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viernes, 2 de noviembre de 2018

DE LA DEMOCRACIA AFECTIVA





DE LA DEMOCRACIA AFECTIVA    


 1.

            Cuando la gente está desinformada piensa, dice y hace las cosas de acuerdo con las cosas que sabe; si sabe cosas falsas las toma por realidades; y como lo que sabemos es la fuente de nuestras creencias, creeremos unas cosas u otras dependiendo de las cosas que nos hayan enseñado; si creo lo que dice la Biblia de manera literal, consideraré adecuado sacrificar a mi hijo, si oigo voces que me lo mandan, como hizo Abraham; o me creeré con derecho a exterminar a los habitantes de una ciudad como pasó en Jericó, o en Sodoma, incluso me creeré con derecho a exterminar a una población entera como sucedió con el diluvio; pero si, frente a un dios inflexible y colérico, se levanta otro justo y bondadoso, ¿de cuál de las dos maneras tengo que actuar? ¿Cómo interpretar el antiguo testamento con el testimonio de los evangelios? ¿Cómo entender el mandamiento del amor con la cólera apocalíptica? ¿El San Juan del apocalipsis dice lo mismo que el del evangelio que hablaba de Jesús? ¿No es el evangelio la buena nueva? ¿No es ése su significado etimológico? ¿Puede ser buena una noticia de destrucción?
            Hay interpretaciones literales y metafóricas de la Biblia, y de todos los libros sagrados de todas las religiones, y de todos los libros políticos de todas las utopías; si hay que matar y robar por la causa, se roba y se mata, mas si no es por la causa eres un ladrón y un asesino. El militante que sigue la línea del partido y hace lo que el partido le manda obra bien: aunque el partido se equivoque; aunque la nueva doctrina de Estalin diga lo contrario de lo que dijo el Estalin del primer marxismo, e incluso de lo que dijo  Lenin.
            España nos roba. España es un país totalitario y fascista. España teme a la democracia, ataca a la gente que quiere votar, tiene un problema con las urnas. España lleva tres siglos sojuzgando al indefenso y pacífico pueblo catalán. Algunos catalanes que se le han enfrentado están en el exilio. Otros son presos políticos. El rey se ha puesto en contra del pueblo, ha tomado partido por la opresión. Todas esas afirmaciones, y otras menos confesables, forman parte de la verdad o son una mitología. Que son verdaderas lo dicen la televisión y la radio catalanas, parciales, sesgadas e independentistas. Para comprobarlo habría que tener acceso a la información, no a la propaganda; la propaganda camufla las cosas y la información las desnuda; la propaganda dice falsedades reales para convertirlas en verdades oficiales y la información quiere que sea verdad todo lo real, una auténtica verdad, sí, que pueda convertirse en oficial.
            Sucede, sin embargo, que la verdad se estrella contra la propaganda. Si uno está acostumbrado a tomar las mentiras por verdades luego le cuentan las verdades y no se las cree; porque la mentira se ha repetido muchas veces y la verdad una sola; además, a las mentiras de casa les hemos cogido cariño; y las verdades duelen, sobre todo si vienen de fuera; los mitos arraigados en el corazón tienden a convertirse en verdades de toda la vida y el corazón se resiste a dudar de todas las cosas hermosas que hemos creído; sobre todo si las hemos creído siempre; la información puede muy poco contra las historias y convicciones que forman el caldo de cultivo en el que hemos nacido y crecido.
            Nuestra mitología, nuestras creencias, la propaganda, han conformado nuestra manera de pensar. Son como una droga, que nos hace más daño cuanto más la tomamos, cuanto más la queremos: querer una droga es ser esclavos de ella y eso no es el verdadero cariño. Luego nos cuentan la verdad y no la creemos: porque tenemos mono de nuestros mitos. Por eso esa parte de la población catalana que se ha alimentado de sus mitos no se creería las verdades si las leyera en otros periódicos, porque las tomaría por infundios de sus enemigos; pero tampoco las leería en los periódicos de casa, porque creería que el enemigo los ha secuestrado obligándolos a decir mentiras; y aunque supiera que no están secuestrados, se creería que sus periodistas se han vuelto locos, como don Quijote, que negaba las evidencias argumentando que un mago nos ha quitado el seso haciéndonos creer que esos gigantes son molinos; aunque mis oídos y mis ojos me digan que no son gigantes, sino molinos.
            Como las drogas, necesitamos las informaciones falsas para no tener mono de ellas. Para desintoxicarnos de la propaganda profundamente arraigada en nosotros no basta con la verdad; habría que dosificar las verdades mezclándolas con las mentiras; aumentando la dosis de verdad a medida que disminuimos la de la mentira, como vamos disminuyendo la metadona después de haberla tomado en lugar de la heroína; porque nuestro cuerpo intoxicado soporta mejor un mal menor que un bien que se nos administra de golpe y porrazo: así también los espíritus drogados son incapaces de tolerar la verdad, cuando triunfa la libertad y pone las verdades en el lugar que ocupaban nuestros viejos mitos; porque creerán que son mentiras nuevas y les faltarán criterios para criticarlas, como les faltan para criticar los viejos mitos; sobre todo si tenemos en cuenta que no hay verdades puras, y que todas las verdades vienen acompañadas de un envoltorio, aunque sea delgado, de propaganda y de mitos; entonces, como dijo Machado, te dirán que mientes si dices media verdad; y si, criticándote a ti mismo, algún día dijeras la verdad completa, te dirían que mientes dos veces porque has dicho la otra mitad.


2.

            Algunos autores, como Adela Cortina, están embarcados en una teoría de la democracia deliberativa. Comparto ese punto de vista, pero sólo es aplicable a las personas que:

(1)   Están informadas o dispuestas a informarse.
(2)   Están dispuestas a debatir.
(3)   Están dispuestas a aparcar sus intereses y guiarse sólo por la razón.

Individualmente todos admiten el imperativo categórico; en cuanto a la acción comunicativa, suponemos que aceptan los requisitos exigidos por Habermas. Esto afecta a algunos profesionales de la política (pocos, porque la mayoría son correas de transmisión de las consignas de los partidos); y a una parte, más exigua que numerosa, de la opinión pública (pues la mayoría tiene la razón cegada por la necesidad o por la ignorancia, y algunas veces también por las consignas de los partidos que dicen defenderlos).
La mayoría de la población o se desentiende de la política o practica lo que podría llamarse una democracia afectiva: democracia, porque se expresa el pueblo; afectiva, porque el pueblo no hace caso a la razón, y escucha a veces al corazón pero sobre todo, la mayoría de las veces, escucha sólo la voz de las tripas: en lo que coincide con otra parte de los políticos y de la opinión pública, obnubilados, no ya por la necesidad (porque no la tienen), sino más bien por sus intereses y su avaricia.
            La información es uno de los motores de la acción. Pero la pasión por la verdad solamente dinamiza a una minoría; la mayoría se emociona por esas historias que tienen grabadas, en el estómago más que en la cabeza, y que se empeñan en elevar al rango de verdades aunque no resistan la comparación con los hechos ni con la lógica. La gran mayoría quizá no sea analfabeta, pero sí inculta; y, a falta de conocer y recordar la historia que ha estudiado, está dispuesta a aceptar como verdades afirmaciones interesadas y gratuitas; esas historias llegan a las tripas después de pasar por el corazón, y van engrosando el fanatismo. Por eso la historia se repite: porque sólo la recuerdan unos pocos expertos e intelectuales y los demás la reviven como si nadie nunca la hubiera vivido; los pasos que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial desde la crisis del 29 se vuelven a dar en parte con la crisis del 2008, pero para la mayoría de la población es como si nunca en la historia se hubiera transitado, después de una crisis económica, desde la depresión social primero, política luego, y por último una exaltación de la xenofobia y la agresividad como antesala de un nuevo totalitarismo.
            Los pueblos tienen la memoria corta; los expertos no; por eso la historia se repite. El motor de los corazones guiados por las tripas es la falsedad convertida en propaganda: y en esto la opinión pública tampoco quiere ni sabe muchas veces emplear la lógica para despertar el espíritu crítico: unos porque tienen demasiada hambre, otros porque los embrutece un trabajo que les roba el tiempo y no les da lo suficiente para vivir, y otros porque, por las razones que sea, están acostumbrados a no pensar. Estamos hablando de la gran mayoría: ¿qué importa que con una minoría sí funcione la democracia deliberativa? La decisión más sensata la puede derrumbar con su voto un pueblo enloquecido.
            Toda ideología tiene un núcleo afectivo que se considera sagrado, y por lo tanto intangible: dios en las religiones, la patria en el nacionalismo. Los mejores argumentos sólo valen cuando sirven para apuntalar este corazón emocionante de las ideologías; en la Edad Media los mejores filósofos sólo eran tenidos en cuenta cuando reforzaban los dogmas urdidos por los teólogos; en caso contrario eran perseguidos sin piedad. Hay que desear que, con la metadona de la crítica, la razón sea capaz de derrumbar los peligrosos prejuicios de Cataluña; los que han destruido la grandeza de su mundo; de los que han reducido la patria a una sardana, una senyera y una barretina; los que han enfrentado a los catalanes entre sí para defender los intereses de unos cuantos, encarnados en las tripas de una masa a la que espolean, como espitas peligrosas, sin darse cuenta de que son marionetas y sus déspotas son los que mueven los hilos; todo lo soportan con tan de que sea de casa; hasta el despotismo. Y la crítica, unida a la metadona de la razón, es la única que puede parar este delirio; pero lleva tiempo; quizá perdamos una generación, olvidándose de lo que importa y peleando, ¡qué ironía!, por absurdos que una mente sana identificaría rápidamente como payasadas de los circos.


Epílogo.

            Un ejemplo de conversación en cualquier lugar, en cualquier momento, impregnada por el virus de la propaganda, que carcome todos los brotes de la crítica:

            -Los catalanes tienen derecho a separarse del resto de España.
            -Pero no desobedeciendo a la constitución.
            -Hay que combatir las leyes con la libertad.
            -La constitución la votamos libremente entre todos, por una gran mayoría; la votó la mayoría de los catalanes.
            -Pero ahora no la quieren.
            -No la quiere la mitad; la otra mitad sí; y aunque no la quieran, no pueden dejar de cumplir con sus compromisos; ellos también firmaron la constitución y te recuerdo que dos de los padres de la patria eran catalanes.
            -Pero somos republicanos.
            -Tenemos un rey.
            -Un rey impuesto por Franco.
            -Ése no es el rey que tenemos; el que tenemos es el que puso la constitución, que casualmente es el mismo que puso Franco; y lo votaron los propios catalanes.
            -Pues ahora se sienten republicanos.
            -Entonces habrá que reformar la constitución; pero no por las bravas, sino por el diálogo.
            -Los catalanes tienen derecho a decidir.
            -Pero no violando la constitución.
            -La constitución la viola España.
            -¿Ah, sí? Explícamelo.
            -La constitución dice que no tiene que haber paro, y lo hay; por lo tanto el gobierno no respeta la constitución.
            -Te equivocas. Lo que dice la constitución es que hay que promover el pleno empleo, pero por mucho que lo intentemos nada nos garantiza que lo consigamos. Sería bonito que una constitución mandara crear una clase media y criticáramos a los gobiernos que no lo consiguen por mucho que lo intenten; la clase media no se crea por decreto, la constitución no es una varita mágica que hace realidades con los deseos; es como si un colegio quisiese que aprobaran todos los alumnos y luego sancionáramos a los profesores porque algunos han suspendido; a menos que consideres ético que se regale el aprobado general sin que los alumnos lo merezcan; lo que sí podemos hacer es criticar a los profesores que no hacen bien su trabajo, pero aunque se hagan las cosas bien, eso no nos garantiza el éxito en nuestros objetivos.
            Silencio. Luego vuelve a decir:
            -Pues en España hay paro: de modo que no se respeta la constitución.
            Zas: en la boca; como si esta conversación no hubiera servido para nada. El joven empecinado, al margen de la racionalidad, repite la consigna de su partido. Se queda tan oreado. Y no tiene sentido del ridículo.




viernes, 29 de junio de 2018

DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA





DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA  
  

            Tendría yo al filo de los veinte años. Estaba en la universidad. En una de esas huelgas de primavera que suelen estallar todos los años y que tuvo por objeto una reforma educativa, nos convocaron a todos en un anfiteatro; el anfiteatro estaba de bote en bote y arriba, en los pasillos, por los lados, hasta el último hueco estaba abarrotado. En la tribuna estaban los líderes de las entidades convocantes. Empezaron a hablar. Primero fueron las quejas contra la reforma. Gritos. Luego hablaron del ministro. Abucheos. Una voz gritó desde el centro de la sala:
            ¡Ay, Haby, si tu madre hubiera conocido la píldora!”
René Haby era el ministro de educación. Aplausos. Pataleos. Luego gritó en la tribuna, desencajado, el del pelo más largo:
-¡Yo ya estoy harto de venir a la universidad! ¡Harto de recibir esta educación burguesa! ¡Yo quiero que haya por fin una educación para el pueblo!
Un estruendo hizo retumbar la facultad hasta los cimientos.
-¡Hemos ido a la Renault! ¡Mañana va a venir un obrero a la manifestación! ¡Con nosotros!
Aplausos, aplausos hasta reventar. Con un obrero y doscientos estudiantes ya estaba sellada la alianza entre los intelectuales y la clase obrera. Francia, 1975. Era el tiempo en que Sartre iba a arengar a los obreros a la fábrica de automóviles, buque insignia de la industria francesa. Junto a la Dassault. Yo, con muchas ganas de aprender, y de luchar contra las injusticias, escuchaba con atención. No salía de mi perplejidad: iban a buscar a un obrero como quien busca un objeto valiosísimo de las poblaciones polinesias. Un obrero convertido en la clase obrera (cualquier lógico te diría que eso es una aberración; nominalismo puro). Entonces supe que el único hijo de obrero era yo; los demás eran hijos de papá que no habían visto un obrero en su vida; y ahora estaban jugando a la revolución; en los pocos años que median entre la escuela y la vida laboral.
-¡Acabaremos con la sociedad capitalista! –gritaba uno.
-¡Socavaremos los cimientos de este mundo corrupto! –gritaba otro.
-¡Has cavado bien, pequeño topo! –gritaba Hegel.
-Un fantasma recorre Europa –gritaba Marx.
-Vais al cine, ¿y qué veis? –gritaba el del pelo largo-. ¡Escenas de la vida conyugal! –se contestaba solo-. De Ingmar Bergman. ¿Y qué importan a mí los fantasmas de la burguesía?  
Claro, la revolución era incompatible con el psicoanálisis.
-¡Tiendas! ¡Publicidad! ¡Productos de lujo! ¡Sociedad de consumo! ¡Compañeros, recordemos lo que decía Adorno! ¡Estamos cosificados por la sociedad de masas! ¡Somos un tornillo del motor, una pieza de la maquinaria, un engranaje de la fábrica! ¡Tenemos que reivindicar, con Moustaki, el derecho a la pereza! ¡Basta ya de trabajar como autómatas! ¡Cogito, ergo automaticus sum! ¡Que suba la imaginación al poder, como decían los del 68! ¡Vivan los trabajadores de la cultura! ¡Viva la revolución! ¡Viva la clase obrera!
-¡Estáis de acuerdo? -gritó otro desde la tribuna a voz en cuello; le respondió una salva de gritos y pataleos. Se cantaron pareados. Se corearon consignas.
-¡Síííí! –Unanimidad en la sala. Yo no hablaba a nadie. Yo sólo quería escuchar, había venido a enterarme de los motivos de la huelga, pero aquello era una asamblea: no un debate.
Siguieron intervenciones donde cada uno contaba sus penas. Nadie hablaba: gritaba; y cada grito era coreado por una salva de aplausos; evidentemente, si alguien hubiera gritado cosas contrarias a las consignas nadie le habría hecho eco; lo habrían abucheado. Yo miraba a mi alrededor y vi que algunos no hablaban; pero hasta ellos, al cabo de un rato, acabaron salmodiando, alborotando y gritando. Ni una sola objeción, ni un análisis; sólo clamar con voces desgarradas los sufrimientos de esos jóvenes pisoteados por el sistema, los estertores de esa sociedad que acababa haciendo aguas, las convulsiones del viejo mundo que rabiaba con alaridos de parto:
-¡Esto tiene que estallar! ¡Viva la revolución!


Joven guardia. La internacional. A las barricadas. Gritos, aplausos, pataleos; ni la música se podía oír, sólo el tumulto; ni llegaban las ideas para pensar, sólo palabras; y las palabras eran pastillas para gritar, voces para estallar, no vehículos de reflexión: se agotaban en la garganta sin llegar al cerebro, porque las notas de la música las tapaban los gritos y al final no había ni significados, ni palabras, ni música: sólo ruido.
Salieron todos del anfiteatro en confuso montón. Las puertas se atascaban como si aquello fuera una jauría: cuerpo contra cuerpo, golpes contra la pared, una masa enfebrecida, comulgando con la rebelión, convencida de que con aquello iban a cambiar el mundo. Mi perplejidad iba en aumento. Yo había ido a una asamblea y me encontré con un espectáculo. Había ido a entender, y a conocer, pero durante aquella reunión apenas si se sobrevoló, muy de pasada, el texto de la reforma educativa, ya no para discutirlo, sino para vilipendiarlo; el texto era como un libro maldito y cualquier cosa que saliera de él despertaba, como un reflejo simultáneo y automático, los anatemas furibundos que se habían aprendido: las descalificaciones sin argumentar. Las condenas, los insultos. No se había hablado de nada. Solo se habían soltado iras, como en el mundo de Orwell se empleaba el día de la ira, para limpiarse por dentro y liberarse de las malas energías que llevamos reprimidas.
Después supe que aquello había sido un simulacro de asamblea. Otras asambleas a las que también asistí, con ser menos patéticas, no eran menos inoperantes; más proclives a los gritos que a las palabras; receptivas a las consignas más que a las razones; a las creencias más que a las opiniones. Cada uno recitaba allí su credo; sus dogmas, la fe que había mamado desde que se hizo militante. Y pocos estaban dispuestos a escuchar la fe del otro. Aquellas otras asambleas no servían para contrastar discrepancias, sino para confirmar unanimidades. Y lo mismo daba que fueran doscientos o que fueran veinte. Un compañero se sentó cerca del coordinador de la reunión un día que había que decidir algo. El coordinador puso un papel sobre la mesa, boca abajo. En un momento inesperado, al gesticular con el brazo, el papel se dio la vuelta: mi compañero leyó lo que estaba escrito; se siguió debatiendo durante una hora y media y al final se votó: y la resolución que se tomó fue, ¡oh, milagro!, la misma que había escrito en su papel el coordinador que nos había convocado.
Reuniones que se convocan para que los reunidos decidan, libremente, lo que ya ha decidido el jefe: sin darse cuenta de que habían sido llevados a ello por su hábil dialéctica. Asambleas donde las masas votan lo que propone el líder; y muy poca gente lo cuestiona. Asambleas variadas de todo tipo y pelaje: asambleas multitudinarias, como la del anfiteatro; asambleas donde solamente sabe de lo que habla quien toma la palabra, como la de la junta de accionistas de un banco o la del ágora ateniense; asambleas con menos gente, como un consejo escolar, un claustro de profesores o una junta de delegados; y asambleas con poca gente, como una comisión pedagógica o una reunión de seminario o un grupo de trabajo.
Parece, en primer lugar, que las cosas funcionan mejor cuando hay poca gente. Se oye hablar menos a las tripas que al cerebro. Además, no hay que gritar para hacerse oír: lo que ocurre cuando hay grandes espacios y se usan micrófonos que en vez de amplificar la voz, la distorsionan. Las asambleas muy numerosas son proclives a que haya vagos y revoltosos: como el ágora de Atenas. Los grupos pequeños sustituyen los discursos por el diálogo, la gente habla para hacerse entender, no para hacerse oír. Las grandes asambleas no reúnen los requisitos que buscaba Habermas para las verdaderas conversaciones. No despojan a las palabras de esa comunicación paralela que son los gritos, los gestos, los tonos, las miradas abyectas, las descalificaciones, los insultos que se ven sin darse uno cuenta, porque no se dicen: porque, más que lo que se comunica con las palabras, sentimos más o menos inconscientemente lo que metacomunicamos con las miradas y los gestos (como decían Paul Watzlavic y George Bateson). Las asambleas numerosas son prolíficas en metacomunciación, y parcas en comunicación. Y las de poca gente sólo valen si las tripas no acompañan, con los gestos, lo que dice nuestro cerebro con las palabras.
Y todos tienen derecho a hablar en las asambleas que presumen de pedigrí democrático: pero no todos tienen las mismas oportunidades de hablar. Quien está en la tribuna toma la palabra y no la suelta. Aparte de que, hablando desde la tribuna, se envuelven las palabras de una autoridad que no tienen cuando se dicen desde el público. Y en los grupos pequeños a veces hay gente que no para de hablar, mientras que el resto no habla nunca: si no hay un moderador que reparta los tiempos, el debate se convertirá en un monólogo, y lo que salga de él no reflejará el pensar y sentir de todos sino el sentir y pensar de uno; y no se comprometerán todos a cumplirlo.
Yo soy partidario de los debates, no de las asambleas. Y si por asamblea entendemos una reunión de masas, entonces soy contrario a la democracia asamblearia, que es, porque están todos, una democracia directa; y precisamente porque están todos es el lugar donde nunca está nadie. A veces hay que delegar para que las cosas funcionen. Y si todos quieren hablar, deberán hacerlo en condiciones que faciliten el diálogo por encima del discurso. Y cuando se delega hace falta confianza, y si se desconfía hay que vigilar a quien nos representa; pero hay que extender la confianza lo más que se pueda. Y si votamos con el corazón, procurar que esté buenamente equilibrado con la cabeza. Hay que llenar de diálogo los espacios silenciados por los discursos de las asambleas: porque deben hablar todos, pero no todos a la vez, ni juntos ni a gritos. Hablar para que se pueda oír: no oír a los pocos que hablan.
Año más tarde me volví a encontrar con el joven del pelo largo. El que gritaba más, el que más consignas coreaba, el que quería buscar a un obrero para pasearlo por la manifestación de los estudiantes. Tenía el pelo corto. Tenía traje y corbata, unos zapatos negros que brillaban y una voz encantadora y melosa de marketing. Aquel revolucionario de acequia llevaba en la mano una maleta diplomática.