EL FLUJO DE LA PASIÓN
1. Deseo.
El
deseo es la atracción por el placer. Ese afán puede ser de dos clases, según
que se oriente hacia el cuerpo visible o hacia el alma invisible.
(1) Deseo del cuerpo. “Cuando el alma se sirve del cuerpo para captar
cualquier objeto (…) mediante los
sentidos (…) ella se siente atraída por
él hacia lo cambiante”; entonces “se pierde (…) como si estuviera ebria”.
(2) Deseo del alma. “Pero cuando examina las cosas por sí misma se inclina hacia las cosas puras, eternas,
inmortales, inmutables (…) deja de
extraviarse (…) y este estado del alma es lo que llamamos pensamiento.
El
deseo pensante se opone, pues, al deseo sensorial como la orientación es al extravío. Por otra parte, los deseos pueden ser o intensos, o débiles y tranquilos
(esto es, de baja intensidad). Pues
bien:
a)
Los deseos
intensos que proceden del cuerpo (de
“las partes del hombre que producen vergüenza”) no obedecen a la razón, e intentan dominarlo todo de manera
autónoma.
b)
Los deseos
intensos que proceden del alma,
liberados de “ese sepulcro que
llamamos cuerpo” en el que estamos encarcelados como la ostra en su concha”,
producen visiones felices que
contemplamos en su puro resplandor. La
belleza es “la más manifiesta y la más amable de todas”, resplandeciente
entre todas ellas; pero “al llegar a este
mundo la aprehendemos por medio (…) de nuestros sentidos”. En efecto “lo
divino es bello sabio, bueno” y con
él “crecen (…) las alas del alma”.
El deseo
corporal produce cólera, y es como si le quitase al corazón la capacidad de
controlarse; en efecto, “el buen caballo (…) empapa de sudor a toda el alma” y
el otro, el malo, que representa la concupiscencia, prorrumpe en injurias colérico, haciendo mil reproches al auriga y a su compañero de
tiro”.
2. Amor.
Recordemos
que, para Platón, “el amor es una
especie de deseo”. También lo define
como el estado de quien “posee la belleza”
como “único médico de sus mayores sufrimientos”. En otro momento habla también
de la “amorosa locura”, con lo que el amor es una especie de locura.
Sabemos
también que el amor no es un deseo
corporal, sino un deseo celestial,
puesto que parece consistir en un “recuerdo”
o “añoranza de las cosas de antaño”,
entendiendo por antaño las visiones que teníamos en otro mundo, “y al llegar a este mundo “las “aprehendemos por medio
de (…) nuestros sentidos”; el estado que produce en nosotros la reminiscencia de la belleza lo llamamos
amor y felicidad o placer celestial,
pues “felices eran las visiones que (…) contemplábamos en su puro resplandor
(…) sin” el “cuerpo”. Esa forma de placer consiste más, como ya hemos visto, en
“un sentimiento de veneración” que
en una forma de consumir el objeto
amado; comer un buen plato es consumir la comida y destruirla mientras la
disfrutamos; en cambio al admirar o venerar un cuadro no lo consumimos mientras
lo estamos amando; no es lo mismo poseer
la belleza que poseer un objeto bello. Pero amar es ser poseído más que poseer; “poseído por un dios”. En otro momento
habla Platón de un genio. “Todo lo
que es genio, está entre lo divino y lo mortal”, porque el genio “interpreta y
transmite a los dioses las cosas humanas y a los hombres las cosas divinas”;
así, el “hombre sabio (…) es un
hombre genial”. “Estos genios (…)
son muchos (…) y uno de ellos es el amor.
En otro lugar habla Platón de endiosamiento:
ese estado que llamamos entusiasmo y
que literalmente podríamos llamar llenarse
de dios o llenarse de dioses; o
de genio: “eudaimonía”, que en
griego significa “felicidad”.
Ese
estado genera en nosotros una corriente irresistible
a la que llamamos “flujo de pasión”.
El cual incluye una buena dosis de ceguera,
porque el enamorado “no puede dar razón de su estado” y se ve a sí mismo
reflejado en el amado “como en un espejo”. Por eso estar enamorado es estar
loco, y que “el amor es una especie
de locura”, pero no producida por “enfermedades humanas”, sino por “la
divinidad”. Recordemos que hay cuatro formas de locura divina:
(1) La inspiración profética (propia de Apolo).
(2) La
inspiración mística (propia de Dionysos).
(3) La
inspiración poética (propia de las Musas).
(4) La
locura amorosa (propia de Afrodita y Eros).
La locura de amor es una forma de pérdida de
control: podemos suponer que Platón no la aprecia tanto como a la razón, que es control y conciencia. “Los
enamorados reconocen que están más locos
que cuerdos, y que saben que no están en su sano juicio, pero que no pueden dominarse”.
Por otra
parte el Amor, como la filosofía, “se
encuentra en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia”, dado que el
sabio no necesita saber (porque ya sabe) y el ignorante no sabe que lo necesita
(porque no sabe que no sabe, y al no creer que le falte nada “no siente deseo
de lo que no cree necesitar”). Por eso “es necesario que el amor sea filósofo”,
al ser hijo de Poro (el recurso) y Penía (la pobreza).
A. ¿Cómo se aprende a amar?
Hay un
“método de abordar las cuestiones
eróticas”; o, como recuerda Antonio Rodríguez Huéscar, “una vía (…) para
llegar a la contemplación de lo bello”, un “camino recto”, pero para encontrarlo hace falta “una ‘iniciación’, pues las cosas superiores
del amor son un ‘misterio’.
Constituye esta iniciación un ascenso
erótico” a través de cuatro grados. Sigamos a Platón:
1º. “Empezar
por las cosas bellas de este mundo
teniendo como fin esa belleza en
cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas,
ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos
los cuerpos bellos”. Desembocamos, pues, en un “amor a la belleza corpórea en
general” (dice Rodríguez Huéscar).
2º.
Ascendemos “de los cuerpos bellos a
las bellas normas de conducta”.
Llegamos, pues (dice rodríguez Huéscar), “al amor a la belleza de las almas, es decir a la belleza moral”.
3º. “Y de las
normas de conducta a las bellas ciencias”.
O sea, “amor a los conocimientos”;
aquí “el amor se desprende ya de la servidumbre de los seres humanos concretos”.
4º. “Hasta
terminar, partiendo de éstas [las bellas ciencias], en esa ciencia (…) de la belleza
absoluta” y conseguimos contemplar
la belleza en sí”. Es (dice Rodríguez Huéscar) “como una revelación de algo ‘maravilloso’ (thaumastón), a lo cual se
ordenan como a su fin todos los grados anteriores”.
Resumiendo:
empezamos, “desde la juventud”, a dirigirnos “hacia los cuerpos bellos” hasta
enamorarnos “de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender
luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside
en (…) otro”, o sea: “hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar
ese vehemente apego a uno sólo”. Después “tener por más valiosa la belleza de
las almas que la de los cuerpos” y “contemplar la belleza que hay en las normas
de conducta y en las leyes”: ahora sabemos que “la belleza del cuerpo es de
escasa importancia”. Pasando por las ciencias para que el iniciador consiga que el
iniciado vea la belleza de éstas, quien ha sido “educado en las cuestiones amorosas en este orden”, llegado “al
grado supremo de su iniciación en el amor, adquirirá de repente la visión de
algo que por naturaleza es admirablemente
bello”.
Una objeción
muy importante podemos hacer a esta teoría tan atractiva: si la puerta de
acceso a la belleza son los cuerpos bellos, ¿ignoraremos esa belleza interior,
muchas veces la más excelsa de todas, que hay en los cuerpos feos (por ejemplo
en el de Sócrates)? ¿No nos condenaremos a ignorar las que pueden ser las
mejores manifestaciones de belleza, que a veces duermen en unos cuerpos
horribles? Pensemos en Marianela, en el jorobado de Notre Dame, en los quemados
y los heridos y en tantos y tantos casos. Platón dice, con toda razón, que “la
belleza del cuerpo es algo de escasa importancia”, pero la belleza del cuerpo
es la única puerta de acceso que él mismo ha establecido para la belleza del
alma; y aunque anima a que “si alguien es discreto de alma, aunque tenga
lozanía, baste ella para amarle”, ¿cómo vamos a entrar en la casa si
tenemos la puerta cerrada? ¿Cómo
podríamos llegar al núcleo de los
átomos si éstos no fueran receptivos en
su capa de valencia?
B. ¿Cómo aparece el entusiasmo amoroso? El
flujo de la pasión.
1º. “El que
acaba de ser iniciado, el que contempló muchas de las realidades de entonces”
(en la otra vida), “cuando divisa un
rostro divino que es una buena imitación
de la Belleza, o bien la hermosura de un cuerpo, siente en
primer lugar un escalofrío, y es
invadido por uno de sus espantos de antaño. Luego, al contemplarlo, lo
reverencia como a una divinidad”.
2º. “A
continuación del escalofrío, se opera en él un cambio que le produce un sudor y
un acaloramiento inusitado. Pues se
calienta al recibir por medio de los ojos la emanación de la belleza”.
3ª. Después “la
caña del ala se hincha y se pone a crecer desde su raíz por debajo (…) del ala; pues toda ella era antaño alada (…) y esos síntomas que
muestran los que están echando los dientes cuando éstos están a punto de salir,
ese prurito y esa irritación en torno a las encías, los
ofrece exactamente iguales el alma que está empezando a echar las alas”.
4º. “Siempre que
pone su vista en la belleza del amado, al recoger de él unas particulas
que vienen a ella en forma de corriente
–y por eso precisamente se les da el nombre de ‘flujo de la pasión’-, se reanima y calienta, se alivia en sus penas y
se alegra”.
“Pero, cuando queda separada y se seca,
secándose con ella los agujeros de salida por donde surge el plumaje, se cierran e impiden el paso a los brotes de las alas. Quedan éstos encerrados
juntamente con el ‘flujo de pasión’,
brincan como un pulso febril, y
golpea cada uno el orificio que tiene frente a sí (…)”.
De esa
manera, “aguijoneada el alma (…), se
excita como picada del tábano y sufre,
en tanto que, al acordarse de aquel
bello mancebo, de nuevo se regocija
(…) se angustia (…) y (…) se pone rabiosa, y en este frenesí ni puede dormir de noche ni
quedarse quieta (…) de día, impulsándole
su añoranza a correr adonde cree que ha de ver a quien posee la belleza”. (…)
“Y cuando lo ha visto, y ha canalizado
hacia sí el ‘flujo de pasión’, abre lo que entonces estaba obstruido, recobra el aliento,
cesa en sus picaduras y dolores, y recoge en ese momento el fruto de un placer que es el más dulce de todos”.
Platón
describe aquí el arrebato amoroso.
Que produce un entusiasmo, un estar fuera de sí, una atracción irresistible que escapa al
control de la razón y es como si nos hubieran raptado de sus manos; cuando ese rapto se agota en el cuerpo la pasión amorosa consume el cuerpo en
vez de venerarlo como digno portador de la bondad,
la verdad y la belleza; en cambio cuando lo que se
arrebata es el alma es como si la raptaran del cuerpo, y es un rapto sublime que, aunque también
escapa a la razón, vuela ahora hacia las cosas maravillosas. El éxtasis
corporal, esa desconexión suspendida en el tiempo que es, por ejemplo, el
orgasmo, es esa dolencia de amor que no se cura sino “con la presencia y la
figura”. Pero San Juan de la Cruz también supo captar el segundo tipo de
arrebato: “apártalos, amado, que voy de vuelo”.
C. ¿De quién nos
enamoramos?
De
aquellos que concuerdan con nuestro modo
de ser, dice Platón. Así, pues:
a) Quienes se
identifican con Zeus buscan como
amados a quienes tienen un alma, “amante de la sabiduría” o “dotada para el mando”, que también haya pertenecido al
cortejo de Zeus. Al encontrar a alguien así “se enamoran de él (…) para descubrir
por sí mismos la naturaleza de su propio dios”; alcanzándolo con el recuerdo
y poseídos por él, de él toman
sus costumbres”. Y al imputarle estos efectos a su amado, “lo aman todavía más.
Y derramando sobre el alma del amado el
cántaro que llenan, como las bacantes,
en la fuente de Zeus, lo hacen en el
mayor grado posible semejantes a su
propio dios”.
b) “Cuantos seguían
a Hera buscan a un hombre con dotes
de rey”.
c) Y, en fin,
quienes pertenecían a Apolo y a los
demás dioses”:
* Buscan que su amado sea así
por naturaleza.
* Y cuando lo tienen, con su
propia imitación de la divinidad,
con sus consejos persuasivos, y con
su dirección, conducen a sus amados al tipo de ocupación” que está acorde con la “manera de ser que son propios de aquel dios”.
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