sábado, 17 de julio de 2021

LA TIENDA

 

 

LA TIENDA



            Había una vez un mundo en el que siempre hacía frío. Habían puesto una tienda de ropa con un letrero que decía: “esta ropa cuesta trabajo”. Al lado, un letrero un poco más pequeño aclaraba: “después del mes de mayo sólo se venden camisetas”. Y así funcionaron las cosas, durante horas y días, durante semanas, meses y años; durante siglos.

            Un día Vicente fue a comprarse ropa. Tenía frío. En su desnudez, los fríos de enero sembraban aire, niebla, copos, hielo. Tenía frío y no podía moverse. Los hielos no le dejaban pensar, lo paralizaba la escarcha, el viento tiritaba, el viento. Fue a la tienda a comprarse ropa pero el viento lo zarandeaba; debilitados sus movimientos, se agarraba a los árboles y buscaba cuerpos de apoyo, pero no los veía. Le fallaban las fuerzas. Aquellas fuerzas que había ido acumulando desde niño las había echado a perder; no las había guardado, en su descuido, o se las habían quitado otros que se habían aprovechado de su desidia. Ahora estaba desarmado su hálito temblaba, y no encontraba un sitio donde poderse apoyar.

            Se sintió débil: se sintió solo. Lamentó aquellos años en los que no recogió los frutos que la vida había puesto a sus pies. Se sintió yerto. Sintió impotencia, su cuerpo acusó la debilidad, su mente el vacío, hambre en la memoria, frío en el corazón, sed en el pensamiento. Se sintió muerto. Supo que aquel bagaje ahora le sería útil, pero ya era tarde; no recogió la lluvia que cayó en su momento y ahora se había quedado sin agua. Tenía hambre, sed, cansancio; lloraba. Y no llegaba a la tienda donde iba a comprarse la ropa porque tenía frío. No llegaba y el frío del que quería protegerse le quitaba las fuerzas para buscar protección.

            Cuando llegó a la tienda ya había pasado el mes de mayo. A la entrada había un hombre con una máquina de medir esfuerzos. Mandó subir a Vicente y, después de esperar un rato, apareció en la pantalla un letrero:

            “Con el trabajo de este hombre se puede comprar una camiseta, una camisa, una chaqueta, unos calzoncillos y un pantalón; y unos zapatos; y un sombrero”.

            Le dio un vale y Vicente lo cogió con sus manos temblorosas. Lo leyó; “en el primer puesto puedes comprar camiseta, camisa y chaqueta; en el segundo, pantalones y calzoncillos; y en el tercero, zapato y sombrero”.

            Fue al primer puesto, entregó el primer vale. El vendedor le dijo:

            -Toma, una camiseta.

            Él preguntó que por qué no le daban chaqueta, si la tenía puesta en el vale junto a la camisa.

            -Porque has venido después de mayo –le dijo-. Pasado ese plazo, ya no hay camisa ni chaqueta aunque te las hayas ganado.

            Llegó al segundo puesto y entregó el otro vale.

            -Aquí tienes –le dijeron-: unos calzoncillos.

            -¡Pero si tengo derecho a pantalones!- repuso él.

            -Ese derecho lo has perdido –le contaron-. Has llegado tarde.

            Y en el tercer puesto, donde entregaban el sombrero y los zapatos, no se los quisieron dar. Y se encontró aterido, acurrucado, herido y en camiseta.

            -En calzoncillos.

            -Bueno, en calzoncillos.

            O en bragas. Y lo peor es estar con el culo al aire. Porque podías morirte de frío, en aquel reino, si no merecías abrigarte. Para cubrirse era necesario hacer méritos.

            Y anda poblado el mundo de personas en camiseta, en bragas o en calzoncillos. Y son legiones también los que andan con el culo al aire. Mucha gente pasa frío y sólo algunos se han calentado. Y éstos, a quienes ha sonreído la suerte, además de estar calientes se ríen de los que están desnudos; de los débiles, de los que andan por ahí en calzoncillos; de los del culo al aire; de los perdidos.

 


            El mundo de nuestro cuento es un retrato de la escuela en que nos ha tocado vivir. Quienes suspenden están con el culo al aire; son gente sin diploma, sin preparación, sin historia, sin fortuna; por no tener, no tienen ni nombre siquiera: son los marginados, los excluidos. Y vagan por el mundo ateridos ante la indiferencia de la sociedad. Una sociedad desalmada que se ríe de los fracasados sin preocuparse de comprender las flaquezas que los llevaron al fracaso. Porque las debilidades de antaño te las restriegan en la cara durante toda la vida, como si fueran estigmas; identificados para el castigo, señalados, reos para siempre, carne de cañón.

            Luego están quienes han llegado y se compran ropa. Pero no se la dan porque han llegado tarde, y te quitan pantalón y chaqueta, sombrero y zapatos, para quedarte sólo en calzoncillos. Así hay quien suspende en los exámenes y los recupera con un sobresaliente; y el sobresaliente, como lo han sacado a destiempo, te lo han cambiado por un aprobado. Detrás de los aprobados hay sobresalientes y notables que la escuela no reconocerá nunca, aunque sean tuyos. Te los habrás ganado a pulso pero estarán escondidos; serán imposibles de encontrar, camuflados entre la masa de estudiantes que verdaderamente hayan pasado con un aprobado raso.

            ¿Qué sociedad es ésta? ¿Qué escuela, que esconde entre la niebla los trajes que se han comprado en el tiempo del estudiante, cuando no coincide con el de los profesores? Si la sociedad nos deja arreglar los platos rotos ¿por qué los rompe luego de nuevo, por qué? Quien sobresale en una recuperación se queda con un aprobado raso para esconder el sobresaliente; porque haber fallado era un pecado imperdonable por el que hay que seguir pagando, aunque los platos rotos ya se hayan arreglado, durante toda la vida. Como una marca imposible de borrar, como una cicatriz del fracaso. Una huella. Para esas gentes la escuela es una cárcel donde las faltas del alumno, como un eterno pecado original, no las borra ni dios con su misericordia ni el alumno con su esfuerzo; pues se han escrito con tinta indeleble y te perseguirán para toda la vida. Para siempre jamás. 



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