LA IMPERTINENCIA DE LA
LECHUZA (3): EL ESTOICISMO
En filosofía ser impertinente es atreverse con los
clásicos; hoy les toca el turno a los estoicos.
EL
CORAZÓN Y LA CABEZA
- La ceguera de Hércules.
Se
dice con frecuencia que la pasión nos ciega; y por ceguera no entendemos la
pérdida transitoria de la vista, sino de la razón; Hércules, obnubilado, mató a
su familia; y fue porque Hera, para vengarse de Zeus (que había tenido a
Hércules con otra mujer) le infundió la locura; con ella veló su entendimiento
y le hizo perder el control de sus actos.
Pero
al decir esto olvidamos que lo que realmente hizo Hera fue borrarle los
sentimientos del corazón; para que por un momento él se dejara llevar por
impulsos asesinos, sin que los frenase el amor que sentía por sus hijos; y por
su esposa. Hércules no se obnubiló porque perdiera la cabeza, sino porque se
veló su corazón. No es lo mismo perder la cabeza cuando no se siente (que es lo
que le pasa a un ordenador roto) que perderla porque se ha perdido el corazón;
cuando pierdes los sentimientos y conservas la razón has dejado de ser humano:
te has convertido en una máquina. Por eso la solución estoica de controlar (en
el sentido de reprimir, no de dirigir) las pasiones con la razón, no es una
solución humana; para empezar, no es una solución; y si lo fuera, no sería
humana.
El
demente o alienado pierde la razón, pero eso no se debe a que lo cieguen las
pasiones; decir eso es ignorar que las pasiones están conectadas
inexorablemente con los pensamientos, como dos relojes cuyas agujas están
unidas por una varilla que, sujetándolas por las puntas, las hace moverse solidariamente
una con otra.
- El error estoico.
Los
estoicos piensan, por el contrario, que cuando habla el corazón, calla la
cabeza; y que ambos entablan siempre un diálogo de sordos. El argumento estoico
por excelencia tendría dos versiones. He aquí la primera:
Cuando
falla la razón, se liberan las pasiones.
Hércules
actuó movido por la pasión.
Por
lo tanto perdió la razón.
La
solución sería:
Si
liberamos la razón, ataremos las pasiones.
Supongamos
que Hércules recuperara la razón.
Entonces
dominaría sus pasiones.
En
los dos casos la primera premisa es falsa. Presupone que el corazón y la razón
son dos cajitas que comparten una misma puerta; esa puerta está unida a los dos
por una palanca; si tiramos de la palanca cerraremos una puerta (por ejemplo la
de la razón) en el mismo momento de abrir la otra (en este caso sería la del
corazón): aunque no queramos. Lo que hace la una es lo contrario de lo que hace
la otra: no puede haber ajuste; no puede haber armonía; no puede haber diálogo;
sólo habría, si hablaran las dos al unísono, cacofonía, disonancia y ruido.
Cambiemos
la primera premisa del primer silogismo y quedaría del siguiente modo:
Cuando
falla la razón falla el corazón, y viceversa.
Ahora
ya todo es distinto. No es lo mismo un condicional que un bicondicional. Ahora
el primer silogismo tendría dos vertientes. Primera:
Si
falla la razón, falla el corazón: y viceversa.
Hércules
perdió la razón.
Por
eso también perdió el corazón.
He
aquí la segunda:
Si
falla la razón, falla también el corazón: y viceversa.
Hércules
perdió los sentimientos (es decir, el corazón).
Por
eso perdió también la cabeza.
Si
pierdes uno gana el otro, en los estoicos; si pierdes uno se pierden los dos,
en nuestra versión antiestoica.
O
sea: que lo que lo impulsó a matar a su familia no fueron las pasiones, sino la
incapacidad de sentirlas. Las pasiones del corazón, lejos de cegarnos, son
luces que nos alumbran el camino, haciéndonos ver, lo mismo que la razón, los
peligros y escollos que nos pueden hacer volcar. En los estoicos, por el
contrario, la única luz que hay es la de la razón, y el corazón pone los
escollos que sortearemos.
Estableceremos,
ahora, la segunda versión del silogismo. Quedaría así:
Si
liberamos la razón, liberaremos las pasiones.
Supongamos
que Hércules vuelve a sentir.
Entonces
también volvería a pensar.
Recuperando
la razón, Hércules recuperaría el corazón. (Para los estoicos, por el
contrario, si Hércules recuperara la razón, dominaría a su corazón en sus
pasiones). Eso es así porque el corazón no es enemigo de la cabeza. Los dos son
amigos y comparten un mismo enemigo: el que les quita la libertad para que
ninguno de ellos pueda expresarse. ¿Quién es ese enemigo que tienen en común?
Las
tripas. Las tripas son el descontrol del corazón; y por lo tanto, también el
descontrol de la cabeza. Pero no todo descontrol es obra de las tripas.
- El mundo de los afectos.
Para
verlo todo más claro habrá que hacer un pequeño análisis de nuestros afectos.
Nuestros afectos pueden ser intensos (pasiones o emociones, según que duren
poco o sean permanentes) o sutiles (los sentimientos). Y pueden reforzarnos o
debilitarnos (alegría y tristeza, en el caso de los sentimientos; o entusiasmo
y abatimiento, en el caso de las pasiones).
La embriaguez es un estado de felicidad
caracterizado por la pérdida gradual de conciencia. Puede ser entrañable cuando pide recogimiento, y
es ensueño: como cuando escuchamos la canción de Solveij, de Grieg, o las notas
graves y descendentes de la sinfonía patética de Tchaikovsky. Y puede ser eufórica cuando pide movimiento, y es
arrebato: como cuando escuchamos, en Dvorak, el tercer movimiento de la
sinfonía del nuevo mundo.
La
embriaguez puede ser una pasión explosiva
(como cuando estallamos de júbilo en el momento de conseguir un triunfo); tranquila (como cuando disfrutamos de
la lectura); o violenta (como cuando
nos ciegan los celos y la ira). A la embriaguez explosiva la llamaremos entusiasmo; a la que es violenta la
llamaremos abatimiento; entusiasmo y
abatimiento son dos formas, constructiva y destructiva respectivamente, de arrebato.
Veamos
ahora las formas que puede tomar el sentimiento.
Cuando el sentimiento aumenta nuestras fuerzas nos llena de alegría: la alegría
nos carga las pilas, aumenta nuestra fortaleza, nos llena de vida. Nos lo da un
rayo de sol, la llegada de un amigo al que llevas mucho tiempo sin ver, o
cuando te dan una buena noticia; cuando
salimos a pasear después de haber estado encerrados mucho tiempo, o cuando te
encuentras en presencia de ser amado; y cuando esperas que ocurra algo bueno,
por ejemplo, cuando nos dicen que se ha acabado la guerra.
La tristeza
es el sentimiento, o el estado de ánimo, que nos quita las fuerzas. Puede tocar
fibras tan íntimas que, al no poderlo concentrar en un instante, le reconocemos
intensidad en el tiempo: y decimos que nuestra tristeza es infinita a falta de
poder decir que es explosiva e intensa. Cuando nos duele de manera entrañable
la ausencia de esa joven a la que hemos perdido. Nos entristece la ausencia de
la amada, los días que suceden al fracaso (cuando no hemos tenido suerte en un
examen, o en un torneo); o cuando tememos la muerte de un ser querido.
3.1. El arrebato de la alegría.
La
alegría, cuando es apasionada, puede arrebatarnos en el
ensueño: la alegría arrulladora, dulcísima, dolorosa, imponente, del éxtasis místico; cuando se conmueven
las entrañas; dolor dulce, como una herida que, más que clavarse, resbala, y en
su fluidez te embriaga con los fluidos de la miel, un dolor tierno; un placer
entrañable, infinito deleitarse sin orgasmo, como una caricia; sentido de
subir, de elevarse, de flotar; hasta estallar en mil pétalos de luz
pulverizándote en el orgasmo, ya del sentimiento, no de la sensación; como una
caricia; que te clava los dedos en el dolor de un placer infinito, como el rayo
que no cesa.
3.2. Sentir hacia afuera.
Algo
parecido sentimos cuando nos transporta el arrebato de una sinfonía. El
escalofrío. Cuando estás absorto en plena actividad creadora, en estado de
flujo. Un flotar en el aire, en el vacío, en el espacio, en la nada. La inspiración.
Cuando regresa el ser amado después de haber esperado tanto.
3.3. Sentir hacia adentro.
Y
aquí, en vez de sentir hacia adentro (el
lamento, el éxtasis, el escalofrío), sentimos
hacia afuera, y las fuerzas de
recogimiento son sustituidas por fuerzas
expansivas: cuando metes un gol y ganas un campeonato, o un partido; cuando
consigues algo después de haberlo intentado mucho, cuando te toca la lotería; cuando la preocupación es
coronada por el éxito; y cuando has tenido un éxito arrollador; cuando saltas,
y te sobresaltas, gritando “¡eureka!” porque has descubierto algo genial y te
alegras: un placer intenso, auténtico orgasmo
intelectual, y sentimental, pero
no de los sentidos; cuando te
elevas, en fin, con la euforia de una borrachera.
3.4. Expansión explosiva y expansión
lenta.
Pero
también el éxtasis es, más que recogimiento, expansión; expansión contenida;
nos sentimos subir en el cielo, transportarnos en el espacio, flotar: pero
lentamente; no con el ímpetu que tienen las fuerzas explosivas. El éxtasis es
una fuerza, expansiva, pero contenida; y la euforia, que también es expansiva,
es explosiva.
3.5. Tensión.
Y
luego está la tensión, que produce angustia. La espera de lo que tiene que
ocurrir y no quieres que ocurra. O la espera que produce preocupación cuando te preparas para la tarea. La tensión no es
alegría ni tristeza, es concentración,
dolor de parto, esfuerzo que conduce al éxito: y el éxito es alegría.
- Ocaso del estoicismo.
Volvamos
ahora sobre el estoicismo: para esta forma de pensamiento, la cabeza controla al
corazón (y es el equilibrio) o el corazón controla a la cabeza (y es
desmesura). Cuando manda el corazón no sabe lo que quiere: nos mueve a ciegas.
Crítica
del estoicismo: no es el corazón el que nos hace perder el control, el que
provoca el extravío de la cabeza; no es el corazón: son las tripas. Por corazón
entendemos sentimiento razonado, corazón metido en la cabeza. Y por tripas,
sentimiento extraviado, corazón escapado de la cabeza. Hay dos tipos de
pasiones, las cordiales y las viscerales; y la pasión, en sí misma, no es mala,
sólo cuando se vuelve visceral; la pasión cordial no solamente es aliada de la
razón, sino que su naturaleza, su ser constitutivo, es racional.
El
corazón, cuando nos hace perder la razón (y los sentidos), en realidad no la
pierde: es una forma de hablar heredada de los estoicos. Cuando decimos que el
corazón nos hace perder la cabeza lo que en realidad queremos decir es que el
pensamiento, cuando nos arrebata el corazón, es un pensamiento inconsciente:
piensa, pero no se da cuenta. El clímax de ese arrebato, según sea contenido o
explosivo, es un éxtasis o un orgasmo: pero no de los sentidos; es un orgasmo
sentimental que no nos arrebata la razón, sino los sentidos; nos hacer perder la
noción de donde estamos, no el timón del pensamiento; cuando el barco surca la
niebla todavía lo sigue manejando el timonel.
También
existe una pasión intelectual. Cuando investigamos, concentrándonos
profundamente, llega un momento en que bruscamente comprendemos lo que
estábamos buscando: y es un estallido de alegría, una explosión de entusiasmo,
eureka que claramente podemos identificar como un orgasmo intelectual: se nos
ha abierto la luz, descorriéndose, como las cortinas, el velo de las tinieblas,
el portón de la ignorancia; es una iluminación, un descubrimiento súbito, tan
súbito como inesperado, se nos ha encendido la bombilla: y esa genialidad, ese
chispazo, esa sorpresa, es como si alguien (un ser divino) nos lo hubiera
regalado, pero lo hemos buscado nosotros con todo el esfuerzo de una larga y
penosa investigación: buscábamos la luz, y la luz se hizo; la encendimos
nosotros, desde las profundidades de nuestro inconsciente, cuando consiguió
conectar con él, y comunicarle el resultado de su trabajo, el largo y paciente
laborar de la conciencia. Y de repente, se produjo el despertar; pero no el despertar
de la conciencia, guiada por una razón que ya estaba dormida, sino de la
intuición que velaba semidormida en un rincón de nuestro cerebro: esperando el
aldabonazo de la conciencia.
Recordemos:
el corazón y la cabeza son dos órganos de un mismo aparato; ambos trabajan
coordinados para conseguir un mismo fin; no son enemigos declarados, como se
desprende del pensamiento estoico; el estoicismo confundió el corazón con las
tripas y no distinguió entre esos dos tipos de pasiones confundiéndolas en una sola.
Entre el corazón y la cabeza hay armonía, no lucha; y entre ellos y las tripas
puede haber, o armonía, o lucha.
Si
un corazón siente es que la cabeza piensa. Pero no porque la cabeza sienta
vamos a deducir que siente el corazón, pues puede ocurrir que el lazo entre los
dos se haya roto; es imposible una alegría sin razón, pero no lo es una razón
sin alegría: bien porque el cerebro se ha descorazonado (el pensamiento
cerebral es insensible, implacable y frío); o bien porque lo gobiernan las tripas
(y su estallido llega a ser, más que implacable, despiadado). “Dura es la ley,
pero es la ley”, dice el cerebro descorazonado; “sufre su rigor como otros han
sufrido el tuyo”, dice, por boca de la venganza, el cerebro de las tripas; y
muere, por falta de alimento, si es un cerebro destripado; con lo que las
tripas son necesarias, pero hay que gobernarlas; más bien hay que decir que
ellas gobiernan la parte más salvaje de nuestras funciones, la del hambre, la
sed, la sexualidad y el frío; pero esa visceralidad no debe subvertirse
gobernando partes del alma, como la generosidad o el pensamiento, donde ella no
está preparada para mandar.
Hércules
no se perdió porque perdiera la cabeza, sino porque perdió el corazón. Al
cegarle el corazón, Hera le cegó la cabeza: y lo dejó a merced de las tripas.
Si se le hubiera cegado la razón se habría convertido en una máquina de matar,
pero no fue así: se convirtió en un animal salvaje. En efecto, no perdió la
razón porque quisieran arrebatársela las pasiones, sino porque las pasiones,
que también estaban ciegas, perdieron la facultad de gobernarse: y se volvieron
viscerales.
Las
pasiones no son enemigas de la razón: los estoicos se equivocaron. Es más, para
que la razón no se vuelva maquinal, ha de ser guiada por el corazón; sólo así
evitará que, como gigantes gobernándose en el tártaro, nuestra visceralidad no
se salga del lugar que la naturaleza le ha asignado: y no empiece a invadir, en
metástasis descontrolada, los otros lugares que no está preparada para
gobernar.
La
solución ya no será dejar de sentir: fin de la aponía; fin de la ataraxia.
Cuando todo parezca perdido el único camino ya no será la resignación, la
entrega al destino, la aceptación de todo: también nos quedará la queja; y,
contra viento y marea, luchar; luchar siempre, porque nunca sabremos si
nuestros problemas tienen solución aunque parezcan no tenerla. Y tras el
crepúsculo estoico surge, en el cielo teñido de naranja, el racionalismo
romántico.
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