¿PUEDE
CRECER LA CULTURA AL AMPARO DE LA PROSPERIDAD?
El año del hambre fue una época de
privaciones; una época en donde la gente no tenía ni lo más elemental. Pero los
niños que pasaron hambre luego tuvieron hijos; y vivieron con la obsesión de
que sus hijos tuvieran siempre que comer, aunque fuera sólo sopa y cocido. El
jamón era para los ricos, pero vinieron tiempos en que los pobres también
comieron jamón. Sus hijos iban a la escuela de maestría y los hijos de los
señores, al instituto; pero en el instituto empezó a haber también hijos de
obreros. Por aquel entonces las vacaciones las pasaban en el pueblo, mientras
los señores iban a la playa, o a la sierra, a caminar o a esquiar.
Al terminar el bachillerato los
viajes de fin de estudios se hacían a Andalucía, o a Valencia, o a Portugal.
Era frecuente que los hijos de los obreros no fueran, porque no se los podían
pagar; otros sí; y poco a poco fueron yendo más hijos de obreros al viaje de estudios: junto con los del
médico, el farmacéutico, el comisario, el practicante, el ingeniero, el de la
tienda y hasta el alcalde.
Llegó un momento en que en el viaje
de estudios los hijos de los obreros no llegaron a distinguirse de los de los
señores. Quien más, quien menos, iba alguna vez al restaurante. En los bares
daban aperitivos muy golosos. Todos iban a la discoteca, a la pastelería, al
pub. El cine dejó de ser el refugio de los pobres. Los viajes de estudios
empezaban a hacerse en avión y todos presumían de haber estado en Londres,
París, Roma, hasta Nueva York. Los hijos de los obreros tenían dinero en el bolsillo:
no tanto como los de los señores, pero tenían. La gente humilde compraba casas
y tenía hipoteca, aunque luego comiera latas de sardinas; era el capitalismo
popular; lejos de la guerra, se alzaba la figura de la señora Thatcher.
Pero los chicos, que se llenaban por
fuera, se fueron vaciando por dentro. Ya no les interesaba el progreso, la
justicia, el avance de la sociedad, sólo les interesaba la ropa, depilarse, los
tatuajes, el piercing, el botellón, las zapatillas de marca. Se tragaban los
culebrones y les aburrían los documentales. La gente sólo hablaba de hipotecas,
de dinero, de préstamos e intereses, de aviones, de ropa comprada fuera, de
vestirse, peinarse y acicalarse, y los chicos se depilaban como las chicas, y
se ponían pendientes, y hasta brillantes, y ya nadie hablaba de cine, ni de
teatro, ni de libros, sino de porros, chocolate, rayas, pastillas, borracheras
y tabaco. Los hijos de los obreros habían salido de la necesidad; nadaban en la
abundancia aunque esa abundancia flotase sobre la necesidad de sus propios padres.
Y yo me pregunto: ¿por qué la abundancia del bolsillo trae consigo la pobreza
del espíritu? ¿No podemos ser ricos a la vez de lo uno y de lo otro? ¿Es que
ser rico de dinero nos condena irremediablemente a ser pobres de la cabeza, de
los ideales y del corazón?
Lo material
crece en razón inversa de lo espiritual.
La alternativa es deprimente. O nos
toca ser pobres y soñar con un mañana mejor, o ser ricos y no tener futuro en
la cabeza; o no tener nada en la vida y tener vida en la ilusión, o carecer de
ilusiones porque hemos solucionado los problemas materiales de la vida. ¿Acaso
la riqueza material está en razón inversa de la del espíritu? ¿Por qué no puede
la gente vivir holgadamente y deleitarse con la cultura y el pensamiento? ¿Por
qué, cada vez que tenemos dinero, lo gastamos siempre en cerveza y nunca en
libros? ¿Por qué a los jóvenes los llevan al museo del Prado y lo desprecian y
por qué, cuando no podían, soñaban siempre con el día en que podrían ir al museo?
También puede ser otra cosa: que los
mismos que desprecian la cultura en épocas de abundancia la hubieran
despreciado antes en épocas de escasez; que la sociedad esté hecha de una
minoría inquieta y una mayoría de cabezas huecas, y que, en épocas de escasez,
sean estas últimas las que gritan pidiendo acceso a la cultura, pero siempre
por gritar: en el fondo la cultura no les importa.
Dos posibilidades, pues. Primera: el
bienestar material es incompatible con el espiritual. Segundo: la sociedad está
hecha de una mayoría sin inquietudes y una minoría con aspiraciones; la que
está dispuesta a masificarse y la que se enriquece con la vida enriqueciendo
los lugares por donde pasa; la que espera que la entretengan y la que crea su
propio entretenimiento; la que deja pasar el tiempo y la que se llena de
tiempo; la que mata el rato y la que lo llena de vida.
¿Se puede
progresar sin dejar de ser generoso?
Si la primera posibilidad fuera
cierta el bienestar material sería incompatible con el espiritual. Una sociedad
preocupada por ayudar al necesitado se enfrentaría a la picaresca de los
excluidos: el parado no buscaría trabajo hasta que no se le acabara el paro (es
decir, hasta que no perdiera el derecho al subsidio de desempleo); el explotado
se volvería explotador en cuanto saliese de la postración en la que se
encuentra; Cristiano Ronaldo pasaría de ser un niño escandalosamente pobre a
ser un hombre escandalosamente rico; el niño maltratado se convertiría en
hombre maltratador (y, en lo tocante a los pueblos, el mismo que fue perseguido
hasta el exterminio soñaría con perseguir hasta el exterminio a los
palestinos); si alguien que alcanza la prosperidad no se vuelve sinvergüenza es
porque no ha tenido la oportunidad de serlo. Si el mundo fuera así, la gente se
dividiría en dos categorías: quienes roban y quienes no pueden robar.
Si la sociedad no se preocupara por
ayudar al necesitado se enfrentaría a la picardía de los poderosos: los cuales
reclamarían más libertad para robar (los liberales lo llaman desregulación).
Los políticos comprarían los votos, manipularían las elecciones, cobrarían
sobornos y dietas fraudulentas, como los empresarios, que las pagarían para
obtener beneficios; y la competencia de los liberales, abandonada a sí misma,
se destruiría sola y acabaría en monopolio. Todos serían pícaros en la pobreza
y sinvergüenzas en la abundancia, inexorablemente.
Si tales fueran las inercias de la
naturaleza humana está claro que, en cuanto los excluidos abandonaran la
pobreza, cada peldaño que subieran en la escala del bienestar sería una
posibilidad más de engañar a sus semejantes, de reírse de ellos, de
aprovecharse del incauto, de robar, de eliminar a quienes destacan, y hasta de
matar. Todos serían enemigos de todos, cada cual vería a los demás como
cazadores si son superiores a él, y como presas si son frágiles.
Entonces toda política encaminada a
sacar a los excluidos de su estado de postración no haría sino darles armas
para explotar a los demás; y su espíritu, ya de por sí pobre, se empobrecería aún
más. Toda política de izquierda, por respetuosa y generosa que fuera, no
acabaría en la felicidad de todos sino en el egoísmo; lo fundamental no sería
enriquecerse uno mismo sino empobrecer al vecino; y la riqueza necesaria para
el bienestar perdería el sentido de la mesura y se convertiría en acumulación
sin límites; sin escrúpulos para el sufrimiento de quienes se verían privados
de lo necesario, por nuestra ansia desmesurada de poder.
La otra posibilidad es que la
sociedad esté hecha de una mayoría que pierde el tiempo y una minoría que lo
gana, llenándolo; tiempo vacío para unos y lleno de sentido para otros. Vayamos
por partes.
Tres
explicaciones posibles.
El mundo en que vivimos responde a
nuestras demandas; satisface nuestras carencias. Un día fuimos pobres y un día,
también, salimos de la necesidad. No digo que fuésemos ricos, no, sino que ya
teníamos lo necesario para vivir. Nuestras ilusiones, una vez salidos de la
postración, pudieron alimentarse sin que la preocupación por sobrevivir nos
quitara tiempo para soñar; teníamos ya una casa confortable, buena comida, una
botella de buen vino, un lecho mullido donde descansar; y allí, entre el placer
y las necesidades, podíamos soñar, leer, deleitarnos con el arte, con la
música, alimentar nuestros ideales y alimentarnos de ellos, llenar las
esperanzas del espíritu, sobrevolar las cosas materiales, distanciarnos de
ellas, y flotar.
Pero también es el mundo una lucha
por salir a flote cuando nuestras ilusiones, empañadas por la necesidad de un
techo y buena comida y un sueldo digno, no pueden desenvolverse. Luego
encontramos prosperidad y nuestras ilusiones, ocupadas en las cosas materiales,
se olvidan de las espirituales; suele suceder que la prosperidad de las cosas
materiales y prosaicas se come las ilusiones, las ganas de ser, las ansias de
plenitud, la generosidad, el arte, los altos vuelos. Como si las satisfacciones
cotidianas rebajaran nuestras expectativas.
Y sucede, además, que la sociedad está
hecha de individuos sin horizontes e individuos cuyos horizontes los llevan
lejos; y que los primeros son mayoría, yo diría incluso que una gran mayoría. La
mayoría tiene objetivos de corto alcance y sólo a unos pocos los mueven las
ilusiones de altos vuelos. Unos viven en el corto plazo y la satisfacción que
obtienen no les llena más que la barriga; otros viven, no ya en el largo plazo,
soñando qué harán con sus ambiciones, sino en un futuro sin plazos y sin límites
poblado de ilusiones cargadas de ideales apasionados. Muchos cultivan la
materia; pocos el espíritu. Y cuando la sociedad cambia conquistando
satisfacciones en el mundo material, algunos viven su confort como un trampolín
que los proyecta hacia la plenitud: otros se conforman con disfrutar de la vida
material sin apartarse de ella.
En resumen, que podemos decir que el
bienestar material no alimenta el bienestar espiritual pero tampoco que se
alimenta de él creciendo a su costa; pero sí hay individuos que, cuanto más
cómodos están, más soñadores son; e individuos (la mayoría) que no saben
disfrutar del cuerpo sin renegar de las pasiones del alma, vendiéndosela toda
entera al cuerpo: lo triste es que sus mediocridades se empeñan siempre en
ahogar las excelencias de los primeros.
La mejora de las condiciones de vida no mejora
las satisfacciones del espíritu.
Tampoco crece a costa de él.
Pero la mayoría ambiciona lo
material y sólo una minoría ambiciona la vida del espíritu; el triunfo del
espíritu (de la cultura) pocas veces llega al mundo de la materia dominado por
las gentes mediocres (a menos que lo necesiten para exponerlo como decorado).
El mundo está lleno de genios y
mediocres; el triunfo espiritual de los primeros lo acalla siempre el triunfo
material de los segundos, cuya prosperidad se labra siempre a costa del fracaso
del espíritu; eso vale para todas las épocas, tanto las de prosperidad como las
de atraso. Si la materia no está en el origen del espíritu (tanto en la
prosperidad como en el atraso), tampoco podemos decir que la falta de cultura
denote falta de prosperidad; las dos cosas son, simplemente, recíprocamente
ajenas; no tiene nada que ver la una con la otra.
Pero sí podemos decir que sin una
mínima base material cualquier atisbo de cultura es imposible; la mente que se
muere de hambre no es capaz de pintar, ni tocar, ni escribir, ni componer.
Conclusión.
Primero: donde hay progreso material
es fácil que haya progreso espiritual (es decir, progreso en la cultura). No se
trata de un determinismo, no se trata de que siempre que prospera la economía
se enriquezca la cultura necesariamente: puede ser así, como la prosperidad de
los banqueros holandeses e italianos trajo el arte de los primitivos flamencos
y del Renacimiento; pero también puede ser al revés, como la pobreza en la
España del Siglo de Oro convivió con un avance espectacular de la cultura
(“filósofo estáis”, dice Babieca, y Rocinante le responde: “es que no como”). La prosperidad, por tanto, no es en sí misma motor de cultura.
Segundo: la pobreza, como acabamos de ver, tampoco es un motor que
ponga en marcha la cultura; la filosofía
se desarrolló, sí, en la deprimida sociedad de los Austrias, pero también en
las ricas y prósperas ciudades de Jonia, junto a Éfeso y Mileto. Tan habitual
es ver filósofos ricos como filósofos pobres.
Tercero: toda sociedad, ya será
próspera o deprimida, contiene minorías ricas y mayorías pobres; los escritores
y artistas, con ser minoría, no salen necesariamente de la minoría
privilegiada; unos salen de ella y otros de la mayoría pobre.
No hay, pues, relación de causa a
efecto entre el progreso material y el progreso de la cultura: también el
atraso económico puede hacer progresar la cultura, cómo no.
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