¿QUÉ SIGNIFICA SER DE
IZQUIERDA?
Todo
está en saber qué entendemos por pueblo: y ahí empiezan los problemas; en el
imaginario popular el pueblo son los pobres; pero en sentido amplio somos
todos; podemos decir que la palabra “pueblo” se refiere al conjunto de la
población pero connota pobreza; de esa distorsión en su significado arrastra la
teoría muchos problemas. Ser de izquierdas puede significar dos cosas: ocuparse
de los pobres y ocuparse de todos.
1. El populismo.
Empecemos
por la primera acepción. El sueño de una persona de izquierda sería que desapareciera
la pobreza; y si no es un ideal, por lo menos podemos considerarlo como su
meta. ¿Cómo se llega a ella? Hay muchos caminos para llegar a un mismo lugar.
Sucede con frecuencia que un líder que se dice de izquierda sea una persona
provocadora, despreciativa, altanera y chulesca: ahí tenemos el caso de Hugo
Chávez, por ejemplo; peor aún, su sucesor en la autoproclamada revolución
bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro, parece salido literalmente de un
concurso de payasos.
Sus
manifestaciones verbales no tienen desperdicio. En cierta ocasión Hugo Chávez
interrumpía constantemente al presidente del gobierno español, José Luis
Rodríguez Zapatero, y el rey Juan Carlos le tuvo que decir: “¿por qué no te
callas?” Lo que quería el rey era que se respetara su turno de palabra. Lo que
dijo Chávez que el rey pretendía era mandar callar a la joven república
venezolana, en un gesto imperialista que pretendía ningunear a su antigua
colonia. Nada que ver con la realidad. Es como si yo te pregunto si tienes agua
y tú me acusas de querer quitarte el agua del río.
Otro
ejemplo: Nicolás maduro dijo una vez que iba a ganar las elecciones de España
porque, según él, salía más en la televisión española que Rajoy. Una respuesta
que denota megalomanía (creerse más que nadie); reduccionismo (presuponer que
salir en la televisión es suficiente para ganar una elecciones); y desprecio
(les hablaba a sus conciudadanos como si fuesen tontos). Podría haber sido una
broma graciosa, nos habríamos reído un poco, pero suele suceder que los
déspotas no tienen sentido del humor; el caso es que lo decía completamente en
serio; y en todo caso era una broma de mal gusto, como todas bromas que buscan
reírse a costa de los demás.
Lo
que vale para políticos de izquierda también vale para quienes se presentan
como defensores del pueblo; ésos que utilizan al pueblo de comparsa para
jalearlos en lugar de hablar en serio con él. Chulerías y payasadas las
encontramos en todos los populismos: Donald Trump, Berlusconi, Musolini, Yirinovski.
La primera tarea sería entonces separar el izquierdismo del populismo: ser
populista es pretender defender un objetivo popular a cualquier precio; ser de
izquierdas es, por el contrario, un ideal: un sueño y un talante (no se puede
buscar el bien sin ser bueno); el populismo se preocupa por la pobreza como motor
para las masas; la izquierda, porque es injusta. El problema es encontrar un
solo movimiento de izquierda que no sea populista (y en el punto de mira está Pablo
iglesias, el rutilante líder de “Podemos”).
Marx
lo había dicho hace unos cuantos años: los extremos se tocan. Trump se preocupa
por el pueblo desde la derecha más extrema; Marine Le Pen dice querer salvar a
Francia desde la extrema derecha; Trump y Berlusconi tienen en común su
desprecio por las mujeres (que no debería
ser, en principio, un valor de la izquierda); Lenin y Estalin dieron el
poder al pueblo para quedarse con él, desde la izquierda revolucionaria; una
entrega nominal que servía de tapadera para concentrar todo el poder en una
única persona; se llegó al culto a la personalidad, cuya expresión más patética
es el último dictador de Corea del Norte. Incluso Fidel Castro, que fue tomado
en serio durante mucho tiempo, obligaba a las multitudes a soportar discursos
de cuatro o cinco horas: una extraña y soporífera verborrea.
2. La democracia aristocrática.
Vayamos
a la segunda acepción de la palabra: ser de izquierda sería preocuparse por el
bienestar de todo el pueblo, no sólo de los pobres. Esta izquierda no basaría
su razón de ser en enfrentar a una parte de la sociedad contra la otra, sino en
buscar la justicia sin ignorar a nadie, contando con todos. Dicho de otro modo:
sería una izquierda democrática. En democracia hay que preocuparse más por los
que más necesitan, y por consiguiente tendría que trabajar necesariamente por
sacar a los pobres de su pobreza. Ahora bien, esto puede hacerse de muchos
modos; se puede hacer con prisas o con paciencia (siempre que la paciencia no
sea una excusa para olvidarse del problema). Imaginemos una reforma agraria: la
tierra para quien la trabaja; bien. En Portugal, durante la revolución de los
claveles, así se hizo; y los campesinos, que pasaban hambre, se comieron las
vacas y la cosecha y después ni quedaban vacas ni se supo hacer la siembra;
como se suele decir algunas veces: fue pan para hoy y hambre para mañana.
Podría
haberse hecho de otro modo. Formar a los campesinos para que aprendieran a
administrar sus tierras, a cultivarlas racionalmente: a planificar y sopesar
los medios, garantía de que el trabajo seguiría siendo eficaz en el futuro.
Para eso habría que haber aplazado la privatización; o haberla convertido en
cooperativa donde pudiesen seguir trabajando los ingenieros, a ser posible; y
evitar que sucedieran cosas que sucedieron en el Perú del general Velasco, donde
se nacionalizaron las minas y sus propietarios se llevaron los planos. Se trata
de buscar la colaboración y no la confrontación. Y si esto no es posible porque
un de las partes no quiere, ir despacito y con pies de plomo. Nelson Mandela
quiso hablar, cuando tomó el poder, con la mismísima extrema derecha afrikáner;
y se lograron contener las iras de todos.
Las
soluciones radicales no suelen ser buenas. Por “radical” solemos entender inmediato;
lo queremos todo, ahora, ya; lo queremos todo, no una parte; y nos olvidamos de
que nunca se consiguen las cosas de golpe, sino siempre trabajándolas poco a
poco. Recuerdo una piscina que fue privatizada en beneficio del pueblo: antes
servía para el descanso de los ricos, después dejó de servir para el descanso
de los pobres (porque, precisamente, ¡curiosa paradoja!, ahora podían descansar
también los pobres); el caso es que los ricos se fueron y los pobres se
desentendieron de su mantenimiento; en poco tiempo tenía las aguas sucias, los
desagües atascados, los trampolines rotos, los bordes sin pintar y las paredes
desconchadas. Se la habían quitado a los ricos, pero no se la habían dado a los
pobres; porque dar no significa sólo entregar, sino preparar a quienes la van a
recibir para que quieren, puedan y sepan cuidarla. Nacionalizar no es sólo
dárselo a los pobres, sino que los pobres estén preparados para seguirlo
cuidando; porque ahora el cuidado no tiene que ser de todos para unos pocos,
sino de todos para todos. El problema es que nadie, ni los pobres ni los ricos,
quiere ya cuidar de lo que posee con los demás, sino solamente de lo que posee
él solo. No sentimos como nuestra la propiedad comunal; sólo cuidamos como
propia nuestra propiedad privada.
3. Conclusión.
Ser
de izquierdas no es quitárselo a los ricos para dárselo a los pobres: es
acostumbrar a los ricos a querer
compartirlo con los pobres. Si quitamos a los ricos y los pobres no lo cuidan
después, es como si hubiéramos roto el juguete del rico para dárselo al niño
pobre: el resultado no es que el pobre juega, sino que ahora el rico tampoco puede
jugar (pues nadie juega con un juguete roto). Lo mismo pasa con las tierras, el
ganado, las granjas y las fábricas.
Lo
popular es contar el dinero de los ricos, dividirlo entre los pobres y
repartirlo: a eso lo llaman ser de izquierdas. Pero si alguien dice que
repartir dinero no es incentivar las inversiones lo critican como si fuera de
derechas; preparar hoy el beneficio de mañana es menos popular que gastar hoy
lo que producíamos ayer; perdida en esa confusión o en esa negativa a ver el
dinamismo de las cosas, la izquierda pierde el norte; y acabamos confundiendo
la política con el bandolerismo romántico.
Pongamos
un ejemplo: un hombre ha puesto una tienda que le reporta unos pingües
beneficios; al mismo tiempo a sus empleados les paga unos sueldos de miseria.
Llega un gobierno de izquierda y dice: le vamos a quitar la tienda al dueño;
ahora los beneficios los vamos a repartir entre todos. Muy bien. ¿Y luego, qué?
¿De quién era la iniciativa de invertir, de rentabilizar la tienda, de
emprender mejoras? ¿De quién eran las ideas? ¿De quién era el interés, la
ilusión, el empeño? Ahora la tienda no es de nadie. Bueno, sí, es de todos,
pero ninguno la siente como suya. No pasará mucho tiempo antes de que la veamos
abandonada.
El
mundo es un complejo de materia y energía. La materia es energía almacenada y,
por tanto, paralizada; y el movimiento es energía desplegada, activa, materia
transformándose. Si decimos: aquí está el dinero, vamos a quitárselo a los
ricos, queremos entregárselo a los pobres; si hacemos eso, lo único que hacemos
es cambiar de manos unos billetes para que sus nuevos propietarios compren
cosas con ellos; y el dinero se gasta: habremos transferido materia destruyendo
las energías. Si, por el contrario, buscamos energías para mover ese dinero y
crear riqueza, después entregaremos dinero para poner en marcha esas energías y
consensuar cómo se va a repartir después. En el primer caso se reparten las
existencias. En el segundo los beneficios. Lo primero produce un efecto
teatral, muy vistoso por cierto, muy aparatoso, como un teatro que tiene su
público y actúa para recibir los aplausos. Lo segundo no se exhibe, sino que
trabaja muchas veces lejos de la vista del público y nadie aplaude. ¿Es mejor
repartir la riqueza que tenemos o crear riqueza para seguir repartiéndola
después? En el primer caso es regalar un pez; en el segundo, enseñar a pescar.
En el segundo caso es seguir haciendo pan, y en el primero es pan para hoy y
hambre para mañana. También en el segundo caso habría que apañárselas para que
mañana siguiera habiendo peces que pescar.
La
gente confunde ser de izquierdas con repartir la riqueza: la tierra para quien
la trabaja. Pero la verdadera izquierda tendría que hacer el reparto pensando
en que mañana tiene que seguir habiendo riqueza para repartir. A cada uno según
sus necesidades; de cada uno según sus capacidades (se dice desde la órbita de
Marx). Y Aristóteles, que estaba de acuerdo con ello, añadía también: a cada
uno según sus méritos; ése es el tema del que el viejo marxismo se había
olvidado; por eso no funcionó; entre las necesidades humanas no está solamente
la supervivencia, sino también el éxito y, con los debidos controles y
contrapesos, el poder. La izquierda bien entendida no puede identificarse con
una dictadura.
Sucede
que se quiere vencer antes que
convencer: lo mismo en la izquierda como en la derecha. La izquierda quiere
repartir sin preocuparse tanto por la producción; la derecha quiere producir
para ganar, no para repartir; en el término medio estaría la solución; habría
que repartir sin dejar de producir, y merecer nuestros beneficios sin olvidarse
del reparto. La riqueza de bienes crecería junto a la riqueza de méritos y
habría que vigilar las riquezas coyunturales, inmerecidas: sujetarlas, pero no
prohibirlas.
Es
difícil. El pueblo quiere soluciones fáciles, vistosas, teatrales, no sabe si
eficaces: ése es su ideal. Pero el ideal verdadero es pensar en el mañana, que
no se ve, no sólo en el hoy, que tenemos a la vista. El pueblo votaría
teatralidad y no cosas reales, y el ideal crecería a costa del talante. Así,
tendría líderes presumidos, vistosos, chulos hasta la náusea; y la democracia
se convertiría en demagogia olvidándose de que el mismo esfuerzo que exige
tenacidad, también requiere paciencia; porque no basta con empeñarse en sembrar
para que crezcan las patatas: hace falta también esperar a que crezcan, que
cada semilla tiene su ritmo y uno lo puede forzar sin quitarle su poder, sin
desnaturalizarla.
Ser
de izquierdas debería ser tener talante para luchar por un ideal, no buscar el
ideal a costa del talante: que un ideal sin honradez siempre acaba dejando de
ser ideal para convertirse en pesadilla. ¿Fue Jesús de izquierdas, lo fue
Sócrates, Salvador Allende, Nelson Mandela o el Mahatma Gandhi? ¿Lo fue Nicolás
Maduro, lo fue Hugo Chávez? Cuando se pierde la decencia ya no hay diferencia
entre derechas e izquierdas; y lo mismo da Vladimir Putin, Silvio Berlusconi,
Donald Trump, Pablo Iglesias (el de la coleta), Fidel Castro o Hugo Chávez. O
Esperanza Aguirre o Margarett Thatcher. Cuando perdemos el talante no pasará
mucho tiempo entres de que se diluyan las diferencias.
Muy claro, la energía, el movimiento y la enseñanza son pilares en esta mancuerna de izquierda, derecha, ricos y pobres.
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