sábado, 13 de mayo de 2017

KANT (y 3): POLÍTICA Y RELIGIÓN






KANT (y 3): POLÍTICA Y RELIGIÓN


            Ingrid. Cuerpo de mi alma y alma de mis venas. Sustancia de mi sustancia, tesoro mío. Ardor de mi carne y sopor de mis besos. Sueño de mis sueños, carne de mi vida. Dolor de mi pecho y cuerpo de alegría. Montaña y valle, sol y nube, sombra y luz, mirada escapada del desierto. Agua cristalina en un riachuelo que recorre mi vida y riega mi existencia, como la manzana deja su frescura en mi paladar y el paladar la lleva al cerebro, y en el cerebro se expande, lo inunda todo, riega las alegrías que habían nublado las penas y me despierta en la sonrisa, la alegría de vivir, el rocío en las hojas, el verde del valle. Ingrid: bálsamo y manantial que vibra en mis manos, ¡oh, Ingrid!, suspiros del corazón, sangre de mis venas.
            Juan Luis volvía entre los árboles, pinar abajo, con el tiempo cumplido, incrustado en el reloj del instituto. Pensar había sido liberarse, y en la liberación había llegado al amor, porque el amor, como un sol de Platón, había guiado su pensamiento. Descubría en su pensamiento un don que la vida le podía dar: alegría; porque pensar con alegría era a la vez un regalo que brotaba del pensamiento generoso y una generosidad que llevas a tu mente cuando te dispones a pensar. Sólo nos salva del tedio del mundo el pensar generoso. Del tedio. Y de la desesperación.
            Todo tiene sentido. Sentía en sus venas, insuflado por su aparente atonía, el apasionamiento de Kant. Kant: un hombre metódico, disciplinado, rígido, maniático, serio, incapaz de reír: pura apariencia; detrás de ese fenómeno estaba el númeno kantiano; y era un hombre capaz de sentir, y sus vibraciones destilaban sutiles vapores atrapado en la hondura de un manantial de vida, conmovido y trémulo, sostenido en contemplación apasionada, transido entre lo bello y lo sublime, extasiado en la realidad del sentir.
            Así era Kant. Así lo sentía. Vibrante detrás de su semblante hierático, romántico en la fachada de su rigidez. Y le anegó en un vuelco interno una emoción algo así como la convulsión de un llanto sin lágrimas, que sacude su diafragma y deja en su garganta como un nudo para anudar las lágrimas que quieren salir. Lo admiraba. Juan admiraba a Kant. Y pensaba en el obrero que firmaba con el empresario un contrato libre sin que el empresario se aprovechara de su situación de indigencia, de la penuria de su familia, de su necesidad de comer. No, no estaba prohibido utilizar su fuerza de trabajo. No era contrario al imperativo categórico. Libremente, el obrero firma la cesión de su fuerza de trabajo: nunca de su libertad; el contrato kantiano no era para nada el contrato de Hobbes buscando desesperadamente un leviatán. Y el empresario, admitiendo el don de la fuerza de trabajo, le entrega al obrero un salario que le sirve para vivir bien: no simplemente para sobrevivir, o malvivir apenas, sino para llevar la buena vida que con tanta insistencia nos reclamaba Aristóteles. El contrato de trabajo nunca será lucha o relación de fuerzas, pues sería inmoral; nunca puede ser una rendición, sino un acuerdo.
             Y ese uso respetuoso era el que también encontraba en el amor; y aunque el amor era una relación libre, no era para nada un contrato: era una entrega que liberaba, una entrega feliz porque obrar bien siempre nos hace felices, pero también porque al entregarnos obtenemos el premio que necesitamos y sin exigirlo; porque el amor, además de libertad, es generosidad. Es más que respeto: por eso no es un contrato. En la moneda del amor hay una cara con impulso de entrega (tal es la tentación) y otra con entrega generosa del otro (tal es su consecuencia). En el amor hay premio, no castigo. Pero en la vida ética no. 


Juan estaba ahora en clase. Estaba de nuevo con sus alumnos. Retomaban la conversación donde la habían dejado dos días antes, y Juan la iniciaba con la tercera de aquellas grandes preguntas de Kant.
            -¿Qué puedo esperar?
            Evidentemente no esperó respuesta alguna. Una pregunta como aquélla, en el aire, sin referirse a ningún tema concreto y, desde luego, fuera de contexto, no podía ser sino interrogación retórica.
            -Vayamos por partes. Referida  a la primera pregunta, puedo esperar saber de matemáticas y física, pero no de metafísica. Referida a la segunda, puedo esperar alguna luz sobre el modo de comportarme (esa luz es el imperativo categórico). Pero ¿y después? ¿Qué otras cosas podemos esperar? ¿Qué otros deseos podemos tener?
            -Ir al fútbol esta tarde –dijo Julián. Babiana dijo:
            -Salir a pasear.
            -Ser feliz y tener mucho dinero –dijo Cristina.
            -Estar de vacaciones –volvió a decir Julián.
            -Está bien –dijo Juan Luis-. Ninguna de esas cosas es contraria al imperativo categórico. Pero son deseos. Todo deseo tiene sus consecuencias. Recordad: si como demasiada carne, acabaré con exceso de ácido úrico. Pero a Kant no le importan las consecuencias: una acción es buena o mala en sí misma, si se ajusta o no al imperativo categórico, sin tener en cuenta nuestros deseos; Kant desconfía mucho de nuestros deseos, ya lo habéis visto. Y sin embargo la esperanza tiene que ver con los deseos. Si vosotros esperáis algo, es que lo estáis deseando; de lo contrario esperáis (deseáis) que no se produzca. Qué puedo esperar es lo mismo que decir que puedo desear. Qué me cabe esperar. Qué cabe en mi ser, cuál es el deseo que está de acuerdo con mi naturaleza. Yo puedo desear convertirme en león, pero no puedo esperar que ese deseo se realice. Si Kant se hace esa pregunta es porque piensa que hay algún deseo legítimo: ¿sabéis cuáles?
            Todos callaban; alguno (quizá Julián) porque se lo estaban pensando, otros porque esperaban a que pensara Juan. Y Juan pensó. Le pagaban por ello, claro; pero es que, además, le gustaba; y se lo sabía: o él lo creía así.
            -Aristóteles pensaba que la virtud nos da la felicidad; ser virtuoso es lo mismo que ser feliz. Pero Kant ha dicho que nuestro deber es obrar justamente, aunque eso no nos haga felices. La experiencia muestra, además, que en este mundo les va bien a los sinvergüenzas; la gente justa es desgraciada, maltratada injustamente, perseguida, insultada, expuesta a la burla e ignorada, cuando no vilipendiada.
            Juan levantó la vista buscando su complicidad.
            -¿No?
            El árbol se erguía tras la ventana. Su copa, meciéndose con suavidad, se sostenía sobre el recio tronco (blanda y flexible como la hierba, resistente y dura como el carbón). A Juan le gustaba mirarlo. Aquel árbol era como un miembro de la familia, un testigo mudo de la tarea de educar, y su presencia lo relajaba infundiendo paz en su cuerpo; su ánimo desfallecía en aquellos momentos de debilidad.
            -Los deseos son caprichosos y guían las voluntades como el aire guía a la rama. Pero la ley que gobierna a la voluntad no puede cambiar según nuestro capricho, tiene que ser firme para poder servir de guía. La ley no puede depender del deseo, porque la ley del deseo es, precisamente, la violación de la ley.


            Su mirada volvió al árbol que le inspiraba confianza; su mente se relajó.
            -Intentemos comprender por qué Kant razona de esta manera. Resulta que la ley moral debe ser inflexible si queremos ser felices. Pero si buscamos la felicidad puede que la conquistemos a costa de la ley moral. La única manera de lograrlo es que la ley moral se respete sin esperar ningún premio a cambio; o sea, respetarla a ciegas; no dejándose llevar por los deseos.
            Juan buscó otra vez el árbol, pero se encontró con el rostro de Helga; Helga se había levantado para cerrar la ventana y que no les siguiera rozando aquella brisa de aire frío.
            -Y ahora –prosiguió-, resulta que a quienes cumplen con su deber les caen todas las tortas juntas. Si quieres recibir tortas no tienes más que ser justo.
            Juan descansó un momento mientras buscaba las ideas.
            -Ahí tenéis a Milosevic: el carnicero de los Balcanes; no hay quien le eche el guante; enseñoreándose, encima, de burlarnos a todos. Y Pinochet. Como antes le pasó a Franco. Javier de la Rosa fue condenado por ladrón de guante blanco, y Mario Conde, y Roldán, estamos de acuerdo; pero para un sinvergüenza que condenan hay otros cien que escapan a la justicia.
            Juan pensó en Jaime. Egoísta, sinvergüenza, sin escrúpulos; parecía que todo su afán era medrar. Todavía se acordaba de cuando le reventaba las tutorías sembrando derrotismo; y cuando desveló como un cotilla las intimidades de sus compañeros, el día que como delegado asistió a aquella evaluación.
            -Ahí tenéis al Dioni: el vigilante que custodiaba un furgón blindado y se fugó con el dinero; ahora es más famoso que el pupas, con todo el mundo pidiéndole entrevistas para salir en la televisión. Y el público, encantado. Deseando ver a un sinvergüenza encumbrado, convertido en un villano simpático al que muchos quieren imitar.
            Y Julio. Convertido en líder, respetado por todos. Molestando a punta de músculo su superioridad sobre los demás. Este mundo es el de los listos (pensaba Juan); de los listos, que son los fuertes, porque hoy ser listo no es ser inteligente, sino sinvergüenza. Los listos son los que abusan de los más pequeños; y de los débiles.
            -No sé si habéis oído hablar de Papillon: fue un ladrón que acabó en la cárcel, pero escribió sus memorias y fue la admiración de todos. Hasta le hicieron una película.
            Y Radón. Radón, el que les faltaba al respeto a los alumnos. El que ponía castigos colectivos haciendo que pagaran justos por pecadores. El que lo insultaba a él cuando él no estaba, calumniándolo ante de todos. El que trataba de acosarlo cuando se le enfrentaba en el claustro de profesores, haciendo del ataque por la espalda la venganza por atreverse a criticar su gestión. El mismo que, habiendo sancionado a un montón de alumnos, se atrevía a anunciar que el suyo era un instituto sin conflictos. Radón. El que había hecho de la enseñanza un oficio triste, un arma para triunfar, un terreno de batalla para escalar puestos. Ahí lo tenían: de jefe de estudios.
            -En fin, ¿para qué seguir hablando? La gente malvada, la gente sin escrúpulos, se ha convertido en espejo donde nos miramos todos: queremos ser como ellos, queremos triunfar. Buscamos el éxito a toda costa, aunque sea a costa de la honradez. Mientras tanto a la gente honrada la dan de lado. Ser bueno se ha convertido en sinónimo de tonto, y hasta el pobre Machado, cuando se reconocía como una persona buena, tenía que aclarar que sólo “en el buen sentido de la palabra”. Porque si ser bueno era ser tonto, entonces ser malvado era ser listo: y el mundo estaba lleno de gente que se pasaba de lista; que se pasaba tres pueblos (por no decir siete). Y hemos cambiado el sentido de las palabras. Si el malo pasa por listo, ya no nos extrañará que se le tenga por bueno. “¡Qué bueno es este tío!”, decimos; “¡ha pasado de ser un don nadie a ser el amo”. Y si el malo es el bueno, ya no nos extrañará que el bueno sea el tonto y el listo el sinvergüenza; ahora el bueno es el triunfador, el que consigue ganar, aunque no se lo merezca; y el que tiene mérito, si no se lo reconocen, pasará por inútil, y por necio. De modo que les damos los honores a los que triunfan y triunfan los que no son buenos; mientras tanto a la gente buena se la ignora en el mejor de los casos, y en el peor se la persigue. Esta inversión de los valores la veremos con Nietzsche, pero aquí se trata más bien de Orwell. Algún día veremos cómo tergiversaban las cosas. “La paz es la guerra”, llegaría a decir; “la libertad es la esclavitud”; “la debilidad es la fuerza”. ¿No os suena esto a música conocida? ¿Cuáles son los alumnos buenos? Los obedientes, los que se someten; y se someten los que se vuelven débiles, los que no se atreven a enfrentarse al despotismo: a esos les damos los diplomas, los parabienes, los reconocimientos, con tal que reconozcan como justo el despotismo que sus maestros ejercen sobre ellos. Y nosotros, los maestros, los doblegamos a la fuerza, sometemos su voluntad de resistencia, los volvemos inútiles, incapaces de vivir, acobardados, sin atreverse a pensar, diciendo sí a todo, amansados, dóciles; y a la violencia que ejercemos sobre ellos la llamamos disciplina, la ensalzamos como buena, valiosa, y decimos que hay que ser muy bueno para vencer el ímpetu de su naturaleza salvaje, que hay que ser fuertes para no ceder a su fuerza, y hay que quererlos mucho para forzar su disciplina y obligarlos a la obediencia. A un profesor así lo llamamos bueno, a la fuerza la llamamos autoridad, a la humillación la llamamos educación, a la violen la llamamos amor. Sí, ya lo decía Orwell: “la paz es la guerra”. Y nos quedamos tan contentos. 
 

             Juan se quedó un momento callado mirando al vacío. Las palabras fluían ahora solas, impulsadas por la inspiración. Y un silencio religioso ponía gravedad en el aula, estremeciendo los asientos.
            -El mundo de Orwell quedó reflejado en una novela: “1984”; algún día tendremos tiempo de estudiarla. Ese mundo es una gran mentira, una enorme aberración, una farsa: contra esa farsa se rebelará Nietzsche, exigiendo enderezar lo que la perversión de nuestra cultura ha retorcido; lo que hemos acabado desnaturalizando. Nietzsche reclamará que vuelva la vida a la cultura; tanto hemos falseado las cosas que habría que reclamar que volviéramos a lo auténtico. Para eso tendrán que caer todas las máscaras. Tanto nos hemos creído dioses que acabamos olvidando que sólo somos humanos: demasiado humanos.
            Juan se pasó la mano por el pelo y se rascó la cabeza. Después se lo alisó acariciándoselo todo, desde la frente hasta la nuca.
            -Volvamos a Kant. En el mundo están las cosas al revés, porque la gente buena es la que sufre y quienes disfrutan son los malvados. Y eso, dice Kant, es absurdo. Demasiado absurdo para no rebelarnos. Pero Kant, que desconfía de nuestros deseos cuando busca una ley universal para la ética, los respeta como derechos sagrados. El ser humano tiene derecho a ser feliz; y tiene el deber de ser bueno. Pero no es justo que la gente buena sea desgraciada. Es como si Kant reconociera que el derecho a la felicidad fuera inalienable.
            Juan los miró serio.
            -Si en esta vida la gente justa no puede hallar la felicidad, tiene que haber otra en donde ésta sea posible. Otra vida: o sea que nuestra alma tiene que ser inmortal, perdurar después de la muerte. Ser feliz siendo justo: o lo que es lo mismo, debe existir dios como garantía de la felicidad; única forma de salvar a este mundo del absurdo en el que se halla. Pero la existencia de dios no se puede demostrar, ni tampoco la inmortalidad del alma: ya lo hemos visto en la crítica de la razón pura. Sin embargo son necesarias. Dios y el alma, inaceptables para la razón pura, son necesarios para la razón práctica: y deben ser postulados, afirmados sin demostración, para evitar que la razón nos lleve al absurdo; a la sinrazón. Dios y el alma deben existir para evitar que la razón se destruya a sí misma. De modo que lo que Kant ha tirado por la puerta (ha dicho algún crítico), ahora lo debe dejar entrar por la ventana.
            “Decididamente, tengo que traerme una botella de agua”, pensó Juan; “hablo mucho y se me reseca la garganta”. Julián, emocionado, abrió el blanco de los ojos en un gesto admirativo. Y cuando iba a preguntar algo Juan terminó su razonamiento.
            -“¿Qué puedo esperar?” Tal era la tercera pregunta de Kant. Puedo esperar que dios exista y que haya una vida después de la muerte; una vida en donde todos podamos ser felices. Ésa es la respuesta. De modo que Kant, que ha sido criticado por no tener en cuenta los anhelos del ser humano, ahora se nos presenta como una persona sensible, horrorizada por la injusticia, preocupada por la felicidad. Kant, el ser inflexible, inhumano y riguroso, aparece aquí dotado de un gran corazón: está lleno de humanidad y, a pesar de toda su flema, es un romántico.
            Se acarició la boca con el dedo índice deslizándose entre los labios; sujetándose el mentón entre el pulgar y el resto de los dedos de la mano. 


            -Kant nació, vivió y murió en la ciudad de Königsberg (antiguamente perteneciente a Prusia, hoy en Polonia: se llama Kaliningrado). Era metódico hasta la exageración, excesivamente riguroso en sus horarios. Salía a pasear siempre a las cinco; hasta tal punto que sus vecinos, cuando lo veían por la calle, decían: “son las cinco”. Pues bien, una persona de costumbres inflexibles se asusta de los imprevistos: por eso quiere controlarlo todo. Pero la vida es por naturaleza incontrolable, y el miedo de Kant le impidió disfrutar de la vida, aceptando que quizá lo más bonito sea lo que escapa a la razón; como harían Bergson y Unamuno, por poner un par de ejemplos.
            Julián se dejó transportar por su propia pregunta.
            -Lo que acabas de decir es extraordinariamente bonito. Se me ponen los pelos de punta con la lucha interior del pobre Kant: su necesidad de encontrar una razón para todo y el reconocimiento de que por encima de la razón está la felicidad; o sea, el deseo: el anhelo más profundo del ser humano. Se me antoja una lucha titánica en la que su pensamiento hizo un trágico esfuerzo: admitir que, adonde no llega la razón, tiene que llegar el sentimiento.
            -Totalmente de acuerdo. Kant no dio ese paso, pero intuyó que habría que darlo.
            Los comentarios de Julián llenaron de sentido aquella clase sobre Kant; la llenaron de belleza, de misterio, y anularon la banalidad de aquellas chicas que acompañaron el debate con ideas hueras y palabras prosaicas. El árbol, mientras tanto, se mecía en el patio y Juan lo miró; y aquellas hojas, no sabía por qué, sembraron calor en su pecho. Juan prosiguió, todavía transportado a una tierra de nadie por el apasionado fulgor de sus palabras; un fulgor tan vehemente como razonado y paciente.
            -Es indudable que la libertad existe. Pero cuesta esfuerzo. Decía Quevedo que:
Libertad ha engendrado
en mi pereza la pobreza.
Kant pensaría lo mismo. La libertad es esforzada, y por lo tanto valiente. Pues bien, si recordáis, actuar libremente es obrar como si nuestras decisiones no nos afectaran, como si no nos dejáramos llevar por nuestros intereses: recordad al juez que tenía que juzgar a su propio hijo como si no lo fuera.
            -Sí –dijo Babiana.
            -Pues bien: aquel que toma decisiones sin tener en cuenta sus intereses es un yo puro. Me encuentro una cartera con dos mil euros. Esa cartera pertenece a alguien que seguramente acaba de cobrar su sueldo, y lo necesita tanto como yo. Si me olvido de mis deudas y devuelvo la cartera, actúo como un yo puro.
            -Eso no lo hace nadie –dijo Babiana.
            -¡Y que lo digas! –coreó Cristina.
            -Si, por el contrario, me quedo con esa cartera para pagar mis deudas, actúo como un yo empírico. Como una persona cuyas necesidades y pasiones influyen en sus decisiones, impidiéndole ser justa.
            -¿Tú qué eres, un yo empírico o un yo puro? –dijo Cristina a Babiana.
            -¡Adivina! –contestó Babiana.
            -A veces actuamos de una forma y a veces de otra –comentó Julián-. No somos siempre la misma persona. Vete a saber por qué. 


            -Somos volubles –dijo Helga.
            -Y que lo digas –prosiguió Juan Luis-. Prosigamos. Nuestra historia arrancaba con una pregunta: ¿qué puedo esperar? En la vida eterna, la felicidad. Pero en esta vida también podemos esperar otras cosas: por ejemplo, que desaparezcan las guerras. A Kant se le ocurrió la idea de una paz perpetua. Para conseguirla habría que crear un gobierno que estuviese por encima de todos los gobiernos; un gobierno de todas las naciones reunidas, algo así como la O.N.U. Daos cuenta de la genialidad; con ciento y pico de años de distancia Kant supo anticipar lo que serían las naciones unidas.
            Juan sonrió.
            -Algunos historiadores dicen que los europeos somos kantianos porque todo lo queremos arreglar con el diálogo; y que los norteamericanos son hobbesianos porque tienen el sentimiento de que las palabras sobran: de que la única acción eficaz es  la guerra. O sea, que los europeos son de Venus y los americanos de Marte: la diosa del amor y el dios de la guerra, respectivamente; lo que es toda una metáfora.
            Al llegar a este punto Helga sonrió; le parecía poética esa manera de expresarse, tan poética como idealista.
            -¡Qué forma tienes de hablar! –dijo-. Parece sacada de una poesía.
            -Yo, no –respondió Juan-; los americanos. Ellos son de Marte y nosotros de Venus.
            -¿No te parece un poco esquemático? –preguntó Babiana.
            -Desde luego; pero, aparte de que eso no lo digo yo (lo dicen ellos), los esquemas sirven para  aclarar las cosas. Un esquema no es más que el esqueleto de un discurso. Mucha gente que escucha lo que otros dicen es incapaz de identificar las líneas maestras, que son las grandes ideas, las ideas principales que sirven de columna vertebral y de costillas al texto; son como los huesos que sostienen el discurso, como esqueletos o andamios que guían el sentido de las palabras y orientan nuestra atención. Decir que los americanos son de Marte y los europeos de Venus es una simplificación, pero nosotros necesitamos entender las ideas simples para comprender luego las otras. Un esquema es un boceto de lo que hemos dicho o vamos a decir; y, como hace el pintor, sobre ese boceto pinta detalles que le hubiera resultado difícil poner si no hubiera tenido el boceto. Es como cuando levantamos un edificio, primero ponemos los cimientos, luego los pilares y las vigas y, por último, lo rellenamos todo con ladrillos, después ponemos los muebles y los decorados.
            -Creo que te estás enredando.
            -Yo creo que no. En selectividad tenéis que comentar textos, y un comentario empieza descubriendo los pilares y las vigas para buscar luego los cimientos; si las palabras no se entienden, buscamos en la época para extraer del contexto lo que necesitamos (hay que saber buscarlo). Sólo entonces podremos empezar a perdernos en los detalles, porque las vigas van dirigiendo nuestro pensamiento hacia unas palabras y no hacia otras, descartando el relleno y centrándonos en las adecuadas; es decir, que las líneas maestras nos sirven de guía para ordenar el resto de las ideas; nos orientan para entender el texto en sus recovecos, para sacar el sentido que duerme en sus escondrijos. 


            Los chicos callaron. La sensación de haber sido entendido le dio una profunda calma. Y en esa calma se solazó su mirada, llevándola a la ventana, e instintivamente contempló el árbol.
            -¿Sabéis? –reanudó después de un momento. El amor y la guerra son hijos de la sociedad; Marte y Venus, por tanto, son hermanos. Kant dio una definición muy acertada de lo que significa vivir en sociedad. Habló de la insociable sociabilidad humana.
            Los retó con la mirada. Sabía que aquella paradoja prendería en sus mentes y esperó las reacciones. Pero, sorprendidos unos y otros, se entregaron a la pereza del pensamiento; pusieron su curiosidad en manos de él.
            -No es difícil. Sentimos necesidad de los demás cuando estamos solos. Y, cuando estamos rodeados de gente, a veces necesitamos estar solos. Vivimos como el péndulo. Que nos movemos, alternativamente, de la soledad a la compañía. Es la única manera que tenemos de vivir.
            Se pasó una mano por el pelo y la detuvo encima de la frente, sobre la que se apoyó para meditar bien.
            -¿Cuántos años tienes, Helga?
            -¿Yo? –Helga se sorprendió, pillada por sorpresa. Y sin que Juan le respondiese contestó-: dieciocho.
            -¿Eres mayor de edad?
Ella miraba, perpleja.
            -¿Por qué?
            -¿Por qué va a ser? Porque tengo dieciocho años.
            -¿Y qué tienen los dieciocho años para hacerte mayor de edad?
            -Pues… no sé… Nunca me lo he preguntado.
            -Babi, ¿tienes tú dieciocho años?
            -No, yo tengo diecisiete.
-Por lo tanto eres menor de edad.
            Babi sonreía, entre desconcertada e insolente.
            -…sí.
            Se encogió de hombros. O más bien, encogió el hombro derecho inclinando la mejilla sobre él mientras esbozaba una sonrisa.
            -Mirad –explicó Juan-. La edad no es un atributo de madurez. Hay países que sólo la reconocen a los veintiuno, y países que te dejan conducir a los dieciséis. Pero un chaval de quince años puede tener más juicio que un hombre de cincuenta. Nosotros decimos que al hacernos mayores empezamos a tener uso de razón. Ahora bien, podemos ser mayores de edad y seguir pensando como chiquillos. Hay quien habla del complejo de Peter Pan, que es lo que les pasa a los chicos que se niegan a crecer, y les gustaría estar jugando toda la vida. Para nosotros hacerse mayor significa dejar de jugar; y en ese contexto ¿quién quiere hacerse mayor? ¡Como si ser niños sólo fuera divertirse! ¡Como si no fuera divertido ser mayor! ¡Como si la mayoría de edad fuera volverse grises y aburridos, perder las ilusiones y no sentir ya ganas de vivir!
Calló un momento. Y mientras callaban sentía que todos los alumnos estaban de acuerdo con él.
-No sé si habéis leído Momo. Es una novela de Michael Ende. Momo es una niña que debe enfrentarse a los hombres grises: la única que, además de hablar, sabe escuchar; la única que conserva la alegría y la vuelve contagiosa; la que vive en el tiempo en lugar de dejar pasar el tiempo, la que gasta el tiempo en lugar de ahorrarlo, la que quiere a los demás y no los abandona mientras piensa en ganar dinero. 

 
Volvió a hacer un silencio para marcar la pausa.
-Eso es Momo. Para la gente que ha crecido (la gente seria), Momo es una niña. No la tomarán en serio. Creen que hacerse mayor es ser importante, y ser importante es olvidarse de vivir. Pero Momo no quiere ser importante. Momo quiere ser feliz. Momo quiere crecer sin abandonar la ilusión y la alegría. Porque ¿queréis saber una cosa? Momo es adulta. No es una niña. Momo sabe pensar, y piensa que vivir es soñar y desvivirse: hacer realidad los sueños. Los hombres grises, en cambio, creen que crecer es dejar de soñar. Hacer realidad los sueños de otros. O mejor aún: trabajar para otros que también han dejado de soñar. No pensar lo que quieres: hacer lo que te dicen que hagas. Aquí es donde viene Kant.
            Helga y Julián se quedaron sorprendidos. Cristina, con su silencio, decía también que quería entender.
-Obedecer es dejar de pensar: cumplir los pensamientos de otro. Kant pensaba que ser menor de edad es no tener entendimiento. Y es verdad. Pero decía también que hay otra forma de ser menor de edad, y es no querer usar el entendimiento que ya se tiene; y la condena. El niño pequeño no tiene la culpa de su falta de entendimiento, pues aún no ha crecido lo bastante. Pero el adulto que es capaz de pensar y no quiere, ése sí que es culpable: no se atreve; es perezso o cobarde, o ambas cosas a la vez. Helga, ¿te gusta leer?
-Un poco.
-¿Qué es lo que lees?
-Me gustan las novelas... También me gustan los libros de autoayuda: libros que te dicen cómo tienes que ser.
-¿Vas a misa?
-Sí.
-¿Vas a confesarte?
-Sí: soy católica.
-¿Por qué?
-¿Que por qué soy católica?
-No: por qué te confiesas.
-Porque es mi obligación.
-¿Quién te obliga?
-La Iglesia.
-¿Y por qué le haces caso?
-Porque creo en dios.
-¿Y dios te pide que te confieses con un cura?
-Claro.
-¿Y tu conciencia? ¿No basta con tu conciencia? ¿Necesitas depender de la conciencia del cura?
-Tampoco te pongas así. Las cosas no son tan extremas como te parecen.
-Bueno, dejémoslo... Ah, sí, otra cosa! ¿Qué haces cuando quieres adelgazar?
-Voy al médico.
-¿Al médico?
-Sí, al médico. Bueno, no un médico cualquiera: un nutricionista; alguien que entiende del asunto, un endocrino; yo no me pongo en manos de cualquiera. 


-Ya. Kant hablaba de lo complicado que es pensar: es más fácil que piensen por ti; así no tendrás que tomar decisiones, bastará con obedecer a quien manda; y si la cosa no marcha tú no serás nunca responsable, la culpa será siempre de otro. Del que piensa; del que te manda lo que tienes que pensar y hacer. Porque, o nos da pereza o no nos atrevemos. Lee, y el libro pensará por ti. Hazle caso al cura, y el cura pensará por ti. Vete al médico, y el médico pensará por ti. –Helga gesticulaba intentando hablar, pero Juan no la dejaba; seguía hablando sin dejarla justificarse-. Necesitamos muletas, porque estamos cojos. Y no nos damos cuenta de que estamos cojos porque tenemos muletas. Los libros, los curas y los médicos son nuestras muletas. Nuestros tutores. Ellos hacen nuestro trabajo para que podamos vivir en la pereza. ¿Pero sabéis lo que hacen los tutores? Nos engañan. No nos dejan andar sin muletas. Y luego nos asustan, avisándonos de lo peligroso que es atreverse a andar solos. Así dependeremos siempre de ellos. Y no quieren que sepamos caminar. ¿Sabéis cómo se aprende a caminar?
-Tú dirás.
-Tropezando. Pero ellos no nos dejan tropezar: dicen que para que no nos caigamos; en realidad es para que no aprendamos. Porque si nos caemos y nos hacemos daño, eso nos servirá de escarmiento.
Helga protestó de nuevo y explicó que ni el médico ni el libro eran para ella unas muletas. Él le contestó que ya no sabía; pero estaba exagerando (siempre con medida) porque exagerando se entienden las cosas mejor; era una técnica para motivar al alumno.
-Pues bien -prosiguió-, resulta que a trabajar se aprende trabajando; y a caminar se aprende caminando. Nuestra reforma educativa (la L.O.G.S.E.) lo dice bien claro: hay que aprender de nuestros errores. Si nos equivocamos acabaremos aprendiendo; y si no hemos aprendido será porque no nos hemos atrevido a errar. Nos falta valor. O nos sobra pereza. ¿Sabéis cómo llamaba Kant al valor de pensar por sí solo?
-¿Cómo? –preguntó Cristina.
-Ilustración. “¡Sapere aude!”, decía Kant: “atrévete a saber”. Es una frase de Horacio, y en Kant esa frase se convirtió en el lema de la Ilustración.
Juan Luis sacó un paquete de pañuelos y se limpió la nariz. No se atrevió a sonarse, porque siempre temía que se le quedase alguna hebra entre los pelos; y le daba vergüenza ir así por todas partes, sin tener un espejo con el que poderlo corregir. Pero sentía humedad cayendo sobre el labio y tenía que enjugarla; eran cosas que pasaban cuando hacía frío; también cuando venían las alergias, en primavera; pero en primavera era más aparatoso.
-Dos cosas hacen falta para que haya ilustración –prosiguió-: ante todo libertad; y luego esfuerzo. Libertad: si hay censura no se puede hacer un uso público de la razón. Kant aprovechó para reclamar a los reyes que se hicieran ilustrados. La majestad, decía, se destruye cuando se empeña en controlar las opiniones de los súbditos; cuanto más liberal es el gobierno, más majestuoso. Si volvemos la frase por pasiva se vuelve más dura; pues viene a decirnos que, cuanto más despótico, más despreciable (menos majestuoso); o lo que es lo mismo: la tiranía no se merece el respeto de nadie.
Juan constató, una vez más, que no tomaban apuntes. Tan solo Julián escribía en su cuaderno de vez en cuando. Muy de vez en cuando. Sin desgastarse mucho, ¿eh?, que eso cansa. 


-De modo que es necesaria la libertad, dice Kant. Pero también el esfuerzo. Sólo se sale de la barbarie gracias al esfuerzo. El esfuerzo es el triunfo sobre la pereza. El valor es el triunfo de la libertad. Hay perezosos que son libres, y eso los arruina. Y perezosos que son cobardes, y eso los deprime. Quien esconde su miedo en la falta de libertad vive en un sueño ilusorio; pues llega a creerse que, si fuera libre, sería valiente. También la pereza es escuda en la opresión. “¡Si a mí me dejaran!”, dicen muchos; “si a mí me dejaran, cuántas cosas haría; pero no me dejan”.
Juan volvió a secarse la nariz, que parecía gotearle de nuevo; como antes, volvió a dejar el pañuelo en su bolsillo.
-Kant dice que la naturaleza humana es el progreso. Dejar de pensar sería renunciar a progresar, y eso sería antinatural: por eso es necesaria la ilustración. Ilustración, recordémoslo, es utilizar el propio entendimiento sin la guía de nadie, sobre todo (dice Kant) en materia de religión.
Otra vez se sacó el pañuelo. Los cristales, delante del árbol que había tras la ventana, estaban empañados.
-Hay que distinguir con Kant entre un uso público y un uso privado de la razón. Cuando digo lo que se espera de mí en razón de mi cargo, hago un uso privado: el profesor que explica a Kant en lugar de criticarlo, el militar que obedece las órdenes, aunque no las comparta; el cura ateo (tal un San Manuel Bueno) que habla de dios porque es cura, porque se lo exige su oficio, aunque no crea en él. Y aunque haya miles de fieles escuchando seguirá siendo un uso privado de la razón. Es la iglesia y la iglesia es un lugar privado, el lugar de los creyentes; no el de los agnósticos y los ateos.
-Perdona, Juan –dijo Cristina-: ¿dices que la iglesia es un lugar privado?
-No lo digo yo. Lo dice Kant.
-El cristianismo es el credo de la mayoría de los españoles.
-Y no sólo el cristianismo, sino una de sus corrientes: la católica; no, por ejemplo, los ortodoxos ni los protestantes.
-¿Y cómo puede ser privada una iglesia si es el lugar donde se reúnen todos?
-No todos, Cristina. No sé ni siquiera si son casi todos, no conozco las estadísticas; pero se trata de la mayoría.
-¿Entonces?
-Entonces lo que no es de  todos,  no es de todos; es sólo de una parte, aunque sea una parte muy numerosa.
-¡Me parece que exageras! –Cristina hizo un gesto de protesta, abriendo algo los brazos.
-Mira, supón que voy a hacer una peña del Real Madrid. Supón que pongo un anuncio y se apuntan casi todos. Supón que pongo unos locales enormes en cada pueblo ce España. Esos locales no serán públicos porque no son de todos: son sólo de mi peña, de la peña del Real Madrid; ni del Hércules, ni del Barça, ni del Atlético de Bilbao. Serán unos locales privados. Aunque vaya mucha gente. Esos locales serán de muchos, si me apuras de la mayoría; pero no serán de todos.
Cristina movía la cabeza hacia abajo y hacia arriba, obligada por la razón a mostrarse conforme.
-Pero si el profesor habla de Kant en un lugar público y no habla como profesor, sino como ciudadano; si el militar habla del ejército y el sacerdote de la Iglesia en esas mismas circunstancias: entonces estarán haciendo un uso público de la razón; entonces ya no estará limitada su libertad por las obligaciones de su cargo; entonces su pensamiento será libre, razonable y diáfano.
Como tenía por costumbre, Juan hizo un silencio para marcar una pausa; un cambio de tercio, un punto y aparte. 


-Si hablamos de las luces es para enfrentarlas al oscurantismo. Las luces del siglo XVIII. Es oscurantismo de la Edad Media: por lo menos en su primera parte. Kant es precavido y dice que su época no es una época ilustrada, sino una época de ilustración. Empieza a salir de la superstición, de la ignorancia, del oscurantismo, pero todavía no ha llegado a ser ilustrada. Está liberándose gracias a la razón, pero todavía no se ha liberado del todo. Pues bien, la ilustración no es un proceso rápido. No se logra con revoluciones, sino con un esfuerzo continuo y un continuo progreso. Una revolución cambiará un sistema político, pero nunca cambiará las mentes; persistirán los prejuicios, y aparecerán prejuicios nuevos; pero no podrá cambiar los modos de pensar. Miró Quesada, que es un filósofo kantiano, lo resumió en pocas palabras: con una revolución podrán cambiar las estructuras pero no las vigencias; las vigencias sólo cambian con un progreso continuo y gradual.
Carraspeó un poquito; le picaba algo la garganta.
-Lo que le interesa a Kant no es un cambio de estructuras, sino un cambio de mentalidad; tomar conciencia de que hay que obedecer menos y empezar a pensar; le preocupa, en suma, la libertad espiritual. Para lograrlo hacen falta espacios públicos para la razón, lo que Kant llama libertad civil. Pero ésta no es un requisito para la libertad espiritual, al contrario: cuanto más se libera el espíritu más se van liberando los espacios para pensar. El espíritu se abre camino, arrastrando consigo la libertad civil: viceversa. En la España de los sesenta se pensaba libremente antes de que se reconociera la libertad de opinión; se editaban libros atrevidos antes de que existiera la ley de prensa; se daban conciertos y recitales de protesta antes de que existiera la libertad de reunión. El pensamiento fue creando zonas de libertad, y esas zonas potenciaban un pensamiento que más libre, y éste multiplicaba cada día las zonas de libertad: hasta que ya la policía, y la censura, no tuvieron más remedio que reconocer en las leyes lo que ya se practicaba en la calle, a pesar de las restricciones que el poder le había impuesto a la libertad.
Estaba a punto de sonar el timbre. Juan, por su lado, estaba a punto de concluir. Se decía a sí mismo, mientras hablaba, que aquella clase (como otras muchas) era un continuo monólogo. Que no era un diálogo con los alumnos. No podía serlo, porque él debía transmitirles sus conocimientos y sólo podía hacerlo mediante el monólogo (salpicado, eso sí, de conatos de diálogo). Por otra parte los alumnos tampoco estaban muy participativos. Y Juan, que no paraba de hilvanar ideas en su cabeza, tampoco estaba para que participaran; hay momentos en que se opta entre centrarse en las ideas o en la dinámica del grupo; y otros momentos en que, por distinta dinámica, la génesis de las ideas es inseparable de la participación.
-Hemos llegado al final –dijo por fin-. Habréis observado que Kant, desde la razón pura, tanto especulativa como práctica, va preparando el terreno para la libertad, asociada con la cultura. El texto que acabamos de comentar es una respuesta a la pregunta: “¿Qué es la Ilustración?” Es el texto que está en el temario; para la prueba de selectividad. Habéis escuchado sus ideas durante algunos de días. Habéis tenido tiempo de familiarizaros con él. Lo que él ha querido decirnos está en las últimas líneas de este texto: y es que el ser humano, que en su tiempo era poco más que una máquina, debe llegar a ser persona, conquistando sus derechos. Que logre, y ésta es la enseñanza de Kant, sembrar el respeto por el mundo porque en él está la semilla de su dignidad.
 


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