viernes, 23 de julio de 2021

LAS CAMPANAS DE HUESCA

 

 

LAS CAMPANAS DE HUESCA  

 


1.

 

            Hay una roca que se desploma sobre el suelo pero se detiene a media altura; y no es que parezca suspendida en el espacio, sino que el espacio está suspenso, como un pajarillo en las fauces de un monstruo, en el interior de la roca. Los poetas míticos la verían como el bostezo del caos, y su mole, imponente y sobrecogedora, parece un río de piedra detenido en su caída como una cascada congelada; cascada, pues, como bóveda desprendida del cielo; su base se hincha como si el agua estallara en espuma trocando su esencia etérea por una piedra replegada sobre sí, como un labio enorme, como el borde solidificado de una colada de lava.

            Dentro de esas fauces hay unas paredes que se elevan, resignadas al abrazo ciclópeo de la roca, con muchos ojos que miran asustados: ventanas románicas que, curvadas por arriba y rectilíneas por abajo, parecen la mirada a un tiempo de miedo y de pena: la mirada del templo a punto de ser engullido por el vientre de San Juan de la Peña. Tocan las campanas. Y es un tañido quejumbroso, voz apagada y lamento, como una queja grabada en el silencio, como el pedal de una gaita, como un bajo continuo.

            Las campanas de Jaca tañen a coro, voces metálicas. Las campanas de Huesca, las campanas del reino. Desde las ermitas laten también humildes campanas en sus espadañas. La campana mayor, campanas de bronce, campanas huecas y roncas con el estruendo que atruena en los sonidos graves. Yo os contaré el secreto de las trágicas campanas. La historia del rey, sacado del convento para ocupar el trono y todos creyeron que sería un muñeco al que manejarían a su antojo. Por eso lo eligieron. Había muerto Alfonso I el Batallador. Quedaría el reino, por dictado suyo, en manos de unas órdenes religiosas: los Templarios, el Santo Sepulcro, los Hospitalarios; órdenes demasiado guerreras para dejarse maniatar. Los nobles prefirieron, entonces, al hermano del rey muerto; de nombre Ramiro, segundo de su linaje, que vivía escondido, retirado, en el fondo de un monasterio; y por eso lo llamaron Monje.

            Venid, pasad. Entrad por esta puerta que se abre dentro de otra puerta de piedra, la roca que muestra sus fauces hasta el fondo de la tierra. Es como si en su lengua estuviera el suelo y el techo se confundiera con su paladar: allí, en ese bostezo, está el monasterio; el tejado de la nave choca contra el techo y la propia piedra se convierte en tejado cuando ya no hay sitio para las tejas. Venid: pasad; no os asuste el impresionante macizo que se cierne sobre el claustro, abatido sobre sus arcos, amenazando con caerse: pero sin caerse nunca. Así, como una muda amenaza, ha estado suspendido siempre, quién sabe, toda una eternidad. Por sus pasillos austeros retumba el silencio con el eco de los pasos. Venid, pasad. Hay una estancia con mesas oscuras, con velas vidriosas de llamas vacilantes, donde el estudio pareciera una condena: allí está la crónica; la crónica desgraciada de Ramiro el Monje; la crónica de San Juan de la Peña.

            En sus garabatos resuenan voces occitanas. Manuscritos hechos voces, voces donde se dicen las palabras, palabras donde se dice la música: trovadores, bailarines, juglares, malabarismos imposibles que juegan con las palabras, lances de amores y gestas guerreras; de allí vienen los versos que la montaña ha aplastado convirtiéndolos en prosa; la montaña que aplasta los versos y los cantos, la que les roba el cantar a las narraciones, la que convierte las narraciones en relatos, la que entierra los relatos en las bibliotecas, la que convierte las bibliotecas en cementerios.

            He aquí la crónica de San Juan de la Peña. El decurso gris de los tiempos que antaño tuvieron color, la voz monocorde que antaño era una canción, un cantar de gesta convertido en crónica, el de Ramiro II el Monje, el que se esconde en el monasterio y enmudece cuando suenan todas las campanas, en Jaca, en las ermitas, en los peñascos del Pirineo; rebotando entre pinos, peñascos y arroyos, torrentes que se desploman bajo las nieves, un torrente de campanas, campanas de la devoción, no devota a nada más que a la guerra; y a su lado, la piedad, herida, muerta y enterrada, no es más que una apariencia: he aquí el cantar de la campana; el cantar de la campana de Huesca.

 


2.

 

            -Yo quiero construir una campana –decía el rey-. Una campana que se oiga en todo el reino. Una campana de hierro, de bronce, de roca y de acero; la campana más potente que jamás pueda oírse en todo el mundo; y que también la oigan en París, tocándola en Huesca, como hizo sonar Roldán, para que se oyera allí lejos, el olifante que tocó, en señal de auxilio, cuando sus tropas morían en Roncesvalles; en el Pirineo.

            He aquí la vida retirada de Ramiro en su monasterio. He aquí negros presagios, vientos de locura, en las noches lúgubres cuando se enciende el cielo. Vendavales soplan en el espacio, vendavales rojos en sus cerrojos negros. Su mente es una tormenta y en ella soplan vientos de locura, sus desorbitados ojos son el eco de la sinrazón, la bóveda del cielo que clava sus saetas en ellos y en sus saetas, el miedo, y en el miedo, las desmesura, y en su desmesura, la justicia convertida en venganza, la venganza convertida en castigo, el castigo trocado en crueldad, la crueldad en crimen despiadado, y el crimen, en el alma desalmada, se convierte en miedo que ha de domar a los nobles levantiscos, crepitando en las llamas cuando se abriga junto al fuego el rey que todavía es monje; acercando sus manos, deslumbrado en la misma llama, y en las cejas abiertas, ojos saliéndose de sus órbitas, presos en la locura, los heraldos del temor, salen llamaradas crepitando, como en la hoguera, estallando en chispas rojas y en esas chispas se extiende, se extenderán por todo el reino, cuando el monje sea rey y trueque en desazón la tranquilidad del monasterio; se extenderán, con su locura, el aliento despiadado del terror: sembrado en todas partes por el rey loco que tiene miedo.

            Ha muerto Alfonso el Batallador. Los monjes recorren el reino buscando, entre las piedras, castillos, y más allá de los castillos, el templo. Han llegado a la austeridad del templo donde vive Ramiro. El monje convertido en abad, porque antes de ser monje, destinado a convertirse en abad porque era noble, y además hermano del rey, no iba a ser el fraile que barre ni  el fogón de la cocina; ni el que toca las campanas, ni el cerillero: el hijo no primogénito del rey va a la iglesia pero lo llevan a mandar, no a obedecer las órdenes de un fraile con menos dignidad, aunque tenga más mérito.

            He aquí a Ramiro convertido en rey. Ramiro recluido en su castillo, lleno de almenas para protegerse, lleno de adarves y troneras, lleno de peligros por todas partes. Ramiro II el Monje. Su vida es un cubil de rebeldías, un tropel de felonías, un baile de conspiraciones. Los nobles quieren gobernar y ser más poderosos cada día y quitarle poder al rey y desobedecer sus dictados. Es débil e indeciso, piensan todos;  es manso como un cordero, esclavo como un buey, no tiene carácter. Pero nadie cuenta con que está loco. Recluido, fue un loco en su locura, fue un toro dentro del buey, una víbora en la lombriz, y dentro de la paloma había un águila. Los nobles vuelan y se soliviantan, se juntan en sus castillos, encienden fuegos, levantan banderas, hablan y hablan. Por todas partes llegan noticias al rey: sus emisarios detenidos, sus campos saqueados, sus caminos hollados, sus castillos vencidos, sus correos asesinados. Hasta las caravanas del infiel han sido atacadas, musulmanes, almohades protegidos por el rey, han sido atacados por los nobles, y vencidos, y muertos, maldecidos en su ley, y atacados, y robados. 




            El rey medita, pero no piensa. Sale a las murallas y contempla sin ver, sus ojos miran al fuego pero el fuego los deslumbra, y en su resplandor ve lo que ha de ser, lo que será lo ve en lo que fue, y en el consejo del buen abad, su amigo y maestro, a él le dirá qué hacer, a él le preguntará, perplejo, a él le pedirá consejo. Salen unos jinetes hacia el monasterio de San Ponce. Con ellos una misiva: ¿qué hacer, mi señor abad? ¿Qué hacer, si mando, si no me oyen, qué hacer, señor, con mis nobles levantiscos? Siendo niño Ramiro tuvo un maestro que le enseñó muchas cosas e hizo de él un monje, refugiado en el silencio, recluido entre paredes, amante de los libros. Ese maestro hoy es abad. Y como él, ya rey, tiene arrugado el rostro, tiene la frente marcada, tiene el ceño fruncido: así también el abad es viejo pero más viejo que él, y mira al mundo desde lejos, preparándose para partir, y la ceremonia de la muerte le ha dado sabiduría.

            El abad escucha a los emisarios del rey. Guarda silencio. Con ademanes pausados, enjuto y cansado y hermético como una tumba, se levanta y camina cogiendo unas tijeras: los emisarios le siguen. Ha salido por la puerta y ahora mira la tierra, el campo sembrado de coles, y más allá hay una valla, y detrás de la valla campos de trigo. Avanza hacia ellos y, sin decir nada, va cortando una a una todas las espigas que sobresalen. Su rostro adusto tiene la barba partida. Después se da la vuelta y regresa al claustro y los hombres, que han sido despedidos, recorren a caballo los álgidos campos, el Duero, Zaragoza, y llegan a su señor penetrando en el castillo.

            -¿Y bien? –les pregunta el rey.

            Sus hombres le cuentan lo que ha hecho el abad, lo que sus ojos han visto. El rey los mira y su mirada traspasa la realidad; se va más allá donde el bruto no piensa, donde la bruma de la inteligencia se funde con el desvarío, y hay un destello de locura que arranca de sus ojos, y es la voz de la conciencia hecha luz, de una conciencia que es la sabiduría de los locos, la que no distingue la luz, aquella para la que no hay colores y todo lo ve en blanco y negro; aquella sabiduría donde el corazón se duerme en la astucia, despiadado saber qué hacer, la razón de Estado.

 


3.

 

            Hoy las campanas tocan a la vez: tantas campanas en tantas iglesias, tantas torres en tantos campanarios. Campanas grandes y pequeñas, de bronce y de hierro, cantarinas y siniestras, amenazadoras y alegres, tocan, tocan, y suenen, suenan, perforan los tímpanos del aire, gritan al cielo golpeándose en las cuerdas, martillos de bronce en los pesados yunques, voces de iglesia en sus múltiples badajos. El rey ha convocado a los nobles del reino. Reunirá las cortes en Huesca y allí les mostrará, según han dicho los heraldos, avanzando por tierras y rocas, trigos y peñas, llanuras y barrancos, una campana que habrá de oírse por todo el reino. El rey la ha mandado construir y ya los nobles, intrigados y curiosos, parten hacia Huesca deseosos de conocer aquella campana que, al decir de los heraldos, a nadie dejará indiferente; porque, tosca o pulida, fina o machacada, aplastada con mil martillos de mil herreros de miles de manos implacables, y hercúleas, a todos sorprenderá sin duda, no ha de dejar indiferente a nadie.

            -¡Vayamos a ver esa campana! –decían los nobles-. ¡Vayamos a ver esa locura del rey, esa locura!

            Y todos andaban, expectantes y curiosos, maravillados unos, y otros le hacían burla. Recorrieron los campos y se desparramaron por toda la geografía montados en sus corceles, ataviados con sus mejores galas, ricamente vestidos, almetes, correajes, espadas, capas, hermosas telas, pero metálicos, brillantes y enfundados en sus cotas de malla. El rey los agasajó con un suculento asado que, sacado de las brasas, chorreaban el jugo de sus grasas y prometían ricos manjares desde el mirar de sus cuellos descabezados. El vino sangriento resbalaba por sus labios y los nobles, ignorantes y analfabetos, se restregaban las manos por sus bocas y la grasa primitiva brillaba en sus labios toscos que, por un momento, parecían limpios y no era más que el brillo de la suciedad que vive bajo el lujo sin haber sido nunca de las cavernas.

            El rey les quiso mostrar la extraordinaria campana que había hecho construir. Lo más impresionante de todo –decía- era el badajo; no había adjetivo para describirlo; era desproporcionado, metálico, justiciero, cavernoso, sobrecogedor y terrible; un badajo que nadie había visto en el mundo, por él la campana retumbaba con más brío, con él sería potente, y llegaría a París, el extraordinario repicar de la campana.

            -Venid a verlo –les dijo-. Pero quiero enseñárselo primero a los nobles más excelsos del reino, a mis nobles más destacados.

            Salió el rey. Y se metió por una puerta recóndita y sombría. Y detrás de él fueron Pero Martínez, y luego Pero Vergua, Ferriz de Lizana, los cinco nobles del linaje de Lema; quince nobles fueron y el último era el obispo de Zaragoza, el señor de Ordás, y todos fueron a enterrarse en aquella torre oscura, justo debajo de la sala del trono; allí fue donde el rey quiso enseñarles la fabulosa campana que había de oírse por todo el reino, una inaudita maravilla.

            Después salió el rey. Y sus ojos miraron al sol, un sol cargado de nubes, donde la sombría majestad se alza sobre la luz mirando más allá, en un lugar del mundo que está fuera del mundo adonde no llegan los ojos de las más turbias ambiciones, tan largas en deseos como cortas de vista. Era Alfonso I el Batallador, forrado de cuerpo entero con su cota de mallas y cubierto de largos faldones, abiertos por los lados donde colgaban gruesos correajes, fuertes, recios, ampulosos, mil veces decorados, con una espada que tiraba hacia el suelo y arrastraba, en su pesadez, las espuelas que erizaban la cota y una corona que aplastaba la frente más que elevarla. Sobre esa figura quería imprimir la suya Ramiro II el Monje. Pero era un viejo donde su hermano murió joven, barbas blancas donde había barbas negras, luengas y partidas donde antes eran cortas, tenía abrigo oscuro donde el cuerpo vestía claridad y tenía también, en lugar de espuelas, un enorme dogo más negro que el infierno y en su cabeza no había corona, ni tampoco era de oro, sino bermeja: un gorro tosco y pesado como los ancianos que ya no pueden vivir, y en su color había un halo siniestro porque tenía el color de la sangre. 




            El rey Ramiro les sonrió con una mirada malévola y los recorrió de una punta a la otra con sus pupilas. Y en su mirada estaba la roca que aplastaba al monasterio de San Juan de la Peña. Una catarata de piedra había en sus ojos, una colada de lava detenida en el espacio, detenida en el tiempo de los guerreros, donde las tejas de la justicia son aplastadas por la razón de Estado y el templo es, sin morir a manos de su peso hercúleo, un espacio preso en la voracidad de sus fauces. Los ojos del rey Ramiro contenían todo eso. Y presagiaban nubarrones negros cuando les indicó, con un gesto de su mano, que fueran todos a ver la misteriosa campana.

            Todos los nobles bajaron por la escalera. Él les mostró el camino y cuando lo engulló la torre, los engulleron a todos los peñascos que se precipitaban desde lo alto del terror y en las profundidades de los infiernos más terribles de sus cabezas. En el suelo, en círculo, estaban sembradas las cabezas de los nobles; nadaban en charcos de sangre. Negros, blancos, envidiosos, brutos, asesinos, ahogados por la codicia, viejos y jóvenes, los tétricos muñones regaban el suelo de piedra de la torre centenaria; al fondo, amontonados contra el muro, estaban los cuerpos descabezados. Y una cuerda les erizó el pelo sacando escalofríos que tenían dormidos en la sangre. De ella colgaba la última cabeza, la más poderosa y díscola, la que parecía reírse todavía del rey, aunque hubiera traspasado los umbrales de la muerte. Los nobles, inmóviles en la escalera, se agolpaban unos contra otros y se apoyaban con las manos en las paredes: en aquellas cabezas estaba su futuro; así acabarían como ellos, si no cesaban en sus conspiraciones, si no atentaban contra el rey, si no escarmentaban: aprendieron la lección.

            Sí: el rey enloqueció, presa de su furor, y los ojos se le abrieron y se quedó ciego porque escaparon de sus órbitas para volar hacia unas nubes cargadas de tormentas: donde unos vientos huracanados azotaban el alma a latigazos, donde el agua se desplomaba en cascadas y eran cataratas de piedra, resplandor de rayos, culebras de fuego que rasgaban las nubes y partían la bóveda del cielo, desplomándose sobre el alma, destrozada en mil pedazos; y así el alma del rey se desató como un poseso; como ese perro negro que sujetaba en su correa, y, ya suelto, desbocado, recorrería la tierra hasta desplomarse en el Ebro por las rocas empinadas y los profundos barrancos. Así es como la furia nos lleva a la muerte, cuando se desboca, y, ya fuera de control, transforma en rey cruel al rey justiciero y se deshace en polvo y brasas y humo y fuego y explosiones de locura mientras el rey tañe, desorbitado, loco, solo en su soledad, meneando la cuerda que arrastra su cuerpo mientras su cuerpo lo arrastra para que el badajo sangriento golpee, una y mil veces, la campana de bronce, la que iba destinada a sembrar el terror, la que no olvidaría nadie y se oiría por todo el reino: la campana de Huesca.

Desde entonces nadie se olvidó de ella y el escarmiento perduró por los suelos y los años pero el rey se perdió porque, ganando su reino, perdió la razón, y la razón que se ha muerto se convierte en razón de Estado. Razón saliendo de la pérdida de razón, luz que se oscurece en las pupilas ciegas, voces que se apagan en las manos de un rey loco: las manos teñidas de bronce y manchadas de sangre; las manos que ya no abren libros porque ciñen la espada; las manos que ya no acarician porque son manos que matan; y ahora golpean el badajo porque sólo saben tocar, tocar, tocar, tocar campanas de muerte, tocar, tocar y anunciar el miedo porque las campanas van a oírse ya por todo el reino; las campanas del rey loco, del rey despiadado, del rey que pudo ser pero ahora ha muerto; y murió cuando empezó a tocar las campanas, las campanas que anuncian la muerte, campanas de bronce, campanas bermejas, campanas de viento y desolación, las campanas de Huesca. Las campanas.

 


 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario