viernes, 17 de agosto de 2018

¿QUÉ SIGNIFICA SER DE IZQUIERDA?




¿QUÉ SIGNIFICA SER DE IZQUIERDA?  


             Durante mucho tiempo hemos creído que ser de izquierdas era preocuparse por el pueblo. Y muchas veces, afirmando pertenecer al pueblo de izquierdas, hemos admitido sin darnos cuenta que también existía un pueblo de derechas; con lo que tenemos que concluir, si queremos ser consecuentes, que ser de izquierdas es preocuparse por el pueblo de izquierda y por el de derecha.
            Todo está en saber qué entendemos por pueblo: y ahí empiezan los problemas; en el imaginario popular el pueblo son los pobres; pero en sentido amplio somos todos; podemos decir que la palabra “pueblo” se refiere al conjunto de la población pero connota pobreza; de esa distorsión en su significado arrastra la teoría muchos problemas. Ser de izquierdas puede significar dos cosas: ocuparse de los pobres y ocuparse de todos.

1. El populismo.

            Empecemos por la primera acepción. El sueño de una persona de izquierda sería que desapareciera la pobreza; y si no es un ideal, por lo menos podemos considerarlo como su meta. ¿Cómo se llega a ella? Hay muchos caminos para llegar a un mismo lugar. Sucede con frecuencia que un líder que se dice de izquierda sea una persona provocadora, despreciativa, altanera y chulesca: ahí tenemos el caso de Hugo Chávez, por ejemplo; peor aún, su sucesor en la autoproclamada revolución bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro, parece salido literalmente de un concurso de payasos.
            Sus manifestaciones verbales no tienen desperdicio. En cierta ocasión Hugo Chávez interrumpía constantemente al presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, y el rey Juan Carlos le tuvo que decir: “¿por qué no te callas?” Lo que quería el rey era que se respetara su turno de palabra. Lo que dijo Chávez que el rey pretendía era mandar callar a la joven república venezolana, en un gesto imperialista que pretendía ningunear a su antigua colonia. Nada que ver con la realidad. Es como si yo te pregunto si tienes agua y tú me acusas de querer quitarte el agua del río.
            Otro ejemplo: Nicolás maduro dijo una vez que iba a ganar las elecciones de España porque, según él, salía más en la televisión española que Rajoy. Una respuesta que denota megalomanía (creerse más que nadie); reduccionismo (presuponer que salir en la televisión es suficiente para ganar una elecciones); y desprecio (les hablaba a sus conciudadanos como si fuesen tontos). Podría haber sido una broma graciosa, nos habríamos reído un poco, pero suele suceder que los déspotas no tienen sentido del humor; el caso es que lo decía completamente en serio; y en todo caso era una broma de mal gusto, como todas bromas que buscan reírse a costa de los demás.
            Lo que vale para políticos de izquierda también vale para quienes se presentan como defensores del pueblo; ésos que utilizan al pueblo de comparsa para jalearlos en lugar de hablar en serio con él. Chulerías y payasadas las encontramos en todos los populismos: Donald Trump, Berlusconi, Musolini, Yirinovski. La primera tarea sería entonces separar el izquierdismo del populismo: ser populista es pretender defender un objetivo popular a cualquier precio; ser de izquierdas es, por el contrario, un ideal: un sueño y un talante (no se puede buscar el bien sin ser bueno); el populismo se preocupa por la pobreza como motor para las masas; la izquierda, porque es injusta. El problema es encontrar un solo movimiento de izquierda que no sea populista (y en el punto de mira está Pablo iglesias, el rutilante líder de “Podemos”).
            Marx lo había dicho hace unos cuantos años: los extremos se tocan. Trump se preocupa por el pueblo desde la derecha más extrema; Marine Le Pen dice querer salvar a Francia desde la extrema derecha; Trump y Berlusconi tienen en común su desprecio por las mujeres (que no debería  ser, en principio, un valor de la izquierda); Lenin y Estalin dieron el poder al pueblo para quedarse con él, desde la izquierda revolucionaria; una entrega nominal que servía de tapadera para concentrar todo el poder en una única persona; se llegó al culto a la personalidad, cuya expresión más patética es el último dictador de Corea del Norte. Incluso Fidel Castro, que fue tomado en serio durante mucho tiempo, obligaba a las multitudes a soportar discursos de cuatro o cinco horas: una extraña y soporífera verborrea.


2. La democracia aristocrática.

            Vayamos a la segunda acepción de la palabra: ser de izquierda sería preocuparse por el bienestar de todo el pueblo, no sólo de los pobres. Esta izquierda no basaría su razón de ser en enfrentar a una parte de la sociedad contra la otra, sino en buscar la justicia sin ignorar a nadie, contando con todos. Dicho de otro modo: sería una izquierda democrática. En democracia hay que preocuparse más por los que más necesitan, y por consiguiente tendría que trabajar necesariamente por sacar a los pobres de su pobreza. Ahora bien, esto puede hacerse de muchos modos; se puede hacer con prisas o con paciencia (siempre que la paciencia no sea una excusa para olvidarse del problema). Imaginemos una reforma agraria: la tierra para quien la trabaja; bien. En Portugal, durante la revolución de los claveles, así se hizo; y los campesinos, que pasaban hambre, se comieron las vacas y la cosecha y después ni quedaban vacas ni se supo hacer la siembra; como se suele decir algunas veces: fue pan para hoy y hambre para mañana.
            Podría haberse hecho de otro modo. Formar a los campesinos para que aprendieran a administrar sus tierras, a cultivarlas racionalmente: a planificar y sopesar los medios, garantía de que el trabajo seguiría siendo eficaz en el futuro. Para eso habría que haber aplazado la privatización; o haberla convertido en cooperativa donde pudiesen seguir trabajando los ingenieros, a ser posible; y evitar que sucedieran cosas que sucedieron en el Perú del general Velasco, donde se nacionalizaron las minas y sus propietarios se llevaron los planos. Se trata de buscar la colaboración y no la confrontación. Y si esto no es posible porque un de las partes no quiere, ir despacito y con pies de plomo. Nelson Mandela quiso hablar, cuando tomó el poder, con la mismísima extrema derecha afrikáner; y se lograron contener las iras de todos.
            Las soluciones radicales no suelen ser buenas. Por “radical” solemos entender inmediato; lo queremos todo, ahora, ya; lo queremos todo, no una parte; y nos olvidamos de que nunca se consiguen las cosas de golpe, sino siempre trabajándolas poco a poco. Recuerdo una piscina que fue privatizada en beneficio del pueblo: antes servía para el descanso de los ricos, después dejó de servir para el descanso de los pobres (porque, precisamente, ¡curiosa paradoja!, ahora podían descansar también los pobres); el caso es que los ricos se fueron y los pobres se desentendieron de su mantenimiento; en poco tiempo tenía las aguas sucias, los desagües atascados, los trampolines rotos, los bordes sin pintar y las paredes desconchadas. Se la habían quitado a los ricos, pero no se la habían dado a los pobres; porque dar no significa sólo entregar, sino preparar a quienes la van a recibir para que quieren, puedan y sepan cuidarla. Nacionalizar no es sólo dárselo a los pobres, sino que los pobres estén preparados para seguirlo cuidando; porque ahora el cuidado no tiene que ser de todos para unos pocos, sino de todos para todos. El problema es que nadie, ni los pobres ni los ricos, quiere ya cuidar de lo que posee con los demás, sino solamente de lo que posee él solo. No sentimos como nuestra la propiedad comunal; sólo cuidamos como propia nuestra propiedad privada.


3. Conclusión.

            Ser de izquierdas no es quitárselo a los ricos para dárselo a los pobres: es acostumbrar a los ricos  a querer compartirlo con los pobres. Si quitamos a los ricos y los pobres no lo cuidan después, es como si hubiéramos roto el juguete del rico para dárselo al niño pobre: el resultado no es que el pobre juega, sino que ahora el rico tampoco puede jugar (pues nadie juega con un juguete roto). Lo mismo pasa con las tierras, el ganado, las granjas y las fábricas.
            Lo popular es contar el dinero de los ricos, dividirlo entre los pobres y repartirlo: a eso lo llaman ser de izquierdas. Pero si alguien dice que repartir dinero no es incentivar las inversiones lo critican como si fuera de derechas; preparar hoy el beneficio de mañana es menos popular que gastar hoy lo que producíamos ayer; perdida en esa confusión o en esa negativa a ver el dinamismo de las cosas, la izquierda pierde el norte; y acabamos confundiendo la política con el bandolerismo romántico.
            Pongamos un ejemplo: un hombre ha puesto una tienda que le reporta unos pingües beneficios; al mismo tiempo a sus empleados les paga unos sueldos de miseria. Llega un gobierno de izquierda y dice: le vamos a quitar la tienda al dueño; ahora los beneficios los vamos a repartir entre todos. Muy bien. ¿Y luego, qué? ¿De quién era la iniciativa de invertir, de rentabilizar la tienda, de emprender mejoras? ¿De quién eran las ideas? ¿De quién era el interés, la ilusión, el empeño? Ahora la tienda no es de nadie. Bueno, sí, es de todos, pero ninguno la siente como suya. No pasará mucho tiempo antes de que la veamos abandonada.


            El mundo es un complejo de materia y energía. La materia es energía almacenada y, por tanto, paralizada; y el movimiento es energía desplegada, activa, materia transformándose. Si decimos: aquí está el dinero, vamos a quitárselo a los ricos, queremos entregárselo a los pobres; si hacemos eso, lo único que hacemos es cambiar de manos unos billetes para que sus nuevos propietarios compren cosas con ellos; y el dinero se gasta: habremos transferido materia destruyendo las energías. Si, por el contrario, buscamos energías para mover ese dinero y crear riqueza, después entregaremos dinero para poner en marcha esas energías y consensuar cómo se va a repartir después. En el primer caso se reparten las existencias. En el segundo los beneficios. Lo primero produce un efecto teatral, muy vistoso por cierto, muy aparatoso, como un teatro que tiene su público y actúa para recibir los aplausos. Lo segundo no se exhibe, sino que trabaja muchas veces lejos de la vista del público y nadie aplaude. ¿Es mejor repartir la riqueza que tenemos o crear riqueza para seguir repartiéndola después? En el primer caso es regalar un pez; en el segundo, enseñar a pescar. En el segundo caso es seguir haciendo pan, y en el primero es pan para hoy y hambre para mañana. También en el segundo caso habría que apañárselas para que mañana siguiera habiendo peces que pescar.
            La gente confunde ser de izquierdas con repartir la riqueza: la tierra para quien la trabaja. Pero la verdadera izquierda tendría que hacer el reparto pensando en que mañana tiene que seguir habiendo riqueza para repartir. A cada uno según sus necesidades; de cada uno según sus capacidades (se dice desde la órbita de Marx). Y Aristóteles, que estaba de acuerdo con ello, añadía también: a cada uno según sus méritos; ése es el tema del que el viejo marxismo se había olvidado; por eso no funcionó; entre las necesidades humanas no está solamente la supervivencia, sino también el éxito y, con los debidos controles y contrapesos, el poder. La izquierda bien entendida no puede identificarse con una dictadura.
            Sucede  que se quiere vencer antes que convencer: lo mismo en la izquierda como en la derecha. La izquierda quiere repartir sin preocuparse tanto por la producción; la derecha quiere producir para ganar, no para repartir; en el término medio estaría la solución; habría que repartir sin dejar de producir, y merecer nuestros beneficios sin olvidarse del reparto. La riqueza de bienes crecería junto a la riqueza de méritos y habría que vigilar las riquezas coyunturales, inmerecidas: sujetarlas, pero no prohibirlas.
            Es difícil. El pueblo quiere soluciones fáciles, vistosas, teatrales, no sabe si eficaces: ése es su ideal. Pero el ideal verdadero es pensar en el mañana, que no se ve, no sólo en el hoy, que tenemos a la vista. El pueblo votaría teatralidad y no cosas reales, y el ideal crecería a costa del talante. Así, tendría líderes presumidos, vistosos, chulos hasta la náusea; y la democracia se convertiría en demagogia olvidándose de que el mismo esfuerzo que exige tenacidad, también requiere paciencia; porque no basta con empeñarse en sembrar para que crezcan las patatas: hace falta también esperar a que crezcan, que cada semilla tiene su ritmo y uno lo puede forzar sin quitarle su poder, sin desnaturalizarla.
            Ser de izquierdas debería ser tener talante para luchar por un ideal, no buscar el ideal a costa del talante: que un ideal sin honradez siempre acaba dejando de ser ideal para convertirse en pesadilla. ¿Fue Jesús de izquierdas, lo fue Sócrates, Salvador Allende, Nelson Mandela o el Mahatma Gandhi? ¿Lo fue Nicolás Maduro, lo fue Hugo Chávez? Cuando se pierde la decencia ya no hay diferencia entre derechas e izquierdas; y lo mismo da Vladimir Putin, Silvio Berlusconi, Donald Trump, Pablo Iglesias (el de la coleta), Fidel Castro o Hugo Chávez. O Esperanza Aguirre o Margarett Thatcher. Cuando perdemos el talante no pasará mucho tiempo entres de que se diluyan las diferencias. 





1 comentario:

  1. Muy claro, la energía, el movimiento y la enseñanza son pilares en esta mancuerna de izquierda, derecha, ricos y pobres.

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