viernes, 8 de junio de 2018

EL FLUJO DE LA PASIÓN




EL FLUJO DE LA PASIÓN


1. Deseo.

            El deseo es la atracción por el placer. Ese afán puede ser de dos clases, según que se oriente hacia el cuerpo visible o hacia el alma invisible.

(1) Deseo del cuerpo. “Cuando el alma se sirve del cuerpo para captar cualquier objeto (…) mediante los sentidos (…) ella se siente atraída por él hacia lo cambiante”; entonces “se pierde (…) como si estuviera ebria”.
            (2) Deseo del alma. “Pero cuando examina las cosas por sí misma se inclina hacia las cosas puras, eternas, inmortales, inmutables (…) deja de extraviarse (…) y este estado del alma es lo que llamamos pensamiento.

            El deseo pensante se opone, pues, al deseo sensorial como la orientación es al extravío. Por otra parte, los deseos pueden ser o intensos, o débiles y tranquilos (esto es, de baja intensidad). Pues bien:

a)      Los deseos intensos que proceden del cuerpo (de “las partes del hombre que producen vergüenza”) no obedecen a la razón, e intentan dominarlo todo de manera autónoma.
b)      Los deseos intensos que proceden del alma, liberados de “ese sepulcro que llamamos cuerpo” en el que estamos encarcelados como la ostra en su concha”, producen visiones felices que contemplamos en su puro resplandor. La belleza es “la más manifiesta y la más amable de todas”, resplandeciente entre todas ellas; pero “al llegar a este mundo la aprehendemos por medio (…) de nuestros sentidos”. En efecto “lo divino es bello sabio, bueno” y con él “crecen (…) las alas del alma”.

El deseo corporal produce cólera, y es como si le quitase al corazón la capacidad de controlarse; en efecto, “el buen caballo (…) empapa de sudor a toda el alma” y el otro, el malo, que representa la concupiscencia, prorrumpe en injurias colérico, haciendo mil reproches al auriga y a su compañero de tiro”.


2. Amor.

            Recordemos que, para Platón, “el amor es una especie de deseo”. También lo define como el estado de quien “posee la belleza” como “único médico de sus mayores sufrimientos”. En otro momento habla también de la “amorosa locura”, con lo que el amor es una especie de locura.
            Sabemos también que el amor no es un deseo corporal, sino un deseo celestial, puesto que parece consistir en un “recuerdo” o “añoranza de las cosas de antaño”, entendiendo por antaño las visiones que teníamos en otro mundo, “y al llegar a este mundo “las “aprehendemos por medio de (…) nuestros sentidos”; el estado que produce en nosotros la reminiscencia de la belleza lo llamamos amor y felicidad o placer celestial, pues “felices eran las visiones que (…) contemplábamos en su puro resplandor (…) sin” el “cuerpo”. Esa forma de placer consiste más, como ya hemos visto, en “un sentimiento de veneración” que en una forma de consumir el objeto amado; comer un buen plato es consumir la comida y destruirla mientras la disfrutamos; en cambio al admirar o venerar un cuadro no lo consumimos mientras lo estamos amando; no es lo mismo poseer la belleza que poseer un objeto bello. Pero amar es ser poseído más que poseer; “poseído por un dios”. En otro momento habla Platón de un genio. “Todo lo que es genio, está entre lo divino y lo mortal”, porque el genio “interpreta y transmite a los dioses las cosas humanas y a los hombres las cosas divinas”; así, el “hombre sabio (…) es un hombre genial”. “Estos genios (…) son muchos (…) y uno de ellos es el amor. En otro lugar habla Platón de endiosamiento: ese estado que llamamos entusiasmo y que literalmente podríamos llamar llenarse de dios o llenarse de dioses; o de genio: “eudaimonía”, que en griego significa “felicidad”.
            Ese estado genera en nosotros una corriente irresistible a la que llamamos “flujo de pasión”. El cual incluye una buena dosis de ceguera, porque el enamorado “no puede dar razón de su estado” y se ve a sí mismo reflejado en el amado “como en un espejo”. Por eso estar enamorado es estar loco, y que “el amor es una especie de locura”, pero no producida por “enfermedades humanas”, sino por “la divinidad”. Recordemos que hay cuatro formas de locura divina:
(1)   La inspiración profética (propia de Apolo).
(2)   La inspiración mística (propia de Dionysos).
(3)   La inspiración poética (propia de las Musas).
(4)   La locura amorosa (propia de Afrodita y Eros).
La locura de amor es una forma de pérdida de control: podemos suponer que Platón no la aprecia tanto como a la razón, que es control y conciencia. “Los enamorados reconocen que están más locos que cuerdos, y que saben que no están en su sano juicio, pero que no pueden dominarse”.
Por otra parte el Amor, como la filosofía, “se encuentra en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia”, dado que el sabio no necesita saber (porque ya sabe) y el ignorante no sabe que lo necesita (porque no sabe que no sabe, y al no creer que le falte nada “no siente deseo de lo que no cree necesitar”). Por eso “es necesario que el amor sea filósofo”, al ser hijo de Poro (el recurso) y Penía (la pobreza).


A. ¿Cómo se aprende a amar?
Hay un “método de abordar las cuestiones eróticas”; o, como recuerda Antonio Rodríguez Huéscar, “una vía (…) para llegar a la contemplación de lo bello”, un “camino recto”, pero para encontrarlo hace falta “una ‘iniciación’, pues las cosas superiores del amor son un ‘misterio’. Constituye esta iniciación un ascenso erótico” a través de cuatro grados. Sigamos a Platón:
1º. “Empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos”. Desembocamos, pues, en un “amor a la belleza corpórea en general” (dice Rodríguez Huéscar).
2º. Ascendemos “de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta”. Llegamos, pues (dice rodríguez Huéscar), “al amor a la belleza de las almas, es decir a la belleza moral”.
3º. “Y de las normas de conducta a las bellas ciencias”. O sea, “amor a los conocimientos”; aquí “el amor se desprende ya de la servidumbre de los seres humanos concretos”.
4º. “Hasta terminar, partiendo de éstas [las bellas ciencias], en esa ciencia (…) de la belleza absoluta” y conseguimos contemplar la belleza en sí”. Es (dice Rodríguez Huéscar) “como una revelación de algo ‘maravilloso’ (thaumastón), a lo cual se ordenan como a su fin todos los grados anteriores”.
Resumiendo: empezamos, “desde la juventud”, a dirigirnos “hacia los cuerpos bellos” hasta enamorarnos “de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en (…) otro”, o sea: “hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehemente apego a uno sólo”. Después “tener por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos” y “contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes”: ahora sabemos que “la belleza del cuerpo es de escasa importancia”. Pasando por las ciencias para que el iniciador consiga que el iniciado vea la belleza de éstas, quien ha sido “educado en las cuestiones amorosas en este orden”, llegado “al grado supremo de su iniciación en el amor, adquirirá de repente la visión de algo que por naturaleza es admirablemente bello”.
Una objeción muy importante podemos hacer a esta teoría tan atractiva: si la puerta de acceso a la belleza son los cuerpos bellos, ¿ignoraremos esa belleza interior, muchas veces la más excelsa de todas, que hay en los cuerpos feos (por ejemplo en el de Sócrates)? ¿No nos condenaremos a ignorar las que pueden ser las mejores manifestaciones de belleza, que a veces duermen en unos cuerpos horribles? Pensemos en Marianela, en el jorobado de Notre Dame, en los quemados y los heridos y en tantos y tantos casos. Platón dice, con toda razón, que “la belleza del cuerpo es algo de escasa importancia”, pero la belleza del cuerpo es la única puerta de acceso que él mismo ha establecido para la belleza del alma; y aunque anima a que “si alguien es discreto de alma, aunque tenga lozanía, baste ella para amarle”, ¿cómo vamos a entrar en la casa si tenemos la puerta cerrada? ¿Cómo podríamos llegar al núcleo de los átomos si éstos no fueran receptivos en su capa de valencia?



B. ¿Cómo aparece el entusiasmo amoroso? El flujo de la pasión.
1º. “El que acaba de ser iniciado, el que contempló muchas de las realidades de entonces” (en la otra vida), “cuando divisa un rostro divino que es una buena imitación de la Belleza, o bien la hermosura de un cuerpo, siente en primer lugar un escalofrío, y es invadido por uno de sus espantos de antaño. Luego, al contemplarlo, lo reverencia como a una divinidad”.
2º. “A continuación del escalofrío, se opera en él un cambio que le produce un sudor y un acaloramiento inusitado. Pues se calienta al recibir por medio de los ojos la emanación de la belleza”.
3ª. Después “la caña del ala se hincha y se pone a crecer desde su raíz por debajo (…) del ala; pues toda ella era antaño alada (…) y esos síntomas que muestran los que están echando los dientes cuando éstos están a punto de salir, ese prurito y esa irritación en torno a las encías, los ofrece exactamente iguales el alma que está empezando a echar las alas”.
4º. “Siempre que pone su vista en la belleza del amado, al recoger de él unas particulas que vienen a ella en forma de corriente –y por eso precisamente se les da el nombre de ‘flujo de la pasión’-, se reanima y calienta, se alivia en sus penas y se alegra”.
“Pero, cuando queda separada y se seca, secándose con ella los agujeros de salida por donde surge el plumaje, se cierran e impiden el paso a los brotes de las alas. Quedan éstos encerrados juntamente con el ‘flujo de pasión’, brincan como un pulso febril, y golpea cada uno el orificio que tiene frente a sí (…)”.
De esa manera, “aguijoneada el alma (…), se excita como picada del tábano y sufre, en tanto que, al acordarse de aquel bello mancebo, de nuevo se regocija (…) se angustia (…) y (…) se pone rabiosa, y en este frenesí ni puede dormir de noche ni quedarse quieta (…) de día, impulsándole su añoranza a correr adonde cree que ha de ver a quien posee la belleza”. (…)
“Y cuando lo ha visto, y ha canalizado hacia sí el ‘flujo de pasión’, abre lo que entonces estaba obstruido, recobra el aliento, cesa en sus picaduras y dolores, y recoge en ese momento el fruto de un placer  que es el más dulce de todos”.
Platón describe aquí el arrebato amoroso. Que produce un entusiasmo, un estar fuera de sí, una atracción irresistible que escapa al control de la razón y es como si nos hubieran raptado de sus manos; cuando ese rapto se agota en el cuerpo la pasión amorosa consume el cuerpo en vez de venerarlo como digno portador de la bondad, la verdad y la belleza; en cambio cuando lo que se arrebata es el alma es como si la raptaran del cuerpo, y es un rapto sublime que, aunque también escapa a la razón, vuela ahora hacia las cosas maravillosas. El éxtasis corporal, esa desconexión suspendida en el tiempo que es, por ejemplo, el orgasmo, es esa dolencia de amor que no se cura sino “con la presencia y la figura”. Pero San Juan de la Cruz también supo captar el segundo tipo de arrebato: “apártalos, amado, que voy de vuelo”.

            C. ¿De quién nos enamoramos?
            De aquellos que concuerdan con nuestro modo de ser, dice Platón. Así, pues:
a) Quienes se identifican con Zeus buscan como amados a quienes tienen un alma, “amante de la sabiduría” o “dotada para el mando”, que también haya pertenecido al cortejo de Zeus. Al encontrar a alguien así “se enamoran de él (…) para descubrir por sí mismos la naturaleza de su propio dios”; alcanzándolo con el recuerdo y poseídos por él, de él toman sus costumbres”. Y al imputarle estos efectos a su amado, “lo aman todavía más. Y derramando sobre el alma del amado el cántaro que llenan, como las bacantes, en la fuente de Zeus, lo hacen en el mayor grado posible semejantes a su propio dios”.
b) “Cuantos seguían a Hera buscan a un hombre con dotes de rey”.
c) Y, en fin, quienes pertenecían a Apolo y a los demás dioses”:
* Buscan que su amado sea así por naturaleza.
* Y cuando lo tienen, con su propia imitación de la divinidad, con sus consejos persuasivos, y con su dirección, conducen a sus amados al tipo de ocupación” que está acorde con la “manera de ser que son propios de aquel dios”.




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