viernes, 29 de junio de 2018

DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA





DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA  
  

            Tendría yo al filo de los veinte años. Estaba en la universidad. En una de esas huelgas de primavera que suelen estallar todos los años y que tuvo por objeto una reforma educativa, nos convocaron a todos en un anfiteatro; el anfiteatro estaba de bote en bote y arriba, en los pasillos, por los lados, hasta el último hueco estaba abarrotado. En la tribuna estaban los líderes de las entidades convocantes. Empezaron a hablar. Primero fueron las quejas contra la reforma. Gritos. Luego hablaron del ministro. Abucheos. Una voz gritó desde el centro de la sala:
            ¡Ay, Haby, si tu madre hubiera conocido la píldora!”
René Haby era el ministro de educación. Aplausos. Pataleos. Luego gritó en la tribuna, desencajado, el del pelo más largo:
-¡Yo ya estoy harto de venir a la universidad! ¡Harto de recibir esta educación burguesa! ¡Yo quiero que haya por fin una educación para el pueblo!
Un estruendo hizo retumbar la facultad hasta los cimientos.
-¡Hemos ido a la Renault! ¡Mañana va a venir un obrero a la manifestación! ¡Con nosotros!
Aplausos, aplausos hasta reventar. Con un obrero y doscientos estudiantes ya estaba sellada la alianza entre los intelectuales y la clase obrera. Francia, 1975. Era el tiempo en que Sartre iba a arengar a los obreros a la fábrica de automóviles, buque insignia de la industria francesa. Junto a la Dassault. Yo, con muchas ganas de aprender, y de luchar contra las injusticias, escuchaba con atención. No salía de mi perplejidad: iban a buscar a un obrero como quien busca un objeto valiosísimo de las poblaciones polinesias. Un obrero convertido en la clase obrera (cualquier lógico te diría que eso es una aberración; nominalismo puro). Entonces supe que el único hijo de obrero era yo; los demás eran hijos de papá que no habían visto un obrero en su vida; y ahora estaban jugando a la revolución; en los pocos años que median entre la escuela y la vida laboral.
-¡Acabaremos con la sociedad capitalista! –gritaba uno.
-¡Socavaremos los cimientos de este mundo corrupto! –gritaba otro.
-¡Has cavado bien, pequeño topo! –gritaba Hegel.
-Un fantasma recorre Europa –gritaba Marx.
-Vais al cine, ¿y qué veis? –gritaba el del pelo largo-. ¡Escenas de la vida conyugal! –se contestaba solo-. De Ingmar Bergman. ¿Y qué importan a mí los fantasmas de la burguesía?  
Claro, la revolución era incompatible con el psicoanálisis.
-¡Tiendas! ¡Publicidad! ¡Productos de lujo! ¡Sociedad de consumo! ¡Compañeros, recordemos lo que decía Adorno! ¡Estamos cosificados por la sociedad de masas! ¡Somos un tornillo del motor, una pieza de la maquinaria, un engranaje de la fábrica! ¡Tenemos que reivindicar, con Moustaki, el derecho a la pereza! ¡Basta ya de trabajar como autómatas! ¡Cogito, ergo automaticus sum! ¡Que suba la imaginación al poder, como decían los del 68! ¡Vivan los trabajadores de la cultura! ¡Viva la revolución! ¡Viva la clase obrera!
-¡Estáis de acuerdo? -gritó otro desde la tribuna a voz en cuello; le respondió una salva de gritos y pataleos. Se cantaron pareados. Se corearon consignas.
-¡Síííí! –Unanimidad en la sala. Yo no hablaba a nadie. Yo sólo quería escuchar, había venido a enterarme de los motivos de la huelga, pero aquello era una asamblea: no un debate.
Siguieron intervenciones donde cada uno contaba sus penas. Nadie hablaba: gritaba; y cada grito era coreado por una salva de aplausos; evidentemente, si alguien hubiera gritado cosas contrarias a las consignas nadie le habría hecho eco; lo habrían abucheado. Yo miraba a mi alrededor y vi que algunos no hablaban; pero hasta ellos, al cabo de un rato, acabaron salmodiando, alborotando y gritando. Ni una sola objeción, ni un análisis; sólo clamar con voces desgarradas los sufrimientos de esos jóvenes pisoteados por el sistema, los estertores de esa sociedad que acababa haciendo aguas, las convulsiones del viejo mundo que rabiaba con alaridos de parto:
-¡Esto tiene que estallar! ¡Viva la revolución!


Joven guardia. La internacional. A las barricadas. Gritos, aplausos, pataleos; ni la música se podía oír, sólo el tumulto; ni llegaban las ideas para pensar, sólo palabras; y las palabras eran pastillas para gritar, voces para estallar, no vehículos de reflexión: se agotaban en la garganta sin llegar al cerebro, porque las notas de la música las tapaban los gritos y al final no había ni significados, ni palabras, ni música: sólo ruido.
Salieron todos del anfiteatro en confuso montón. Las puertas se atascaban como si aquello fuera una jauría: cuerpo contra cuerpo, golpes contra la pared, una masa enfebrecida, comulgando con la rebelión, convencida de que con aquello iban a cambiar el mundo. Mi perplejidad iba en aumento. Yo había ido a una asamblea y me encontré con un espectáculo. Había ido a entender, y a conocer, pero durante aquella reunión apenas si se sobrevoló, muy de pasada, el texto de la reforma educativa, ya no para discutirlo, sino para vilipendiarlo; el texto era como un libro maldito y cualquier cosa que saliera de él despertaba, como un reflejo simultáneo y automático, los anatemas furibundos que se habían aprendido: las descalificaciones sin argumentar. Las condenas, los insultos. No se había hablado de nada. Solo se habían soltado iras, como en el mundo de Orwell se empleaba el día de la ira, para limpiarse por dentro y liberarse de las malas energías que llevamos reprimidas.
Después supe que aquello había sido un simulacro de asamblea. Otras asambleas a las que también asistí, con ser menos patéticas, no eran menos inoperantes; más proclives a los gritos que a las palabras; receptivas a las consignas más que a las razones; a las creencias más que a las opiniones. Cada uno recitaba allí su credo; sus dogmas, la fe que había mamado desde que se hizo militante. Y pocos estaban dispuestos a escuchar la fe del otro. Aquellas otras asambleas no servían para contrastar discrepancias, sino para confirmar unanimidades. Y lo mismo daba que fueran doscientos o que fueran veinte. Un compañero se sentó cerca del coordinador de la reunión un día que había que decidir algo. El coordinador puso un papel sobre la mesa, boca abajo. En un momento inesperado, al gesticular con el brazo, el papel se dio la vuelta: mi compañero leyó lo que estaba escrito; se siguió debatiendo durante una hora y media y al final se votó: y la resolución que se tomó fue, ¡oh, milagro!, la misma que había escrito en su papel el coordinador que nos había convocado.
Reuniones que se convocan para que los reunidos decidan, libremente, lo que ya ha decidido el jefe: sin darse cuenta de que habían sido llevados a ello por su hábil dialéctica. Asambleas donde las masas votan lo que propone el líder; y muy poca gente lo cuestiona. Asambleas variadas de todo tipo y pelaje: asambleas multitudinarias, como la del anfiteatro; asambleas donde solamente sabe de lo que habla quien toma la palabra, como la de la junta de accionistas de un banco o la del ágora ateniense; asambleas con menos gente, como un consejo escolar, un claustro de profesores o una junta de delegados; y asambleas con poca gente, como una comisión pedagógica o una reunión de seminario o un grupo de trabajo.
Parece, en primer lugar, que las cosas funcionan mejor cuando hay poca gente. Se oye hablar menos a las tripas que al cerebro. Además, no hay que gritar para hacerse oír: lo que ocurre cuando hay grandes espacios y se usan micrófonos que en vez de amplificar la voz, la distorsionan. Las asambleas muy numerosas son proclives a que haya vagos y revoltosos: como el ágora de Atenas. Los grupos pequeños sustituyen los discursos por el diálogo, la gente habla para hacerse entender, no para hacerse oír. Las grandes asambleas no reúnen los requisitos que buscaba Habermas para las verdaderas conversaciones. No despojan a las palabras de esa comunicación paralela que son los gritos, los gestos, los tonos, las miradas abyectas, las descalificaciones, los insultos que se ven sin darse uno cuenta, porque no se dicen: porque, más que lo que se comunica con las palabras, sentimos más o menos inconscientemente lo que metacomunicamos con las miradas y los gestos (como decían Paul Watzlavic y George Bateson). Las asambleas numerosas son prolíficas en metacomunciación, y parcas en comunicación. Y las de poca gente sólo valen si las tripas no acompañan, con los gestos, lo que dice nuestro cerebro con las palabras.
Y todos tienen derecho a hablar en las asambleas que presumen de pedigrí democrático: pero no todos tienen las mismas oportunidades de hablar. Quien está en la tribuna toma la palabra y no la suelta. Aparte de que, hablando desde la tribuna, se envuelven las palabras de una autoridad que no tienen cuando se dicen desde el público. Y en los grupos pequeños a veces hay gente que no para de hablar, mientras que el resto no habla nunca: si no hay un moderador que reparta los tiempos, el debate se convertirá en un monólogo, y lo que salga de él no reflejará el pensar y sentir de todos sino el sentir y pensar de uno; y no se comprometerán todos a cumplirlo.
Yo soy partidario de los debates, no de las asambleas. Y si por asamblea entendemos una reunión de masas, entonces soy contrario a la democracia asamblearia, que es, porque están todos, una democracia directa; y precisamente porque están todos es el lugar donde nunca está nadie. A veces hay que delegar para que las cosas funcionen. Y si todos quieren hablar, deberán hacerlo en condiciones que faciliten el diálogo por encima del discurso. Y cuando se delega hace falta confianza, y si se desconfía hay que vigilar a quien nos representa; pero hay que extender la confianza lo más que se pueda. Y si votamos con el corazón, procurar que esté buenamente equilibrado con la cabeza. Hay que llenar de diálogo los espacios silenciados por los discursos de las asambleas: porque deben hablar todos, pero no todos a la vez, ni juntos ni a gritos. Hablar para que se pueda oír: no oír a los pocos que hablan.
Año más tarde me volví a encontrar con el joven del pelo largo. El que gritaba más, el que más consignas coreaba, el que quería buscar a un obrero para pasearlo por la manifestación de los estudiantes. Tenía el pelo corto. Tenía traje y corbata, unos zapatos negros que brillaban y una voz encantadora y melosa de marketing. Aquel revolucionario de acequia llevaba en la mano una maleta diplomática.




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