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viernes, 27 de diciembre de 2019

CLASIFICACIÓN DE LAS ARTES



CLASIFICACIÓN DE LAS ARTES


             Cuando hablamos de arte ¿estamos hablando de presencia o de representación? Las dos cosas. Un cuadro es la representación de una escena, pero también es una presencia que nos habla; como representación no habría diferencia entre un cuadro bueno y otro malo, si lo que nos interesa es el contenido o, más que el contenido, su referencia (no la estructura que la contiene); pero como presencia es una propuesta sensorial que incluye, más allá de las sensaciones, placer que sobrepasa el mero placer sensorial, más que hedoné, aisthesis; nos hablan la forma y el brío (o la falta de brío) de sus pinceladas, el vigor de sus  rasgos, la intensidad de la luz, las sombras, el contraste o la ausencia de contraste.
            Un fragmento musical puede representar escenas reconocibles: Vivaldi hace una representación sonora de las cuatro estaciones del año, Grieg representa la tormenta en El regreso de Peer Gynt, Beethoven retrata la naturaleza en su sinfonía pastoral, Mozart hace aparecer el infierno en un momento de su réquiem, las campanas de Berlioz tocan a muerto en la Sinfonía fantástica, las gotas de lluvia de Chopin terminan con el disparo del fusil de los soldados, las aguas de los ríos fluyen cristalinas en Smetana… Los cellos representan las llamas, las flautas son el trino de los pájaros, la percusión puede ser el trueno, y el desorden de los instrumentos (en la célebre marcha fúnebre de Chopin) representa el desorden que se produce entre los deudos cuando se acaba el entierro…
            También se pueden representar metáforas: el estallido interior de Tchaikovsky en la Sinfonía patética, el diálogo entre la libertad y el destino en la quinta sinfonía de Beethoven…
            Otras veces, en la música, no sentimos representaciones, sino presencias; la tensión se mastica en el baile de Prokofiev (a propósito de Romeo y Julieta), el infinito dolor de la delicadeza en la canción de Aase (Edvard Grieg), el frenesí del aquelarre en la fantástica de Berlioz, la distorsión sensorial producida por las drogas en el Magical mystery tour de los Beatles…
            La obra de arte es presencia que nos puebla a través de sus representaciones (la distorsión sensorial de los Beatles nos habla de las drogas, pero no lo hace contándonos cosas sobre ellas, sino haciéndonoslas sentir; y el destino de que nos habla Beethoven no se describe, se siente, y quedamos paralizados mientras lo sentimos por sus cuatro notas). La obra de arte puede ser, también, representación sin presencia (un dibujo puede representar una escena con tan poco brío que nos deja insensibles). Y el arte puede ser, sobre todo, presencia sin representación: ya no es una música programática. La gran fuga de Beethoven podría ser un ejemplo.


1. Presencia y representación.
           
            Si aplicamos esta observación como primer criterio, podremos distinguir entre artes de la presencia y artes de la representación. El segundo criterio serían los receptores sensoriales, pues unos están hechos para la presencia (el olfato, el tacto, el gusto) y otras para la representación (el oído y la vista), de mayor a menor distancia: del olfato al tacto, pasando por el gusto, el contacto viene de más lejos a más cerca, y el oído capta sensaciones menos lejanas que la vista. Estamos hablando, claro está, de la distancia entre el estímulo y el receptor, esto es, de las presencias. La vista capta el espacio, el oído el tiempo, y los tres sentidos restantes el instante; la vista y el oído son representación y el olfato, el gusto y el tacto, presencias: esto quiere decir que en los dos primeros hay que distinguir entre la presencia que habla y la distancia que representa. La máxima distancia en la representación la constituye, por supuesto, la palabra: pues la palabra nos da sentidos que van más allá de los sentidos. La palabra aplicada a los sentidos de la presencia nos da la profundidad, igual cuando expresa razones que sentimientos; pero para atravesar la sensación y captarla en su hondura la palabra debe cargarse de símbolos: símbolo entendido como metáfora, no como sistema de signos; un símbolo así entendido es un signo que no representa la realidad percibida sino la realidad sentida; la realidad pensada se representa, más que con el símbolo, con el concepto.
            Luego está la memoria. La memoria convierte en representaciones todas las presencias. El olor de la madalena evoca un tiempo pasado en la vida del autor. Y el sabor del pescado frito nos trae a la mente la presencia del Mediterráneo, y de Andalucía.

2. Primeros esbozos de clasificación.

            Hemos visto que el arte es el placer del espíritu. Podemos convenir, al margen de toda etimología, que hedoné es el placer de los sentidos y aisthesis el placer del espíritu sensorial (es decir, del sentimiento enraizado en los sentidos); podríamos distinguir, también, entre el placer intelectual (al que podríamos llamar diligencia), el placer del espíritu compasivo (al que llamaríamos piedad) y el placer espiritual (al que llamaremos místico).
            Definimos la sensibilidad como la capacidad de dejarnos impresionar por el exterior; y espiritualidad como la capacidad de unificar todos los sentidos en una experiencia única; si lo que se unifica es el componente informativo de las sensaciones, obtenemos una percepción (la percepción es una experiencia); y si se unifica su componente afectivo lo que obtenemos es una aisthesis (una vivencia estética: al no haber posibilidad alguna de confusión también podremos llamarla experiencia estética).
            La suma de cualidades sensibles más sus correspondientes gestalten produce percepciones. Y la suma de hedonés más sus correspondientes gestalten produce aisthesis. La hedoné, ya lo hemos visto, es el placer sensorial; la aisthesis es el placer estético. Un arte es un universo estético definido por un tipo de aisthesis dominado por un receptor sensorial. Las artes de la presencia buscan el espíritu en sus mismas sensaciones; las de la representación lo buscan en cada una de las dos mitades en que se escinden: por un lado la presencia sensorial, que nos penetra, y por otro la representación, que nos envuelve; veámoslo más de cerca.


            1. Artes de la presencia. Buscan espiritualidad en las sensaciones y encuentran la eternidad en el instante: puerta desde la que trasciende a la esencia. Dentro de estas artes de la sensación podemos distinguir tres tipos:
            1.1. Artes del tacto. Se trata del erotismo. En el orgasmo el placer tiene su concentración máxima en un instante, desde el que explota, a veces prolongándose durante un tiempo, en el estar fuera de sí, fuera del mundo, abandonándose al dejarse ir en el que se estaba concentrado; un rapto de los sentidos, un éxtasis u olvido de sí mismo para fundirse en el placer máximo de ser, que es como unirse al flujo del mundo. Ese mismo abandono, cuando trasciende los sentidos, es un éxtasis espiritual: el alma se funde con el espíritu universal y se olvida de sí misma, pierde los sentidos, pierde la razón.
            1.2. Artes del gusto. Buscando la hedoné está la gastronomía, conjunto de técnicas para extraer el máximo poder de goce en el paladar; esto es sólo placer en el cuerpo, mas para conseguirlo, como le pasaba también al erotismo, es preciso que la técnica se una a la inspiración: es, desde luego, un arte más que una técnica. Pero el placer que se obtiene no deja de ser una hedoné, no llega a aisthesis: ¿podríamos decir que la gastronomía es un arte sin aisthesis? Tal vez. Sería un arte incompleto, puesto que en la elaboración intervendría el espíritu pero en el resultado no; sería inspiración, y por tanto rapto, en busca de la hedoné, no de la aisthesis.
            1.3. Artes del olfato. El culto a los perfumes, la cata de vinos. La concentración debe ser máxima y el artista debe estar suspendido para conocer lo sublime (esto es, debe estar inspirado); pero el resultado no pasa de ser una hedoné muy sublimada y sutil; en esa delicadeza ¿no podríamos decir que la hedoné (el placer de oler el vino) se transforma en aisthesis (placer de hundirse en el espíritu del vino a través de su olor)? ¿No podríamos decir lo mismo de la gastronomía, por lo menos cuando trasciende mucho más de las recetas y lo fía todo al tacto, al instinto, a la inspiración del cocinero?
            2. Artes de la representación. Buscan espiritualidad en las sensaciones y en el universo que trasciende por detrás de ellas: el que se vive sin estar en él, desde la distancia. La distancia se despliega en intensidad, en el espacio, y en fluidez, en el tiempo.
            2.1. Artes del tiempo. Su medio de expresión es el sonido, que nos lleva, por dentro de la realidad, hasta el éxtasis que se produce más allá de ella.
            2.1.1. Artes del sonido. Buscan, en la sensación sonora, un placer que va, más allá del sonido, hasta el misterioso espíritu sonoro. El sonido puede ser estridente o dulce, y agrada o hiere al oído; pero también puede ser sublime, dramático o trágico, y entonces quien siente y padece es el espíritu, que tiene un peldaño en el oído y se lanza, más allá de la corteza, en el cerebro de las emociones. El sonido conmueve nuestras fibras interiores y se expande en las entrañas, hasta el recóndito mundo del sentir, más allá del sentido viscerotónico del vientre: y es música. O expandirse, desde las fibras interiores, a los músculos, y del éxtasis del espíritu es sensación apegada al movimiento; y es música expresada con el cuerpo, tiempo vertido en el espacio, es la danza. También hay momentos en que esa presencia quiere representar, desdoblar el mundo real en otro virtual que es como la sombra del primero, y es música programática; pero el mundo virtual no tiene su eco en la realidad, su referente, preexistente, más que en la percepción, en la imaginación y el recuerdo, es un mundo creado que sirve de modelo a la representación que lo imita.


            2.1.2. Artes de la palabra. Si la música provoca sensaciones y sentimientos, la palabra produce significados; en la música, cuando hay significados más allá del sentir (música programática), produce conocimiento; pero lo propio de la música no es conocer, sino sentir las profundas fuerzas enraizadas en las tripas y en el corazón, oscilantes entre la luz y la oscuridad sin que la luz sea buena y la oscuridad sea mala, pues muchas veces sucede al revés; y escuchar música es sumergirse en el fondo metafísico de nuestro ser, sin resolverlo en ontología, sino en ontopatía: un sentirse en el mundo y un sentir el mundo en mí, más allá del conocimiento o más acá, quién sabe, con la razón arrastrada por los vientos y las olas y los seísmos, huracanes del ser.
            A) Palabra hablada. Todo eso lo podemos encontrar en la palabra, cuando es arte. Pero en la palabra además hay voces que le hablan a la inteligencia. La música nos habla al corazón  y es un universo sinfónico; o les habla a las tripas y a los músculos, al movimiento, y es danza; la danza es síntesis de sensibilidad y movimiento, la ópera es síntesis de música y palara, y la síntesis de música, danza y palabra es el arte total: así lo entendió Wagner. Palabras para la inteligencia, música para el corazón y danza para el cuerpo; síntesis de la palabra con el sonido y con la voz, una humanidad animal: pues, como decía Aristóteles, los seres humanos tienen palabra y los animales tienen voz.
            La palabra es hablada o escrita: ópera y teatro definen, en la oralidad, un continuo gradual entre la palabra y la música, ópera cantada, tragedias griegas con coros cantados, o teatro brechtiano salpicado de canciones; entre la zarzuela y el musical. En el teatro solamente hablado la intensidad del sentimiento, en el clímax, surge de la intensificación gradual del desarrollo de la acción hasta que se produce un estallido: en él la progresión continua se rompe bruscamente en una explosión. Y junto a la intensificación de la acción se produce la intensificación de la palabra, para conseguir, en esa convergencia, la máxima intensidad posible en el estallido climático: la tensión dramática en su punto álgido.
            A menos que estemos hablando de comedia: y entonces lo que estalla no es el dramatismo, sino la hilaridad.
            B) Palabra escrita. La palabra escrita se escinde en poesía y novela. En la primera se busca la intensidad del sentimiento y es, hundiéndose en las profundidades del alma, búsqueda de las raíces metafísicas de nuestro ser; por eso es la poesía tan parecida a la música y, para muchos, tan árida y tan difícil de leer; en poesía, como en música, se buscan la sensación y el sentimiento más allá del significado, o más acá de él; y por eso las palabras son sensorialidad pura, emoción pura, portadoras de significado despojándose de significación, en su presencia sonora (aliteración, onomatopeya…), o sentida (metáfora: donde el significante no busca su referente en lo representado, sino en la presencia de las emociones íntimas que quiere evocar, despertar, derribar o crear). Originariamente la poesía fue palabra cantada, tanto en su significado afectivo (lírica) como referencial (épica); pero cabe suponer que, más que la lírica, fue la épica la primera poesía cantada.
            La novela, o cualquiera de las formas del relato, no muestra a los personajes y decorados, sino que habla de ellos; y lo hace convirtiendo las palabras en presencias que contaminan a lo representado, y entonces las cosas se muestran a través de ellas escapándose de la representación que dice en lugar de mostrar; lo que se dice es la objetividad que contemplamos; lo que se muestra es la subjetividad que se vuelca en ello; se dice el significado de las palabras, se muestrea su significante, que se impregna en su significado: ésa es la palabra poética; en el tratado las palabras se borran para mostrar sólo su significado, que consiste en decir leyes y fórmulas mientras lo que se muestra no es la palabra, sino la imagen: fotografías, dibujos, esquemas y gráficos.
            2.2. Artes del espacio. El sonido, el músculo y la palabra representaban el mundo a través del movimiento; la pintura, la escultura y la arquitectura lo representan a través de la quietud. Nuevamente se desliga el arte en un doble placer: el de las formas que contemplamos, que es armonía en la representación, y el de la materia moldeada, que es experiencia estética. El primero es un placer externo al arte y el segundo placer inherente al mismo. Hay fotos que parecen bellas por la belleza de lo fotografiado, y fotos que lo parecen por la belleza de su composición, por las transiciones o el contraste, por su estudio del color; las primeras son bellos cromos o imágenes sagradas y las segundas auténticas obras de arte: es la diferencia que hay entre lo bonito y lo bello. Lo bonito utiliza los recursos técnicos con eficacia expresiva, pero sin vida en la expresión; y lo bello es producto de una técnica inspirada; lo primero, simplemente, es técnica; lo segundo además de técnica es arte.


            Las artes visuales son reproducciones del mundo; las artes auditivas, producciones del autor. Toda reproducción es significado al servicio del mundo observado, pero la producción es significante al servicio del autor y del espectador; las reproducciones, para ser artísticas, tienen que ser producciones, es decir creaciones, con los materiales expresivos; de lo contrario es ciencia, tecnología, didáctica, pero no es arte. El carácter de la pintura con respecto a la arquitectura y la escultura depende de los materiales usados (su dureza, maleabilidad o resistencia, cualidades que les dan mayores o menores capacidades expresivas; y, por supuesto, de las técnicas empleadas: no es lo mismo, y no se pueden hacer las mismas cosas, con la acuarela que con el óleo, el granito que el bronce, la piedra que el hierro, el Taj Mahal que la torre Eiffel.

Conclusión.

            La técnica es un conjunto de instrucciones, un modo de uso. Y el arte es el uso creativo de la técnica. Hace falta un científico, y hasta un artista, para crear una técnica pero una vez creada su uso es mecánico. Sin embargo el arte es creación continua. Hasta cuando copia. Cuando dice Platón que las cosas son una mala copia de los ideales, si para hacer esa copia tomamos como modelo al pintor, Platón lo concibe como un mero operario que reproduce mecánicamente la realidad, como si fuera trabajo en cadena: y sin embargo no es así; no es la suma de similitudes con el modelo lo que hace mejor a la obra de arte, sino al revés: el espíritu creador es el que hace que la obra se parezca más al modelo. Platón se equivocaba: el arte no es sólo imitación, copia, mímesis, es ante todo poiesis; y la mímesis, si no es poética, no es artística, copiar es mucho más que calcar en la ventana los contornos de un dibujo que se transparenta en el papel (aquí sí que la copia no es nada creativa). Pero los copistas del monasterio, cuando copiaban los códices, sí que hacían mucho más que copiar.
            El dominio de las técnicas de copia no hace de nosotros unos artistas; ese dominio es necesario, pero no suficiente. Ni tampoco la existencia de gestalten que hacen que nuestra copia sea más atractiva, no: los aprioris también son necesarios, pero no bastan, se necesita todavía algo más. Ese plus diferenciador de la obra de arte es la trascendencia. Pero una trascendencia que, lejos de olvidarnos en la existencia, nos saca de ella; y, como los rasgos que hemos copiado de ella, nos hace llamar a las puertas de la esencia. El arte nos arranca de la banalidad que hay en lo cotidiano y la perfora, llegando a lo profundo: donde lo anodino se vuelve trascendente. El arte, o nos hace tocar la eternidad con los dedos el tiempo, o no es arte; el resto es técnica sin ilusiones, trabajo desencantado, aburrimiento y tedio, alienación; vivir sin arte no es, en definitiva, más que vida sin aliciente: es sólo nostalgia del ser.







viernes, 13 de abril de 2018




OCCAM Y LA CULTURA DE LA IMAGEN  


             Un signo es una realidad con significado. El significado es una intención del alma (a no ser que se trate de señales, en cuyo caso sería más bien una atención del alma). Vayamos por partes:
Una intención del alma es cuando ponemos cosas dotándolas de significado. Pulgarcito dejó piedras en el camino para marcar el camino de vuelta; para él esas piedras no eran piedras sino avisos, marcas, señales que identificaban, entre todos los caminos posibles, cuál era el que tenía que tomar para volver a casa. Un marcapáginas es una señal que ponemos en el libro para saber hasta dónde hemos llegado con nuestra lectura. Y una fotografía es una señal que hemos puesto debajo de un nombre para identificar a una persona.
            Una atención del alma es cuando atribuimos significado a las cosas, convirtiéndolas en signos cuando descubrimos relaciones lógicas entre ellas. Esos signos son causados por sus significados cuando no se parecen a ellos; el humo es causado por el fuego, el agujero es producido por la bala y la herida ha sido abierta por el bisturí. En la película de Jean-Jacques Annaud, Fray Guillermo estudia unas pisadas que hay en la nieve sobre una pendiente; las que suben son menos profundas que las que bajan: la razón es que, al bajar, el fraile iba con un peso encima, posiblemente el cadáver de otro fraile; lo dejó al fondo del terraplén y por eso al volver, sus pisadas eran menos profundas.
            Los signos intencionales sirven para comunicar; la atención a los signos, para descubrir. El investigador debe estar atento a las señales que tiene delante para poder interpretarlas. En algunos casos esas señales se parecen a lo que representan, como una foto se parece a su modelo o una estatua se parece a su personaje; en otros casos no se parecen, como el humo no se parece al fuego ni la pisada al pie; en el primer caso hablamos de imágenes; en el segundo, de huellas; tanto las huellas como las imágenes pueden servir para expresar cosas (como el pintor del Escorial firmaba con un caballo blanco, o el ciudadano se identificaba con una bandera, o aquella sociedad secreta firmaba con el dibujo de una mano negra); o para estudiarlas (como los huesos del paleontólogo o las huellas de Fray Guillermo). Hay, pues, signos para llamar y signos para entender.
            Hay otros signos que no se parecen a lo que representan pero tampoco son causados por sus significados: son las palabras. La herida es una señal que avisa de la presencia del bisturí, pero la palabra “bisturí” sirve para señalar el bisturí que estamos buscando y para hacernos preguntas acerca de él. Una chaqueta en el asiento de un cine sustituye a su dueño para indicar que la silla está ocupada: ésa es una señal entendida como mensaje lanzado por su dueño; pero un papel con la palabra “ocupado” produce también el mismo efecto. Las palabras reemplazan o sustituyen (a veces pueden suplantar) a una pluralidad e individuos; por ejemplo el término “hombre” sustituye a todos los hombres individuales. Occam decía que las palabras sustituyen a las cosas a las que se refieren (es la teoría de la suppositio; “suppositio” significa en latín “sustituir”).


            En la teoría de Occam las imágenes y huellas no producen intelección, a menos que conozcamos previamente la realidad a la que se refieren; un círculo rodeado de otros círculos es ininteligible (a menos que conozcamos lo que es un átomo, en cuyo caso lo identificaremos con un núcleo rodeado de electrones); o un montón de esferas apelotonadas como una frambuesa es imposible de identificar (a menos que sepamos que es el ojo de un insecto fotografiado con muchos aumentos). Las palabras, en cambio, sí producen intelección, o lo que es lo mismo: desarrollan nuestra inteligencia.
            La idea de Occam es muy sugerente si la trasladamos a la cultura de la imagen. Una imagen (decían los chinos) vale más que mil palabras, y era porque la escritura china es tan compleja que resultaba más fácil dibujar que escribir. Pero con Occam sabemos que una palabra vale más que mil imágenes; por lo tanto, leer una novela nos enriquece mucho más que ver una película. Si la novela habla de un coche nosotros nos tenemos que imaginar cómo es el coche, atendiendo al contexto y, muy especialmente, al lugar y la época; pero una película te lo muestra tal y como es y te ahorra, por tanto, el trabajo de imaginarlo.
            Si nos atenemos a la teoría de la evolución, veremos que el progreso ha consistido en sustituir el tacto por el olfato, el olfato por la vista y la vista por el oído. Los mamíferos primitivos tenían un lóbulo olfatorio muy desarrollado, pero los insectos tenían antenas como los gatos pelos en el bigote; nuestro lóbulo olfatorio se ha atrofiado bajo la masa encefálica en la que se han desarrollado, como flores en primavera, el lóbulo occipital (que controla las imágenes) y el lóbulo temporal (que controla el habla con las áreas de Broca y de Wernicke). Evolucionar es, por consiguiente, pasar del contacto al olor, del olor a la imagen y de la imagen al sonido; un animal que habla es más perfecto que un animal que ve; y leer es siempre más interesante que mirar una pantalla. Cuando los seres antropomorfos se hicieron arborícolas necesitaron dominar las tres direcciones del espacio para no caerse, y desarrollaron una visión estereoscópica; pero cuando el cambio climático destruyó la selva necesitaron dominar no sólo la realidad presente, sino también sus posibilidades; y desarrollaron una forma de comunicación infinitamente más potente que la imagen: el lenguaje. Sin embargo hoy la tecnología está sustituyendo otra vez los sonidos por imágenes, arrastrándonos a una involución que es una evolución al revés, y estamos andando hacia atrás como los cangrejos. Es más, la imagen se ha convertido en soporte de videojuegos, y más que entender una historia nos interesa ahora demostrar nuestra destreza manual apretando botones. En otras palabras: de la inteligencia abstracta (con los conceptos) retrocedemos a la inteligencia concreta (con las imágenes) y ésta sirve de trampolín para proyectarnos hacia la inteligencia sensomotriz: que es la que tienen los niños de menos de un año.


            O sea que la cultura de la imagen nos está atontando. Cierto, también podemos crear poesía con las imágenes, pero eso nos obliga a proyectarlas hacia el concepto, y necesitamos símiles, metáforas, metonimias, sinécdoques, hipérboles, ironías y mucha interacción, la mayoría de las veces compleja, entre la imagen y el sonido; pero eso a nuestros jóvenes no les interesa, y en cuanto ven más de dos secuencias del Potemkin nos mandan parar porque “eso ya raya”; prefieren unas secuencias de Torrente, que produce encefalogramas planos.
            En resumen: en Occam (siglo XIV) encontramos herramientas para hacer una buena crítica de la sociedad en la que estamos; porque las huellas y las imágenes nos enriquecen si van asociadas al lenguaje, sea éste de imágenes, sonidos o palabras; pero las imágenes solas, al margen del entendimiento, sólo pueden atrofiar la mente de los jóvenes; y éste es un producto desastroso del progreso, que debería desaparecer, si queremos, fecundando las imágenes con palabras. Para eso, desde luego, hay que echarle voluntad al asunto. Y estar dispuestos a ponerle esfuerzo al consumo pasivo de imágenes para mantener vivo nuestro esqueleto cerebral; sin asustarse de tener que rayarse un poco cuando eso nos obligue a pensar, tan pronto como empezamos a enriquecernos, con nuestras mentes demasiado cómodas y atrofiadas.




viernes, 28 de julio de 2017

EL MÉTODO HERMENÉUTICO





            Lo que empezó siendo una broma sobre el pis de los angelitos ha acabado convirtiéndose en un breve tratado sobre el método; sólo falta hablar de las ciencias humanas. Para quienes crean en ellas también se hace necesario acotar un método, aunque hay que aceptar que la metáfora también es una forma de conocer; que nos hace acceder a la belleza, sí, pero sobre todo también a la verdad; como las otras ciencias.


EL MÉTODO HERMENÉUTICO
 

1.

¿Qué piensa la araña cuando se está comiendo a la mosca? ¿Qué pensó antes de comérsela? Nada. La araña se mueve por instinto. La araña no piensa. Pero ¿qué pensó Héctor antes  de aceptar el desafío de Aquiles? Héctor, seguramente, no sabía si iba a  aceptar aquel reto. Se lo pensó mucho. Y al final, pesando y sopesando sus razones, tomó una decisión. Antes de verlo actuar no sabemos lo que va a hacer un ser humano; porque sus acciones son libres y, por lo tanto, impredecibles. Pero antes de ver actuar a un animal sabemos lo que va a hacer; sabemos que si le llevamos un trozo de pan a un conejo el conejo vendrá hacia nosotros; que si abrimos una ventana donde hay una maceta la planta se inclinará hacia el sol; que si colocamos dos imanes juntos se atraerán sólo si sus polos son opuestos; que si metemos un dedo en el enchufe nos dará calambre; en todos estos casos sabemos lo que va a pasar antes de que pase; porque no se trata de actos humanos, sino de fenómenos naturales. La naturaleza se rige por el principio de causalidad, que hace que las mismas causas produzcan siempre los mismos efectos. Pero la libertad escapa a la causalidad porque, si estimulo de la misma manera a dos personas, no siempre reaccionarán las dos de la misma manera; el mismo castigo que amedrenta a unos desata la rebeldía en otros; así lo vemos cuando Paul Newman interpreta La leyenda del indomable: cuanto más lo castigan, menos obedece.
            La naturaleza es el mundo de la causalidad. El ser humano vive, por el contrario, inmerso en el mundo de la libertad. Los fenómenos causales son predecibles, los actos libres no. La naturaleza animal, vegetal e inanimada se puede estudiar con el método hipotético-deductivo, pero ¿cómo estudiar la naturaleza humana? ¿Esa que ninguna deducción sacada de hipótesis puede llegar a predecir? Hace falta otro método: si lo hay, las ciencias humanas son posibles; y si no lo hay sería una quimera pensar en ciencias humanas.
            ¿Por qué lloran los bebés? Todo el mundo sabe que hay tres causas posibles: o tienen hambre, o tienen sueño, o hay que cambiarles los pañales. ¿Por qué sabes que están ahí las letrinas? Porque he visto entrar allí a un fraile muy apurado y luego ha salido relajado y tranquilo. ¿Por qué las huellas que bajan son más profundas que las que suben? Porque el fraile que bajaba llevaba un cuerpo encima, quizá el cadáver del hombre al que acaba de asesinar. Tales son los razonamientos que Guillermo de Baskerville hace en El nombre de la rosa; Umberto Eco, o Jean-Jacques Annaud, le hacen reflexionar utilizando el método hipotético-deductivo. Juan Luis Arsuaga, hablando de Cuvier, refiere una broma que le gastaron unos alumnos; se envolvieron en una sábana, se pusieron unos cuernos de ciervo, y una pata de cabra, y se presentaron en su dormitorio mientras dormía; “somos el diablo”, dijeron; “y te vamos a comer”; Cuvier les dijo sin inmutarse: “imposible; tenéis pezuña partida y por lo tanto sois herbívoros: no me podéis comer”. Sus alumnos se quitaron la sábana y aplaudieron la sabiduría del maestro; había hecho una genial aplicación del método de las ciencias naturales. 

            Pero ¿por qué Kane, en la película de Orson Welles, pronuncia antes de morir aquella palabra enigmática? Si fuese un fenómeno natural bastaría, para saberlo, con aplicar el método hipotético-deductivo: pero entonces no habría película, porque lo que caracteriza a una historia es que cuando empieza no se sabe cómo va a terminar, y con el método deductivo todos los fenómenos suceden de la misma manera; por eso aquí no funciona; y por eso, en lugar de naturaleza, lo que tenemos aquí es una historia; porque el ser humano es libre, por lo tanto imprevisible. Entre los árboles del bosque vemos migas de pan: ¿a quién se le han caído? No se han caído, que las han tirado; ha sido Pulgarcito, para encontrar el camino; porque se ha enterado de que sus padres, a sus hermanos y a él, los van a abandonar en el bosque. Pero los pájaros se comen las migas y eso sí que era previsible; porque los pájaros son naturaleza, mientras que Pulgarcito es voluntad; para saber lo que haría Pulgarcito habría que meterse en su cabeza, conocer sus pensamientos, saber cómo siente; el comportamiento de los pájaros se puede estudiar con el método de las ciencias naturales; el de Pulgarcito, no.
            Hay en Star wars un episodio en el que Darth Vader tiene a Luc Skywalker a su merced. Luc es su hijo y él lo sabe; sin embargo el espectador no sabe lo que va a ocurrir hasta que ocurre: Darth Vader está desgarrado entre el poder de la fuerza, que lo arrastra hacia el lado oscuro, y su amor de padre, que intenta liberarse de ella: ¿cuál de las dos tensiones vencerá? ¿Matará a su hijo? ¿Se rebelará contra su señor? La vida humana es un misterio, y cada uno de nuestros actos es un enigma, porque el futuro muchas veces no se parece al pasado (el futuro no está escrito): las mismas causas no producen siempre los mismos efectos. Y no siempre los mismos signos significan las mismas cosas. Dos alumnos resuelven bien una ecuación en un examen de matemáticas; sin embargo uno lo ha comprendido y el otro no; los dos sacan un diez, pero el que no lo ha comprendido lo ha aprobado aplicando las reglas de manera mecánica, supliendo la inteligencia con la memoria, y el resultado es el mismo; a diferencia de lo que pasaría en la naturaleza, aquí no basta con observar los datos; hay que meterse en la piel del alumno, encaramarse a su mente, saber cómo piensa y por qué piensa así, y sobre todo saber con qué intención dio sus respuestas. Aquí no nos basta con la deducción: es precisa la analogía; eso que en el siglo XVIII llamaron simpatía y hoy se llama, de manera más aséptica, empatía. ¿Por qué ha robado ese hombre? Un análisis sociológico no nos lo podría decir. Ni un análisis de su psicología, ni  se sabría con sólo mirar sus genes, ni comprobando el estado de sus neuronas, la mente humana no se reduce a esto, su alcance va mucho más allá. Intentemos ponernos en su lugar: pensar como él, sentir como él, vivir su vida; según dice un proverbio indio, habría que caminar varias lunas en sus mocasines antes de  pensar en juzgar. Claro, ese método no es infalible; pero también falla el método hipotético-deductivo cuando nunca nos da certezas sino probabilidades. El diagnóstico de un médico, sin dejar de ser riguroso, puede estar equivocado. El de un psicólogo también puede fallar, pero el problema es que los físicos, químicos y biólogos actúan como si ellos solos tuvieran la clave de la ciencia; porque claro, lo que estudian ellos es riguroso pero el estudio de un historiador o un psicólogo carece de rigor. Ahora bien, los físicos menosprecian a los biólogos porque introducen en sus estudios el concepto de finalidad, que no es científico; porque la ciencia, según ellos, sólo puede serlo de las causas. Si para un físico reduccionista la biología no es una ciencia seria, mejor no hablemos de la psicología; o de la sociología, o de la politología, o de la historia. 


            El método matemático es deductivo; utiliza axiomas. El método empírico es inductivo: utiliza hipótesis; y sólo sabe deducir a partir de los datos, eso es lo que pasa con las ciencias naturales. Pero en las ciencias humanas esto se complica: sus inducciones y deducciones deben conducir, para tener sentido, a la analogía; y ahí es donde los puristas no están dispuestos a aceptar que la analogía tenga rigor; la analogía será literatura, será cosa de las humanidades, pero no de la ciencia. También los físicos que trabajan en teoría de cuerdas son tachados de metafísicos por los otros físicos, porque las cuerdas son inobservables; y, en consecuencia, o cambiamos de método, o renunciamos a estudiarlas.
            Quedémonos con las ciencias humanas. ¿Podríamos decir que son ciencias? Si lo son, tenemos que admitir que su método es a la vez inductivo, deductivo y analógico, y que esto solo no basta; no, porque la ciencia física también ha utilizado la analogía (por ejemplo cuando se comparó la fuerza eléctrica con la gravedad, y, cambiando masas por cargas, dio como resultado que es directamente proporcional al producto de sus cargas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia). No: el problema es que las ciencias humanas van más allá de la analogía; si el físico y el químico ponen distancia con la realidad que estudian (así se garantiza que sean objetivos), el científico social debe acertarse hasta identificarse con ella, porque ésa es la única forma de entenderla: la empatía. Ahora bien, para muchos lo que se estudia utilizando la empatía podrá ser poesía, literatura, arte… incluso magia; pero no será nunca ciencia.
            ¿Puede negarse, sin embargo, que la empatía es fuente de conocimiento? ¿Cómo comprende el padre a su hijo adolescente? Recordando cuando era adolescente como él. ¿Cómo puede un espectador comprender al torero desde la barrera? ¿Y cómo podemos entender lo que se siente cuando se vive en la miseria? Metiéndose uno en el pellejo de un miserable; viviendo en el pellejo de la pobreza; y de la miseria humana, que degrada a la persona en situaciones de extrema pobreza. Etic, emic: ésas son las dos formas de investigar que tienen los antropólogos; o te metes en la situación que estás investigando (y será una observación participante) o contemplas la realidad desde fuera (y entonces tu rigor se volverá “científico”). Mas has de saber que, si te ganas la confianza de la gente a la que estudias, te contarán muchas más cosas, y descubrirás más cosas porque vivirás más cosas también, que la gente lo ve todo desde fuera. Eso sí: luego de la recogida de datos, luego del trabajo de campo, habrá que controlar la validez de lo que has recogido, y ahí el rigor tendrá que ser extremo. No perder de vista que si para recoger hay que acercarse, para depurar lo recogido hay que alejarse de nuevo; no todo lo que se recoge es agua potable. 


2.

Volvamos sobre El nombre de la rosa. En la interesante novela de Umberto Eco hay por lo menos tres formas de investigar:
1. El método de Guillermo de Baskerville. Está centrado en el objeto que se estudia, mandan los datos: y hay que recoger informaciones guiadas por alguna hipótesis, para confirmarla; esto requiere capacidad de relacionar las cosas para encontrar parecidos y diferencias. Por ejemplo, los frailes que mueren misteriosamente tienen la lengua manchada de tinta; Guillermo ha visto que el bibliotecario se pone un guante para pasar la páginas del libro; de ahí deduce que esas páginas están envenenadas, y observa que los frailes se mojan el dedo con la lengua para pasarlas; conclusión: todos los frailes que leen ese libro morirán envenenados por él.
2. El método de los frailes iluminados. Un fraile muere ahogado en la bañera. Otro fraile aparece muerto en la tinaja donde se recoge la sangre de la matanza. El iluminado lo relaciona con el Apocalipsis porque encuentra una extraña coincidencia: que primero se llenó todo de agua, y luego se llenó todo de sangre; ¡ahora se llenará todo de fuego! Porque el Apocalipsis predice que sobrevendrá una lluvia de fuego después del agua y la sangre. Este método no está centrado en los datos, claro está, sino en la teoría; lo que importa no es hacer hablar a los datos sino manipularlos para que encajen con la teoría que nos sirve para entenderlos. Curiosamente la abadía arderá dando aparentemente la razón (pero sólo por casualidad) a las predicciones del Apocalipsis.
3. El método de Bernardo Ui. Está centrado en el investigador, que pretende imponer su verdad y para ello selecciona, de los datos y de la teoría, sólo aquello que le apetece, despreciando el resto. Salvatore, que quiere conseguir los favores de una joven, recurre a un rito satánico; cuando es descubierto en plena tarea Bernardo Ui lo acusa, valiéndose de los datos que le sirven, que le convienen: el gallo negro, la saliva, el corazón del buey, la chica (que también es apresada), y su pasado herético; pero la prueba decisiva es el propio testimonio del acusado, que es extraído sin ningún rigor mediante el tormento; así seleccionará, de las palabras de Salvatore, las que le valen, e ignorar todas las otras. Este método carece de rigor, pues reposa sobre un círculo lógico: si se confiesa culpable lo es, porque ha confesado y hay que creer que lo que dice es conforme a la realidad; y si no se confiesa también lo es, porque sólo el demonio le ha podido dar la fuerza necesaria para aguantar el tormento (y entonces no hay que creer lo que dice); es decir que el investigador decide a qué cosas hay que dar crédito y a cuáles no; sin ningún rigor en el criterio.
Son tres variantes del método hipotético-deductivo: en la primera mandan los datos, en la tercera la hipótesis y en la segunda la teoría; pero sólo en la primera se procede con rigor. Veamos un ejemplo: en una fortaleza micénica los arqueólogos descubren una cantidad de cubiertos desproporcionadamente superior a la de sus habitantes. Estos datos no encajan con la realidad, y hay que explicarlos de algún modo: por ejemplo, suponiendo que hubo un gran banquete con numerosos invitados. Pero hay que explicar también por qué se dio aquel banquete; y por qué hubo unos fastos tan exagerados. A alguien se le ocurre que pudo ser para forjar una alianza militar con vistas a una guerra, una empresa de gran envergadura: la guerra de Troya; esto encaja con los datos.
            Troya ha desaparecido. No se pueden hacer observaciones en una ciudad que ya no existe: hay que recurrir a los testimonios. Y ¿qué testimonio tenemos nosotros de aquella guerra? ¡Homero! Hay que releer la Iliada, recoger datos, cotejarlos con la arqueología y buscar donde dice el poema que hay que buscarlos. Se monta una expedición… ¡y se descubren! El método científico ha arrancado observando unos datos y relacionándolos entre sí, pero no de una fuente directa (los textos arqueológicos) sino indirecta (los textos literarios). Lo que nos sirve de ayuda es la interpretación de los textos, y este método tiene un hombre: hermenéutica.
            ¿Cómo se interpreta la Biblia? Unos pasajes requieren de una interpretación literal: son los textos doctrinarios (como aquel que prescribe amar a nuestros enemigos). Otros piden una interpretación sociológica, atendiendo al contexto del lugar y de la época (como cuando se habla de esclavos, que no se está diciendo lo que dios manda, sino lo que mandaba la sociedad del momento). Otros requieren una interpretación exegética, buscando lo que quiso decir el que lo dijo; cuando Jesús dice que “lo que dios ha unido que no lo separe el hombre”, unos entienden que está prohibiendo el divorcio; otros, que el vínculo más sagrado que dios nos ha dado es el amor, y que si dos esposos se quieren ningún hombre tiene derecho a separarlos; lo que no impide que los esposos se separen cuando ya no hay ningún amor que los une, puesto que en ese caso ya no es dios el que los une. 


El problema de las ciencias humanas es la interpretación. Si un juez condena a un violador y otro lo absuelve, está claro que interpretan las mismas leyes de manera diferente. Si dios ordena a Abraham que mate a su hijo, es importante interpretar bien sus palabras, si de verdad queremos entenderlas. Si un adolescente ha tirado una silla por la ventana de su clase y es castigado por ello, sería bueno entender por qué lo hizo; meterse en su cabeza, sopesar sus motivaciones, intentar darle un sentido al sinsentido aparente. Si veo en el cine una chaqueta abandonada en una silla debo entender que su propietario volverá, y la ha dejado ahí para que no le quiten el asiento. El adolescente tiró la silla para que lo admiraran sus compañeros, a pesar del castigo que le darían, y poder, de esa manera, sentirse querido. Dios probó a Abraham para abolir con su ejemplo los sacrificios humanos. El juez que condena piensa en los abusos del violador, y el que absuelve, en las provocaciones de la víctima.
            ¿Cómo se entiende que una mañana, por la radio, se reciten unos versos de Verlaine sin venir a cuento? Porque ésa es la señal para que desembarquen los aliados en Normandía. ¿Qué es una mujer? Una persona de carne y hueso, para nosotros. Un ser santo o diabólico, para algunos frailes. Comprender el concepto es meterse en la piel de la época, en su forma de pensar, eso que ha dado en llamarse mentalidad, su forma de encarar la vida. Éste es el método de las ciencias humanas; muy similar a lo que hace un espectador en el teatro (identificarse con el personaje para así llegar a entenderlo).
            Esto plantea la cuestión del reduccionismo. El conductismo lo reduce todo a observación de la conducta, empleando el método de las ciencias naturales. El psicoanálisis atiende a lo que dicen los enfermos, no sólo a lo que hacen, empleando el método de las ciencias humanas: escuchar sus palabras, estudiar su coherencia, escudriñar sus motivaciones, desvelar sus pensamientos más ocultos. Sigmund Freud empleó la hermenéutica en la interpretación de los sueños. ¿Qué hemos soñado? ¿Por qué? ¿Cuáles son sus claves? ¿Qué significado tienen? Muchos dicen, y con razón, que esta forma de proceder es poco rigurosa, pero es la única que tenemos; si queremos entender las profundidades del alma quizá manejemos menos datos y más conjeturas, pero eso no hace del investigador una persona poco seria; significa solamente que no podemos hacer otra cosa; ni el método hipotético-deductivo ni el método axiomático nos van a servir aquí; serán poco útiles los conceptos, habrá que sustituirlos por metáforas.
            ¿Qué diferencia hay entre lo que es ciencia y lo que no lo es? La ciencia, se dice, busca en lo observable, pero entonces lo que no podemos ver ¿no lo tenemos que estudiar? Yo pienso que sí, pero hay que cambiar de método: se acabó la objetividad, la distancia; ahora viene lo subjetivo, la identificación.
            También se ha dicho que los experimentos científicos deben ser reproducibles por cualquiera que lo intente. La observación participante quizá pueda repetirse, pero lo que es difícil es repetir el trauma psicológico que reproduce, en el psicoanálisis, el trauma inicial que lo causó, iniciando así la curación del enfermo. Pero que haya experiencias irrepetibles ¿significa necesariamente que no tengan validez? Estos experimentos íntimos enseñan, como decía San Juan de la Cruz, “toda ciencia trascendiendo”.
            Creo que lo que da carácter científico a unas investigaciones es el rigor. El escepticismo. No estar dispuestos a creer cualquier  cosa a cualquier precio. Mantener la vigilancia, estar dispuestos en todo momento a la crítica, no confundir el ser un científico de las humanidades con ser un charlatán: y hay muchos charlatanes que se han colado entre las humanidades, por desgracia; mucho posmodernismo suelto renegando de la razón; podemos estudiar las cosas con el sentimiento, pero la razón no la podemos abandonar nunca. El espíritu científico es una actitud más que un método. Podemos estudiar cosas inobservables, como las supercuerdas, el espíritu de la ley o un trauma psicológico; podemos estudiar experiencias únicas, y por tanto irrepetibles; pero siempre tenemos que evitar caer en las ciencias ocultas: que las ciencias ocultas se caracterizan, no ya por su objeto (que es inobservable), ni por su método (que es la identificación, la empatía, la hermenéutica), sino sólo por su actitud (la falta de rigor). El método de las ciencias humanas, aunque utilice metáforas más que conceptos, es riguroso, escéptico, vigilante y crítico; manteniendo la incredulidad del espíritu con la apertura a creer cosas increíbles: que esto sí forma parte del método. Si mantenemos este espíritu vigilante sin desfallecer, podremos decir, desde luego, que las ciencias humanas son ciencias. ¡Cómo no! Su territorio le está vedado al charlatán. 


3.

Decía Galileo que la naturaleza es un libro abierto ante nosotros y está escrito en caracteres matemáticos. También decía Guillermo de Occam que la naturaleza es un conjunto de signos, y hay que aprender a descifrarlos. Occam distinguía entre imágenes, huellas y palabras; las imágenes se parecen a lo que representan, como el retrato de Mozart se parece a Mozart; las huellas no se parecen a lo que representan, como una pisada no se parece el pie ni el humo se parece al fuego, pero son causadas por lo que representan (como el fuego es la causa del humo y el pie es la causa de la pisada); y las palabras sustituyen a las cosas que designan, como la expresión “número entero” sustituye a una infinidad de números que ni siquiera en toda nuestra vida tendremos tiempo suficiente para nombrar. A las imágenes, las huellas y las palabras la semiótica actual las llama respectivamente iconos, indicios y símbolos.
            Los científicos de la naturaleza utilizan imágenes de las cosas cuando no podemos observar las cosas mismas (por ejemplo, la fotografía que muestra una raya en el acelerador de partículas es una representación, o imagen, de un muón, o un electrón, o un neutrino; quizá haya que considerarla más una huella que una imagen). Pero los científicos de la historia utilizan huellas (restos arqueológicos). Aunque, como la historia surge con la invención de la escritura, también los historiadores tienen que utilizar textos (que, como las imágenes y las huellas, se tienen que analizar); y ahí viene la hermenéutica.
Un arqueólogo estudia las huellas del pasado y para ello se vale del método hipotético-deductivo: como el científico de la naturaleza. Este mismo método, aplicado a los textos y adosado al principio de empatía, nos da la hermenéutica; eso en cuanto a la naturaleza de los signos (hipótesis deductiva) y al trabajo del investigador (hermenéutica); en cuanto a la accesibilidad de los signos, si estos son accesibles se llaman fenómenos, y si no lo son se convierten en especulaciones; que pueden ser abstractas (matemáticas) o analógicas (literatura, arte, música o, en feliz expresión de María Zambrano, razones poéticas; la razón poética, cambiando el concepto por la metáfora o completándolo con ella, nos da un conocimiento íntimo, no ya de las cosas, sino de las personas).
            Suele ocurrir que las experiencias íntimas no se muestran a la observación, no son fenómenos; al no ser captados por los sentidos (pues ni los vemos, ni los oímos ni los tocamos) no pueden producir, por abstracción a partir de sensaciones, conceptos; y la única forma que tenemos de conocerlos es formarnos una figura que se le puede parecer (como San Juan de la Cruz emplea la metáfora del amado, y los símbolos de la luz y del fuego, para expresar la experiencia mística: la unión íntima del alma con dios). Así, por ejemplo, San Agustín emplea el método de las confesiones, que consiste en buscar dentro de sí para hablar de esas evidencias que, por no mostrarse ante nosotros (es decir por no ser fenómenos) son, paradójicamente, fenomenales. 


Occam niega que tengamos derecho a hablar de esas cosas. Su famoso principio de economía (conocido también como navaja de Occam) nos prohíbe atribuir existencia extramental a los objetos mentales; según esto, no deberíamos hablar de supercuerdas, porque son especulaciones, no fenómenos. Wittgenstein lo expresaría de otra forma: de lo que no podemos hablar (porque no tenemos palabras –ni conceptos- para expresarlo) mejor callarse. Eso significaría que no tenemos derecho a hablar ni del ser, ni de la nada, ni del tiempo, ni de la materia. Ahora bien, que las palabras que tenemos para nombrarlas no expresen conceptos claramente definidos no significa que no podamos usarlas; también pueden significar metáforas borrosas; decía Miró Quesada que el conocimiento es como un viaje por el mar: unas veces pasamos por aguas poco profundas que son transparentes y nos dejan ver (son los conceptos); y otras veces pasamos por aguas muy profundas adonde no llega la vista, y, una de dos, o renunciamos a conocerlas (como decía Wittgenstein siguiendo a Occam: mejor callarse), o nos empeñamos en conocerlas y para eso debemos prescindir del concepto (y empleamos la metáfora); los conceptos son filosofía rigurosa (muy precisa, sí, pero sólo puede ver en la superficie); y las metáforas son filosofía literaria (mucho menos rigurosas, pero, desde luego, más profundas).
Porque vamos más lejos; la navaja de Occam prohíbe creer que existan los objetos que produce nuestro pensamiento; con más razón prohibirá hablar de los que produce nuestro sentimiento, que están más allá del pensar. Así, si pienso en la justicia o en el amor pero no hay ningún fenómeno que corresponda a esos conceptos, me callo; y si siento una experiencia mística que no se manifiesta ante los demás, también debo callarme; es como si tuviera una guitarra que no puede producir sonidos más agudos que los de la prima pulsada en el último traste y acabara pensando que esos sonidos no existen; y me negara a producirlos con un piano, que sí los tiene, so pretexto de que el piano no es tan noble como la guitarra. De la misma manera, desoyendo a Wittgenstein y a Occam, podemos buscar con el órgano de la metáfora las cosas que no podemos conocer con el del concepto.
Los puristas, que sólo quieren oír hablar de rigor, rechazan la empatía y la metáfora y niegan que las humanidades sean ciencias. Pero definen el rigor como la capacidad de contrastar datos. Por eso se niegan el derecho de observar realidades no manifiestas: y eso los llevaría a negar la existencia de estrellas tan lejanas que su luz todavía no ha tenido tiempo de llegar hasta nosotros.
Pero si definimos el rigor como escepticismo, entonces podemos hacer ciencia con realidades que no son observables; que yo no tenga experiencia de la justicia no quiere decir que la justicia no exista. Fe es creer lo que no vemos, pero tiene que ser una fe racional. Si creo en la felicidad aunque no haya visto nunca personas felices (por ejemplo, si estoy en un campo de concentración), y si soy escéptico con las interpretaciones fáciles, mi pensamiento podrá ser riguroso, y, por tanto, científico; y nadie podrá hacerme creer que existe el traje nuevo del emperador. Si me acerco a las interpretaciones de Freud, o de Jung, y si me las creo con una mirada escéptica, estaré dispuesto a admitirlas como ciencias; al mismo tiempo que estaré siempre vigilante para no admitir como verdades no ya cosas no contrastadas porque no puedan serlo, sino porque sean contrastables y el investigados no las haya querido contrastar; sin la creencia racional la ciencia no existe; ni sin la vigilancia escéptica atenta a que no me hagan pasar por traje telas inexistentes con las que me quieren engañar. Hay un equilibrio difícil entre las creencias racionales y el escepticismo.
Las matemáticas conocen deduciendo a partir de intuiciones. Las ciencias naturales conocen explicando a partir de datos. Y las ciencias humanas conocen buscando sentimientos en los textos. Los axiomas, las hipótesis y las interpretaciones con, en cada caso, las conjeturas; los teoremas, los datos y las experiencias inefables son, respectivamente, los materiales con que trabajan. Hay tres métodos: el axiomático, el hipotético-deductivo y el hermenéutico. Y tres tipos de ciencias: las matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias humanas. Cada una se ocupa de una parte de la realidad, como cuando el ojo sólo ve ondas cortas y el oído sólo capta ondas largas. Por eso todas son nobles: y todas son necesarias.



Te agradezco, Eloy, que me hayas ido guiando con tus ocurrencias: primero fue tu necesidad de agarrarte a certezas; ahora es mi necesidad de fundamentar la duda. Ninguno de los tres tipos de ciencias (naturales, humanas y matemáticas) tiene fundamentos indubitables. Heisenberg resquebrajó el suelo de la certeza en las ciencias naturales. María Zambrano nos abrió a la razón sin suelo en las ciencias humanas (de la mano de la interpretación de los textos). Y Gödel demostró que la matemática no puede fundamentarse; es decir, no puede demostrar que es consistente. Todo está en la paradoja de Russell, que viene a decirnos que x ≠ x. La versión más conocida es la paradoja del catálogo: un catálogo es, por definición, un libro que contiene a los libros que no se contienen a sí mismos; ¿se debe contener a sí mismo? ¿Puede haber un catálogo que se nombre a sí mismo dentro de sus páginas? Si se contiene, por definición (lo hemos definido como el libro que contiene a los libros que no se contienen), entonces no se contiene; y si no se contiene, por esa misma definición debería contenerse: en ambos casos caeríamos en un absurdo. Esta paradoja, descubierta por Russell, ha desencadenado la segunda gran crisis de las matemáticas (la primera se la debemos a Pitágoras): El teorema de Gödel nos dice que no tiene solución.