sábado, 29 de octubre de 2016

¿ Por qué el sexo se ha convertido en un tema tabú?



¿POR QUÉ EL SEXO SE HA CONVERTIDO EN UN TEMA TABÚ?[1]

 

            Hablemos de sexo: tal era el título de un programa de televisión. En una época en que sólo hablar del tema era ya una provocación, la doctora Ochoa se atrevió a llevarlo a la pequeña pantalla. Dos décadas más tarde media España se levantó en contra de que se hablara de sexo en las aulas; las voces del silencio pilotaron aquel tema con una consigna: que el sexo no debe ser reducido a pura genitalidad, que compromete íntegramente a la persona; y que el sexo es todo. Cuando los alumnos repetían mecánicamente aquella consigna, diluyendo el sexo en la afectividad, un día me limité a preguntarles: ¿entonces cuando le doy un beso a mi hijo estoy teniendo relaciones sexuales con él? No supieron contestarme. Porque no les habían enseñado una asimetría fundamental: que si en el sexo siempre hay afecto, no siempre el afecto contiene sexo; extender la sexualidad a la totalidad de la persona sirve para no hablar de esa parte de la persona que es lo sexual; como aquellos que, cuando el médico les pregunta qué les duele, contestan: “me duele todo”; que es lo mismo que decir que no les duele nada; en ningún caso dicen exactamente lo que les duele, que es lo que les estaban preguntando. Si se dice, por ejemplo, que la pubertad incluye cambios corporales, psicológicos y sociales, los libros hablan de los dos últimos omitiendo los primeros; incluir la parte dentro de un todo es la mejor manera de no hablar de la parte; que es el error contrario a lo que constituye la sinécdoque.
¿Por qué no queremos hablar de sexo? ¿Por qué es el sexo un tema que suena mal? La primera respuesta que se nos ocurre es que está asociado a la economía. La sexualidad suele desembocar en la procreación, y tener un hijo nos obliga a mantenerlo; la mejor forma de asegurar que cumplimos con nuestras obligaciones es encerrar el sexo en el matrimonio, es decir consagrarlo para que el sustento de los hijos corra a cargo de quienes los tuvieron. Pero como, además, durante mucho tiempo la mujer trabajó en casa sin cobrar y el hombre trabajó fuera de casa cobrando, el matrimonio se convirtió también en la garantía del sustento de la mujer; que pasó a ser mantenida por su marido como si ella, a cambio, no aportara nada a la economía familiar; lo cual, como todos sabemos, es una falacia. Por eso la liberación económica de la mujer en los años sesenta vino acompañada de su libertad sexual; para trabajar sobraba el pelo largo, que podía enredarse en los engranajes de las máquinas (y se puso de moda el pelo “a lo garçon”); y sobraban las faldas de vuelos anchos o estrechos que, además de provocar accidentes, no permitían agacharse sin que los obreros a las obreras les vieran las piernas (y se pusieron de moda los pantalones en vez de las faldas); la minifalda y el bikini, fuera de las fábricas, fueron la manifestación de la libertad sexual.
Claro, si el sexo está ligado a la economía, si copular viene a ser lo mismo que pagar (lo cual supone una mercantilización del sexo); si las cosas son así, no es extraño que estén prohibidos el sexo sin matrimonio y el dinero sin trabajo (o sea, el placer y el robo), no sólo de obra, sino también de pensamiento y de palabra. Se prohíbe la vida sexual sin matrimonio (“no cometerás actos impuros”), pero se prohíbe también en el pensamiento (“no tendrás pensamientos impuros”). El robo (“no hurtarás”) también se prohíbe en el pensamiento (“no codiciarás los bienes ajenos”). Si, de los diez mandamientos que hay, sólo estos dos están repetidos, es que constituyen, ellos solos, casi la mitad del decálogo; lo cual nos da una idea de la importancia institucional que tenía la economía ligada al sexo. 

 

Se ha dicho que si el instinto es el impulso de la naturaleza, la institución es la vía por a que la sociedad da salida al instinto; así, el instinto sexual sólo es aceptado en el matrimonio. La represión del acto sexual como acto pecaminoso viene acompañada de la celebración, con banquete, música y oficio religioso, de la primera cópula de nuestros hijos; y si, después de haber reprimido el instinto como algo sucio, no nos parece sucio que lo liberemos un día bajo el decorado del matrimonio, es porque en las bodas no se celebra la unión sexual (la de los cuerpos), sino la unión familiar (la de las almas, pero sobre todo la de los bolsillos); con lo que el sexo, junto con el cuerpo, sigue siendo algo turbio, sucio y pecaminoso, de lo que vale más no hablar; y se perpetúa, de una vez por todas, la ley del silencio.
Y si el sexo es sucio no puede sino darnos vergüenza. El acto sexual se realiza siempre en la intimidad. Mostrar los genitales es tener la posibilidad de usarlos, por eso los tapamos con una hoja de parra. Pero hubo un tiempo en que Eva y Adán, antes del pecado, los mostraban de manera natural sin avergonzarse de ellos. Lo lógico hubiera sido que, después de redimidos (con el bautismo y la cruz), la prohibición se hubiera levantado y hubiéramos vuelto a la inocencia primitiva, donde Adán y Eva disfrutaban y procreaban sin avergonzarse. Sin embargo no fue así. Quizá fuera porque, después de la caída, nuestra bondad natural fuera considerada pecaminosa y mala por las fuerzas de la sociedad; no por la mano de dios, que es la de la naturaleza. La moral de la religión habría sido desvirtuada por la moral de la historia.
¿Por qué nos avergonzamos de nuestras relaciones sexuales? ¿Por qué sólo disfrutamos en la intimidad? ¿Por qué, si somos observados, se nos inhibe la líbido y ya no experimentamos el mismo placer? ¿Y por qué nos sentimos culpables del placer que obtenemos del sexo, como si al disfrutar hubiéramos hecho un mal uso? El sexo es para procrear, sí; pero lo mismo que comemos muchas veces por placer, no por hambre, también copulamos buscando el orgasmo, no sólo la procreación. Parece que el placer estuviera prohibido, porque la lujuria y la gula se han convertido en pecados capitales. Si el placer es un parásito del cuerpo, es pecaminoso, y por lo tanto disfrutar pintando o haciendo matemáticas también sería pecado. Pero si el placer es un amigo del cuerpo y no un enemigo suyo, entonces sería bueno disfrutar de él: ¿cómo dios ha podido darnos esa posibilidad para luego quitarnos su uso? Es como fabricar coches que circulan a doscientos kilómetros por hora y prohibirles circular a más de cien.
También pudiera ser que dios hubiera hecho del placer un enemigo del cuerpo y un amigo del alma. En este universo platónico alma y cuerpo estarían en relación inversa: cuanto más disfrutara el cuerpo, más sufriría el alma; y para que el alma disfrutara tendría que sufrir el cuerpo; es más, sin cuerpo, que es un estorbo, el alma puede disfrutar mucho más: filosofar es aprender a morir. Hay algo turbio y siniestro en esta filosofía de la muerte. El Génesis la rechaza de plano, puesto que el cuerpo no era malo antes del pecado, sino después; la prohibición de los goces corporales es un producto de la caída, y la pureza del ser humano debería retroceder a aquellos momentos felices en que el cuerpo no estaba prohibido: hay que volver a la naturaleza para disfrutar inocentemente de la sexualidad; con esa inocencia que Nietzsche encontraba en el niño de Heráclito; la pureza, entendida como limpieza de alma, limpieza de corazón, resplandece claramente en el cuerpo, que es nuestra casa; nuestro cuerpo es nuestro hogar y en él vive nuestra alma; hay que cuidar la casa si queremos cuidar del habitante. El amor, dice Gil de Biedma, es cosa del alma, pero se escribe en el libro del cuerpo: un cuerpo que no goza es un alma que sufre, y un libro sin letras. 

 

Desde esta nueva perspectiva Nietzsche nos llama a liberar el instinto. El alma ha sido en nuestras mentes la cárcel del cuerpo y, al encadenar sus instintos, se ha encadenado a sí misma. Hay que liberar el espíritu para vivir radiantemente con un cuerpo libre. Hay que aceptar el placer como un signo de la vida; el placer, que es como una moneda, por la otra cara también tiene dolor; pero no es lo mismo rechazar el placer del cuerpo para dejarle sólo el dolor, que dejar el dolor como signo de los peligros que amenazan al cuerpo, impidiéndole disfrutar; el dolor es un aviso de que algo no funciona bien, y de que hay que restaurar la facultad de disfrutar atendiendo la llamada de ese aviso. También sucede que, para disfrutar bien de algo, es preciso conquistarlo, merecerlo, y por eso se disfruta poco con una violación (que no deja de ser placer robado) y mucho con un sexo mutuamente compartido (que eso es placer conquistado entre los dos, y por tanto, mutuamente merecido).
La vergüenza de ser observado mientras uno llega al orgasmo ¿es un instinto natural? ¿Es un reflejo socialmente aprendido? Soy incapaz de contestar a esta pregunta. Uno puede limitarse a constatar que hay gente muy vergonzosa y gente bastante desinhibida; pero en lo relativo a la raíz de este sentimiento, sería preciso acercarse a él con el rigor de la ciencia, que quizá podría aportarnos apreciaciones dignas de crédito. Desde un punto de  vista filosófico quizá pudiéramos intentar explicarlo a partir de un par de sentimientos o instintos: el de la violencia y el del poder.
La violencia. Se ha dicho que la agresividad aumenta con la represión sexual. Orwell y Huxley han imaginado antiutopías donde el poder reprimía el instinto sexual para canalizarlo agresivamente contra el enemigo que estaba en guerra con el país; por ejemplo, el día del odio reunía a grandes masas de gente para soltar violentamente las energías que el poder no les permitía soltar sexualmente. La violencia es la recreación social de un instinto natural: la agresividad; o, lo que es lo mismo, la violencia es agresividad pintada con ideología. Si queremos crear un mundo violento tendremos que reprimir el sexo. También los deportistas saben que no deben copular la noche que precede a una gran competición, a un gran partido; porque el sexo les relaja y, por tanto, les quita fuerza, agresividad, competitividad, y mal puede ganar quien no está en posesión de todas sus energías. Inversamente, también se ha utilizado el ejercicio físico para combatir la sexualidad; la gimnasia y el deporte, por ejemplo, han sido a veces un instrumento contra la masturbación. 

 

El poder. Cuando hacemos el amor nos desnudamos anímicamente, y buscar el placer es dejarse llevar por la pasión, o sea: no llevar la batuta, no ser la voz cantante, no controlar las cosas, ser una brizna de paja gobernada por el viento. El dictador Trujillo parecía poderoso a todos menos a Urania, que se acostó con él y conocía su impotencia (así lo refleja Vargas Llosa). Ser impotente es ser débil; y volcar nuestra potencia sexual es abandonarse al orgasmo y aceptar que disfrutar, en el momento mismo en que disfrutamos, es también perder el poder (porque el éxtasis viene cuando dejamos de controlar); y somos un juguete en manos de un impulso que nos llega en lugar de llevarlo nosotros, en eso consiste el rapto: el abandono de sí mismo, la renuncia momentánea a poder, entregarse al placer es lo mismo que abandonar el poder; mantenemos nuestra potencia mientras contenemos nuestros impulsos en el acto sexual, aguantando la eyaculación, hasta llegar al momento propicio; pero cuando llega ese momento el tiempo se vuelve sublime (porque se detiene), eyacular es detener el tiempo y salir fuera de sí, parar el mundo, salir de él, éxtasis, entusiasmo que nos arranca la razón y es abandono, dejarse transportar por el placer, olvidarse en él y sentirse penetrado por todo a condición de no ser nada.
Quizá por eso reprimimos la sexualidad. Porque nos quita el control. Y al reprimirlo amputamos nuestra vida y la dejamos reducida a un montón de funciones sin placer, y creemos, como decía Savater, que disfrutar de algo es la señal de que ese algo es malo: en eso consiste el puritanismo. El puritano se prohíbe el placer para no perder poder; y se lo prohibe a los demás para controlarlos, convirtiéndolos en máquinas de violencia cuyo amor, separado del erotismo, es amor sublimado. Pero el amor a los seres abstractos (dios, la belleza, la familia) no se siente con el corazón, sino con la cabeza: o sea que no se siente; es un amor intelectual, o, lo que es lo mismo, un sentimiento vacío. Y nos volvemos rígidos, implacables y fríos.
En la psicología de Maslow el amor es deseo, necesidad de amistad, de entrar en un grupo para sentirse aceptado sintiendo lo que sienten los demás: espíritu gregario; y el sexo es un instinto biológico, primario, como el instinto de comer, beber y dormir, en el suelo mismo de nuestras necesidades. Si reprimimos el instinto sexual se resquebraja el suelo del amor, se hunde, pierde pie; y si no se sostiene por abajo, el amor tampoco puede aspirar a lo que tiene en su techo. La seguridad en sí mismo, el concepto de su propio valor, la autoestima. Estoy hablando del amor erótico, por supuesto; el eros, que es una especie de locura (o, como decían los griegos, de manía: ¿hay algo más desesperado que un animal en celo?). La atenuación de ese instinto es la amistad: el amor tranquilo. La amistad, el amor paterno, el de los hijos, también se manifiesta a través del cuerpo: un apretón de manos, una sonrisa, un abrazo, un beso; y de la fuerza de los saludos dependerá la intensidad y naturaleza del afecto. Cuando procede directamente de los genitales estaremos hablando del erotismo en sentido propio, la libido, que subyace por debajo de nuestra conciencia. Entonces tenemos que admitir, necesariamente, que el impulso erótico abarca, sí, la totalidad de la persona; pero no a costa de degradar a esa parte de nuestro instinto que es la genitalidad; el erotismo sin amor es la libido, su cultivo es el arte de amar (amor entendido aquí como arte de follar: lo que diría el kamasutra); pero no olvidemos que la libido, cuando no se empapa con amor (el amor del sentimiento, no sólo el de las sensaciones), no es más que un placer sin alegría; y muchas veces el placer se hunde en el vacío si no se alegra, y las sensaciones se cansan de sí mismas si no se asoman al corazón. 

 





[1] Todo esto no son sino reflexiones a vuelapluma; espero poder hace en un futuro un desarrollo más pormenorizado de la cuestión.

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