LA VIDA COMO ENTROPÍA
Juan Luis
explicaba a sus alumnos de letras el concepto de entropía. Cogió el borrador y
lo tiró al suelo. “¿Veis?”, dijo; “el borrador cae cuando yo lo suelto, pero no
puede subir a mi mano cuando está en el suelo. La energía potencial va de arriba
abajo, no de abajo arriba. ¿Y qué pasa cuando el borrador está en el suelo? Que
ya no puede bajar más. Ahí se queda. Los objetos tienden a buscar el sitio
donde su energía potencial es más débil”.
De
repente le asaltó una idea. Fue un flash que iluminó su mente en el transcurso
de su pensamiento. Se le ocurrió que eso era precisamente la pereza: la
búsqueda de una situación en la que gastamos el mínimo de energía. Al perezoso
no le falta energía, no, sino que no quiere gastarla. No quiere... ¿o no puede?
¿A qué llamamos querer? Se le ocurrió que cuando nos dejamos llevar por lo que
nos atrae dejamos que el mundo nos mueva sin oponer resistencia: eso es el
deseo; y si nos atrae el mundo es porque nuestra naturaleza nos empuja
espontáneamente hacia él. Pero la voluntad es otra cosa. La voluntad es
resistirse a perder nuestra energía potencial. Es no dejarse caer adonde ya no
nos podamos levantar. El deseo es victoria de la entropía. La voluntad,
resistencia; negativa a rendirse. El deseo es la pereza.
El
esfuerzo frente a la pereza es la energía luchando contra la entropía; contra
la fuerza inexorable que la arrastra a su perdición. La vida, como un islote a
la deriva entre la inercia, es voluntad combatiendo el deseo. Pero para ser
vida no tiene más remedio que alimentar el deseo, pues que los placeres son una
parte sustancial de nuestra vida; y como la dinámica de los placeres nos
destruye, la dinámica de la vida es (se acordó de Bichat) resistencia frente a
la destrucción: resistencia, en fin, frente a la muerte. De modo que el impulso
de la vida crea la voluntad para no sucumbir a la inercia destructora de los
placeres. Vivir es gozar, por supuesto, pero también trabajar para que mañana
podamos seguir gozando. La voluntad, que es esfuerzo (y sacrificio), no puede
combatir al deseo porque el deseo es el punto de arranque de la vida.
¿Qué es
la vida? Un frenesí (que diría Calderón). Un instinto que nos arrastra
irremediablemente a su propia conservación. Pero es absurdo que exista una
pasión de perdurar si está vacía. ¿Qué es lo que quiere conservarse cuando
vivimos? Juan Luis concluyó de la forma más natural del mundo: el placer. La
vida es el instinto de conservación del placer. Instinto de placer, que es
deseo; e instinto de que no se acabe el placer, que es voluntad. La vida tiene
un impulso de arranque (el deseo) y un impulso de destino (la voluntad).
Y
entonces se le iluminaron los ojos. Los estoicos habían denigrado los placeres
para entronizar la voluntad. La razón era el instrumento de la voluntad en el
mundo. Pero ahora Juan Luis lo veía todo claro: la razón, como instrumento de
la voluntad, sólo tenía sentido si era también instrumento de los placeres.
¡Eso es! ¿Cómo no había caído en ello? La vida no era lucha por la vida (además
de ser un círculo vicioso, esa idea siempre le pareció absurda: la vida no
podía ser una pasión inútil). Ni era tampoco voluntad de poder, como pretendía
Nietzsche. Tenía que ser antes que nada voluntad de querer.
Ahora
encajaba todo. El mundo como voluntad, que decía Schopenhauer, no distinguía
entre voluntad y deseo y por eso corría hacia su ruina. La naturaleza viva es
instinto: eso es lo que realmente decía Schopenhauer cuando hablaba de la
voluntad. Ese instinto para él era el deseo. Y el deseo, con su pasión desenfrenada
de desear más, al final nos hacía desgraciados. Por eso había que conseguir
sustraerse al deseo. Pero lo que nos queda entonces es una vida sin placeres,
sin alicientes, sin sentido. Schopenhauer se equivocaba. La vida (él no lo pudo
ver correctamente) no es instinto de placer, sino instinto de perduración del
placer: por lo tanto, instinto que se gobierna a sí mismo: desde la razón; no
instinto combatido por la razón desde fuera. Schopenhauer por un lado, y los
estoicos por el otro, habían errado el tiro.
Y ahora,
mirando a los chicos en su pupitre, creía comprender muchas cosas. La vida no
se identifica con el mínimo esfuerzo. Este principio es un ingrediente de la
vida, pero no la resume toda. A todos se nos debe reconocer el derecho a la pereza
(recordaba en esta expresión una canción de Moustaki). Gozar, disfrutar,
divertirse, era sentirse perezoso y revolcarse en la ociosidad; y en ese
revolcarse abandonándose al no pensar, en ese hozar por los márgenes del
pensamiento, en ese sentir sin necesidad de pensar, estaba la relajación: el
masaje de la vida, el gusto de estar en el mundo, la comodidad de ser. Es
innegable que si tú piensas y te preocupas cuando estás teniendo un orgasmo
dejas de tenerlo. El mayo francés, y Reich, y Freud, habían puesto el dedo en
la llaga: es necesario disfrutar de la vida. Pero el siglo XX se había
extraviado confundiendo la vida con el placer. Ni Aristipo con la aceptación de
los placeres, ni Epicuro con el placer de la renuncia, habían dado con la
solución. Séneca también había meado fuera del orinal renunciando a los
placeres. Como había errado Schopenhauer, y el cristianismo, y Buda. Nietzsche,
en el universo de Juan Luis, ocupaba un lugar aparte con su extraña aceptación
del dolor. Pero ahora, de repente, lo entendía todo. El dolor sólo tiene
sentido si es el sacrificio de la razón en defensa del placer; y en su odisea,
la gesta del sacrificio hace emerger la voluntad como un islote después del
estallido de un volcán, en el océano. En el propio sufrir se crea el drama, y
la tragedia eleva de manera fantástica el valor de la vida. El enano que
disfruta se convierte en un gigante que lucha. La idílica arcadia reviste
dimensiones épicas, y entonces el lirismo potencia la sensibilidad llevando el
placer a los niveles máximos. No sólo el dolor es sacrificio necesario, no; el
dolor enriquece el placer llenándolo de tesoros. Quizá el paraíso de los
cristianos sea un mundo donde el placer, siendo lírico, no necesita ya de la
épica y el dramatismo. Si eso fuera posible, sería magnífico. Pero a falta de
ese ideal vivimos la realidad como una existencia épica de cuyo envoltorio se
van liberando los sentimientos.
Y estaban
allí, sentados en sus pupitres. Sus alumnos arrancados al sueño, en la primera
hora de la mañana. Comprendía que los estudios eran, para ellos, un sacrificio
difícil; quienes no eran capaces de sacrificio los vivían como una caída en la
rutina, en el aburrimiento. Él era profesor y sabía que tenía que motivarlos.
Pero cuanto más enseñaba más se daba cuenta de que el meollo de la motivación
estaba dentro de cada uno. Explicando las cosas con humor hacía las clases
agradables, y no todas: unas porque no era posible, otras porque no le salían.
Pero pasárselo bien en clase no servía de nada si luego no se estudiaba. La
amenidad era, desde luego, un recurso didáctico, un recurso útil, porque a
veces hacía comprender cosas áridas y abstrusas; la amenidad, por supuesto, no
sirve si no se construye desde la autoridad y la competencia. Pero era,
también, un importante recurso pedagógico; educativo. Hacer las clases amenas
era una forma de mostrar que las dificultades no tienen por qué ser aburridas.
Eso ayudaba a encarar la vida con ganas, con optimismo. Era importante evitar
que los alumnos fueran abúlicos. Y también que fueran esclavos de un hedonismo
inconsciente. Disfrutar sin sacrificarse era un modo de vida desgraciado, pero
perderle el gusto al placer todavía lo era más.
Si
convertimos las clases en meros sitios agradables, estaremos convirtiendo la
educación en espectáculo. El profesor no es un animador de guitarra y
castañuelas. El profesor no es un payaso. Es un mago que trata de hacer
agradable lo desagradable. Pero eso, que es el lado lúdico y estético de la
enseñanza, no deja a la postre de ser enseñanza: y enfrente tiene que haber
aprendizaje. El esfuerzo del profesor por enseñar no es muy útil si el alumno
no se esfuerza por aprender. La motivación, como metodología, despertará en el
alumno el deseo de motivarse: las ganas de vencer los obstáculos, el deseo de
superarse, el espíritu de sacrificio. Algunos profesores, que enseñan mal, se
pasan la vida diciendo que sus alumnos son vagos y maleducados. Otros,
preocupados por enseñar bien, se olvidan de que las clases no son nada si la
explicación no compite con el estudio. El profesor, sí, debe esforzarse por
enseñar: pero no para que los alumnos aprendan sin estudio, sino que, como un
reloj que nos arranca sin piedad de los profundos sueños, se remueva en el
sopor de la pereza la energía del alumno; y despierten, derrotadas las inercias
que sirven de freno a la vida, las
ilusiones perdidas y las ganas de saber. La pereza es el sueño del esfuerzo. Y
el esfuerzo el empuje que nos devuelve los placeres; cuando la pereza es
alegría.
Hay una
pereza que se muere y otra que se vive. La vida contiene pereza entre sus
ingredientes. Pero la pereza se centra en el placer para hacernos felices, y el
placer, mal que pese a muchos, requiere, para poderse vivir, de buenas dosis de
sacrificio.
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