sábado, 6 de febrero de 2016

La impertinencia de la lechuza (3): El estoicismo





LA IMPERTINENCIA DE LA LECHUZA (3): EL ESTOICISMO

            En filosofía ser impertinente es atreverse con los clásicos; hoy les toca el turno a los estoicos. 

 

EL CORAZÓN Y LA CABEZA

  1. La ceguera de Hércules.
Se dice con frecuencia que la pasión nos ciega; y por ceguera no entendemos la pérdida transitoria de la vista, sino de la razón; Hércules, obnubilado, mató a su familia; y fue porque Hera, para vengarse de Zeus (que había tenido a Hércules con otra mujer) le infundió la locura; con ella veló su entendimiento y le hizo perder el control de sus actos.
Pero al decir esto olvidamos que lo que realmente hizo Hera fue borrarle los sentimientos del corazón; para que por un momento él se dejara llevar por impulsos asesinos, sin que los frenase el amor que sentía por sus hijos; y por su esposa. Hércules no se obnubiló porque perdiera la cabeza, sino porque se veló su corazón. No es lo mismo perder la cabeza cuando no se siente (que es lo que le pasa a un ordenador roto) que perderla porque se ha perdido el corazón; cuando pierdes los sentimientos y conservas la razón has dejado de ser humano: te has convertido en una máquina. Por eso la solución estoica de controlar (en el sentido de reprimir, no de dirigir) las pasiones con la razón, no es una solución humana; para empezar, no es una solución; y si lo fuera, no sería humana.
El demente o alienado pierde la razón, pero eso no se debe a que lo cieguen las pasiones; decir eso es ignorar que las pasiones están conectadas inexorablemente con los pensamientos, como dos relojes cuyas agujas están unidas por una varilla que, sujetándolas por las puntas, las hace moverse solidariamente una con otra.

  1. El error estoico.
Los estoicos piensan, por el contrario, que cuando habla el corazón, calla la cabeza; y que ambos entablan siempre un diálogo de sordos. El argumento estoico por excelencia tendría dos versiones. He aquí la primera:
Cuando falla la razón, se liberan las pasiones.
Hércules actuó movido por la pasión.
Por lo tanto perdió la razón.
La solución sería:
Si liberamos la razón, ataremos las pasiones.
Supongamos que Hércules recuperara la razón.
Entonces dominaría sus pasiones.
En los dos casos la primera premisa es falsa. Presupone que el corazón y la razón son dos cajitas que comparten una misma puerta; esa puerta está unida a los dos por una palanca; si tiramos de la palanca cerraremos una puerta (por ejemplo la de la razón) en el mismo momento de abrir la otra (en este caso sería la del corazón): aunque no queramos. Lo que hace la una es lo contrario de lo que hace la otra: no puede haber ajuste; no puede haber armonía; no puede haber diálogo; sólo habría, si hablaran las dos al unísono, cacofonía, disonancia y ruido.
Cambiemos la primera premisa del primer silogismo y quedaría del siguiente modo:
Cuando falla la razón falla el corazón, y viceversa. 
Ahora ya todo es distinto. No es lo mismo un condicional que un bicondicional. Ahora el primer silogismo tendría dos vertientes. Primera:
Si falla la razón, falla el corazón: y viceversa. 
Hércules perdió la razón. 
Por eso también perdió el corazón.  
He aquí la segunda:
Si falla la razón, falla también el corazón: y viceversa. 
Hércules perdió los sentimientos (es decir, el corazón). 
Por eso perdió también la cabeza.  
Si pierdes uno gana el otro, en los estoicos; si pierdes uno se pierden los dos, en nuestra versión antiestoica.
O sea: que lo que lo impulsó a matar a su familia no fueron las pasiones, sino la incapacidad de sentirlas. Las pasiones del corazón, lejos de cegarnos, son luces que nos alumbran el camino, haciéndonos ver, lo mismo que la razón, los peligros y escollos que nos pueden hacer volcar. En los estoicos, por el contrario, la única luz que hay es la de la razón, y el corazón pone los escollos que sortearemos.
Estableceremos, ahora, la segunda versión del silogismo. Quedaría así:
Si liberamos la razón, liberaremos las pasiones.
Supongamos que Hércules vuelve a sentir.             
Entonces también volvería a pensar. 
Recuperando la razón, Hércules recuperaría el corazón. (Para los estoicos, por el contrario, si Hércules recuperara la razón, dominaría a su corazón en sus pasiones). Eso es así porque el corazón no es enemigo de la cabeza. Los dos son amigos y comparten un mismo enemigo: el que les quita la libertad para que ninguno de ellos pueda expresarse. ¿Quién es ese enemigo que tienen en común?
Las tripas. Las tripas son el descontrol del corazón; y por lo tanto, también el descontrol de la cabeza. Pero no todo descontrol es obra de las tripas.


  1. El mundo de los afectos.
Para verlo todo más claro habrá que hacer un pequeño análisis de nuestros afectos. Nuestros afectos pueden ser intensos (pasiones o emociones, según que duren poco o sean permanentes) o sutiles (los sentimientos). Y pueden reforzarnos o debilitarnos (alegría y tristeza, en el caso de los sentimientos; o entusiasmo y abatimiento, en el caso de las pasiones).
La embriaguez es un estado de felicidad caracterizado por la pérdida gradual de conciencia. Puede ser entrañable cuando pide recogimiento, y es ensueño: como cuando escuchamos la canción de Solveij, de Grieg, o las notas graves y descendentes de la sinfonía patética de Tchaikovsky. Y puede ser eufórica cuando pide movimiento, y es arrebato: como cuando escuchamos, en Dvorak, el tercer movimiento de la sinfonía del nuevo mundo.
La embriaguez puede ser una pasión explosiva (como cuando estallamos de júbilo en el momento de conseguir un triunfo); tranquila (como cuando disfrutamos de la lectura); o violenta (como cuando nos ciegan los celos y la ira). A la embriaguez explosiva la llamaremos entusiasmo; a la que es violenta la llamaremos abatimiento; entusiasmo y abatimiento son dos formas, constructiva y destructiva respectivamente, de arrebato.
Veamos ahora las formas que puede tomar el sentimiento. Cuando el sentimiento aumenta nuestras fuerzas nos llena de alegría: la alegría nos carga las pilas, aumenta nuestra fortaleza, nos llena de vida. Nos lo da un rayo de sol, la llegada de un amigo al que llevas mucho tiempo sin ver, o cuando te dan una  buena noticia; cuando salimos a pasear después de haber estado encerrados mucho tiempo, o cuando te encuentras en presencia de ser amado; y cuando esperas que ocurra algo bueno, por ejemplo, cuando nos dicen que se ha acabado la guerra.
      La tristeza es el sentimiento, o el estado de ánimo, que nos quita las fuerzas. Puede tocar fibras tan íntimas que, al no poderlo concentrar en un instante, le reconocemos intensidad en el tiempo: y decimos que nuestra tristeza es infinita a falta de poder decir que es explosiva e intensa. Cuando nos duele de manera entrañable la ausencia de esa joven a la que hemos perdido. Nos entristece la ausencia de la amada, los días que suceden al fracaso (cuando no hemos tenido suerte en un examen, o en un torneo); o cuando tememos la muerte de un ser querido.
 

3.1.  El arrebato de la alegría.
La alegría, cuando es apasionada, puede arrebatarnos en el ensueño: la alegría arrulladora, dulcísima, dolorosa, imponente, del éxtasis místico; cuando se conmueven las entrañas; dolor dulce, como una herida que, más que clavarse, resbala, y en su fluidez te embriaga con los fluidos de la miel, un dolor tierno; un placer entrañable, infinito deleitarse sin orgasmo, como una caricia; sentido de subir, de elevarse, de flotar; hasta estallar en mil pétalos de luz pulverizándote en el orgasmo, ya del sentimiento, no de la sensación; como una caricia; que te clava los dedos en el dolor de un placer infinito, como el rayo que no cesa.

3.2.  Sentir hacia afuera.
Algo parecido sentimos cuando nos transporta el arrebato de una sinfonía. El escalofrío. Cuando estás absorto en plena actividad creadora, en estado de flujo. Un flotar en el aire, en el vacío, en el espacio, en la nada. La inspiración. Cuando regresa el ser amado después de haber esperado tanto.

3.3.  Sentir hacia adentro.
Y aquí, en vez de sentir hacia adentro (el lamento, el éxtasis, el escalofrío), sentimos hacia afuera, y las fuerzas de recogimiento son sustituidas por fuerzas expansivas: cuando metes un gol y ganas un campeonato, o un partido; cuando consigues algo después de haberlo intentado mucho, cuando te  toca la lotería; cuando la preocupación es coronada por el éxito; y cuando has tenido un éxito arrollador; cuando saltas, y te sobresaltas, gritando “¡eureka!” porque has descubierto algo genial y te alegras: un placer intenso, auténtico orgasmo intelectual, y sentimental, pero no de los sentidos; cuando te elevas, en fin, con la euforia de una borrachera.

3.4.  Expansión explosiva y expansión lenta.
Pero también el éxtasis es, más que recogimiento, expansión; expansión contenida; nos sentimos subir en el cielo, transportarnos en el espacio, flotar: pero lentamente; no con el ímpetu que tienen las fuerzas explosivas. El éxtasis es una fuerza, expansiva, pero contenida; y la euforia, que también es expansiva, es explosiva.

3.5.  Tensión.
Y luego está la tensión, que produce angustia. La espera de lo que tiene que ocurrir y no quieres que ocurra. O la espera que produce preocupación cuando te preparas para la tarea. La tensión no es alegría ni tristeza, es concentración, dolor de parto, esfuerzo que conduce al éxito: y el éxito es alegría. 

 

  1. Ocaso del estoicismo.
Volvamos ahora sobre el estoicismo: para esta forma de pensamiento, la cabeza controla al corazón (y es el equilibrio) o el corazón controla a la cabeza (y es desmesura). Cuando manda el corazón no sabe lo que quiere: nos mueve a ciegas.
Crítica del estoicismo: no es el corazón el que nos hace perder el control, el que provoca el extravío de la cabeza; no es el corazón: son las tripas. Por corazón entendemos sentimiento razonado, corazón metido en la cabeza. Y por tripas, sentimiento extraviado, corazón escapado de la cabeza. Hay dos tipos de pasiones, las cordiales y las viscerales; y la pasión, en sí misma, no es mala, sólo cuando se vuelve visceral; la pasión cordial no solamente es aliada de la razón, sino que su naturaleza, su ser constitutivo, es racional.
El corazón, cuando nos hace perder la razón (y los sentidos), en realidad no la pierde: es una forma de hablar heredada de los estoicos. Cuando decimos que el corazón nos hace perder la cabeza lo que en realidad queremos decir es que el pensamiento, cuando nos arrebata el corazón, es un pensamiento inconsciente: piensa, pero no se da cuenta. El clímax de ese arrebato, según sea contenido o explosivo, es un éxtasis o un orgasmo: pero no de los sentidos; es un orgasmo sentimental que no nos arrebata la razón, sino los sentidos; nos hacer perder la noción de donde estamos, no el timón del pensamiento; cuando el barco surca la niebla todavía lo sigue manejando el timonel.
También existe una pasión intelectual. Cuando investigamos, concentrándonos profundamente, llega un momento en que bruscamente comprendemos lo que estábamos buscando: y es un estallido de alegría, una explosión de entusiasmo, eureka que claramente podemos identificar como un orgasmo intelectual: se nos ha abierto la luz, descorriéndose, como las cortinas, el velo de las tinieblas, el portón de la ignorancia; es una iluminación, un descubrimiento súbito, tan súbito como inesperado, se nos ha encendido la bombilla: y esa genialidad, ese chispazo, esa sorpresa, es como si alguien (un ser divino) nos lo hubiera regalado, pero lo hemos buscado nosotros con todo el esfuerzo de una larga y penosa investigación: buscábamos la luz, y la luz se hizo; la encendimos nosotros, desde las profundidades de nuestro inconsciente, cuando consiguió conectar con él, y comunicarle el resultado de su trabajo, el largo y paciente laborar de la conciencia. Y de repente, se produjo el despertar; pero no el despertar de la conciencia, guiada por una razón que ya estaba dormida, sino de la intuición que velaba semidormida en un rincón de nuestro cerebro: esperando el aldabonazo de la conciencia.

 

Recordemos: el corazón y la cabeza son dos órganos de un mismo aparato; ambos trabajan coordinados para conseguir un mismo fin; no son enemigos declarados, como se desprende del pensamiento estoico; el estoicismo confundió el corazón con las tripas y no distinguió entre esos dos tipos de pasiones confundiéndolas en una sola. Entre el corazón y la cabeza hay armonía, no lucha; y entre ellos y las tripas puede haber, o armonía, o lucha.
Si un corazón siente es que la cabeza piensa. Pero no porque la cabeza sienta vamos a deducir que siente el corazón, pues puede ocurrir que el lazo entre los dos se haya roto; es imposible una alegría sin razón, pero no lo es una razón sin alegría: bien porque el cerebro se ha descorazonado (el pensamiento cerebral es insensible, implacable y frío); o bien porque lo gobiernan las tripas (y su estallido llega a ser, más que implacable, despiadado). “Dura es la ley, pero es la ley”, dice el cerebro descorazonado; “sufre su rigor como otros han sufrido el tuyo”, dice, por boca de la venganza, el cerebro de las tripas; y muere, por falta de alimento, si es un cerebro destripado; con lo que las tripas son necesarias, pero hay que gobernarlas; más bien hay que decir que ellas gobiernan la parte más salvaje de nuestras funciones, la del hambre, la sed, la sexualidad y el frío; pero esa visceralidad no debe subvertirse gobernando partes del alma, como la generosidad o el pensamiento, donde ella no está preparada para mandar.
Hércules no se perdió porque perdiera la cabeza, sino porque perdió el corazón. Al cegarle el corazón, Hera le cegó la cabeza: y lo dejó a merced de las tripas. Si se le hubiera cegado la razón se habría convertido en una máquina de matar, pero no fue así: se convirtió en un animal salvaje. En efecto, no perdió la razón porque quisieran arrebatársela las pasiones, sino porque las pasiones, que también estaban ciegas, perdieron la facultad de gobernarse: y se volvieron viscerales.
Las pasiones no son enemigas de la razón: los estoicos se equivocaron. Es más, para que la razón no se vuelva maquinal, ha de ser guiada por el corazón; sólo así evitará que, como gigantes gobernándose en el tártaro, nuestra visceralidad no se salga del lugar que la naturaleza le ha asignado: y no empiece a invadir, en metástasis descontrolada, los otros lugares que no está preparada para gobernar.
La solución ya no será dejar de sentir: fin de la aponía; fin de la ataraxia. Cuando todo parezca perdido el único camino ya no será la resignación, la entrega al destino, la aceptación de todo: también nos quedará la queja; y, contra viento y marea, luchar; luchar siempre, porque nunca sabremos si nuestros problemas tienen solución aunque parezcan no tenerla. Y tras el crepúsculo estoico surge, en el cielo teñido de naranja, el racionalismo romántico.

 




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