EL DESCUBRIMIENTO DE LOS
REYES MAGOS
A
Fernando se le veían los ojillos tristes. Corría y reía con su prima, pero de
vez en cuando podían sorprenderle con la mirada perdida. Era sólo un suspiro;
en seguida, sin dejar que se le notase el abatimiento, volvía a correr. Sus
gritos, unidos a los gritos de la niña, eran un guirigay que retumbaba por la
casa. Acababan de ver la cabalgata de reyes. Los pajes habían arrojado
caramelos y la gente, apretujada en las aceras, se desvivía por cogerlos. Entre
Iñigo y él recogieron unos cuantos. También Doris, ayudada por Ingrid y Juan,
había recogido caramelos.
Tenía
nueve años. Aquella navidad fue para el niño el final de la inocencia. Cuando
se fueron a acostar, en nochebuena, Ignacio y Alicia no tenían los juguetes en
el árbol de navidad. Y eran las doce. A Fernando no se le escapó ese detalle.
Alicia se encerró en su dormitorio después de decirle a Ignacio que
entretuviese al niño, y allí se estuvo, haciendo los paquetes. Fernando, que
era mosca, se escapaba a la habitación contigua pero Ignacio, agarrándolo del
brazo, tenía que decirle:
-¡Ven,
Fernandito, tienes que ayudarme!
-¿A
qué?
-A
coger unos vasos para llevarlos al comedor.
Fernando
se los cogía, pero en seguida se escapaba otra vez. Entonces Ignacio,
agarrándolo por la cintura, le volvía a decir:
-¡Que
me tienes que ayudar a recoger el pan!
Fernandito
lo hacía. Nueva escapada. Ahora Ignacio lo agarraba de los hombros:
-Ven
conmigo, que quiero darte un besito.
Y
los dos se fundían en un largo abrazo mejilla con mejilla. Pero ya a su padre
no se le ocurría nada más que decir y el niño se le escapaba a la habitación de
la madre, que veía cerrada a cal y canto y eso le olía a chamusquina. En una de
esas abrió la puerta y se topó con ella, rodeada de papeles. Evidentemente,
eran papeles de regalo. Fernando se hizo al tonto y preguntaba una y otra vez,
lo preguntaba todo. Alicia intentaba disimular.
-Estoy
recogiendo las bolsas de la compra, y se me ha hecho un lío todo aquí, con
estos papeles.
Fernando
se dejó engañar. En seguida vino su padre para disimular la evidencia.
-¡Oye,
vente conmigo, ayúdame a recoger los platos! ¡No piensas más que en escaparte!
Y
así estuvo tonteando con él, en un juego que ya no engañaba a nadie, hasta que
a una señal de Alicia salieron ambos del comedor. Se lo llevó a la habitación
del chico para preguntarle cuál de sus libros le gustaba más. Una pregunta
absurda. No absurda en sí, sino absurda en ese momento, cuando la mente estaba
ocupada en otra cosa. Ignacio vio que Alicia había terminado la faena y ya pudo
desentenderse del niño. Evidentemente, Fernando se le escapó.
Cuando
fue al comedor encontró a Fernando dubitativo. No había sido la gran ilusión
que se supone que despierta papá Noel, ni se oyó ningún grito de alegría.
Fernando estaba serio y comentó con una severidad apabullante.
-Cuando
yo he venido aquí no había paquetes en el árbol.
Ignacio
se quedó mudo. Tuvo que hablar Alicia, porque a él no se le ocurría nada.
Alicia dijo que papá Noel aprovecha los momentos en que estamos descuidados, y
allí había venido en ese preciso instante. Fernando seguía escéptico. Por fin
cogió un paquete, sin ninguna convicción, y mostró el papel amarillo que tenía
pegado con papel celo.
-Ésta
es la letra de mamá.
Alicia
lo había hecho todo precipitadamente. También había escrito aquella nota a toda
prisa; evidentemente, era su letra. Ante aquel cúmulo de evidencias Alicia se
desarmó y tiró la toalla. Se agachó para mirar a su hijo, lo agarró de los
brazos y, mirándolo de hito en hito, le confesó un secreto a voces.
-Fernando,
papá Noel son los padres. Son ellos los que compran los juguetes. Los padres
los ponen en el árbol, mientras duermen los niños, y al día siguiente les dicen
que papá Noel ha venido por la ventana.
Fernando
la miraba con ojos incrédulos. Ni se creía que existiera papá Noel, ni se
resignaba que no existiera. De sus ojos nacía una mirada perpleja, mezcla de
fantasía y resignación, entre inocencia nostálgica y desengañado escepticismo.
Aquel niño vivía en aquellos momentos un drama. Un drama que él mismo había
prolongado, porque ya en el colegio comentaba con los amigos el protagonismo
navideño que tenían los padres. Lo sabía, hacía un año que Fernando lo sabía
todo. Pero se entregaba al juego de
medias tintas entre creerlo y no creerlo, saberlo y fingir que no lo sabía,
soñar y abrir los brazos a la madurez desnuda que llamaba a su puerta.
Eso
había sido en navidad. Para reyes iba ya con la conciencia desengañada. Eso le
daba una desilusión que lo ponía triste, sabedor de que ya no podía jugar a
aquel juego: y eso le inquietaba. Su corazón sentía como un peso y,
curiosamente, era porque no pesaba: aquello era el peso del vacío; supo que el
vacío podía oprimir como oprime una piedra cuando aprieta; y así supo que, más
de lo que oprime la presencia de las cosas, nos puede oprimir su ausencia.
En
aquel momento despertó. Sentía la vida como un hermoso sueño del que había
despertado. Ahora conocía la verdad, había salido del engaño; pero era más bonito
creer en una ilusión que vivir desengañado. Su corazón sentía nostalgia sin
saber aún lo delicado que era el hilo del que pende la ilusión. En eso se
convertiría ahora su vida: en un denodado esfuerzo por vivir las ilusiones sin
ser iluso. Cuando era niño eso no ocurría. Cuando era niño las ilusiones no
eran el engaño. Eran la realidad.
La
realidad se había colado por la puerta y le había dado un puñetazo en las
narices. Como los cuatro acordes de Beethoven, lo había congelado la llamada
del destino. Su destino era ahora vivir en libertad; o sea, vencer al destino.
De repente se había hecho mayor. Fernando no entendía estas cosas, pero sentía
la pena que se le metía por dentro. Por eso, sin querer, a veces sus ojos se
volvían tristes. Y él no quería mostrar su abatimiento, disimulaba como un
hombre mayor y correteaba y gritaba mientras jugaba con su prima. La procesión
iba por dentro. Fuera estaba la cabalgata. Pero él ya no estaba en el mundo de
las cabalgatas. Había sido arrojado al mundo de las procesiones. Había sido
expulsado del paraíso. El arcángel miraba severo mientras levantaba su espada
de fuego.
Sin
embargo él no había hecho nada. Adán había cometido el pecado original, pero a
él le expulsaron sin cometer pecado. Su único pecado era haber crecido. Nuestro
destino es crecer. Cuando crecemos, como los cuatro acordes de Beethoven, el
destino viene y llama a la puerta. Llega la libertad. Con la libertad llega la
expulsión del paraíso, el choque con la realidad, las ilusiones perdidas.
Ignacio
se agachó para mirar a Fernando. Le puso una mano en el hombro, le acarició con
la otra su mejilla infantil y le dijo:
-Fernando,
¿tú quieres que vayamos a ver a los reyes?
Fernando
decía que no con la cabeza.
-¿No
quieres que hagamos cola para llegar hasta ellos? ¿Quieres hablar con ellos? Yo
voy contigo.
Fernando
movía negativamente la cabeza, sin mirarle. Otras veces miraba al suelo. Estaba
serio. Fernando aceptaba las cosas con resignación, y se negaba a volver a ser
niño: lo que se va, no vuelve; la infancia que vivimos con toda naturalidad,
cuando dejamos de ser niños, se vuelve quimera; y Fernando no quería vivir en
una quimera. En aquella resignación decidida se labraba dolorosamente una
grandeza estoica.
Así
era Fernando. Con un corazón a prueba de bombas. Con una voluntad de hierro. A
Ignacio, que se le caía el alma, se le puso el corazón en un puño. Le volvió a
ofrecer que hicieran cola para ver a los reyes. Y Fernando, más valiente que
él, volvió a negar con la cabeza. Mirando al suelo. Serio como un adulto,
triste como un niño. Se fueron a cenar. Los juegos de su hermano le ayudaron a
salir de la desilusión. Volvió a encontrar la sonrisa. Si la libertad era el
destierro, con el tiempo descubriría nuevas tierras donde luchar. Tierra que él
mismo conquistaría: con su esfuerzo. Tierras donde echar raíces, plantar su
vida, plantando en ella la semilla de la libertad.
*
Una
libertad sin casa es desolación. Abandono. Para vivir libre hace falta una
casa. Los liberales que sólo quieren ser libres no saben lo que dicen. Tienen
la fortaleza de luchar en el desierto, pero ignoran que no todos son como
ellos. Mucha gente es incapaz de ser libre si no siente dentro la fuerza del
hogar. Unos pueden disfrutar de la soledad, y otros pueden disfrutar de la
casa. No son dos caminos distintos, uno bueno y otro malo. Son dos naturalezas.
Dos formas de nacer al mundo. Y ambas tienen que buscar la conciliación de los
dos caminos. Nada más.
La
libertad es un motor que necesita gasolina. Unos la tienen dentro. Otros fuera:
la fuerza que necesitan la encuentran en el hogar. Ni los unos son valientes ni
los otros son cobardes por ello. Es que unos y otros están hechos así. Haber
nacido fuerte no es ningún mérito para nadie. Y haber nacido débil tampoco es
pecado. El pecado es, para los unos, desperdiciar su fuerza; para los otros, no
buscarla siquiera. Unos, despreciando a los otros, incurren en el pecado de
soberbia; los otros, despreciando a los primeros, caen en el vicio de la
envidia: que no tiene que ver nada con la humildad.
*
Fernando
se acostó muy tarde: mucho después de la una y algo antes de las dos. A las
once se levantaba, sigilosamente, para observar el árbol de navidad y comprobar
que estaba lleno de paquetes; entonces se tranquilizó y volvió a su cama sin
hacer ruido. Sus temores habían sido infundados. A pesar de que no existían los
reyes, el árbol seguía llenándose de regalos. Sintió crecer en él la confianza
en sus padres.
Mientras
dormitaba, en su mente infantil sentía, acaso aún sin comprenderlo, que se
estaba haciendo independiente. Se había liberado de las viejas creencias que le
tenían atado a las ilusiones sin base. En su lugar, estaba empezando a creer en
otras ilusiones firmemente afianzadas en la realidad. Sentía que las ilusiones
reposaban ahora sobre la razón, y que la confianza debía basarse en los hechos,
no en las palabras: lo sentía, si bien no lo comprendía aún. Sus padres no le
fallaban. Como no le fallarían todas las personas –extraños, amigos,
familiares- que estuviesen dispuestos a sostener con los hechos la fuerza de
sus palabras.
Liberado
de la fe ciega, el niño se hacía mayor. Ahora descansaba sobre una fe racional.
Su rostro dulce dormía con una placidez angelical. Desde la noche anterior,
había dudado. La noche de reyes había sido velar las armas como don Quijote en
la venta, iluso porque todavía la confundía con un castillo. Pero él, que había
dejado de creer en castillos y en reyes magos, había temido que el choque con
la realidad significara la pérdida de las ilusiones. Por eso había estado
triste. Por eso, entre las carreras y los gritos de su prima, su mirada se
perdía en el vacío.
Ahora
se había convencido de que la realidad no es enemiga de la ilusión. Durmió
plácidamente hasta que, a las doce, se despertó. Llamó a sus padres y fue a
despertar a su hermano. Y ellos se sorprendieron de la frialdad con que abrió
los paquetes. Ni un átomo tembló en su cuerpo. Ni el más leve estremecimiento.
Pero más tarde, cuando estaban los paquetes abiertos y empezaron a leer las
instrucciones, su ánimo se encendía más y más y se llenó de alegría. Entonces
su hermano suspiró. Entonces sus padres se sintieron aliviados. La ilusión, que
había salido por la puerta, entraba de nuevo por la ventana.
Por
la ventana entran en casa los reyes magos. Se dirigen a los zapatos y en ellos
depositan sus juguetes. O bien buscan el árbol de navidad para dejar sus
paquetes en él. Aquella noche no habían dejado su tazón de leche. No se la
habían bebido los reyes (que venían cansados de trabajar) ni le habían dejado
tampoco una nota de agradecimiento. Aquel año también habían llegado los
regalos. Sin tazones. Y sin reyes
Ignacio,
que sentía rebosar su cuerpo de una ternura indescriptible, apachurraba a
Fernandito y le colmaba de besos. Fernando lo sentía y se dejaba querer. Las
muestras de cariño le hicieron acurrucarse contra él y le buscaba todo el día
porque en él encontraba protección y alegría. Con él se sentía seguro, y le
colmaba la caricia de su mano en la mejilla, las palmaditas que le daba en la
espalda, el brazo que reposaba sobre sus hombros. Había perdido a los reyes,
pero había ganado a sus padres. La fe en el futuro se había convertido en la
nueva ilusión de su vida. La creencia de que tras de las cosas grises había
cosas bellas se había convertido en esperanza. Y era la esperanza lo que le
hacía vivir. La fe, la esperanza, la voluntad enamorada. Aunque aún no lo
sabía, ya sentía que el amor era un esfuerzo que acompañaba siempre al
sentimiento. Siempre que lo admitiera, se abriría para él el país de las
maravillas. El mundo sería la tierra prometida. Sólo su corazón tendría la
llave del secreto. No los reyes. El corazón, liberado de la credulidad y
reforzado por la confianza, y la confianza que crece sobre los cimientos del pensamiento;
que tira las ilusiones vanas con los martillazos de la crítica y levanta, en su
lugar, las ilusiones sabias con la fortaleza de los sueños.
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