AMA Y HAZ LO QUE
QUIERAS
Decía
Sócrates que para comportarse bien hay que saber lo que está bien y lo que está
mal, y eso era verdad; un niño que no sabe que es malo beber agua de un pozo
porque ignora que está envenenada la beberá cuando tenga sed, y habrá obrado
mal sin saberlo; o fumará sin saber que el tabaco es dañino; o meterá goles con
la mano ignorando que sólo se pueden meter con la cabeza o con el pie. Eso,
referido a acciones que nos perjudican.
También
hay acciones que perjudican a los demás. Yo hago mal regalándole pasteles a una
persona diabética, y le habré hecho daño sin querer; o prestándole mi
videojuego a un amigo que sufre ludopatía; y también molesto cuando grito al
hablar, sin darme cuenta, o, como quien dice: sin ser consciente de ello.
Me
perjudiquen a mí o perjudiquen a los demás, esas cosas las hago por ignorancia;
o sea, sin querer. Pero si le corto la pierna a un paciente para evitar que le
suba la gangrena quiero hacerle un bien superior al daño que le voy a producir
(perder la vida es mucho peor que perder una pierna). En este caso conozco los
dos efectos de mi acción, los comparo y elijo acto seguido la solución menos
mala, pues no es posible conservar a un tiempo la pierna y la vida.
Pero
¿y si sabiéndolo elijo la solución menos buena? Entonces Sócrates se habría
equivocado; porque yo sabría distinguir entre lo que está bien y lo que está
mal y habría elegido, a pesar de todo, la peor de las soluciones; conocer el
bien no sería suficiente para obrar bien.
La
solución de Sócrates recibe el nombre de intelectualismo
moral; obrar bien es lo mismo que conocer el bien, y no es posible hacer
las cosas mal sabiendo cómo hacerlas. Un joven que ha asistido en el instituto
a charlas sobre los efectos del tabaco puede perfectamente no dejar de fumar; y
es que no basta con saber lo que está bien para ser bueno, también hace falta querer
ser bueno, tener la voluntad de elegir lo bueno cuando lo más fácil es lo malo.
Esto se llama voluntarismo moral, y
lo defendía San Agustín.
Hay
gente que tiene conocimiento pero no tiene voluntad. Tener voluntad es ser
capaz de elegir lo bueno aunque no sea cómodo; preferir el bien al placer
cuando el bien es lo difícil y el placer agradable. Por bien entendemos lo que
nos da plenitud, por mal lo que nos empobrece y por placer entendemos (lo mismo
que con el bien) un enriquecimiento personal; pero hay veces en que pasar un
rato bueno nos asegura una vida mala como cuando disfrutamos de embutidos,
alcohol y tabaco envenenando son ello nuestra sangre. Sentir placer es entonces
disfrutar de un bien presente. Lo que ocurre es que el placer a veces nos
procura un bien duradero y otras veces nos lo quita: sólo en este segundo caso
el placer es malo; el mal está asociado al placer y el bien al sufrimiento,
como cuando tomamos medicinas que no nos gustan; el mal placentero es un
reflejo condicionado que puede más que el bien desagradable.
Para
Sócrates, tener conocimiento es suficiente paras ser buenos. Para San Agustín
el conocimiento no basta, hace falta también tener voluntad. ¿Y qué es la
voluntad? El amor. Tener fuerza de voluntad para no comer pasteles cuando te
apetece es quererte lo suficiente para no querer morir de diabetes si la
padeces; es quererte con todas las fuerzas de tu corazón. Del mismo modo que no
sucumbir a la tentación de convertir en tu esclava a la persona amada es
quererla lo bastante como para dejarla libre: aunque queramos tenerla con
nosotros a todas horas; de ahí que el amor sea a un tiempo placer y sacrificio
Amor no es solamente sentir atracción por una persona, sino sentirte atraído
también por su felicidad; querer a alguien es querer que sea feliz aunque su
felicidad a ti te haga desgraciado; y dejarla marchar cuando no quieres en
lugar de obligarla a quedarse contigo a la fuerza; porque ella no tiene la
culpa de no quererte aunque tú la quieras. No se puede obligar a nadie a amar a
quien no ama. ¿O sí?
El amor no admite imperativos. Yo me
puedo obligar a trabajar cuando no me apetece, pero no me puedo obligar a amar
cuando no amo. Mas ¿no hemos dicho que el amor es lo mismo que la voluntad?
¿Que querer es lo mismo que querer querer? O… ¿no es lo mismo sentir amor que
sentirte con fuerzas para amar? ¿Que sentir la necesidad de tener la voluntad
de amar a quien todavía no amas?
El amor es una mezcla de sentimiento
y voluntad. El sentimiento nos viene sin quererlo, no tiene que ver con la
inteligencia y mucho menos con la voluntad; a veces queremos a quien no lo
merece, el pensamiento y la lógica nos dicen que no es sensato acercarse a una
persona cuya compañía es nociva pero no tenemos fuerza para renunciar a ella:
no tenemos voluntad. La palabra “amo” se refiere al amor sentido; la palabra “diligo”, al amor pensado; hay que ser lúcido en estas cosas porque no conviene
amar a ciegas; el amor ciego es una pasión que nos condena a la destrucción, a
un callejón sin salida.
Luego está el amor buscado: de “volo”, ese querer que se refiere a la voluntad.
El amor sentido te busca, el amor buscado lo buscas tú. La voluntad es una fuerza
que te arrastra a obedecer a la razón más que al sentimiento, teniendo en
cuenta que la misma persona que es capaz de pensar es capaz de sentir: de lo
contrario seríamos robots, no personas. Pero es verdad que la voluntad sopesada
te puede llevar a actitudes que tu sentir rechaza. Siento que esa joven es
buena, sencilla, humilde, y me quiere con ternura: pero yo no siento atracción
por ella aunque me atraiga mucho la persona que es; su forma de ser me hace
quererla, pero la atracción erótica (vale decir: sexual) es otra cosa y es ese
tipo de atracción el que yo no siento por ella; si ella me quiere de ese modo,
yo no puedo quererla aunque como persona la quiera con locura.
Existe otro tipo de atracción que
podríamos llamar de afinidad psicológica: cuando ella por ejemplo siente afán
por la acción y mi actitud es, por el contrario, contemplativa y soñadora; en
ese caso no compartimos, no ya los mismos gustos, sino la misma sensibilidad,
menos tierna y más valiente en ella, más tierna en mí y menos atraído por la
práctica del valor. Dos caracteres opuestos como ésos no están en onda para
compenetrarse y sentirse. Si, además, no hay atracción erótica, el rechazo es
mayor. Yo puedo adorar a esa joven como persona pero no como pareja; y si
Grisóstomo quería a la pastora Marcela, no tenía derecho a obligarla a que le
quisiera ella a él, porque Marcela no podía forzar su sentimiento imponiéndose
formas de querer contrarias a su naturaleza.
Querer no es lo mismo que querer
querer; lo primero es un hecho y lo segundo un deseo de algo de lo que ni
siquiera algunas veces somos capaces. Yo quiero a María: no hay nada que decir;
María me aprecia, sabe que soy buena persona, pero no se siente atraída por mí:
ni eróticamente, ni por su sensibilidad. Un verdadero amor debe ser diligente, sensual y sensible, y ella
sólo siente por mí la primera forma de cariño.
Volvamos con la ética. La voluntad,
habíamos dicho, es lo mismo que el amor: pero es un amor intelectual, que es un sentimiento tierno provocado por la
inteligencia (como si el corazón se pusiera a latir cuando tenemos pensamientos
buenos). El amor a las personas. A todas las personas en general, y a cada
persona en concreto. Un amor accesible a la voluntad, que nos mueve a buscar el
bien de todas las personas queridas: de todas. De esa manera sí que puede
despertarse nuestra sensibilidad con la inteligencia, y con la inteligencia, la
voluntad. Ese amor es diligencia, deseo de hacer el bien, ansia de sacrificio,
fuerza de obrar según sentimos, sentimiento convertido en voluntad. ¿Y qué pasa
cuando queremos así? Que nuestros actos son buenos. “Dilige et quod vis fac”,
dice San Agustín: ama y haz lo que quieras; si sientes amor por la persona que
hay en cada uno de nosotros, es imposible que no quieras hacerle el bien;
bastará con ese se querer humano, entrañable y sensato, para que tus actos sean
buenos; nadie que haya querido así ha sido nunca mala persona.
Es el amor al prójimo. El que nos
lleva a compartir con él lo mejor que tenemos: banquete, ágape; y en los tiempos
en que nosotros tenemos y él no tiene nada, compartirlo también: charitas;
generosidad, ayuda, piedad; misericordia, amar de corazón al pobre, solidaridad,
sentir fraterno.
El otro es amor a la personalidad
que hay en cada persona; todos somos iguales como personas, pero tenemos
personalidades diferentes, y unas nos atraen y otras no, y entre las que nos
atraen, unas nos atraen más (eros) y otras menos (philía); unas con mayor
intensidad (hasta el arrebato) y otras con amor tranquilo; al primero lo
llamamos simplemente amor; al segundo, amistad.
El amor de San Agustín no se dirige
a la personalidad, sino a la persona. Y es un amor cuerdo (“cuerdo” viene de
“corazón”, que en latín se dice “cordis”). Es el amor de don Quijote. Que vivió
en una época en que lo normal era desconfiar de los demás, como lo vemos en
Gracián y en Quevedo: por eso la confianza, el manantial del que brota la
esperanza, de donde mana la piedad, la hermandad, la voluntad que nos lleva a
realizar las buenas acciones, no era propia de gente sensata; y la gente buena,
diligente y cuerda como quería San Agustín, era objeto de burla, porque “bueno”
pasó a ser sinónimo de tonto; y de excéntrico; y don Quijote fue, lo que son las cosas, el más exagerado de
los excéntricos.