LA
SABIDURÍA
1. Superficie y profundidad.
Generalmente llamamos conocimiento a la
captación no sentida del mundo: al sentir del mundo en nosotros lo llamaos
afección. Es como si al conocer tomáramos distancia con las cosas y las sintiéramos
pegadas a nosotros.
Hemos visto que sentir las cosas desde
lejos (lo que hacen la vista o el oído) es captarlas en su superficie; y la
cercanía (el contacto inmediato con ellas) nos da su profundidad. El problema
es que la cercanía (el roce de la brisa, el golpe del vendaval, una bofetada,
una caricia) nos hace sentir, las más de las veces sin conocer; y cuando
nuestros afectos no llegan a la conciencia no los sopesamos, no los medimos, no
los controlamos. Sentir en profundidad es hundirse en el inconsciente.
Recapitulemos. Los órganos sensoriales de
la conciencia son sobre todo la vista y el oído. El gusto, y sobre todo el
tacto, pueden aparecer a la conciencia, pero las más de las veces captan las
cosas sin darse cuenta. El olfato está a medio camino. El sentido viscerotónico
está bajo la piel (en las vísceras), por eso se despierta con el tacto (aunque
también pueden activarlo los otros sentidos). El placer y el dolor surgen
cuando el estímulo se acerca mucho al órgano que lo recibe (una caricia, un
masaje, un pellizco, un destello que nos hiere en los ojos, un sonido con
demasiados decibelios). La sensación que conoce recibe el estímulo desde lejos;
la que siente lo recibe desde cerca.
Hay una tercera forma de conocer que nos
lleva a la razón poética. Es la que no pone la razón en el conocer, sino en el
sentir. El sentir se organiza progresivamente desde la piel (que es sensación pura) hasta el corazón (que es sentimiento complejo). La razón conecta las
sensaciones entre sí, utilizando a unas como huellas de las otras; para hacerlo
necesita que las sensaciones estén en pasado, nunca en presente (podemos pensar
en el fuego cuando nos ha dejado de doler, nunca mientras nos quemamos); el
presente nos lleva al sentir, y la ausencia (lo que ya no es presencia, excepto
cuando la sentimos con necesidad), al conocimiento. También el futuro, como
proyección del pasado (ensueños o anticipaciones) puede ensamblarse, en la
razón, con el pasado y con el presente.
Dos operaciones son propias de la razón:
una es la conexión de las sensaciones (ya sean afectos o informaciones), y otra
la desconexión de las sensaciones con lo inmediato; la primera es la lógica; la
segunda la abstracción; y así, pensar es conectar experiencias sensoriales,
fabricar abstracciones y conectarlas; conectarlas también con las sensaciones:
ése es el pensar de la conciencia; también está el pensar inconsciente, que ya
hemos relacionado con las intuiciones; y con el instinto.
2. La justicia.
Pensamos en lo que ocurre y lo
comprendemos a la luz de las cosas que ocurrieron; así entenderemos también las
que ocurrirán. Pero también podemos pensar, dentro de las que nos gustan, en
las que preferimos: para eso las comparamos; concluimos que son, para nosotros,
unas mejores que otras. Las preferencias se establecen calculando su influencia
en nuestra sensibilidad; el cálculo de las influencias se hace prediciendo el
futuro a fuerza de sopesar el pasado; el pasado es nuestra experiencia. Pero
también buscamos las influencias que preferimos no ya en nuestro futuro
inmediato, sino en el futuro a largo plazo; y en otros lugares distintos del lugar
en el que estoy; y en otras personas distintas de mí. Ese pensar que va más
allá de las consecuencias inmediatas de mis actos es, para decirlo de manera
kantiana, un pensar trascendental;
un pensar descentrado, que no toma mi yo y mi circunstancia como centro del
mundo en el que pienso y desde el que pienso, sino cualquier yo en cualquier
circunstancia: ésa es la universalidad moral, que busca el bien mucho más allá
del placer egoísta e inmediato.
Cuando aplico la razón al cálculo de
lo que prefiero y me conviene, estaremos hablando de prudencia. La justicia es mucho más. La justicia es lo que conviene a todos y me conviene a mí (aunque en
apariencia no me convenga), sin dañar las conveniencias universales (es decir,
no circunstanciales) de mis semejantes; mis semejantes son todos los seres que
sienten igual que yo, no sólo los que razonan y piensan.
Para pensar, por tanto, previamente
hay que sentir: no al revés, como diría Descartes. Soñar es pensar
(inconscientemente), en el futuro y el pasado, desde las sensaciones y los
afectos; planificar, sopesar, calcular, es pensar desde la conciencia; y si
pensamos en abstracto estaríamos haciendo ciencia. Lo primero es poesía; lo
segundo, cálculo; y lo tercero, explicación. En la poesía fluye el deleite; en el cálculo, la prudencia; y en la ciencia, la claridad (estamos tentados de decir: clarividencia). Pero el científico
también debe ser prudente y deleitarse en su contemplación. Y hay otra virtud
en la que se manifiesta la razón, ya lo hemos visto, que es cuando se asoma al
mundo de nuestras preferencias: era la justicia.
La justicia es la medida de las cosas sin violar su naturaleza: es justo que un
sueño sea dulce y un arrebato violento (lo que no quiere decir que los
arrebatos tengan derecho a destruir las cosas dulces).
3. La sabiduría.
Los impulsos
primitivos de nuestro ser, metafóricamente, están en las tripas (para decirlo
con mayor propiedad: en el hipotálamo, en la amígdala). Si los reprimimos,
destruiremos la fuerza de la vida.
Luego están los impulsos más
elaborados: estos (metafóricamente) proceden del corazón, y no deben ser
destruidos por las tripas; pero tampoco tienen derecho a destruirlas; el amor,
por muy sutil que sea, es también sexualidad; porque las tripas son las puertas del espíritu. El espíritu es cuerpo o de
lo contrario no es nada. Lo más profundo se sumerge en nosotros en lo más
primitivo; que, como el mundo cuántico, es de una complejidad enorme y no se
reduce a componentes sencillos de la física a escala humana.
La razón, en sus múltiples caras de
prudencia, claridad y justicia, debe respetar los impulsos de la vida, fuente
de goce y deleite; porque no está para decirle a la vida lo que debe hacer,
sino para escuchar las voces con que la vida le habla, y obligarla a aceptar
las consecuencias de sus propios impulsos. La razón debe obligarnos a hacer cosas
que no nos apetecen en nuestro tiempo, siempre que sean apetitos de nuestra
naturaleza: para que la naturaleza no se pierda a sí misma en sus
contradicciones.
La razón volcada en las tripas es la templanza: que no busca la mesura a costa de reprimir las pasiones,
sino la medida que debe tener cada pasión para no destruirse a sí misma; y eso
no es prudencia (que es razón
limitada por las circunstancias), sino justicia
(que es razón ajustada a la naturaleza, y limitada, por consiguiente, sólo
por ella).
El exceso es lujuria, en el sentido en que todo lujo es limitación de la
naturaleza con estímulos que superan, y envenenan, la fuerza del instinto; un
poco de arsénico es necesario para la vida: demasiado arsénico es mortal. Pero
el lenguaje ordinario se ha acostumbrado a reducir la lujuria a la sexualidad
envenenada, desnaturalizada por el artificio; en realidad todo el exceso (en el
erotismo, en el desear, en el comer) es lujuria; aunque nosotros hablemos,
respectivamente, de lujuria, de avaricia
y de gula.
La sabiduría es el arte de vivir. Vivir es gozar de los impulsos que
nos ha dado la naturaleza: viscerales y cordiales. Y para que sea posible ese
goce la razón debe servir a la naturaleza, ajustando nuestros actos a nuestra
esencia, no a nuestra existencia; potenciando nuestros deseos, poderosos y
sublimes, hasta el límite de nuestro ser, no del momento; pues respetar lo que
somos no tiene nada que ver con estirar la cuerda hasta que se rompa; pero sí
tiene que ver con provocar, en el éxtasis y el ensueño, el estallido de
nuestras fuerzas.
Inteligencia pegada a la vida. Que
surge de ella. Y que la sirve. Pues la fortaleza empuja a los sentidos a
trabajar para la cabeza. Desarrollemos un poco más lo que acabamos de decir.
4. Justicia, lujuria y templanza.
Por templanza
entendemos el equilibrio; por lujuria,
el exceso (tanto en la abundancia como en la escasez; a la escasez la llamamos
defecto; a la abundancia, exceso, aunque habría que llamarla más bien hartazgo,
si habláramos con propiedad). De una lectura superficial de Aristóteles se
desprende que el hartazgo, o saciedad, sería algo así como rebosar de comida;
lo mismo que la plenitud: no es así.
Estar harto es haber comido más de la
cuenta. Estar plenos y realizados es haber hecho todo lo que debíamos hacer y,
por eso, nuestro ser se llena de satisfacción; no es lo mismo llenarse de
satisfacción que de comida; llenarse de comida es comer demasiado; llenarse de
satisfacción es hacer lo justo; estar
satisfecho no es lo mismo que estar
harto.
¿De qué nos llenamos cuando estamos
satisfechos? ¿Cuando rebosamos plenitud? De satisfacción: que viene de “satis”
(“suficiente”) y “facción” (“hacer”); estamos satisfechos cuando hemos hecho lo
suficiente, sin quedarnos cortos ni pasarnos; entonces rebosa nuestro ser como
una fuerza que nos llena y se sale por los poros. El ser (vale decir: las endorfinas)
es un fluido que nos llena sin hinchar, que rebosa sin atascar; como la
felicidad que, cuanto más se da, más se tiene. Llamaremos ser al ajuste perfecto
entre lo que se tiene que hacer y lo que se hace; entre la conducta y el deber.
La lujuria
es el lujo: tener más de la cuenta. Pero la templanza no es tener menos de lo que se necesita, es tener lo
justo para no sentir ni hambre por la carencia ni agobio por el exceso; la
virtud es ajuste moral entre la vida y el deber, como hemos visto, y ajuste es justicia; se trata de estar alejado de
los dos tipos de sufrimiento, el de la abundancia y el de la escasez: lo justo
es lo que necesita, a veces el cuerpo, a veces el alma, y eso no tiene que ver
con que la mitad de cero y diez es cinco; la satisfacción puede surgir de un
cuatro o de un siete, según los casos. Satisfacción, y por lo tanto plenitud
(felicidad), es lo que sentimos cuando nuestra naturaleza recibe la medida
justa de lo que necesita; no una medida que marque alguien desde fuera. Si yo doy
comida cuantificándola del 1 al 10, el 5 no tiene por qué ser la cantidad
exacta de lo que mi cuerpo necesita; porque entonces diríamos que la
temperatura ideal es de 50 grados, que está a medio camino entre el cero y el
100; o cero grados, como dice el chiste, que por estar entre el +100 y el -100
no nos daría ni frío ni calor.
El problema es saber cuál es la medida
justa de nuestra naturaleza; y, como no lo sabemos, la calzan con escalas que
no le van bien como el príncipe quería calzar en todos los pies de las jóvenes
el zapato de cenicienta.
La plenitud, entendida como hartazgo, es
enfermedad: la saciedad del exceso, la lujuria. Pero entendida como
satisfacción es templanza; en la templanza estriba no sólo la salud, sino la
felicidad.
Todos
los vicios conocidos son exceso o defecto: la gula es un exceso de comida; la
lujuria es un exceso de lujo; la avaricia es un exceso de deseo; la ira es un
exceso de fuerza; la pereza es una falta de ganas. Pero vicio también es
dirigir un deseo fuera de su lugar: la envidia es desear lo que pertenece a
otro, y la soberbia, ocupar tú solo el lugar que debemos ocupar entre todos;
lugar entendido como una valoración excesiva de sus capacidades y de tus
éxitos. El miedo es ignorancia unida a una infravaloración de nuestras
posibilidades, y la cobardía es una derrota: claudicación ante las amenazas que
nos dan miedo (valorar, en suma, tu acción muy por debajo de tu éxito).
5. Empatía y prudencia: la sabiduría.
Pero la templanza y la lujuria, que acabamos de definir como medida axiológica del placer, en
la vida diaria se suelen referir a un placer cada una: la templanza, al placer
del comer y del beber; la lujuria, al del erotismo. Necesitamos una palabra que
se refiera a todos los placeres a la vez y no parece que ésta sea la prudencia:
prudencia es la medida axiológica de las consecuencias del placer y del dolor,
pero lo que queremos medir ahora es el placer, no sus consecuencias.
¿Podríamos llamarlo sabiduría? ¿Qué es la sabiduría?
Podríamos definirla como la medida acertada de los placeres; un acierto
axiológico, es decir deseable. ¿Cuál podría ser la vara de medir? La empatía, el criterio de no hacer a los
demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Veámoslo con
ejemplos.
No me gustaría que me mataran: por
lo tanto no debo matar. No me gustaría que me robaran: por lo tanto no debo
robar. No me gustaría que me mintieran: por lo tanto no debo mentir. No me gustaría que me quitaran la libertad: por
no tanto no debo encarcelar, ni encadenar, ni vender, ni comprar, ni secuestrar
a nadie. Sería lo contrario de la ley del talión: si el talión nos condena a
hacernos lo que hemos hecho a otros, la sabiduría nos condena (u obliga) a no
hacer lo que no queremos que nos hagan; el talión se refiere al daño, entendido
como mal; la sabiduría, al beneficio, que entendemos como bien.
Pero no sólo son los demás el espejo
en el que nos miramos; también lo somos nosotros mismos. En la empatía
comparamos nuestro futuro con el futuro ajeno; o incluso más que futuro sería
el actuar intemporal, sería juzgar nuestros deseos como si estuviesen fuera del
tiempo; mejor aún, como si buscáramos lo que nos apetecería no sólo hoy, sino
en cualquier época y en cualquier momento.
Nosotros somos, también, el espejo
en el que nos miramos; en él vemos lo que nos podría ocurrir, y lo valoramos
axiológicamente: ¿nos gustaría que nos ocurriera?
¿Te gustaría estudiar? No: pues no
estudies. ¿Te gustaría trabajar? No: pues no trabajes. Ahora bien, si tomamos
esas decisiones podremos disfrutar del momento presente, no del futuro (que
sucederá inexorablemente): al no estudiar le sigue el fracaso, al éxtasis de la
droga le sucede la resaca, a la pereza le sucede la pobreza. Pero acabamos de
decir que nuestro instinto natural no busca sólo los placeres del momento
presente, sino también los placeres futuros que se derivan de éstos: y al
placer de no estudiar le sucede la tristeza de suspender, al placer de drogarse
le sucede el sufrimiento de la adicción, y al placer de la pereza le sucede el
dolor de no tener sustento y la insatisfacción, o frustración, de no haber
hecho lo que sentía, y por lo tanto sabía, que debía hacer. Hay placeres que
terminan en fracaso y placeres coronados por el éxito. Éxito y fracaso se
entienden, primero, como consecución de nuestros objetivos, y segundo, como
satisfacción en el obrar. Si consigo lo que quiero, materializo mis
intenciones; pero si lo logro haciendo lo que no quiero (aunque, de momento, me
apetezca), en el fondo no soy feliz. Hay veces en que siento cuál es mi deber;
otras veces no lo siento.
Llamaremos prudencia a la medida axiológica de las consecuencias de nuestros
actos. Para ser sabio hay que ser prudente, pero no basta con ser prudente para
ser sabio; si, cuando me hago una chuleta, me las apaño para que no me pillen,
habré actuado con prudencia, pero no con sabiduría; porque no es justo que
apruebe quien no sabe.
Hemos visto también que la felicidad
de la obra debe ser compatible con la felicidad en el obrar: eso quiere decir
que el fin no justifica los medios.
Si consigo robar mucho dinero sabiéndome infeliz en el robo, el éxito en el
objetivo no me garantiza el éxito de mi conciencia (y estamos hablando de mi
conciencia moral); no se puede ser verdaderamente feliz si logras tus intenciones
a costa de malograr tus sentimientos (y estamos hablando de sentimientos
morales); la satisfacción externa te deja muy mermado si se obtiene a costa de
una insatisfacción interior; el éxito en tus proyectos, aunque de momento no lo
empañe tu fracaso como persona, es una bomba de relojería que acabará
estallando; es como construir tu vida sobre bases endebles; como si estuvieras
apostando al fracaso, y lo hicieras a través de una cadena de éxitos aparentes
sin cimientos que lo sujeten: cualquier sacudida del suelo te traerá la ruina
el día más inesperado.
La sabiduría consta de intuición e
inteligencia, pero la base de todo es el instinto. Sabemos que la intuición es
la conclusión de un razonamiento inconsciente. La inteligencia es la razón que
aflora a la conciencia. Y el instinto es un sentimiento innato que busca su
objeto: no porque lo atraiga ningún objeto exterior sino porque busca ese
objeto sin saber si existe. Hay instintos básicos como el comer, dormir o
resguardarse; instintos superiores como el amor o la estima; e instintos
morales, que son los más elevados. Ningún instinto moral debe ir contra los
instintos básicos o intermedios; por ejemplo, no se puede impartir justicia
reprimiendo los gritos del hambre, la sed o la sexualidad. Pero ningún instinto
básico debe reprimir tampoco los instintos morales; prosperar y enriquecerse,
por ejemplo, a costa de quitarles a los demás lo que tienen.
El gran problema es conseguir
identificar los instintos morales. Tal joven cree que es éticamente correcto beber
y emborracharse porque le han enseñado en casa que eso es normal y deseable.
Muchos han crecido creyendo que fumar es de hombres, y que el trabajo de la
mujer está en casa, y en los tiempos pasados se consideraba el pillaje y el saqueo
como un derecho de guerra. Es decir que tomamos por instintos morales lo que no son más que reflejos sociales: o porque nos los han enseñado en casa, o porque
nos los reconoce la sociedad en la que vivimos; y se considera justo lo que es
normal, en el sentido de habitual: lo que hace todo el mundo y nadie se escandaliza
por ello. Hume lo llamó falacia
naturalista.
El criterio para distinguir los
instintos, o impulsos, o sentimientos morales, de los sentimientos aprendidos,
debería ser la empatía, a la que también podríamos llamar espejo axiológico: no hacer a los demás lo que no me gustaría que
me hicieran a mí (yo como espejo de los otros); no hacerme hoy lo que no me
gustaría sufrir mañana (yo como espejo de mí mismo.
La empatía debe ir de la mano de la trascendentalidad; que consiste en
desear no sólo lo que me apetecería ahora, sino también lo que me podría
apetecer siempre; y sabiendo que un acto se prolonga a lo largo del tiempo en
sus consecuencias; no se trataría, por tanto, de buscar el principio de una
acción, sino la acción en su presencia sucesiva. Nietzsche habló de buscar todo
aquello de lo que nos pudiera apetecer su eterno retorno, aquello que nos
gustaría que se repitiera siempre. Si el placer de hoy me hace mañana
desgraciado, no debo perseguirlo, aunque ahora, de momento, me apetezca.
¿Debo adueñarme de lo que no es mío?
Ahora, de momento, me apetece. Pero no me gustaría que me lo hicieran a mí
(empatía). Ni querría tampoco vivir siempre robando. El ladrón se cansa un día
de robar porque robar es vivir al acecho, y quiere vivir como un ciudadano
honrado; eso sí, con el producto de su robo. En este cansancio interviene al
principio la prudencia; pero luego, a la larga, interviene también la
sabiduría, el deseo de estar en paz consigo mismo: la necesidad de
reconciliarte con tu conciencia moral.
Porque la inteligencia, que surge de
la vida, está pegada a ella y ambas están conectadas como vasos comunicantes;
la fortaleza empuja a los sentidos a trabajar para la cabeza: que la sirve. Y el
amor es el sentido y siempre debe ser fuerte: pues nadie ama para destruirse ni
para destruir, sino para vivir plenamente.
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