KANT (y 3):
POLÍTICA Y RELIGIÓN
Ingrid.
Cuerpo de mi alma y alma de mis venas. Sustancia de mi sustancia, tesoro mío.
Ardor de mi carne y sopor de mis besos. Sueño de mis sueños, carne de mi vida.
Dolor de mi pecho y cuerpo de alegría. Montaña y valle, sol y nube, sombra y
luz, mirada escapada del desierto. Agua cristalina en un riachuelo que recorre
mi vida y riega mi existencia, como la manzana deja su frescura en mi paladar y
el paladar la lleva al cerebro, y en el cerebro se expande, lo inunda todo,
riega las alegrías que habían nublado las penas y me despierta en la sonrisa,
la alegría de vivir, el rocío en las hojas, el verde del valle. Ingrid: bálsamo
y manantial que vibra en mis manos, ¡oh, Ingrid!, suspiros del corazón, sangre
de mis venas.
Juan Luis
volvía entre los árboles, pinar abajo, con el tiempo cumplido, incrustado en el
reloj del instituto. Pensar había sido liberarse, y en la liberación había
llegado al amor, porque el amor, como un sol de Platón, había guiado su
pensamiento. Descubría en su pensamiento un don que la vida le podía dar:
alegría; porque pensar con alegría era a la vez un regalo que brotaba del
pensamiento generoso y una generosidad que llevas a tu mente cuando te dispones
a pensar. Sólo nos salva del tedio del mundo el pensar generoso. Del tedio. Y
de la desesperación.
Todo
tiene sentido. Sentía en sus venas, insuflado por su aparente atonía, el
apasionamiento de Kant. Kant: un hombre metódico, disciplinado, rígido,
maniático, serio, incapaz de reír: pura apariencia; detrás de ese fenómeno
estaba el númeno kantiano; y era un hombre capaz de sentir, y sus vibraciones
destilaban sutiles vapores atrapado en la hondura de un manantial de vida,
conmovido y trémulo, sostenido en contemplación apasionada, transido entre lo bello
y lo sublime, extasiado en la realidad del sentir.
Así era
Kant. Así lo sentía. Vibrante detrás de su semblante hierático, romántico en la
fachada de su rigidez. Y le anegó en un vuelco interno una emoción algo así
como la convulsión de un llanto sin lágrimas, que sacude su diafragma y deja en
su garganta como un nudo para anudar las lágrimas que quieren salir. Lo
admiraba. Juan admiraba a Kant. Y pensaba en el obrero que firmaba con el
empresario un contrato libre sin que el empresario se aprovechara de su
situación de indigencia, de la penuria de su familia, de su necesidad de comer.
No, no estaba prohibido utilizar su fuerza de trabajo. No era contrario al
imperativo categórico. Libremente, el obrero firma la cesión de su fuerza de
trabajo: nunca de su libertad; el contrato kantiano no era para nada el
contrato de Hobbes buscando desesperadamente un leviatán. Y el empresario,
admitiendo el don de la fuerza de trabajo, le entrega al obrero un salario que
le sirve para vivir bien: no simplemente para sobrevivir, o malvivir apenas,
sino para llevar la buena vida que con tanta insistencia nos reclamaba
Aristóteles. El contrato de trabajo nunca será lucha o relación de fuerzas,
pues sería inmoral; nunca puede ser una rendición, sino un acuerdo.
Y ese uso respetuoso era el que también
encontraba en el amor; y aunque el amor era una relación libre, no era para
nada un contrato: era una entrega que liberaba, una entrega feliz porque obrar
bien siempre nos hace felices, pero también porque al entregarnos obtenemos el
premio que necesitamos y sin exigirlo; porque el amor, además de libertad, es
generosidad. Es más que respeto: por eso no es un contrato. En la moneda del
amor hay una cara con impulso de entrega (tal es la tentación) y otra con
entrega generosa del otro (tal es su consecuencia). En el amor hay premio, no
castigo. Pero en la vida ética no.
Juan estaba ahora en clase.
Estaba de nuevo con sus alumnos. Retomaban la conversación donde la habían
dejado dos días antes, y Juan la iniciaba con la tercera de aquellas grandes
preguntas de Kant.
-¿Qué
puedo esperar?
Evidentemente
no esperó respuesta alguna. Una pregunta como aquélla, en el aire, sin
referirse a ningún tema concreto y, desde luego, fuera de contexto, no podía
ser sino interrogación retórica.
-Vayamos
por partes. Referida a la primera
pregunta, puedo esperar saber de matemáticas y física, pero no de metafísica.
Referida a la segunda, puedo esperar alguna luz sobre el modo de comportarme
(esa luz es el imperativo categórico). Pero ¿y después? ¿Qué otras cosas
podemos esperar? ¿Qué otros deseos podemos tener?
-Ir al
fútbol esta tarde –dijo Julián. Babiana dijo:
-Salir a
pasear.
-Ser
feliz y tener mucho dinero –dijo Cristina.
-Estar de
vacaciones –volvió a decir Julián.
-Está
bien –dijo Juan Luis-. Ninguna de esas cosas es contraria al imperativo
categórico. Pero son deseos. Todo deseo tiene sus consecuencias. Recordad: si
como demasiada carne, acabaré con exceso de ácido úrico. Pero a Kant no le
importan las consecuencias: una acción es buena o mala en sí misma, si se
ajusta o no al imperativo categórico, sin tener en cuenta nuestros deseos; Kant
desconfía mucho de nuestros deseos, ya lo habéis visto. Y sin embargo la
esperanza tiene que ver con los deseos. Si vosotros esperáis algo, es que lo
estáis deseando; de lo contrario esperáis (deseáis) que no se produzca. Qué
puedo esperar es lo mismo que decir que puedo desear. Qué me cabe esperar. Qué
cabe en mi ser, cuál es el deseo que está de acuerdo con mi naturaleza. Yo
puedo desear convertirme en león, pero no puedo esperar que ese deseo se
realice. Si Kant se hace esa pregunta es porque piensa que hay algún deseo
legítimo: ¿sabéis cuáles?
Todos
callaban; alguno (quizá Julián) porque se lo estaban pensando, otros porque
esperaban a que pensara Juan. Y Juan pensó. Le pagaban por ello, claro; pero es
que, además, le gustaba; y se lo sabía: o él lo creía así.
-Aristóteles
pensaba que la virtud nos da la felicidad; ser virtuoso es lo mismo que ser
feliz. Pero Kant ha dicho que nuestro deber es obrar justamente, aunque eso no
nos haga felices. La experiencia muestra, además, que en este mundo les va bien
a los sinvergüenzas; la gente justa es desgraciada, maltratada injustamente,
perseguida, insultada, expuesta a la burla e ignorada, cuando no vilipendiada.
Juan
levantó la vista buscando su complicidad.
-¿No?
El árbol
se erguía tras la ventana. Su copa, meciéndose con suavidad, se sostenía sobre
el recio tronco (blanda y flexible como la hierba, resistente y dura como el
carbón). A Juan le gustaba mirarlo. Aquel árbol era como un miembro de la
familia, un testigo mudo de la tarea de educar, y su presencia lo relajaba
infundiendo paz en su cuerpo; su ánimo desfallecía en aquellos momentos de
debilidad.
-Los
deseos son caprichosos y guían las voluntades como el aire guía a la rama. Pero
la ley que gobierna a la voluntad no puede cambiar según nuestro capricho,
tiene que ser firme para poder servir de guía. La ley no puede depender del
deseo, porque la ley del deseo es, precisamente, la violación de la ley.
Su mirada
volvió al árbol que le inspiraba confianza; su mente se relajó.
-Intentemos
comprender por qué Kant razona de esta manera. Resulta que la ley moral debe
ser inflexible si queremos ser felices. Pero si buscamos la felicidad puede que
la conquistemos a costa de la ley moral. La única manera de lograrlo es que la
ley moral se respete sin esperar ningún premio a cambio; o sea, respetarla a
ciegas; no dejándose llevar por los deseos.
Juan
buscó otra vez el árbol, pero se encontró con el rostro de Helga; Helga se
había levantado para cerrar la ventana y que no les siguiera rozando aquella
brisa de aire frío.
-Y ahora
–prosiguió-, resulta que a quienes cumplen con su deber les caen todas las
tortas juntas. Si quieres recibir tortas no tienes más que ser justo.
Juan
descansó un momento mientras buscaba las ideas.
-Ahí
tenéis a Milosevic: el carnicero de los Balcanes; no hay quien le eche el
guante; enseñoreándose, encima, de burlarnos a todos. Y Pinochet. Como antes le
pasó a Franco. Javier de la Rosa fue condenado por ladrón de guante blanco, y
Mario Conde, y Roldán, estamos de acuerdo; pero para un sinvergüenza que
condenan hay otros cien que escapan a la justicia.
Juan
pensó en Jaime. Egoísta, sinvergüenza, sin escrúpulos; parecía que todo su afán
era medrar. Todavía se acordaba de cuando le reventaba las tutorías sembrando
derrotismo; y cuando desveló como un cotilla las intimidades de sus compañeros,
el día que como delegado asistió a aquella evaluación.
-Ahí tenéis
al Dioni: el vigilante que custodiaba un furgón blindado y se fugó con el
dinero; ahora es más famoso que el pupas, con todo el mundo pidiéndole
entrevistas para salir en la televisión. Y el público, encantado. Deseando ver
a un sinvergüenza encumbrado, convertido en un villano simpático al que muchos
quieren imitar.
Y Julio.
Convertido en líder, respetado por todos. Molestando a punta de músculo su
superioridad sobre los demás. Este mundo es el de los listos (pensaba Juan); de
los listos, que son los fuertes, porque hoy ser listo no es ser inteligente,
sino sinvergüenza. Los listos son los que abusan de los más pequeños; y de los
débiles.
-No sé si
habéis oído hablar de Papillon: fue un ladrón que acabó en la cárcel, pero
escribió sus memorias y fue la admiración de todos. Hasta le hicieron una
película.
Y Radón.
Radón, el que les faltaba al respeto a los alumnos. El que ponía castigos
colectivos haciendo que pagaran justos por pecadores. El que lo insultaba a él
cuando él no estaba, calumniándolo ante de todos. El que trataba de acosarlo
cuando se le enfrentaba en el claustro de profesores, haciendo del ataque por
la espalda la venganza por atreverse a criticar su gestión. El mismo que,
habiendo sancionado a un montón de alumnos, se atrevía a anunciar que el suyo
era un instituto sin conflictos. Radón. El que había hecho de la enseñanza un
oficio triste, un arma para triunfar, un terreno de batalla para escalar
puestos. Ahí lo tenían: de jefe de estudios.
-En fin,
¿para qué seguir hablando? La gente malvada, la gente sin escrúpulos, se ha
convertido en espejo donde nos miramos todos: queremos ser como ellos, queremos
triunfar. Buscamos el éxito a toda costa, aunque sea a costa de la honradez.
Mientras tanto a la gente honrada la dan de lado. Ser bueno se ha convertido en
sinónimo de tonto, y hasta el pobre Machado, cuando se reconocía como una
persona buena, tenía que aclarar que sólo “en el buen sentido de la palabra”.
Porque si ser bueno era ser tonto, entonces ser malvado era ser listo: y el mundo
estaba lleno de gente que se pasaba de lista; que se pasaba tres pueblos (por
no decir siete). Y hemos cambiado el sentido de las palabras. Si el malo pasa
por listo, ya no nos extrañará que se le tenga por bueno. “¡Qué bueno es este
tío!”, decimos; “¡ha pasado de ser un don nadie a ser el amo”. Y si el malo es
el bueno, ya no nos extrañará que el bueno sea el tonto y el listo el
sinvergüenza; ahora el bueno es el triunfador, el que consigue ganar, aunque no
se lo merezca; y el que tiene mérito, si no se lo reconocen, pasará por inútil,
y por necio. De modo que les damos los honores a los que triunfan y triunfan
los que no son buenos; mientras tanto a la gente buena se la ignora en el mejor
de los casos, y en el peor se la persigue. Esta inversión de los valores la
veremos con Nietzsche, pero aquí se trata más bien de Orwell. Algún día veremos
cómo tergiversaban las cosas. “La paz es la guerra”, llegaría a decir; “la
libertad es la esclavitud”; “la debilidad es la fuerza”. ¿No os suena esto a
música conocida? ¿Cuáles son los alumnos buenos? Los obedientes, los que se
someten; y se someten los que se vuelven débiles, los que no se atreven a
enfrentarse al despotismo: a esos les damos los diplomas, los parabienes, los
reconocimientos, con tal que reconozcan como justo el despotismo que sus
maestros ejercen sobre ellos. Y nosotros, los maestros, los doblegamos a la
fuerza, sometemos su voluntad de resistencia, los volvemos inútiles, incapaces
de vivir, acobardados, sin atreverse a pensar, diciendo sí a todo, amansados,
dóciles; y a la violencia que ejercemos sobre ellos la llamamos disciplina, la
ensalzamos como buena, valiosa, y decimos que hay que ser muy bueno para vencer
el ímpetu de su naturaleza salvaje, que hay que ser fuertes para no ceder a su
fuerza, y hay que quererlos mucho para forzar su disciplina y obligarlos a la
obediencia. A un profesor así lo llamamos bueno, a la fuerza la llamamos
autoridad, a la humillación la llamamos educación, a la violen la llamamos
amor. Sí, ya lo decía Orwell: “la paz es la guerra”. Y nos quedamos tan
contentos.
Juan se
quedó un momento callado mirando al vacío. Las palabras fluían ahora solas,
impulsadas por la inspiración. Y un silencio religioso ponía gravedad en el
aula, estremeciendo los asientos.
-El mundo
de Orwell quedó reflejado en una novela: “1984”; algún día tendremos tiempo de
estudiarla. Ese mundo es una gran mentira, una enorme aberración, una farsa:
contra esa farsa se rebelará Nietzsche, exigiendo enderezar lo que la
perversión de nuestra cultura ha retorcido; lo que hemos acabado
desnaturalizando. Nietzsche reclamará que vuelva la vida a la cultura; tanto
hemos falseado las cosas que habría que reclamar que volviéramos a lo
auténtico. Para eso tendrán que caer todas las máscaras. Tanto nos hemos creído
dioses que acabamos olvidando que sólo somos humanos: demasiado humanos.
Juan se
pasó la mano por el pelo y se rascó la cabeza. Después se lo alisó
acariciándoselo todo, desde la frente hasta la nuca.
-Volvamos
a Kant. En el mundo están las cosas al revés, porque la gente buena es la que
sufre y quienes disfrutan son los malvados. Y eso, dice Kant, es absurdo.
Demasiado absurdo para no rebelarnos. Pero Kant, que desconfía de nuestros
deseos cuando busca una ley universal para la ética, los respeta como derechos
sagrados. El ser humano tiene derecho a ser feliz; y tiene el deber de ser
bueno. Pero no es justo que la gente buena sea desgraciada. Es como si Kant
reconociera que el derecho a la felicidad fuera inalienable.
Juan los
miró serio.
-Si en esta
vida la gente justa no puede hallar la felicidad, tiene que haber otra en donde
ésta sea posible. Otra vida: o sea que nuestra alma tiene que ser inmortal,
perdurar después de la muerte. Ser feliz siendo justo: o lo que es lo mismo,
debe existir dios como garantía de la felicidad; única forma de salvar a este
mundo del absurdo en el que se halla. Pero la existencia de dios no se puede
demostrar, ni tampoco la inmortalidad del alma: ya lo hemos visto en la crítica
de la razón pura. Sin embargo son necesarias. Dios y el alma, inaceptables para
la razón pura, son necesarios para la razón práctica: y deben ser postulados,
afirmados sin demostración, para evitar que la razón nos lleve al absurdo; a la
sinrazón. Dios y el alma deben existir para evitar que la razón se destruya a
sí misma. De modo que lo que Kant ha tirado por la puerta (ha dicho algún
crítico), ahora lo debe dejar entrar por la ventana.
“Decididamente,
tengo que traerme una botella de agua”, pensó Juan; “hablo mucho y se me reseca
la garganta”. Julián, emocionado, abrió el blanco de los ojos en un gesto
admirativo. Y cuando iba a preguntar algo Juan terminó su razonamiento.
-“¿Qué
puedo esperar?” Tal era la tercera pregunta de Kant. Puedo esperar que dios
exista y que haya una vida después de la muerte; una vida en donde todos
podamos ser felices. Ésa es la respuesta. De modo que Kant, que ha sido
criticado por no tener en cuenta los anhelos del ser humano, ahora se nos
presenta como una persona sensible, horrorizada por la injusticia, preocupada
por la felicidad. Kant, el ser inflexible, inhumano y riguroso, aparece aquí
dotado de un gran corazón: está lleno de humanidad y, a pesar de toda su flema,
es un romántico.
Se
acarició la boca con el dedo índice deslizándose entre los labios; sujetándose
el mentón entre el pulgar y el resto de los dedos de la mano.
-Kant
nació, vivió y murió en la ciudad de Königsberg (antiguamente perteneciente a
Prusia, hoy en Polonia: se llama Kaliningrado). Era metódico hasta la
exageración, excesivamente riguroso en sus horarios. Salía a pasear siempre a
las cinco; hasta tal punto que sus vecinos, cuando lo veían por la calle,
decían: “son las cinco”. Pues bien, una persona de costumbres inflexibles se
asusta de los imprevistos: por eso quiere controlarlo todo. Pero la vida es por
naturaleza incontrolable, y el miedo de Kant le impidió disfrutar de la vida,
aceptando que quizá lo más bonito sea lo que escapa a la razón; como harían
Bergson y Unamuno, por poner un par de ejemplos.
Julián se
dejó transportar por su propia pregunta.
-Lo que
acabas de decir es extraordinariamente bonito. Se me ponen los pelos de punta
con la lucha interior del pobre Kant: su necesidad de encontrar una razón para
todo y el reconocimiento de que por encima de la razón está la felicidad; o
sea, el deseo: el anhelo más profundo del ser humano. Se me antoja una lucha
titánica en la que su pensamiento hizo un trágico esfuerzo: admitir que, adonde
no llega la razón, tiene que llegar el sentimiento.
-Totalmente
de acuerdo. Kant no dio ese paso, pero intuyó que habría que darlo.
Los
comentarios de Julián llenaron de sentido aquella clase sobre Kant; la llenaron
de belleza, de misterio, y anularon la banalidad de aquellas chicas que
acompañaron el debate con ideas hueras y palabras prosaicas. El árbol, mientras
tanto, se mecía en el patio y Juan lo miró; y aquellas hojas, no sabía por qué,
sembraron calor en su pecho. Juan prosiguió, todavía transportado a una tierra
de nadie por el apasionado fulgor de sus palabras; un fulgor tan vehemente como
razonado y paciente.
-Es
indudable que la libertad existe. Pero cuesta esfuerzo. Decía Quevedo que:
Libertad ha
engendrado
en mi
pereza la pobreza.
Kant pensaría lo mismo. La libertad es esforzada, y por lo
tanto valiente. Pues bien, si recordáis, actuar libremente es obrar como si
nuestras decisiones no nos afectaran, como si no nos dejáramos llevar por
nuestros intereses: recordad al juez que tenía que juzgar a su propio hijo como
si no lo fuera.
-Sí –dijo
Babiana.
-Pues
bien: aquel que toma decisiones sin tener en cuenta sus intereses es un yo
puro. Me encuentro una cartera con dos mil euros. Esa cartera pertenece a
alguien que seguramente acaba de cobrar su sueldo, y lo necesita tanto como yo.
Si me olvido de mis deudas y devuelvo la cartera, actúo como un yo puro.
-Eso no
lo hace nadie –dijo Babiana.
-¡Y que
lo digas! –coreó Cristina.
-Si, por
el contrario, me quedo con esa cartera para pagar mis deudas, actúo como un yo
empírico. Como una persona cuyas necesidades y pasiones influyen en sus
decisiones, impidiéndole ser justa.
-¿Tú qué
eres, un yo empírico o un yo puro? –dijo Cristina a Babiana.
-¡Adivina!
–contestó Babiana.
-A veces
actuamos de una forma y a veces de otra –comentó Julián-. No somos siempre la
misma persona. Vete a saber por qué.
-Somos
volubles –dijo Helga.
-Y que lo
digas –prosiguió Juan Luis-. Prosigamos. Nuestra historia arrancaba con una
pregunta: ¿qué puedo esperar? En la vida eterna, la felicidad. Pero en esta
vida también podemos esperar otras cosas: por ejemplo, que desaparezcan las
guerras. A Kant se le ocurrió la idea de una paz perpetua. Para conseguirla
habría que crear un gobierno que estuviese por encima de todos los gobiernos;
un gobierno de todas las naciones reunidas, algo así como la O.N.U. Daos cuenta
de la genialidad; con ciento y pico de años de distancia Kant supo anticipar lo
que serían las naciones unidas.
Juan
sonrió.
-Algunos
historiadores dicen que los europeos somos kantianos porque todo lo queremos
arreglar con el diálogo; y que los norteamericanos son hobbesianos porque
tienen el sentimiento de que las palabras sobran: de que la única acción eficaz
es la guerra. O sea, que los europeos
son de Venus y los americanos de Marte: la diosa del amor y el dios de la
guerra, respectivamente; lo que es toda una metáfora.
Al llegar
a este punto Helga sonrió; le parecía poética esa manera de expresarse, tan
poética como idealista.
-¡Qué
forma tienes de hablar! –dijo-. Parece sacada de una poesía.
-Yo, no
–respondió Juan-; los americanos. Ellos son de Marte y nosotros de Venus.
-¿No te
parece un poco esquemático? –preguntó Babiana.
-Desde
luego; pero, aparte de que eso no lo digo yo (lo dicen ellos), los esquemas
sirven para aclarar las cosas. Un
esquema no es más que el esqueleto de un discurso. Mucha gente que escucha lo
que otros dicen es incapaz de identificar las líneas maestras, que son las
grandes ideas, las ideas principales que sirven de columna vertebral y de
costillas al texto; son como los huesos que sostienen el discurso, como
esqueletos o andamios que guían el sentido de las palabras y orientan nuestra
atención. Decir que los americanos son de Marte y los europeos de Venus es una
simplificación, pero nosotros necesitamos entender las ideas simples para
comprender luego las otras. Un esquema es un boceto de lo que hemos dicho o
vamos a decir; y, como hace el pintor, sobre ese boceto pinta detalles que le
hubiera resultado difícil poner si no hubiera tenido el boceto. Es como cuando
levantamos un edificio, primero ponemos los cimientos, luego los pilares y las
vigas y, por último, lo rellenamos todo con ladrillos, después ponemos los
muebles y los decorados.
-Creo que
te estás enredando.
-Yo creo
que no. En selectividad tenéis que comentar textos, y un comentario empieza
descubriendo los pilares y las vigas para buscar luego los cimientos; si las
palabras no se entienden, buscamos en la época para extraer del contexto lo que
necesitamos (hay que saber buscarlo). Sólo entonces podremos empezar a
perdernos en los detalles, porque las vigas van dirigiendo nuestro pensamiento
hacia unas palabras y no hacia otras, descartando el relleno y centrándonos en
las adecuadas; es decir, que las líneas maestras nos sirven de guía para
ordenar el resto de las ideas; nos orientan para entender el texto en sus
recovecos, para sacar el sentido que duerme en sus escondrijos.
Los
chicos callaron. La sensación de haber sido entendido le dio una profunda
calma. Y en esa calma se solazó su mirada, llevándola a la ventana, e
instintivamente contempló el árbol.
-¿Sabéis?
–reanudó después de un momento. El amor y la guerra son hijos de la sociedad;
Marte y Venus, por tanto, son hermanos. Kant dio una definición muy acertada de
lo que significa vivir en sociedad. Habló de la insociable sociabilidad humana.
Los retó
con la mirada. Sabía que aquella paradoja prendería en sus mentes y esperó las
reacciones. Pero, sorprendidos unos y otros, se entregaron a la pereza del
pensamiento; pusieron su curiosidad en manos de él.
-No es
difícil. Sentimos necesidad de los demás cuando estamos solos. Y, cuando
estamos rodeados de gente, a veces necesitamos estar solos. Vivimos como el
péndulo. Que nos movemos, alternativamente, de la soledad a la compañía. Es la
única manera que tenemos de vivir.
Se pasó
una mano por el pelo y la detuvo encima de la frente, sobre la que se apoyó
para meditar bien.
-¿Cuántos
años tienes, Helga?
-¿Yo?
–Helga se sorprendió, pillada por sorpresa. Y sin que Juan le respondiese
contestó-: dieciocho.
-¿Eres
mayor de edad?
Ella miraba, perpleja.
-¿Por
qué?
-¿Por qué
va a ser? Porque tengo dieciocho años.
-¿Y qué
tienen los dieciocho años para hacerte mayor de edad?
-Pues… no
sé… Nunca me lo he preguntado.
-Babi,
¿tienes tú dieciocho años?
-No, yo
tengo diecisiete.
-Por lo tanto eres menor de
edad.
Babi
sonreía, entre desconcertada e insolente.
-…sí.
Se
encogió de hombros. O más bien, encogió el hombro derecho inclinando la mejilla
sobre él mientras esbozaba una sonrisa.
-Mirad
–explicó Juan-. La edad no es un atributo de madurez. Hay países que sólo la
reconocen a los veintiuno, y países que te dejan conducir a los dieciséis. Pero
un chaval de quince años puede tener más juicio que un hombre de cincuenta.
Nosotros decimos que al hacernos mayores empezamos a tener uso de razón. Ahora
bien, podemos ser mayores de edad y seguir pensando como chiquillos. Hay quien
habla del complejo de Peter Pan, que es lo que les pasa a los chicos que se
niegan a crecer, y les gustaría estar jugando toda la vida. Para nosotros
hacerse mayor significa dejar de jugar; y en ese contexto ¿quién quiere hacerse
mayor? ¡Como si ser niños sólo fuera divertirse! ¡Como si no fuera divertido
ser mayor! ¡Como si la mayoría de edad fuera volverse grises y aburridos,
perder las ilusiones y no sentir ya ganas de vivir!
Calló un momento. Y mientras
callaban sentía que todos los alumnos estaban de acuerdo con él.
-No sé si habéis leído Momo. Es
una novela de Michael Ende. Momo es una niña que debe enfrentarse a los hombres
grises: la única que, además de hablar, sabe escuchar; la única que conserva la
alegría y la vuelve contagiosa; la que vive en el tiempo en lugar de dejar
pasar el tiempo, la que gasta el tiempo en lugar de ahorrarlo, la que quiere a
los demás y no los abandona mientras piensa en ganar dinero.
Volvió a hacer un silencio para
marcar la pausa.
-Eso es Momo. Para la gente que
ha crecido (la gente seria), Momo es una niña. No la tomarán en serio. Creen
que hacerse mayor es ser importante, y ser importante es olvidarse de vivir.
Pero Momo no quiere ser importante. Momo quiere ser feliz. Momo quiere crecer
sin abandonar la ilusión y la alegría. Porque ¿queréis saber una cosa? Momo es
adulta. No es una niña. Momo sabe pensar, y piensa que vivir es soñar y
desvivirse: hacer realidad los sueños. Los hombres grises, en cambio, creen que
crecer es dejar de soñar. Hacer realidad los sueños de otros. O mejor aún:
trabajar para otros que también han dejado de soñar. No pensar lo que quieres:
hacer lo que te dicen que hagas. Aquí es donde viene Kant.
Helga y Julián se quedaron sorprendidos. Cristina, con su
silencio, decía también que quería entender.
-Obedecer es dejar de pensar:
cumplir los pensamientos de otro. Kant pensaba que ser menor de edad es no
tener entendimiento. Y es verdad. Pero decía también que hay otra forma de ser
menor de edad, y es no querer usar el entendimiento que ya se tiene; y la
condena. El niño pequeño no tiene la culpa de su falta de entendimiento, pues
aún no ha crecido lo bastante. Pero el adulto que es capaz de pensar y no
quiere, ése sí que es culpable: no se atreve; es perezso o cobarde, o ambas
cosas a la vez. Helga, ¿te gusta leer?
-Un poco.
-¿Qué es lo que lees?
-Me gustan las novelas...
También me gustan los libros de autoayuda: libros que te dicen cómo tienes que
ser.
-¿Vas a misa?
-Sí.
-¿Vas a confesarte?
-Sí: soy católica.
-¿Por qué?
-¿Que por qué soy católica?
-No: por qué te confiesas.
-Porque es mi obligación.
-¿Quién te obliga?
-La Iglesia.
-¿Y por qué le haces caso?
-Porque creo en dios.
-¿Y dios te pide que te
confieses con un cura?
-Claro.
-¿Y tu conciencia? ¿No basta
con tu conciencia? ¿Necesitas depender de la conciencia del cura?
-Tampoco te pongas así. Las
cosas no son tan extremas como te parecen.
-Bueno, dejémoslo... Ah, sí,
otra cosa! ¿Qué haces cuando quieres adelgazar?
-Voy al médico.
-¿Al médico?
-Sí, al médico. Bueno, no un
médico cualquiera: un nutricionista; alguien que entiende del asunto, un
endocrino; yo no me pongo en manos de cualquiera.
-Ya. Kant hablaba de lo
complicado que es pensar: es más fácil que piensen por ti; así no tendrás que
tomar decisiones, bastará con obedecer a quien manda; y si la cosa no marcha tú
no serás nunca responsable, la culpa será siempre de otro. Del que piensa; del
que te manda lo que tienes que pensar y hacer. Porque, o nos da pereza o no nos
atrevemos. Lee, y el libro pensará por ti. Hazle caso al cura, y el cura
pensará por ti. Vete al médico, y el médico pensará por ti. –Helga gesticulaba
intentando hablar, pero Juan no la dejaba; seguía hablando sin dejarla
justificarse-. Necesitamos muletas, porque estamos cojos. Y no nos damos cuenta
de que estamos cojos porque tenemos muletas. Los libros, los curas y los
médicos son nuestras muletas. Nuestros tutores. Ellos hacen nuestro trabajo
para que podamos vivir en la pereza. ¿Pero sabéis lo que hacen los tutores? Nos
engañan. No nos dejan andar sin muletas. Y luego nos asustan, avisándonos de lo
peligroso que es atreverse a andar solos. Así dependeremos siempre de ellos. Y
no quieren que sepamos caminar. ¿Sabéis cómo se aprende a caminar?
-Tú dirás.
-Tropezando. Pero ellos no nos
dejan tropezar: dicen que para que no nos caigamos; en realidad es para que no
aprendamos. Porque si nos caemos y nos hacemos daño, eso nos servirá de escarmiento.
Helga protestó de nuevo y
explicó que ni el médico ni el libro eran para ella unas muletas. Él le
contestó que ya no sabía; pero estaba exagerando (siempre con medida) porque
exagerando se entienden las cosas mejor; era una técnica para motivar al
alumno.
-Pues bien -prosiguió-, resulta
que a trabajar se aprende trabajando; y a caminar se aprende caminando. Nuestra
reforma educativa (la L.O.G.S.E.) lo dice bien claro: hay que aprender de
nuestros errores. Si nos equivocamos acabaremos aprendiendo; y si no hemos
aprendido será porque no nos hemos atrevido a errar. Nos falta valor. O nos
sobra pereza. ¿Sabéis cómo llamaba Kant al valor de pensar por sí solo?
-¿Cómo? –preguntó Cristina.
-Ilustración. “¡Sapere aude!”,
decía Kant: “atrévete a saber”. Es una frase de Horacio, y en Kant esa frase se
convirtió en el lema de la Ilustración.
Juan Luis sacó un paquete de
pañuelos y se limpió la nariz. No se atrevió a sonarse, porque siempre temía
que se le quedase alguna hebra entre los pelos; y le daba vergüenza ir así por
todas partes, sin tener un espejo con el que poderlo corregir. Pero sentía
humedad cayendo sobre el labio y tenía que enjugarla; eran cosas que pasaban
cuando hacía frío; también cuando venían las alergias, en primavera; pero en
primavera era más aparatoso.
-Dos cosas hacen falta para que
haya ilustración –prosiguió-: ante todo libertad; y luego esfuerzo. Libertad:
si hay censura no se puede hacer un uso público de la razón. Kant aprovechó
para reclamar a los reyes que se hicieran ilustrados. La majestad, decía, se
destruye cuando se empeña en controlar las opiniones de los súbditos; cuanto
más liberal es el gobierno, más majestuoso. Si volvemos la frase por pasiva se
vuelve más dura; pues viene a decirnos que, cuanto más despótico, más despreciable
(menos majestuoso); o lo que es lo mismo: la tiranía no se merece el respeto de
nadie.
Juan constató, una vez más, que
no tomaban apuntes. Tan solo Julián escribía en su cuaderno de vez en cuando.
Muy de vez en cuando. Sin desgastarse mucho, ¿eh?, que eso cansa.
-De modo que es necesaria la
libertad, dice Kant. Pero también el esfuerzo. Sólo se sale de la barbarie
gracias al esfuerzo. El esfuerzo es el triunfo sobre la pereza. El valor es el
triunfo de la libertad. Hay perezosos que son libres, y eso los arruina. Y
perezosos que son cobardes, y eso los deprime. Quien esconde su miedo en la
falta de libertad vive en un sueño ilusorio; pues llega a creerse que, si fuera
libre, sería valiente. También la pereza es escuda en la opresión. “¡Si a mí me
dejaran!”, dicen muchos; “si a mí me dejaran, cuántas cosas haría; pero no me
dejan”.
Juan volvió a secarse la nariz,
que parecía gotearle de nuevo; como antes, volvió a dejar el pañuelo en su
bolsillo.
-Kant dice que la naturaleza
humana es el progreso. Dejar de pensar sería renunciar a progresar, y eso sería
antinatural: por eso es necesaria la ilustración. Ilustración, recordémoslo, es
utilizar el propio entendimiento sin la guía de nadie, sobre todo (dice Kant)
en materia de religión.
Otra vez se sacó el pañuelo.
Los cristales, delante del árbol que había tras la ventana, estaban empañados.
-Hay que distinguir con Kant
entre un uso público y un uso privado de la razón. Cuando digo lo que se espera
de mí en razón de mi cargo, hago un uso privado: el profesor que explica a Kant
en lugar de criticarlo, el militar que obedece las órdenes, aunque no las
comparta; el cura ateo (tal un San Manuel Bueno) que habla de dios porque es
cura, porque se lo exige su oficio, aunque no crea en él. Y aunque haya miles
de fieles escuchando seguirá siendo un uso privado de la razón. Es la iglesia y
la iglesia es un lugar privado, el lugar de los creyentes; no el de los
agnósticos y los ateos.
-Perdona, Juan –dijo Cristina-:
¿dices que la iglesia es un lugar privado?
-No lo digo yo. Lo dice Kant.
-El cristianismo es el credo de
la mayoría de los españoles.
-Y no sólo el cristianismo,
sino una de sus corrientes: la católica; no, por ejemplo, los ortodoxos ni los
protestantes.
-¿Y cómo puede ser privada una
iglesia si es el lugar donde se reúnen todos?
-No todos, Cristina. No sé ni
siquiera si son casi todos, no conozco las estadísticas; pero se trata de la
mayoría.
-¿Entonces?
-Entonces lo que no es de todos,
no es de todos; es sólo de una parte, aunque sea una parte muy numerosa.
-¡Me parece que exageras!
–Cristina hizo un gesto de protesta, abriendo algo los brazos.
-Mira, supón que voy a hacer
una peña del Real Madrid. Supón que pongo un anuncio y se apuntan casi todos.
Supón que pongo unos locales enormes en cada pueblo ce España. Esos locales no
serán públicos porque no son de todos: son sólo de mi peña, de la peña del Real
Madrid; ni del Hércules, ni del Barça, ni del Atlético de Bilbao. Serán unos
locales privados. Aunque vaya mucha gente. Esos locales serán de muchos, si me
apuras de la mayoría; pero no serán de todos.
Cristina movía la cabeza hacia
abajo y hacia arriba, obligada por la razón a mostrarse conforme.
-Pero si el profesor habla de
Kant en un lugar público y no habla como profesor, sino como ciudadano; si el
militar habla del ejército y el sacerdote de la Iglesia en esas mismas
circunstancias: entonces estarán haciendo un uso público de la razón; entonces
ya no estará limitada su libertad por las obligaciones de su cargo; entonces su
pensamiento será libre, razonable y diáfano.
Como tenía por costumbre, Juan
hizo un silencio para marcar una pausa; un cambio de tercio, un punto y aparte.
-Si hablamos de las luces es
para enfrentarlas al oscurantismo. Las luces del siglo XVIII. Es oscurantismo de
la Edad Media: por lo menos en su primera parte. Kant es precavido y dice que
su época no es una época ilustrada, sino una época de ilustración. Empieza a
salir de la superstición, de la ignorancia, del oscurantismo, pero todavía no
ha llegado a ser ilustrada. Está liberándose gracias a la razón, pero todavía
no se ha liberado del todo. Pues bien, la ilustración no es un proceso rápido.
No se logra con revoluciones, sino con un esfuerzo continuo y un continuo
progreso. Una revolución cambiará un sistema político, pero nunca cambiará las
mentes; persistirán los prejuicios, y aparecerán prejuicios nuevos; pero no
podrá cambiar los modos de pensar. Miró Quesada, que es un filósofo kantiano,
lo resumió en pocas palabras: con una revolución podrán cambiar las estructuras
pero no las vigencias; las vigencias sólo cambian con un progreso continuo y
gradual.
Carraspeó un poquito; le picaba
algo la garganta.
-Lo que le interesa a Kant no
es un cambio de estructuras, sino un cambio de mentalidad; tomar conciencia de
que hay que obedecer menos y empezar a pensar; le preocupa, en suma, la
libertad espiritual. Para lograrlo hacen falta espacios públicos para la razón,
lo que Kant llama libertad civil. Pero ésta no es un requisito para la libertad
espiritual, al contrario: cuanto más se libera el espíritu más se van liberando
los espacios para pensar. El espíritu se abre camino, arrastrando consigo la
libertad civil: viceversa. En la España de los sesenta se pensaba libremente
antes de que se reconociera la libertad de opinión; se editaban libros
atrevidos antes de que existiera la ley de prensa; se daban conciertos y
recitales de protesta antes de que existiera la libertad de reunión. El
pensamiento fue creando zonas de libertad, y esas zonas potenciaban un
pensamiento que más libre, y éste multiplicaba cada día las zonas de libertad:
hasta que ya la policía, y la censura, no tuvieron más remedio que reconocer en
las leyes lo que ya se practicaba en la calle, a pesar de las restricciones que
el poder le había impuesto a la libertad.
Estaba a punto de sonar el
timbre. Juan, por su lado, estaba a punto de concluir. Se decía a sí mismo,
mientras hablaba, que aquella clase (como otras muchas) era un continuo
monólogo. Que no era un diálogo con los alumnos. No podía serlo, porque él
debía transmitirles sus conocimientos y sólo podía hacerlo mediante el monólogo
(salpicado, eso sí, de conatos de diálogo). Por otra parte los alumnos tampoco
estaban muy participativos. Y Juan, que no paraba de hilvanar ideas en su
cabeza, tampoco estaba para que participaran; hay momentos en que se opta entre
centrarse en las ideas o en la dinámica del grupo; y otros momentos en que, por
distinta dinámica, la génesis de las ideas es inseparable de la participación.
-Hemos llegado al final –dijo por
fin-. Habréis observado que Kant, desde la razón pura, tanto especulativa como
práctica, va preparando el terreno para la libertad, asociada con la cultura.
El texto que acabamos de comentar es una respuesta a la pregunta: “¿Qué es la
Ilustración?” Es el texto que está en el temario; para la prueba de
selectividad. Habéis escuchado sus ideas durante algunos de días. Habéis tenido
tiempo de familiarizaros con él. Lo que él ha querido decirnos está en las
últimas líneas de este texto: y es que el ser humano, que en su tiempo era poco
más que una máquina, debe llegar a ser persona, conquistando sus derechos. Que
logre, y ésta es la enseñanza de Kant, sembrar el respeto por el mundo porque
en él está la semilla de su dignidad.
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