viernes, 19 de enero de 2018

EL DIABLO MUNDO






EL DIABLO MUNDO


             -Nosotros somos seres libres. El mundo es como una cueva donde estamos encerrados, y hay un dragón que representa las malas influencias; y un espacio vital. Muchas veces nos dejamos llevar por las amistades: si son buenas, expansionarán nuestro espacio vital; si son malas, se comportarán como un dragón, que nos devora. Nuestro espacio vital es el lugar donde crece la semilla del corazón, y el resto es terreno estéril, tierra sin abonar, humo: cizaña. La cueva es una tierra sin abonar: nuestro espacio es el abono. El humo es la cizaña. Y así como el labrador abona la tierra y corta la cizaña, así también nosotros sembramos nuestro espacio y apagamos el fuego.

            -Todos tenéis amigos. Todos los tenemos. Seguro que más de una vez nos vienen a llamar cuando estamos trabajando.
            Guardó silencio. Nadie hablaba. Volvió a insistir.
            -¿No es así?
            -Sí, sí, muchas veces –irrumpió Pedro-. Que te lo diga Darío.
            -¿Darío? –llamó Juan apuntándole con la mirada.
            -Sí –contestó Darío sonriendo-. Todas las tardes.
            -¿Cómo? –inquirió Juan Luis-. ¿Todas las tardes? ¿A qué hora?
            Después de comer.
            -¿Dónde estás tú a esa hora?
            -En mi cuarto. Me pongo a hacer las tareas.
            -¿Y dónde tienes tu cuarto?
            -¡Ése es el problema! Está a un lado de la casa, alejado de mis padres y de mi hermano, pero da a la calle. Estoy aislado por dentro, pero comunicado con el exterior. A todas horas pasan mis amigos, me empiezan a silbar y a tirar piedras, me dicen que me vaya con ellos y nunca acabo de estudiar. Y aunque yo no vaya ellos siguen ahí, bromeando y haciendo el tonto por la ventana, y tampoco estudio.
            -¡Vaya! –replicó Juan Luis-. Parece que tenemos aquí a un hombre atado. Y a un dragón.
            Todos escuchaban, callados. Pero su silencio ahora era inquisitivo. Era como si esperasen la continuación de un capítulo que decía: “continuará”.
            -Os lo explicaré de nuevo: la calle es como una cueva; Darío, que está libre en casa, se encuentra atado a esa cueva: sus amigos, con su insistencia, lo tienen como encadenado, no puede dejar de mirar allí; y él sólo está libre para jugar con ellos, porque si sigue estudiando lo seguirán distrayendo, que es como si lo volvieran a atar.
            A los ojos de los alumnos les salieron miradas de sorpresa. Y de expectación.
            -Y si además es primavera –prosiguió Luis-, el sol que calienta por la ventana lo distraerá más todavía; como la galbana de mayo; como todos esos días que hace demasiado bueno para poder estudiar. El calor es, a veces, como un veneno: como un fuego que nos intoxica; pero el humo también representa el juego, el entretenimiento, la diversión, que es distracción en un doble sentido: porque nos distrae del aburrimiento y nos distrae también de nuestras obligaciones.


            -Nuestra casa es un terreno favorable para estudiar; un terreno abonado.
            -Así que –preguntó Maia- es el mundo el que nos hace ser como somos. Si Darío no tuviera la ventana mirando a la calle, estudiaría más. Entonces no sería tan vago. Porque la culpa de no estudiar sería de sus amigos, no sería de él.
            -Bueno –contestó Juan Luis-, no sé qué pensáis los demás. ¿Creéis que es el mundo el que nos mueve, o que la fuerza de las cosas está en nuestro interior?
            -¡La fuerza está en nosotros! –exclamó Cristal en una exhalación-. ¡Si tú no quieres dejarte llevar por el mundo, el mundo no te arrastra!
            -¡Yo creo que no! –interrumpió Maia-. Hay veces que quieres hacer las cosas y no puedes. No te dejan.
            -¿No puedes o no te dejan? –inquirió Juan Luis.
            -¿Eh?
            -Hay gente que no puede trabajar aunque le dejen.
            -No entiendo –replicó Maia.
            -¿Tú no te has distraído nunca?
            -Sí, muchas veces.
            -¿Quién más se ha distraído?
            Se levantaron varias manos. Otros hablaron sin pedir permiso. Juan Luis le dio la palabra a Pedro para desliar el barullo.
            -A ver, Pedro, ¿tú qué piensas?
            Pedro miró con su cara de ignorante. Su cara bondadosa temblaba con timidez.
            -Yo es que no me concentro. Me distraigo aunque no haya moscas.
            -Yo no –interrumpió Ilse-. Hay muchas veces que quiero trabajar y me entretienen los amigos. ¡Son ellos los que no me dejan! El ambiente puede más que yo.
            -¡Pues yo, si quiero trabajar, trabajo! ¡Si me molesta la gente me voy a otro sitio y arreglado! ¡Te aíslas y ya está!
            -¡Bueno, bueno, no os peleéis! –zanjó Juan Luis-. Hay opiniones para todos los gustos. Quizá no haya una respuesta única: seguramente todos tenéis razón. Hay quien puede más que el mundo, y hay quien el mundo puede más que él. El mundo es lo que nos rodea: circum-stantia; esta aclaración la hizo un filósofo español cuyo nombre seguro que os suena: Ortega y Gasset.
            -Yo creía que eran dos: Ortega, y Gasset.
            Juan sonrió con benevolencia. En seguida se dispuso a darles su explicación.


            -Yo soy yo y mi circunstancia. Mi circunstancia es el mundo, pero también es mi propia naturaleza; la mía y la de mi especie, que es la especie a la que pertenezco. Yo soy mi libertad. Hay quien, como Rousseau, afirma que tenemos una naturaleza buena rodeada de un ambiente malo; y quien, como Hobbes, sostiene que los malos somos nosotros. La maldad que hay en el ambiente que nos rodea es el propio mundo en el que estamos. Que es un mundo perverso. El diablo mundo.
            -¿Mi circunstancia es mi naturaleza? –inquirió Jaime-. Mi naturaleza soy yo; yo no soy el mundo, estoy en el mundo.
            -No estoy de acuerdo –explicó Juan Luis-. Tú eres lo que controlas, lo que libremente puedes hacer. A tu naturaleza no siempre la controlas; es como un mundo con el que tienes que luchar.
            Se detuvo un poco para buscar un ejemplo; lo encontró en seguida.
            -Si Pedro dice que su naturaleza es distraída, debe ser verdad; él lo sabrá mejor que nadie. Seguramente le gustaría no ser así, pero él es así, no puede cambiarlo. Su naturaleza puede más que su voluntad.
            Y le vino a la mente otro ejemplo.
            -Nuestra naturaleza es humana. Quizá a alguno le hubiera gustado ser pájaro para volar, pero no es un pájaro; no puede volar. La especie a la que pertenece no la ha elegido él, es algo que le ha sido impuesto por la naturaleza.
            Y prosiguió con nuevas ideas.
            -El tiempo en el que vivís es otro mundo en el que tenéis que luchar: no tenéis que luchar contra él, tenéis que luchar en él. ¿Que a alguno le hubiera gustado vivir en la Edad Media? Lo siento: ha nacido en el siglo XX; él no es libre de cambiarlo. Y lo mismo que con el tiempo, pasa también con el espacio. Quizá a alguno le hubiera gustado nacer en Grecia, pero ha nacido en España. Y le hubiera gustado nacer en una familia rica, pero no ha sido así. Y le hubiera gustado... El destino. Todo eso es el destino. No depende de nosotros. Nuestra naturaleza, nuestro tiempo, nuestro espacio, nuestra clase social, todas esas son realidades que tenemos que admitir aun a pesar nuestro: están ahí. Son mundos en los que tenemos que vivir. Son nuestro mundo. Nuestra circunstancia.
            Se acercó a la mesa y rebuscó entre unos papeles que había traído. Cuando encontró el que buscaba lo leyó para sus alumnos.
            -He pensado en Espronceda, que ve (leo) “el mundo cual magnífico escenario”[1]. El nacimiento es una caída, así lo expresa por boca de Salada, que es uno de los dos protagonistas de El diablo mundo. Salada, que lleva una vida de sinsabores y de desgracias, se vio
                                   arrojada en el mundo una mañana
                                   cuando la luz entre miserias vi[2].
La caída es un tema que procede de la tradición cristiana. Del pecado original. Y el mundo, como imaginara Platón, refugio del engaño.
                                   Mas, ¡ay!, volad, huid, engañadoras
                                   sombras por siempre[3].
Lo que no nos engaña es lo que no se ve: “formas sin forma”[4] lo llama Espronceda; formas que son ideas, y las ideas no se ven: se piensan. Lo que vemos es mentira, y en el pensamiento está la verdad. Alguien hay (alguna fuerza oculta) que se empeña en engañarnos. Espronceda lo materializa en una voz que habla de los humanos.
                                   Yo confundiré a sus ojos
                                   la mentira y la verdad[5].
El mundo que vemos, oímos y tocamos, es un mundo de placeres. Y el placer despierta la ilusión. Vosotros sois jóvenes, estáis llenos de ilusiones y sentís la llamada del placer. Pero cuando pasen los años, dice Espronceda, con la juventud se marcharán las ilusiones:
                                   ¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas
de juventud, de amor y de ventura![6]
Y nos queda el vacío.


                                   Los años, ¡ay!, de la ilusión pasaron[7].
A menos que hayamos sabido buscar los placeres del pensamiento y alejarnos de este mundo, siendo soñadores, y volar:
                                               ¡dame que del mundo
                                   rompa mi alma la prisión sombría,
mis pies desprende de su lodo inmundo,
y en alas de Aquilón álzame y guía![8]
            Porque la vida por encima de los placeres es una ilusión. Y vencemos cuando mantenemos viva la ilusión en nosotros, sin depender de las ilusiones que nos da el mundo. El mundo. Los placeres. El engaño. La materia.
                                   La flaca, vil materia
                                               (...)
                                   y sombras y luces,
                                   la estancia que gira[9].
La materia es el engaño. La sombra; pero las sombras no tienen fuerza para actuar. La fuerza está en la voluntad; en el espíritu.
                                   La materia al espíritu obedece
                                   hasta que, yerta al fin, cede y fallece[10].
La muerte sobreviene cuando desaparece la energía, la voluntad; cuando desaparece el espíritu de la materia, cuando se queda sin fuerzas. El espíritu de la circunstancia se enfrenta a nosotros y nos gobierna, si desfallecemos. ¿Quién puede más: nosotros o el mundo? El que tenga más fuerza de los dos.
                                   Ver todo el mundo que gira
                                   a mi alrededor.
                                               (...)
                                   Tú vendrás donde yo elija[11].
El mundo y yo somos dos fuerzas en contacto. El mundo trata de envolverme, de atraparme. Yo trato de abrirme camino en el mundo. No podré caminar si el mundo es duro como el diamante, ni el mundo me podrá tragar si yo soy un diamante puro. Pero nadie en el mundo es tan duro que no se pueda moldear. El diamante no existe, es un ideal; un límite que ni yo ni el mundo podremos atravesar nunca. La vida se mueve dentro de sus límites, que son la dureza irrompible y la infinita blandura. El mundo y yo somos dos fuerzas que chocan; dos espíritus echando un pulso para abrirse camino, como dos caballeros embistiendo en un puente porque ninguno quiere dejar pasar al otro. ¿Y por qué? ¿Por qué hemos tenido que encontrarnos en el puente?
                                   Juntos tú y yo lanzados en la vida[12].


Hemos nacido sin que nadie nos pida permiso. Hemos sido lanzados a la vida. Arrojados al azar. Y hemos caído allí donde el destino ha querido. El destino es nuestro mundo, nuestra circunstancia; nosotros somos nuestra libertad. Una libertad luchando contra el destino, eso es lo que somos; luchando en el mundo en el que hemos caído, con él o contra él, con el destino o contra el destino, con su ayuda o con su oposición. Ninguna libertad puede oponerse al destino, que ha trazado el marco de nuestra vida; dentro de esos límites lo podremos todo, pero si escapamos a ellos nos destruirá como se destruye la materia al chocar con la antimateria. La libertad es una fuerza dentro del destino; pero si se opone a él, no es más que debilidad.
                                   Rompamos del destino las cadenas[13],
dice Espronceda; y eso quiere decir que la fuerza de nuestra voluntad puede vencer al mundo, no que pueda escaparse de él. Yo puedo salir victorioso de los retos que me plantea mi tiempo, pero no puedo elegir otro tiempo para vivir. La libertad es, más que una fuerza dentro del tiempo, una fuerza dentro de mi tiempo; si se empeña en salir de él, como un cuadro empeñado en salirse de su marco, perdería toda su fuerza y dejaría de ser libertad. La libertad es, en suma, una fuerza dentro del destino. Y eso es reconocer lo que decía el título de la ópera de Verdi: la fuerza del destino; las coordenadas espacio-temporales de nuestra libertad. Sólo si acepta los límites de la historia y de la naturaleza podrá exclamar, con Espronceda:
                                   El hombre aquí ha de enredar
                                   sin que le enrede el enredo[14].
Todas las telarañas del mundo pueden ser vencidas; todos los líos pueden desliarse; todos los obstáculos se pueden salvar. Si aceptamos el punto de partida, si aceptamos los obstáculos que nos ha puesto el destino: sólo entonces podremos elegir nuestras aventuras, nuestros propios obstáculos, dentro del repertorio que tenemos al alcance de la mano. Un ideal es una ilusión forjada entre las cosas de este mundo, pero si buscamos ideales que no están en él, no seremos seres ilusionados, sino ilusos. Es de ilusos plantearse metas inalcanzables. Y entre las que podemos alcanzar, hay que elegir las que nos hacen triunfar en el mundo, no las que hacen que el mundo triunfe sobre nosotros. Si elegimos vivir envenenados por las drogas, nos habrá vencido el mundo; si elegimos resistir al encanto de las drogas, habremos vencido al mundo. El mundo es una cueva. Como todas las cuevas, ésa no es ni buena ni mala. Tiene cosas buenas y cosas malas. El mundo tiene fuerzas positivas y negativas, energías que nos ayudan y energías adversas: en nuestra mano está elegir las que más nos convienen. Y sabemos que lo bueno cuesta trabajo, eso es una ley universal.


            Y entonces dijo Darío:
            -Perdona, ¿no se dice que la naturaleza sigue la ley del mínimo esfuerzo?
            -Sí, así es –repuso Juan Luis.
            -Entonces lo más natural sería ser vago.
            -No –cortó Juan Luis al vuelo-. Lo más natural es ser feliz con el menor esfuerzo posible; que no es lo mismo que esforzarse lo mínimo a costa de la felicidad. Suponte que el esfuerzo sea dinero. Cuando vas a la compra tú no vas buscando lo más barato, porque entonces comprarías siempre vino malo, que es el que cuesta menos. No. Tú lo que buscas es calidad, y dentro de la calidad quieres la que cuesta menos, sin que la bajada del precio signifique una merma en la calidad. En resumidas cuentas, tú lo que buscas es la mejor relación calidad-precio.
            Darío se quedó pensativo, paralizado su pensamiento por esta respuesta. Y Juan Luis aprovechó para sacar conclusiones de ella.
            -No sé si conocéis a Georges Moustaki. Es un cantante francés de origen griego. En una de sus canciones reivindica “el derecho a la pereza”. Yo estoy de acuerdo con él. Ser feliz significa disfrutar de la pereza, pero la felicidad cuesta esfuerzo. Para ser perezoso y desgraciado no hace falta esforzarse, pero para disfrutar verdaderamente de la pereza hay que trabajar. Si no te duchas porque te da pereza aguantarás la roña y te picarán las pulgas, pero si te tomas el trabajo de ducharte disfrutarás de una piel fresca y de una sensación de bienestar: la misma que te invade cuando estás limpio. Si quieres te pongo otro ejemplo. Mira, si no estudias cuando tienes que estudiar y haces el vago, sentirás el pesar de no hacer lo que debes; y cuando suspendas, ese peso te pesará cada vez más. Pero si estudias lo necesario y te diviertes después, la diversión tendrá un sabor más exquisito; además, cuando apruebes te sentirás más ligero, porque te quitarás un peso de encima: de lo que te has examinado ya no tendrás que volverte a examinar; y si te examinas de nuevo te costará menos, porque luego no tendrás que estudiarte todas las cosas, sino solamente repasarlas. Al revés que el vago, que cada vez irá acumulando suspensos y cada vez tendrá más cosas que estudiar. El estudio del vago va pesando como una bola de nieve. El del perezoso feliz pierde peso, como el agua que se evapora, porque ha comprendido que la vida es una carrera y la meta es la pereza; para llegar a la meta hay un punto de partida, que es el esfuerzo, el trabajo, el despliegue de la voluntad.
            Ahora Darío estaba perplejo. Juan Luis había puesto el mundo al revés. Y Juan Luis remató la faena con una guinda que le puso al pastel.
            -Recuerda lo que hemos dicho: divertirse es distraerse del aburrimiento, no de la felicidad. Para disfrutar de la pereza hay que ser feliz, pero el vago piensa lo contrario: piensa que con la pereza alcanzará la felicidad.
            -Explícate un poco mejor.
            -La felicidad la da el trabajo: no la pereza. Lo que da la pereza es el disfrute, el goce, pero gozar sin ser feliz es lo mismo que circular sin gasolina: te durará poco. La felicidad es la gasolina de la pereza. La felicidad requiere trabajo y la pereza produce placer. Pues bien: cuanto más esfuerzo habrá más goce, y el trabajo es la fuerza del placer.










[1] Espronceda, Poesías completas. Edición a cargo de Don Juan  Alcina Franch. Barcelona, Bruguera, 1968;  p. 120. 
[2] Ibídem, p. 335.
[3] Ibídem, p. 156.
[4] Ibídem, p. 225.
[5] Ibídem, p. 216.
[6] Ibídem, p. 244.
[7] Ibídem, p. 250.
[8] Ibídem, p. 375.
[9] Ibídem, p. 196.
[10] Ibídem, p. 223.
[11] Ibídem, p. 347.
[12] Ibídem, p. 335.
[13] Ibídem, p. 335.
[14] Ibídem, p. 299. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario