EL HAMBRE
Los ojos del alma buscan dentro y la
mirada se vuelve atrás. El espacio es la superficie de la lejanía. Su
profundidad es el tiempo. Cuando miramos dentro con los ojos del espíritu, nos
duele la nostalgia que nos vela, nos gritan las cosas del corazón. Fue en el
año 1928. Allí empezó todo. Sus ojos, entornados, miran destellos en la lumbre
en lo más crudo del invierno. Era un veinticinco de febrero. La memoria ya no
recuerda esas cosas que se pierden en la noche, pero allí nació ella. Seguramente
era un invierno crudo, bañado por las avefrías, y la nieve se depositaba en los
altos de San Millán. Vendavales algodonosos seguramente cubrían los duros
tiempos de la historia de Elvira.
San Millán. En los bajos, junto a la
iglesia, estaban las piedras humildes de la pobre casa. Una cama. El dormitorio
de los padres tenía apenas espacio para una cama; hasta la mesilla tuvieron que
poner de lado porque no cabía. Había al lado otra alcoba con una cama en otro
espacio exiguo. Allí dormían la niña Elvira con su hermana Paca. Poco a poco,
aproximadamente a razón de una por año, fueron naciendo las otras hermanas. En
aquella cama dormían cuatro: dos con la almohada en la cabecera, otras dos con
la almohada en los pies. Sopas. Gachas y caldos, a veces con un hueso; a veces
garbanzos; sin carne. Alguna vez, de pascuas a ramos, la fortuna quería que
algún trocito de carne descansara en el plato; pocas veces, muy pocas. Los
estómagos de las niñas se acostumbraron a las patadas del hambre, pero al
hambre uno no se acostumbra nunca. Algunas veces hervían las peladuras de
patatas para comérselas, o se las freían. Algunas veces por la mañana había
leche: algunas veces. Era leche de las ovejas que pasaban por allí, cuando la
compraba su madre y las ordeñaban allí mismo, a la puerta de la casa. Otras
veces no había leche y tenían que contentarse con el trocito de chusco que se
habían guardado de la noche anterior, engañando al hambre; durmiendo al hambre
en sus sueños para, por la mañana, poder tener algo que comer.
Hambre, mucha hambre. Hambre en una
niña de ocho años. Una niña que trabajaba en casa del tío Juanito guardando a
los niños. Una niña de ocho años guardando a otros niños que tenían dos. Solos.
El tío Juanito, que era maestro armero, trabajaba en la academia de artillería.
Su mujer también estaba fuera de casa. Uno se pregunta cómo no ocurrió ningún
accidente, como no hubo ninguna desgracia. Las veces que estaban sus tíos en
casa, Elvira se quedaba embelesada viendo coser a su tía. Por eso su tía le dijo
un día a su madre:
-Josefa, tienes que meter a Elvira
en un taller, para que aprenda la costura. Cuando nos ve coser a nosotras se
queda boquiabierta.
Allí Elvira se ganaba unas
perrillas, doce pesetas, quizá; ella las llevaba a casa y se las daba a su
madre. Pero luego fueron a la escuela, ella y su hermana Paca. Había unas mesas
cuadradas con cuatro niños, una a cada lado. Elvira se sentaba al fondo y no
entendía. Dice que no se enteraba de nada y no valía para las letras. No le
gustaban. La maestra explicaba y ponía cuentas en la pizarra, pero ella no las
sabía hacer. Copiaba mal las cosas y luego las hacía mal.
Y llegó aquel desgraciado año de
1936. España estaba en guerra. Aquel día su madre bañaba a su hermanito, un
precioso bebé de pocos meses. Siempre lo bañaba en la artesa. En la artesa que
no servía para hacer chorizos, porque sólo la usaban para bañar al niño. De
repente apareció el pájaro negro. En un sobresalto cayó el niño en la artesa y
la madre tuvo un momento de desconcierto, pero la pobre mujer reaccionó en
seguida y lo recogió. Buscó la puerta y salió corriendo despavorida.
-¡El pájaro negro! ¡El pájaro negro!
El avión lanzaba bombas mientras la
gente huía. Una bomba cayó junto a la catedral, en la casa del panadero: lo
mató; lo mató a él y a uno de sus hijos. Otro día, mientras su padre iba a
llevar un volquete de ladrillos, apareció también el pájaro negro. El caballo
se espantó y a Ángel le costó mucho controlarlo: estaba desbocado; a punto
estuvo de morir en el suelo o cogido entre las bombas. Tenían una perra muy
bonita, una perra toda blanca, con lunares negros. Un día fueron a pasear con
ella por el Tejadilla y apareció el pájaro negro. La pobre perra, corriendo
espantada, como su dueña, se metió en una cueva y ya no volvió a salir de allí.
No supieron si se perdió en la cueva o si encontró a otro animal o se murió del
susto. La perra se llamaba Chuli. A la pobre Chuli, desde aquel día, ya no la
vieron.
El hambre. Fueron los años del
hambre y el estraperlo, porque a todo el mundo le racionaban la comida. Cada
uno tenía derecho a un chusco de pan; de él comían cada día la mitad, y
guardaban un trocito para el desayuno. Y tenía cada uno derecho a cuarto de
litro de aceite y cuarto de kilo de azúcar. Cada semana. Como eran ocho, se
juntaban con dos litros y dos kilos, pero no tenían pan; y no tenían harina.
Entonces iban a los pueblos a cambiar azúcar y aceite por harina y pan. Iban a
Santa María, a Orejana, a Martín Muñoz de las Posadas. Iban con su madre las
dos hermanas mayores, cargadas de provisiones, en botellas, en cajas, en
talegos. Recorrían los treinta kilómetros de ida y los recorrían de nuevo de
vuelta. Y el día se hacía largo porque la medida del día era el cansancio. A
veces, cargadas con la mercancía que les pesaba como rayos, llegaban a casa y
podían comer. Otras veces veían llegar a la guardia civil por el camino y
tenían que tirarlo todo para que no se lo quitaran; luego volvían a recogerlo,
bajando por el terraplén. El estraperlo estaba prohibido.
Más tarde lo recordaría todo entre
bromas y risas, pero en aquellos momentos, devoradas por el hambre, aquellos
paseos eran una cosa muy seria. El cansancio. El sudor. Las largas caminatas de
cincuenta kilómetros al día. Los pies que se hacían callos, los músculos que se
vencían, la abnegación, el esfuerzo: el hambre.
Ángel ya no iba con su carreta al
Espinar. Ahora trabajaba en una fábrica de ladrillos, de argamasa, de cemento.
Llevaba cargamentos con su carro a las obras, de calle en calle, de barrio en
barrio, por toda Segovia. Él tenía su hogaza de pan y de ella comía a diario:
porque trabajaba. Su mujer, sus hijas, por no ser hombres, no encontraban
empleo; pero trabajaban por lo menos tanto como él: los sesenta kilómetros para
cambiar aceite eran testigos de ello. En una jornada interminable, asustadas,
sudorosas y exhaustas, volvían a casa sin tener mucho que comer. Ángel sin
embargo, después de acabada la jornada, se iba a la taberna. ¡Oh, cuántas
calamidades las de aquellas niñas! ¡Las de los niños que no tienen con qué
jugar! Su hermano mientras tanto, recorriendo las calles de Segovia con un
saquillo, recogía papeles. Para ganarse unas perras...
Ángel, después, trabajó curtiendo pieles. Era
detrás de la iglesia de Santo Tomás, junto a unos jardines, entre unas casas
pequeñas de pueblo; mucho después se llenaría todo de edificios de varios
pisos. La calle se llamaba Curtidores. Llevaban pieles de cordero, de conejo,
de cerdo, de choto. Las limpiaban y las ponían a secar, y más tarde las
curtían. Tenían conejos. Recordaba Elvira que un día, andando el tiempo,
llevaron a curtir unas pieles blancas de conejo y con ellas le cosió un abrigo
precioso a la hija de su hermana Paca. Tenía unos tirabuzones rubios y era
guapísima, cariñosa; con aquel abrigo estaba radiante.
Elvira aprendió el oficio. Ocurrió un día,
acabada la guerra; tendría entonces unos doce años. Su madre vio un letrero en
una tienda que pedía aprendizas para coser, y se acordó de lo que le había
dicho años atrás la mujer del tío Juanito. Fueron al taller y en él se quedó la
niña: aprendiendo. Había una máquina de coser donde hacía sus trabajos la
costurera. Dos o tres aprendizas hilvanaban, sobrehilaban, hacían pespuntes:
allí estuvo unos años hasta que fue mocita; entró de aprendiza y salió de oficiala.
Recordaba que su maestra vino un día para hacerle un traje de boda a su
hermana. La chica a quien tocó hacerlo fue ella misma: Elvira. Y cuando se lo
fue a entregar, tan bonito como era, le dijo su antigua maestra al verlo:
-¿Ves, Elvira? Todos no podemos
valer para lo mismo. No valías para el estudio, pero mira qué bien sabes coser.
(Pero unos tenían vestidos y otros
apenas si cobraban por hacerlos).
Trabajó, mientras era aprendiza y
jovencilla, por la propinilla del domingo. No le daban más. A veces, cuando
tenía que entregar un traje, le daban otra propina y eso era lo que llevaba a
casa.
Y fueron pasando los años y fueron
cambiando los tiempos. Se acordaba de la artesa y del banco de matanza; en él
dormían las visitas, cuando venían del pueblo y se quedaban durante unos días.
En aquel comedor, partido por un tabique, cortaba la paja el abuelo. Dormía en
un cuartito que tenía allí, en aquella misma calle, una pared más abajo.
Empezaron a respirar cuando se mudaron al barrio de San José. La nueva casa era
pequeña, pero más pequeña había sido la
de San Millán.
Y aquellos años supuraron esencia
resinosa de nostalgia. Una esencia del alma, pegajosa y dulzona, que se adhiere
al sentimiento como se adhiere la lapa a la roca. Años que quedaron lejos, y
que fueron tiempo, y ahora su profundidad se nos hace vida a las horas
encaramadas en la vejez: la mirada fija. Las profundas lejanías del alma
cobran, cuando se miran de cerca, un espesor. No son superficies planas por
donde resbala el cerebro, ni son vestigios muertos por donde escurre la vida:
al contrario, están más palpitantes que nunca. Intendencia. Allá por el
pinarillo, por el valle del Clamores, allá por Sancti Spiritu. Intendencia. Las
hambrientas chiquillas que iban a pedir lo que les había sobrado a los
soldados, con una cazuela para llenarla de comida. A veces, si también había
sobrado, les daban una hogaza. ¡Y qué rica estaba la miga! La alegría sube al
alma pasando por el estómago. El alimento viene al espíritu cuando antes se lo
damos al cuerpo. El hambre. La huella triste del paraíso perdido, la infancia
hambrienta; los duros tiempos que no la dejaron jugar. La miseria. Y nada puede
igualar la tristeza de la alegre inocencia de los niños.
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