniatar. Los nobles prefirieron, entonces, al hermano del rey muerto; de nombre Ramiro, segundo de su linaje, que vivía escondido, retirado, en el fondo de un monasterio; y por eso lo llamaron Monje.

            Venid, pasad. Entrad por esta puerta que se abre dentro de otra puerta de piedra, la roca que muestra sus fauces hasta el fondo de la tierra. Es como si en su lengua estuviera el suelo y el techo se confundiera con su paladar: allí, en ese bostezo, está el monasterio; el tejado de la nave choca contra el techo y la propia piedra se convierte en tejado cuando ya no hay sitio para las tejas. Venid: pasad; no os asuste el impresionante macizo que se cierne sobre el claustro, abatido sobre sus arcos, amenazando con caerse: pero sin caerse nunca. Así, como una muda amenaza, ha estado suspendido siempre, quién sabe, toda una eternidad. Por sus pasillos austeros retumba el silencio con el eco de los pasos. Venid, pasad. Hay una estancia con mesas oscuras, con velas vidriosas de llamas vacilantes, donde el estudio pareciera una condena: allí está la crónica; la crónica desgraciada de Ramiro el Monje; la crónica de San Juan de la Peña.

            En sus garabatos resuenan voces occitanas. Manuscritos hechos voces, voces donde se dicen las palabras, palabras donde se dice la música: trovadores, bailarines, juglares, malabarismos imposibles que juegan con las palabras, lances de amores y gestas guerreras; de allí vienen los versos que la montaña ha aplastado convirtiéndolos en prosa; la montaña que aplasta los versos y los cantos, la que les roba el cantar a las narraciones, la que convierte las narraciones en relatos, la que entierra los relatos en las bibliotecas, la que convierte las bibliotecas en cementerios.

            He aquí la crónica de San Juan de la Peña. El decurso gris de los tiempos que antaño tuvieron color, la voz monocorde que antaño era una canción, un cantar de gesta convertido en crónica, el de Ramiro II el Monje, el que se esconde en el monasterio y enmudece cuando suenan todas las campanas, en Jaca, en las ermitas, en los peñascos del Pirineo; rebotando entre pinos, peñascos y arroyos, torrentes que se desploman bajo las nieves, un torrente de campanas, campanas de la devoción, no devota a nada más que a la guerra; y a su lado, la piedad, herida, muerta y enterrada, no es más que una apariencia: he aquí el cantar de la campana; el cantar de la campana de Huesca.

 


2.

 

            -Yo quiero construir una campana –decía el rey-. Una campana que se oiga en todo el reino. Una campana de hierro, de bronce, de roca y de acero; la campana más potente que jamás pueda oírse en todo el mundo; y que también la oigan en París, tocándola en Huesca, como hizo sonar Roldán, para que se oyera allí lejos, el olifante que tocó, en señal de auxilio, cuando sus tropas morían en Roncesvalles; en el Pirineo.

            He aquí la vida retirada de Ramiro en su monasterio. He aquí negros presagios, vientos de locura, en las noches lúgubres cuando se enciende el cielo. Vendavales soplan en el espacio, vendavales rojos en sus cerrojos negros. Su mente es una tormenta y en ella soplan vientos de locura, sus desorbitados ojos son el eco de la sinrazón, la bóveda del cielo que clava sus saetas en ellos y en sus saetas, el miedo, y en el miedo, las desmesura, y en su desmesura, la justicia convertida en venganza, la venganza convertida en castigo, el castigo trocado en crueldad, la crueldad en crimen despiadado, y el crimen, en el alma desalmada, se convierte en miedo que ha de domar a los nobles levantiscos, crepitando en las llamas cuando se abriga junto al fuego el rey que todavía es monje; acercando sus manos, deslumbrado en la misma llama, y en las cejas abiertas, ojos saliéndose de sus órbitas, presos en la locura, los heraldos del temor, salen llamaradas crepitando, como en la hoguera, estallando en chispas rojas y en esas chispas se extiende, se extenderán por todo el reino, cuando el monje sea rey y trueque en desazón la tranquilidad del monasterio; se extenderán, con su locura, el aliento despiadado del terror: sembrado en todas partes por el rey loco que tiene miedo.

            Ha muerto Alfonso el Batallador. Los monjes recorren el reino buscando, entre las piedras, castillos, y más allá de los castillos, el templo. Han llegado a la austeridad del templo donde vive Ramiro. El monje convertido en abad, porque antes de ser monje, destinado a convertirse en abad porque era noble, y además hermano del rey, no iba a ser el fraile que barre ni  el fogón de la cocina; ni el que toca las campanas, ni el cerillero: el hijo no primogénito del rey va a la iglesia pero lo llevan a mandar, no a obedecer las órdenes de un fraile con menos dignidad, aunque tenga más mérito.

            He aquí a Ramiro convertido en rey. Ramiro recluido en su castillo, lleno de almenas para protegerse, lleno de adarves y troneras, lleno de peligros por todas partes. Ramiro II el Monje. Su vida es un cubil de rebeldías, un tropel de felonías, un baile de conspiraciones. Los nobles quieren gobernar y ser más poderosos cada día y quitarle poder al rey y desobedecer sus dictados. Es débil e indeciso, piensan todos;  es manso como un cordero, esclavo como un buey, no tiene carácter. Pero nadie cuenta con que está loco. Recluido, fue un loco en su locura, fue un toro dentro del buey, una víbora en la lombriz, y dentro de la paloma había un águila. Los nobles vuelan y se soliviantan, se juntan en sus castillos, encienden fuegos, levantan banderas, hablan y hablan. Por todas partes llegan noticias al rey: sus emisarios detenidos, sus campos saqueados, sus caminos hollados, sus castillos vencidos, sus correos asesinados. Hasta las caravanas del infiel han sido atacadas, musulmanes, almohades protegidos por el rey, han sido atacados por los nobles, y vencidos, y muertos, maldecidos en su ley, y atacados, y robados. 




            El rey medita, pero no piensa. Sale a las murallas y contempla sin ver, sus ojos miran al fuego pero el fuego los deslumbra, y en su resplandor ve lo que ha de ser, lo que será lo ve en lo que fue, y en el consejo del buen abad, su amigo y maestro, a él le dirá qué hacer, a él le preguntará, perplejo, a él le pedirá consejo. Salen unos jinetes hacia el monasterio de San Ponce. Con ellos una misiva: ¿qué hacer, mi señor abad? ¿Qué hacer, si mando, si no me oyen, qué hacer, señor, con mis nobles levantiscos? Siendo niño Ramiro tuvo un maestro que le enseñó muchas cosas e hizo de él un monje, refugiado en el silencio, recluido entre paredes, amante de los libros. Ese maestro hoy es abad. Y como él, ya rey, tiene arrugado el rostro, tiene la frente marcada, tiene el ceño fruncido: así también el abad es viejo pero más viejo que él, y mira al mundo desde lejos, preparándose para partir, y la ceremonia de la muerte le ha dado sabiduría.

            El abad escucha a los emisarios del rey. Guarda silencio. Con ademanes pausados, enjuto y cansado y hermético como una tumba, se levanta y camina cogiendo unas tijeras: los emisarios le siguen. Ha salido por la puerta y ahora mira la tierra, el campo sembrado de coles, y más allá hay una valla, y detrás de la valla campos de trigo. Avanza hacia ellos y, sin decir nada, va cortando una a una todas las espigas que sobresalen. Su rostro adusto tiene la barba partida. Después se da la vuelta y regresa al claustro y los hombres, que han sido despedidos, recorren a caballo los álgidos campos, el Duero, Zaragoza, y llegan a su señor penetrando en el castillo.

            -¿Y bien? –les pregunta el rey.

            Sus hombres le cuentan lo que ha hecho el abad, lo que sus ojos han visto. El rey los mira y su mirada traspasa la realidad; se va más allá donde el bruto no piensa, donde la bruma de la inteligencia se funde con el desvarío, y hay un destello de locura que arranca de sus ojos, y es la voz de la conciencia hecha luz, de una conciencia que es la sabiduría de los locos, la que no distingue la luz, aquella para la que no hay colores y todo lo ve en blanco y negro; aquella sabiduría donde el corazón se duerme en la astucia, despiadado saber qué hacer, la razón de Estado.

 


3.

 

            Hoy las campanas tocan a la vez: tantas campanas en tantas iglesias, tantas torres en tantos campanarios. Campanas grandes y pequeñas, de bronce y de hierro, cantarinas y siniestras, amenazadoras y alegres, tocan, tocan, y suenen, suenan, perforan los tímpanos del aire, gritan al cielo golpeándose en las cuerdas, martillos de bronce en los pesados yunques, voces de iglesia en sus múltiples badajos. El rey ha convocado a los nobles del reino. Reunirá las cortes en Huesca y allí les mostrará, según han dicho los heraldos, avanzando por tierras y rocas, trigos y peñas, llanuras y barrancos, una campana que habrá de oírse por todo el reino. El rey la ha mandado construir y ya los nobles, intrigados y curiosos, parten hacia Huesca deseosos de conocer aquella campana que, al decir de los heraldos, a nadie dejará indiferente; porque, tosca o pulida, fina o machacada, aplastada con mil martillos de mil herreros de miles de manos implacables, y hercúleas, a todos sorprenderá sin duda, no ha de dejar indiferente a nadie.

            -¡Vayamos a ver esa campana! –decían los nobles-. ¡Vayamos a ver esa locura del rey, esa locura!

            Y todos andaban, expectantes y curiosos, maravillados unos, y otros le hacían burla. Recorrieron los campos y se desparramaron por toda la geografía montados en sus corceles, ataviados con sus mejores galas, ricamente vestidos, almetes, correajes, espadas, capas, hermosas telas, pero metálicos, brillantes y enfundados en sus cotas de malla. El rey los agasajó con un suculento asado que, sacado de las brasas, chorreaban el jugo de sus grasas y prometían ricos manjares desde el mirar de sus cuellos descabezados. El vino sangriento resbalaba por sus labios y los nobles, ignorantes y analfabetos, se restregaban las manos por sus bocas y la grasa primitiva brillaba en sus labios toscos que, por un momento, parecían limpios y no era más que el brillo de la suciedad que vive bajo el lujo sin haber sido nunca de las cavernas.

            El rey les quiso mostrar la extraordinaria campana que había hecho construir. Lo más impresionante de todo –decía- era el badajo; no había adjetivo para describirlo; era desproporcionado, metálico, justiciero, cavernoso, sobrecogedor y terrible; un badajo que nadie había visto en el mundo, por él la campana retumbaba con más brío, con él sería potente, y llegaría a París, el extraordinario repicar de la campana.

            -Venid a verlo –les dijo-. Pero quiero enseñárselo primero a los nobles más excelsos del reino, a mis nobles más destacados.

            Salió el rey. Y se metió por una puerta recóndita y sombría. Y detrás de él fueron Pero Martínez, y luego Pero Vergua, Ferriz de Lizana, los cinco nobles del linaje de Lema; quince nobles fueron y el último era el obispo de Zaragoza, el señor de Ordás, y todos fueron a enterrarse en aquella torre oscura, justo debajo de la sala del trono; allí fue donde el rey quiso enseñarles la fabulosa campana que había de oírse por todo el reino, una inaudita maravilla.

            Después salió el rey. Y sus ojos miraron al sol, un sol cargado de nubes, donde la sombría majestad se alza sobre la luz mirando más allá, en un lugar del mundo que está fuera del mundo adonde no llegan los ojos de las más turbias ambiciones, tan largas en deseos como cortas de vista. Era Alfonso I el Batallador, forrado de cuerpo entero con su cota de mallas y cubierto de largos faldones, abiertos por los lados donde colgaban gruesos correajes, fuertes, recios, ampulosos, mil veces decorados, con una espada que tiraba hacia el suelo y arrastraba, en su pesadez, las espuelas que erizaban la cota y una corona que aplastaba la frente más que elevarla. Sobre esa figura quería imprimir la suya Ramiro II el Monje. Pero era un viejo donde su hermano murió joven, barbas blancas donde había barbas negras, luengas y partidas donde antes eran cortas, tenía abrigo oscuro donde el cuerpo vestía claridad y tenía también, en lugar de espuelas, un enorme dogo más negro que el infierno y en su cabeza no había corona, ni tampoco era de oro, sino bermeja: un gorro tosco y pesado como los ancianos que ya no pueden vivir, y en su color había un halo siniestro porque tenía el color de la sangre. 




            El rey Ramiro les sonrió con una mirada malévola y los recorrió de una punta a la otra con sus pupilas. Y en su mirada estaba la roca que aplastaba al monasterio de San Juan de la Peña. Una catarata de piedra había en sus ojos, una colada de lava detenida en el espacio, detenida en el tiempo de los guerreros, donde las tejas de la justicia son aplastadas por la razón de Estado y el templo es, sin morir a manos de su peso hercúleo, un espacio preso en la voracidad de sus fauces. Los ojos del rey Ramiro contenían todo eso. Y presagiaban nubarrones negros cuando les indicó, con un gesto de su mano, que fueran todos a ver la misteriosa campana.

            Todos los nobles bajaron por la escalera. Él les mostró el camino y cuando lo engulló la torre, los engulleron a todos los peñascos que se precipitaban desde lo alto del terror y en las profundidades de los infiernos más terribles de sus cabezas. En el suelo, en círculo, estaban sembradas las cabezas de los nobles; nadaban en charcos de sangre. Negros, blancos, envidiosos, brutos, asesinos, ahogados por la codicia, viejos y jóvenes, los tétricos muñones regaban el suelo de piedra de la torre centenaria; al fondo, amontonados contra el muro, estaban los cuerpos descabezados. Y una cuerda les erizó el pelo sacando escalofríos que tenían dormidos en la sangre. De ella colgaba la última cabeza, la más poderosa y díscola, la que parecía reírse todavía del rey, aunque hubiera traspasado los umbrales de la muerte. Los nobles, inmóviles en la escalera, se agolpaban unos contra otros y se apoyaban con las manos en las paredes: en aquellas cabezas estaba su futuro; así acabarían como ellos, si no cesaban en sus conspiraciones, si no atentaban contra el rey, si no escarmentaban: aprendieron la lección.

            Sí: el rey enloqueció, presa de su furor, y los ojos se le abrieron y se quedó ciego porque escaparon de sus órbitas para volar hacia unas nubes cargadas de tormentas: donde unos vientos huracanados azotaban el alma a latigazos, donde el agua se desplomaba en cascadas y eran cataratas de piedra, resplandor de rayos, culebras de fuego que rasgaban las nubes y partían la bóveda del cielo, desplomándose sobre el alma, destrozada en mil pedazos; y así el alma del rey se desató como un poseso; como ese perro negro que sujetaba en su correa, y, ya suelto, desbocado, recorrería la tierra hasta desplomarse en el Ebro por las rocas empinadas y los profundos barrancos. Así es como la furia nos lleva a la muerte, cuando se desboca, y, ya fuera de control, transforma en rey cruel al rey justiciero y se deshace en polvo y brasas y humo y fuego y explosiones de locura mientras el rey tañe, desorbitado, loco, solo en su soledad, meneando la cuerda que arrastra su cuerpo mientras su cuerpo lo arrastra para que el badajo sangriento golpee, una y mil veces, la campana de bronce, la que iba destinada a sembrar el terror, la que no olvidaría nadie y se oiría por todo el reino: la campana de Huesca.

Desde entonces nadie se olvidó de ella y el escarmiento perduró por los suelos y los años pero el rey se perdió porque, ganando su reino, perdió la razón, y la razón que se ha muerto se convierte en razón de Estado. Razón saliendo de la pérdida de razón, luz que se oscurece en las pupilas ciegas, voces que se apagan en las manos de un rey loco: las manos teñidas de bronce y manchadas de sangre; las manos que ya no abren libros porque ciñen la espada; las manos que ya no acarician porque son manos que matan; y ahora golpean el badajo porque sólo saben tocar, tocar, tocar, tocar campanas de muerte, tocar, tocar y anunciar el miedo porque las campanas van a oírse ya por todo el reino; las campanas del rey loco, del rey despiadado, del rey que pudo ser pero ahora ha muerto; y murió cuando empezó a tocar las campanas, las campanas que anuncian la muerte, campanas de bronce, campanas bermejas, campanas de viento y desolación, las campanas de Huesca. Las campanas.

 


 

 

 

sábado, 17 de julio de 2021

LA TIENDA

 

 

LA TIENDA



            Había una vez un mundo en el que siempre hacía frío. Habían puesto una tienda de ropa con un letrero que decía: “esta ropa cuesta trabajo”. Al lado, un letrero un poco más pequeño aclaraba: “después del mes de mayo sólo se venden camisetas”. Y así funcionaron las cosas, durante horas y días, durante semanas, meses y años; durante siglos.

            Un día Vicente fue a comprarse ropa. Tenía frío. En su desnudez, los fríos de enero sembraban aire, niebla, copos, hielo. Tenía frío y no podía moverse. Los hielos no le dejaban pensar, lo paralizaba la escarcha, el viento tiritaba, el viento. Fue a la tienda a comprarse ropa pero el viento lo zarandeaba; debilitados sus movimientos, se agarraba a los árboles y buscaba cuerpos de apoyo, pero no los veía. Le fallaban las fuerzas. Aquellas fuerzas que había ido acumulando desde niño las había echado a perder; no las había guardado, en su descuido, o se las habían quitado otros que se habían aprovechado de su desidia. Ahora estaba desarmado su hálito temblaba, y no encontraba un sitio donde poderse apoyar.

            Se sintió débil: se sintió solo. Lamentó aquellos años en los que no recogió los frutos que la vida había puesto a sus pies. Se sintió yerto. Sintió impotencia, su cuerpo acusó la debilidad, su mente el vacío, hambre en la memoria, frío en el corazón, sed en el pensamiento. Se sintió muerto. Supo que aquel bagaje ahora le sería útil, pero ya era tarde; no recogió la lluvia que cayó en su momento y ahora se había quedado sin agua. Tenía hambre, sed, cansancio; lloraba. Y no llegaba a la tienda donde iba a comprarse la ropa porque tenía frío. No llegaba y el frío del que quería protegerse le quitaba las fuerzas para buscar protección.

            Cuando llegó a la tienda ya había pasado el mes de mayo. A la entrada había un hombre con una máquina de medir esfuerzos. Mandó subir a Vicente y, después de esperar un rato, apareció en la pantalla un letrero:

            “Con el trabajo de este hombre se puede comprar una camiseta, una camisa, una chaqueta, unos calzoncillos y un pantalón; y unos zapatos; y un sombrero”.

            Le dio un vale y Vicente lo cogió con sus manos temblorosas. Lo leyó; “en el primer puesto puedes comprar camiseta, camisa y chaqueta; en el segundo, pantalones y calzoncillos; y en el tercero, zapato y sombrero”.

            Fue al primer puesto, entregó el primer vale. El vendedor le dijo:

            -Toma, una camiseta.

            Él preguntó que por qué no le daban chaqueta, si la tenía puesta en el vale junto a la camisa.

            -Porque has venido después de mayo –le dijo-. Pasado ese plazo, ya no hay camisa ni chaqueta aunque te las hayas ganado.

            Llegó al segundo puesto y entregó el otro vale.

            -Aquí tienes –le dijeron-: unos calzoncillos.

            -¡Pero si tengo derecho a pantalones!- repuso él.

            -Ese derecho lo has perdido –le contaron-. Has llegado tarde.

            Y en el tercer puesto, donde entregaban el sombrero y los zapatos, no se los quisieron dar. Y se encontró aterido, acurrucado, herido y en camiseta.

            -En calzoncillos.

            -Bueno, en calzoncillos.

            O en bragas. Y lo peor es estar con el culo al aire. Porque podías morirte de frío, en aquel reino, si no merecías abrigarte. Para cubrirse era necesario hacer méritos.

            Y anda poblado el mundo de personas en camiseta, en bragas o en calzoncillos. Y son legiones también los que andan con el culo al aire. Mucha gente pasa frío y sólo algunos se han calentado. Y éstos, a quienes ha sonreído la suerte, además de estar calientes se ríen de los que están desnudos; de los débiles, de los que andan por ahí en calzoncillos; de los del culo al aire; de los perdidos.

 


            El mundo de nuestro cuento es un retrato de la escuela en que nos ha tocado vivir. Quienes suspenden están con el culo al aire; son gente sin diploma, sin preparación, sin historia, sin fortuna; por no tener, no tienen ni nombre siquiera: son los marginados, los excluidos. Y vagan por el mundo ateridos ante la indiferencia de la sociedad. Una sociedad desalmada que se ríe de los fracasados sin preocuparse de comprender las flaquezas que los llevaron al fracaso. Porque las debilidades de antaño te las restriegan en la cara durante toda la vida, como si fueran estigmas; identificados para el castigo, señalados, reos para siempre, carne de cañón.

            Luego están quienes han llegado y se compran ropa. Pero no se la dan porque han llegado tarde, y te quitan pantalón y chaqueta, sombrero y zapatos, para quedarte sólo en calzoncillos. Así hay quien suspende en los exámenes y los recupera con un sobresaliente; y el sobresaliente, como lo han sacado a destiempo, te lo han cambiado por un aprobado. Detrás de los aprobados hay sobresalientes y notables que la escuela no reconocerá nunca, aunque sean tuyos. Te los habrás ganado a pulso pero estarán escondidos; serán imposibles de encontrar, camuflados entre la masa de estudiantes que verdaderamente hayan pasado con un aprobado raso.

            ¿Qué sociedad es ésta? ¿Qué escuela, que esconde entre la niebla los trajes que se han comprado en el tiempo del estudiante, cuando no coincide con el de los profesores? Si la sociedad nos deja arreglar los platos rotos ¿por qué los rompe luego de nuevo, por qué? Quien sobresale en una recuperación se queda con un aprobado raso para esconder el sobresaliente; porque haber fallado era un pecado imperdonable por el que hay que seguir pagando, aunque los platos rotos ya se hayan arreglado, durante toda la vida. Como una marca imposible de borrar, como una cicatriz del fracaso. Una huella. Para esas gentes la escuela es una cárcel donde las faltas del alumno, como un eterno pecado original, no las borra ni dios con su misericordia ni el alumno con su esfuerzo; pues se han escrito con tinta indeleble y te perseguirán para toda la vida. Para siempre jamás. 



viernes, 9 de julio de 2021

PENSAMIENTOS

 

 

PENSAMIENTOS

 


1. La muerte.

 

            Morir es dejar de sentir. Si no sentimos lo malo no podemos sufrir. Si no sentimos lo bueno no podemos disfrutar. Y si no sentimos que nos falta lo bueno tampoco podemos sufrir por lo que hemos dejado de disfrutar. Sufrir. En ningún caso la muerte puede ser motivo para el dolor.

 

2. El alma.

 

            El alma es el origen del movimiento. La diferencia entre un ser vivo y un cadáver es que uno se mueve y el otro no. Se podrán mover las partes del cadáver como moléculas y células, pero el cuerpo, como tal cuerpo, ya nunca se moverá.

 

3. Dios.

 

            Sentimos hambre porque tenemos aparato digestivo; un átomo, que no lo tiene, nunca tendría ganas de comer. Si sentimos a dios es porque tenemos el vacío de dios; si no lo tuviéramos no lo sentiríamos, como una piedra, una planta o un murciélago no pueden tener nostalgia de dios. Pero ese vacío ¿cómo es que lo tenemos? ¿De dónde nos viene ese anhelo si no es por la inercia de vivir? Todos los seres tienden a seguir viviendo, la vida es una inercia que nos empuja a no dejar de vivir. Esa inercia que huye de la muerte busca, inventándose lo divino, vivir soñando en la inmortalidad.

 

4. El amor.  

 

            Sentimos hambre porque necesitamos que nos quieran. En ese anhelo de ser queridos por seres que necesitan que los queramos es lo que nos convierte en seres enamorados, y esa naturaleza enamorada la tenemos clavada en el alma: es el corazón.

 

5. La admiración.

 

            Nos admiramos de las cosas porque queremos que nos admiren. Necesitamos una mirada que nos diga no sólo que estamos bien hechos, sino que las cosas que hemos hecho las estamos haciendo bien. Si no nos maravillara el mundo; si no necesitáramos que nos admiraran, no podríamos decir que somos, en nuestra naturaleza, muerte, alma, aliento divino y admiración; el amor vence a la muerte y el alma, que palpita, le exige a la inteligencia que no deje de volar; de alimentar los anhelos de esos seres enamorados que no dejan de maravillarse porque tienen razón: y en la razón tienen el corazón.

 


 

 

viernes, 2 de julio de 2021

¿PUEDE CRECER LA CULTURA AL AMPARO DE LA PROSPERIDAD?

 

 

¿PUEDE CRECER LA CULTURA AL AMPARO DE LA PROSPERIDAD?

 


            El año del hambre fue una época de privaciones; una época en donde la gente no tenía ni lo más elemental. Pero los niños que pasaron hambre luego tuvieron hijos; y vivieron con la obsesión de que sus hijos tuvieran siempre que comer, aunque fuera sólo sopa y cocido. El jamón era para los ricos, pero vinieron tiempos en que los pobres también comieron jamón. Sus hijos iban a la escuela de maestría y los hijos de los señores, al instituto; pero en el instituto empezó a haber también hijos de obreros. Por aquel entonces las vacaciones las pasaban en el pueblo, mientras los señores iban a la playa, o a la sierra, a caminar o a esquiar.

            Al terminar el bachillerato los viajes de fin de estudios se hacían a Andalucía, o a Valencia, o a Portugal. Era frecuente que los hijos de los obreros no fueran, porque no se los podían pagar; otros sí; y poco a poco fueron yendo más hijos de obreros  al viaje de estudios: junto con los del médico, el farmacéutico, el comisario, el practicante, el ingeniero, el de la tienda y hasta el alcalde.

            Llegó un momento en que en el viaje de estudios los hijos de los obreros no llegaron a distinguirse de los de los señores. Quien más, quien menos, iba alguna vez al restaurante. En los bares daban aperitivos muy golosos. Todos iban a la discoteca, a la pastelería, al pub. El cine dejó de ser el refugio de los pobres. Los viajes de estudios empezaban a hacerse en avión y todos presumían de haber estado en Londres, París, Roma, hasta Nueva York. Los hijos de los obreros tenían dinero en el bolsillo: no tanto como los de los señores, pero tenían. La gente humilde compraba casas y tenía hipoteca, aunque luego comiera latas de sardinas; era el capitalismo popular; lejos de la guerra, se alzaba la figura de la señora Thatcher.

            Pero los chicos, que se llenaban por fuera, se fueron vaciando por dentro. Ya no les interesaba el progreso, la justicia, el avance de la sociedad, sólo les interesaba la ropa, depilarse, los tatuajes, el piercing, el botellón, las zapatillas de marca. Se tragaban los culebrones y les aburrían los documentales. La gente sólo hablaba de hipotecas, de dinero, de préstamos e intereses, de aviones, de ropa comprada fuera, de vestirse, peinarse y acicalarse, y los chicos se depilaban como las chicas, y se ponían pendientes, y hasta brillantes, y ya nadie hablaba de cine, ni de teatro, ni de libros, sino de porros, chocolate, rayas, pastillas, borracheras y tabaco. Los hijos de los obreros habían salido de la necesidad; nadaban en la abundancia aunque esa abundancia flotase sobre la necesidad de sus propios padres. Y yo me pregunto: ¿por qué la abundancia del bolsillo trae consigo la pobreza del espíritu? ¿No podemos ser ricos a la vez de lo uno y de lo otro? ¿Es que ser rico de dinero nos condena irremediablemente a ser pobres de la cabeza, de los ideales y del corazón?

 


Lo material crece en razón inversa de lo espiritual.

 

            La alternativa es deprimente. O nos toca ser pobres y soñar con un mañana mejor, o ser ricos y no tener futuro en la cabeza; o no tener nada en la vida y tener vida en la ilusión, o carecer de ilusiones porque hemos solucionado los problemas materiales de la vida. ¿Acaso la riqueza material está en razón inversa de la del espíritu? ¿Por qué no puede la gente vivir holgadamente y deleitarse con la cultura y el pensamiento? ¿Por qué, cada vez que tenemos dinero, lo gastamos siempre en cerveza y nunca en libros? ¿Por qué a los jóvenes los llevan al museo del Prado y lo desprecian y por qué, cuando no podían, soñaban siempre con el día en que podrían ir al museo?

            También puede ser otra cosa: que los mismos que desprecian la cultura en épocas de abundancia la hubieran despreciado antes en épocas de escasez; que la sociedad esté hecha de una minoría inquieta y una mayoría de cabezas huecas, y que, en épocas de escasez, sean estas últimas las que gritan pidiendo acceso a la cultura, pero siempre por gritar: en el fondo la cultura no les importa.

            Dos posibilidades, pues. Primera: el bienestar material es incompatible con el espiritual. Segundo: la sociedad está hecha de una mayoría sin inquietudes y una minoría con aspiraciones; la que está dispuesta a masificarse y la que se enriquece con la vida enriqueciendo los lugares por donde pasa; la que espera que la entretengan y la que crea su propio entretenimiento; la que deja pasar el tiempo y la que se llena de tiempo; la que mata el rato y la que lo llena de vida.

 

¿Se puede progresar sin dejar de ser generoso?

 

            Si la primera posibilidad fuera cierta el bienestar material sería incompatible con el espiritual. Una sociedad preocupada por ayudar al necesitado se enfrentaría a la picaresca de los excluidos: el parado no buscaría trabajo hasta que no se le acabara el paro (es decir, hasta que no perdiera el derecho al subsidio de desempleo); el explotado se volvería explotador en cuanto saliese de la postración en la que se encuentra; Cristiano Ronaldo pasaría de ser un niño escandalosamente pobre a ser un hombre escandalosamente rico; el niño maltratado se convertiría en hombre maltratador (y, en lo tocante a los pueblos, el mismo que fue perseguido hasta el exterminio soñaría con perseguir hasta el exterminio a los palestinos); si alguien que alcanza la prosperidad no se vuelve sinvergüenza es porque no ha tenido la oportunidad de serlo. Si el mundo fuera así, la gente se dividiría en dos categorías: quienes roban y quienes no pueden robar.

            Si la sociedad no se preocupara por ayudar al necesitado se enfrentaría a la picardía de los poderosos: los cuales reclamarían más libertad para robar (los liberales lo llaman desregulación). Los políticos comprarían los votos, manipularían las elecciones, cobrarían sobornos y dietas fraudulentas, como los empresarios, que las pagarían para obtener beneficios; y la competencia de los liberales, abandonada a sí misma, se destruiría sola y acabaría en monopolio. Todos serían pícaros en la pobreza y sinvergüenzas en la abundancia, inexorablemente.

            Si tales fueran las inercias de la naturaleza humana está claro que, en cuanto los excluidos abandonaran la pobreza, cada peldaño que subieran en la escala del bienestar sería una posibilidad más de engañar a sus semejantes, de reírse de ellos, de aprovecharse del incauto, de robar, de eliminar a quienes destacan, y hasta de matar. Todos serían enemigos de todos, cada cual vería a los demás como cazadores si son superiores a él, y como presas si son frágiles.

            Entonces toda política encaminada a sacar a los excluidos de su estado de postración no haría sino darles armas para explotar a los demás; y su espíritu, ya de por sí pobre, se empobrecería aún más. Toda política de izquierda, por respetuosa y generosa que fuera, no acabaría en la felicidad de todos sino en el egoísmo; lo fundamental no sería enriquecerse uno mismo sino empobrecer al vecino; y la riqueza necesaria para el bienestar perdería el sentido de la mesura y se convertiría en acumulación sin límites; sin escrúpulos para el sufrimiento de quienes se verían privados de lo necesario, por nuestra ansia desmesurada de poder.

 

            La otra posibilidad es que la sociedad esté hecha de una mayoría que pierde el tiempo y una minoría que lo gana, llenándolo; tiempo vacío para unos y lleno de sentido para otros. Vayamos por partes.

 


Tres explicaciones posibles.

 

            El mundo en que vivimos responde a nuestras demandas; satisface nuestras carencias. Un día fuimos pobres y un día, también, salimos de la necesidad. No digo que fuésemos ricos, no, sino que ya teníamos lo necesario para vivir. Nuestras ilusiones, una vez salidos de la postración, pudieron alimentarse sin que la preocupación por sobrevivir nos quitara tiempo para soñar; teníamos ya una casa confortable, buena comida, una botella de buen vino, un lecho mullido donde descansar; y allí, entre el placer y las necesidades, podíamos soñar, leer, deleitarnos con el arte, con la música, alimentar nuestros ideales y alimentarnos de ellos, llenar las esperanzas del espíritu, sobrevolar las cosas materiales, distanciarnos de ellas, y flotar.

            Pero también es el mundo una lucha por salir a flote cuando nuestras ilusiones, empañadas por la necesidad de un techo y buena comida y un sueldo digno, no pueden desenvolverse. Luego encontramos prosperidad y nuestras ilusiones, ocupadas en las cosas materiales, se olvidan de las espirituales; suele suceder que la prosperidad de las cosas materiales y prosaicas se come las ilusiones, las ganas de ser, las ansias de plenitud, la generosidad, el arte, los altos vuelos. Como si las satisfacciones cotidianas rebajaran nuestras expectativas.

            Y sucede, además, que la sociedad está hecha de individuos sin horizontes e individuos cuyos horizontes los llevan lejos; y que los primeros son mayoría, yo diría incluso que una gran mayoría. La mayoría tiene objetivos de corto alcance y sólo a unos pocos los mueven las ilusiones de altos vuelos. Unos viven en el corto plazo y la satisfacción que obtienen no les llena más que la barriga; otros viven, no ya en el largo plazo, soñando qué harán con sus ambiciones, sino en un futuro sin plazos y sin límites poblado de ilusiones cargadas de ideales apasionados. Muchos cultivan la materia; pocos el espíritu. Y cuando la sociedad cambia conquistando satisfacciones en el mundo material, algunos viven su confort como un trampolín que los proyecta hacia la plenitud: otros se conforman con disfrutar de la vida material sin apartarse de ella.

            En resumen, que podemos decir que el bienestar material no alimenta el bienestar espiritual pero tampoco que se alimenta de él creciendo a su costa; pero sí hay individuos que, cuanto más cómodos están, más soñadores son; e individuos (la mayoría) que no saben disfrutar del cuerpo sin renegar de las pasiones del alma, vendiéndosela toda entera al cuerpo: lo triste es que sus mediocridades se empeñan siempre en ahogar las excelencias de los primeros.

             La mejora de las condiciones de vida no mejora las satisfacciones del espíritu.

            Tampoco crece a costa de él.

            Pero la mayoría ambiciona lo material y sólo una minoría ambiciona la vida del espíritu; el triunfo del espíritu (de la cultura) pocas veces llega al mundo de la materia dominado por las gentes mediocres (a menos que lo necesiten para exponerlo como decorado).

            El mundo está lleno de genios y mediocres; el triunfo espiritual de los primeros lo acalla siempre el triunfo material de los segundos, cuya prosperidad se labra siempre a costa del fracaso del espíritu; eso vale para todas las épocas, tanto las de prosperidad como las de atraso. Si la materia no está en el origen del espíritu (tanto en la prosperidad como en el atraso), tampoco podemos decir que la falta de cultura denote falta de prosperidad; las dos cosas son, simplemente, recíprocamente ajenas; no tiene nada que ver la una con la otra.

            Pero sí podemos decir que sin una mínima base material cualquier atisbo de cultura es imposible; la mente que se muere de hambre no es capaz de pintar, ni tocar, ni escribir, ni componer.

 


Conclusión.

 

            Primero: donde hay progreso material es fácil que haya progreso espiritual (es decir, progreso en la cultura). No se trata de un determinismo, no se trata de que siempre que prospera la economía se enriquezca la cultura necesariamente: puede ser así, como la prosperidad de los banqueros holandeses e italianos trajo el arte de los primitivos flamencos y del Renacimiento; pero también puede ser al revés, como la pobreza en la España del Siglo de Oro convivió con un avance espectacular de la cultura (“filósofo estáis”, dice Babieca, y Rocinante le responde: “es que no como”). La prosperidad, por tanto, no es en sí misma motor de cultura.

            Segundo: la pobreza, como acabamos de ver, tampoco es un motor que ponga en marcha la cultura; la filosofía se desarrolló, sí, en la deprimida sociedad de los Austrias, pero también en las ricas y prósperas ciudades de Jonia, junto a Éfeso y Mileto. Tan habitual es ver filósofos ricos como filósofos pobres.

            Tercero: toda sociedad, ya será próspera o deprimida, contiene minorías ricas y mayorías pobres; los escritores y artistas, con ser minoría, no salen necesariamente de la minoría privilegiada; unos salen de ella y otros de la mayoría pobre.

            No hay, pues, relación de causa a efecto entre el progreso material y el progreso de la cultura: también el atraso económico puede hacer progresar la cultura, cómo no.