sábado, 4 de junio de 2016

La sabiduría




LA SABIDURÍA 

 

1. Superficie y profundidad.
      Generalmente llamamos conocimiento a la captación no sentida del mundo: al sentir del mundo en nosotros lo llamaos afección. Es como si al conocer tomáramos distancia con las cosas y las sintiéramos pegadas a nosotros.
      Hemos visto que sentir las cosas desde lejos (lo que hacen la vista o el oído) es captarlas en su superficie; y la cercanía (el contacto inmediato con ellas) nos da su profundidad. El problema es que la cercanía (el roce de la brisa, el golpe del vendaval, una bofetada, una caricia) nos hace sentir, las más de las veces sin conocer; y cuando nuestros afectos no llegan a la conciencia no los sopesamos, no los medimos, no los controlamos. Sentir en profundidad es hundirse en el inconsciente.
      Recapitulemos. Los órganos sensoriales de la conciencia son sobre todo la vista y el oído. El gusto, y sobre todo el tacto, pueden aparecer a la conciencia, pero las más de las veces captan las cosas sin darse cuenta. El olfato está a medio camino. El sentido viscerotónico está bajo la piel (en las vísceras), por eso se despierta con el tacto (aunque también pueden activarlo los otros sentidos). El placer y el dolor surgen cuando el estímulo se acerca mucho al órgano que lo recibe (una caricia, un masaje, un pellizco, un destello que nos hiere en los ojos, un sonido con demasiados decibelios). La sensación que conoce recibe el estímulo desde lejos; la que siente lo recibe desde cerca.
      Hay una tercera forma de conocer que nos lleva a la razón poética. Es la que no pone la razón en el conocer, sino en el sentir. El sentir se organiza progresivamente desde la piel (que es sensación pura) hasta el corazón (que es sentimiento complejo). La razón conecta las sensaciones entre sí, utilizando a unas como huellas de las otras; para hacerlo necesita que las sensaciones estén en pasado, nunca en presente (podemos pensar en el fuego cuando nos ha dejado de doler, nunca mientras nos quemamos); el presente nos lleva al sentir, y la ausencia (lo que ya no es presencia, excepto cuando la sentimos con necesidad), al conocimiento. También el futuro, como proyección del pasado (ensueños o anticipaciones) puede ensamblarse, en la razón, con el pasado y con el presente.
      Dos operaciones son propias de la razón: una es la conexión de las sensaciones (ya sean afectos o informaciones), y otra la desconexión de las sensaciones con lo inmediato; la primera es la lógica; la segunda la abstracción; y así, pensar es conectar experiencias sensoriales, fabricar abstracciones y conectarlas; conectarlas también con las sensaciones: ése es el pensar de la conciencia; también está el pensar inconsciente, que ya hemos relacionado con las intuiciones; y con el instinto. 

 

2. La justicia.
            Pensamos en lo que ocurre y lo comprendemos a la luz de las cosas que ocurrieron; así entenderemos también las que ocurrirán. Pero también podemos pensar, dentro de las que nos gustan, en las que preferimos: para eso las comparamos; concluimos que son, para nosotros, unas mejores que otras. Las preferencias se establecen calculando su influencia en nuestra sensibilidad; el cálculo de las influencias se hace prediciendo el futuro a fuerza de sopesar el pasado; el pasado es nuestra experiencia. Pero también buscamos las influencias que preferimos no ya en nuestro futuro inmediato, sino en el futuro a largo plazo; y en otros lugares distintos del lugar en el que estoy; y en otras personas distintas de mí. Ese pensar que va más allá de las consecuencias inmediatas de mis actos es, para decirlo de manera kantiana, un pensar trascendental; un pensar descentrado, que no toma mi yo y mi circunstancia como centro del mundo en el que pienso y desde el que pienso, sino cualquier yo en cualquier circunstancia: ésa es la universalidad moral, que busca el bien mucho más allá del placer egoísta e inmediato.
            Cuando aplico la razón al cálculo de lo que prefiero y me conviene, estaremos hablando de prudencia. La justicia es mucho más. La justicia es lo que conviene a todos y me conviene a mí (aunque en apariencia no me convenga), sin dañar las conveniencias universales (es decir, no circunstanciales) de mis semejantes; mis semejantes son todos los seres que sienten igual que yo, no sólo los que razonan y piensan.
            Para pensar, por tanto, previamente hay que sentir: no al revés, como diría Descartes. Soñar es pensar (inconscientemente), en el futuro y el pasado, desde las sensaciones y los afectos; planificar, sopesar, calcular, es pensar desde la conciencia; y si pensamos en abstracto estaríamos haciendo ciencia. Lo primero es poesía; lo segundo, cálculo; y lo tercero, explicación. En la poesía fluye el deleite; en el cálculo, la prudencia; y en la ciencia, la claridad (estamos tentados de decir: clarividencia). Pero el científico también debe ser prudente y deleitarse en su contemplación. Y hay otra virtud en la que se manifiesta la razón, ya lo hemos visto, que es cuando se asoma al mundo de nuestras preferencias: era la justicia. La justicia es la medida de las cosas sin violar su naturaleza: es justo que un sueño sea dulce y un arrebato violento (lo que no quiere decir que los arrebatos tengan derecho a destruir las cosas dulces). 

 

3. La sabiduría.
            Los impulsos primitivos de nuestro ser, metafóricamente, están en las tripas (para decirlo con mayor propiedad: en el hipotálamo, en la amígdala). Si los reprimimos, destruiremos la fuerza de la vida.
            Luego están los impulsos más elaborados: estos (metafóricamente) proceden del corazón, y no deben ser destruidos por las tripas; pero tampoco tienen derecho a destruirlas; el amor, por muy sutil que sea, es también sexualidad; porque las tripas son las puertas del espíritu. El espíritu es cuerpo o de lo contrario no es nada. Lo más profundo se sumerge en nosotros en lo más primitivo; que, como el mundo cuántico, es de una complejidad enorme y no se reduce a componentes sencillos de la física a escala humana.
            La razón, en sus múltiples caras de prudencia, claridad y justicia, debe respetar los impulsos de la vida, fuente de goce y deleite; porque no está para decirle a la vida lo que debe hacer, sino para escuchar las voces con que la vida le habla, y obligarla a aceptar las consecuencias de sus propios impulsos. La razón debe obligarnos a hacer cosas que no nos apetecen en nuestro tiempo, siempre que sean apetitos de nuestra naturaleza: para que la naturaleza no se pierda a sí misma en sus contradicciones.
            La razón volcada en las tripas es la templanza: que no busca la mesura a costa de reprimir las pasiones, sino la medida que debe tener cada pasión para no destruirse a sí misma; y eso no es prudencia (que es razón limitada por las circunstancias), sino justicia (que es razón ajustada a la naturaleza, y limitada, por consiguiente, sólo por ella).
            El exceso es lujuria, en el sentido en que todo lujo es limitación de la naturaleza con estímulos que superan, y envenenan, la fuerza del instinto; un poco de arsénico es necesario para la vida: demasiado arsénico es mortal. Pero el lenguaje ordinario se ha acostumbrado a reducir la lujuria a la sexualidad envenenada, desnaturalizada por el artificio; en realidad todo el exceso (en el erotismo, en el desear, en el comer) es lujuria; aunque nosotros hablemos, respectivamente, de lujuria,  de avaricia y de gula.
            La sabiduría es el arte de vivir. Vivir es gozar de los impulsos que nos ha dado la naturaleza: viscerales y cordiales. Y para que sea posible ese goce la razón debe servir a la naturaleza, ajustando nuestros actos a nuestra esencia, no a nuestra existencia; potenciando nuestros deseos, poderosos y sublimes, hasta el límite de nuestro ser, no del momento; pues respetar lo que somos no tiene nada que ver con estirar la cuerda hasta que se rompa; pero sí tiene que ver con provocar, en el éxtasis y el ensueño, el estallido de nuestras fuerzas.
            Inteligencia pegada a la vida. Que surge de ella. Y que la sirve. Pues la fortaleza empuja a los sentidos a trabajar para la cabeza. Desarrollemos un poco más lo que acabamos de decir. 

 

4. Justicia, lujuria y templanza.
      Por templanza entendemos el equilibrio; por lujuria, el exceso (tanto en la abundancia como en la escasez; a la escasez la llamamos defecto; a la abundancia, exceso, aunque habría que llamarla más bien hartazgo, si habláramos con propiedad). De una lectura superficial de Aristóteles se desprende que el hartazgo, o saciedad, sería algo así como rebosar de comida; lo mismo que la plenitud: no es así.
      Estar harto es haber comido más de la cuenta. Estar plenos y realizados es haber hecho todo lo que debíamos hacer y, por eso, nuestro ser se llena de satisfacción; no es lo mismo llenarse de satisfacción que de comida; llenarse de comida es comer demasiado; llenarse de satisfacción es hacer lo justo; estar satisfecho no es lo mismo que estar harto.
      ¿De qué nos llenamos cuando estamos satisfechos? ¿Cuando rebosamos plenitud? De satisfacción: que viene de “satis” (“suficiente”) y “facción” (“hacer”); estamos satisfechos cuando hemos hecho lo suficiente, sin quedarnos cortos ni pasarnos; entonces rebosa nuestro ser como una fuerza que nos llena y se sale por los poros. El ser (vale decir: las endorfinas) es un fluido que nos llena sin hinchar, que rebosa sin atascar; como la felicidad que, cuanto más se da, más se tiene. Llamaremos ser al ajuste perfecto entre lo que se tiene que hacer y lo que se hace; entre la conducta y el deber.
      La lujuria es el lujo: tener más de la cuenta. Pero la templanza no es tener menos de lo que se necesita, es tener lo justo para no sentir ni hambre por la carencia ni agobio por el exceso; la virtud es ajuste moral entre la vida y el deber, como hemos visto, y ajuste es justicia; se trata de estar alejado de los dos tipos de sufrimiento, el de la abundancia y el de la escasez: lo justo es lo que necesita, a veces el cuerpo, a veces el alma, y eso no tiene que ver con que la mitad de cero y diez es cinco; la satisfacción puede surgir de un cuatro o de un siete, según los casos. Satisfacción, y por lo tanto plenitud (felicidad), es lo que sentimos cuando nuestra naturaleza recibe la medida justa de lo que necesita; no una medida que marque alguien desde fuera. Si yo doy comida cuantificándola del 1 al 10, el 5 no tiene por qué ser la cantidad exacta de lo que mi cuerpo necesita; porque entonces diríamos que la temperatura ideal es de 50 grados, que está a medio camino entre el cero y el 100; o cero grados, como dice el chiste, que por estar entre el +100 y el -100 no nos daría ni frío ni calor.
      El problema es saber cuál es la medida justa de nuestra naturaleza; y, como no lo sabemos, la calzan con escalas que no le van bien como el príncipe quería calzar en todos los pies de las jóvenes el zapato de cenicienta.
      La plenitud, entendida como hartazgo, es enfermedad: la saciedad del exceso, la lujuria. Pero entendida como satisfacción es templanza; en la templanza estriba no sólo la salud, sino la felicidad.
Todos los vicios conocidos son exceso o defecto: la gula es un exceso de comida; la lujuria es un exceso de lujo; la avaricia es un exceso de deseo; la ira es un exceso de fuerza; la pereza es una falta de ganas. Pero vicio también es dirigir un deseo fuera de su lugar: la envidia es desear lo que pertenece a otro, y la soberbia, ocupar tú solo el lugar que debemos ocupar entre todos; lugar entendido como una valoración excesiva de sus capacidades y de tus éxitos. El miedo es ignorancia unida a una infravaloración de nuestras posibilidades, y la cobardía es una derrota: claudicación ante las amenazas que nos dan miedo (valorar, en suma, tu acción muy por debajo de tu éxito). 

 

5. Empatía y prudencia: la sabiduría.
            Pero     la templanza y la lujuria, que acabamos de  definir como medida axiológica del placer, en la vida diaria se suelen referir a un placer cada una: la templanza, al placer del comer y del beber; la lujuria, al del erotismo. Necesitamos una palabra que se refiera a todos los placeres a la vez y no parece que ésta sea la prudencia: prudencia es la medida axiológica de las consecuencias del placer y del dolor, pero lo que queremos medir ahora es el placer, no sus consecuencias.
            ¿Podríamos llamarlo sabiduría? ¿Qué es la sabiduría? Podríamos definirla como la medida acertada de los placeres; un acierto axiológico, es decir deseable. ¿Cuál podría ser la vara de medir? La empatía, el criterio de no hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Veámoslo con ejemplos.
            No me gustaría que me mataran: por lo tanto no debo matar. No me gustaría que me robaran: por lo tanto no debo robar. No me gustaría que me mintieran: por lo tanto no debo mentir. No  me gustaría que me quitaran la libertad: por no tanto no debo encarcelar, ni encadenar, ni vender, ni comprar, ni secuestrar a nadie. Sería lo contrario de la ley del talión: si el talión nos condena a hacernos lo que hemos hecho a otros, la sabiduría nos condena (u obliga) a no hacer lo que no queremos que nos hagan; el talión se refiere al daño, entendido como mal; la sabiduría, al beneficio, que entendemos como bien.
            Pero no sólo son los demás el espejo en el que nos miramos; también lo somos nosotros mismos. En la empatía comparamos nuestro futuro con el futuro ajeno; o incluso más que futuro sería el actuar intemporal, sería juzgar nuestros deseos como si estuviesen fuera del tiempo; mejor aún, como si buscáramos lo que nos apetecería no sólo hoy, sino en cualquier época y en cualquier momento.
            Nosotros somos, también, el espejo en el que nos miramos; en él vemos lo que nos podría ocurrir, y lo valoramos axiológicamente: ¿nos gustaría que nos ocurriera?
            ¿Te gustaría estudiar? No: pues no estudies. ¿Te gustaría trabajar? No: pues no trabajes. Ahora bien, si tomamos esas decisiones podremos disfrutar del momento presente, no del futuro (que sucederá inexorablemente): al no estudiar le sigue el fracaso, al éxtasis de la droga le sucede la resaca, a la pereza le sucede la pobreza. Pero acabamos de decir que nuestro instinto natural no busca sólo los placeres del momento presente, sino también los placeres futuros que se derivan de éstos: y al placer de no estudiar le sucede la tristeza de suspender, al placer de drogarse le sucede el sufrimiento de la adicción, y al placer de la pereza le sucede el dolor de no tener sustento y la insatisfacción, o frustración, de no haber hecho lo que sentía, y por lo tanto sabía, que debía hacer. Hay placeres que terminan en fracaso y placeres coronados por el éxito. Éxito y fracaso se entienden, primero, como consecución de nuestros objetivos, y segundo, como satisfacción en el obrar. Si consigo lo que quiero, materializo mis intenciones; pero si lo logro haciendo lo que no quiero (aunque, de momento, me apetezca), en el fondo no soy feliz. Hay veces en que siento cuál es mi deber; otras veces no lo siento.
            Llamaremos prudencia a la medida axiológica de las consecuencias de nuestros actos. Para ser sabio hay que ser prudente, pero no basta con ser prudente para ser sabio; si, cuando me hago una chuleta, me las apaño para que no me pillen, habré actuado con prudencia, pero no con sabiduría; porque no es justo que apruebe quien no sabe.
            Hemos visto también que la felicidad de la obra debe ser compatible con la felicidad en el obrar: eso quiere decir que el fin no justifica los medios. Si consigo robar mucho dinero sabiéndome infeliz en el robo, el éxito en el objetivo no me garantiza el éxito de mi conciencia (y estamos hablando de mi conciencia moral); no se puede ser verdaderamente feliz si logras tus intenciones a costa de malograr tus sentimientos (y estamos hablando de sentimientos morales); la satisfacción externa te deja muy mermado si se obtiene a costa de una insatisfacción interior; el éxito en tus proyectos, aunque de momento no lo empañe tu fracaso como persona, es una bomba de relojería que acabará estallando; es como construir tu vida sobre bases endebles; como si estuvieras apostando al fracaso, y lo hicieras a través de una cadena de éxitos aparentes sin cimientos que lo sujeten: cualquier sacudida del suelo te traerá la ruina el día más inesperado.
            La sabiduría consta de intuición e inteligencia, pero la base de todo es el instinto. Sabemos que la intuición es la conclusión de un razonamiento inconsciente. La inteligencia es la razón que aflora a la conciencia. Y el instinto es un sentimiento innato que busca su objeto: no porque lo atraiga ningún objeto exterior sino porque busca ese objeto sin saber si existe. Hay instintos básicos como el comer, dormir o resguardarse; instintos superiores como el amor o la estima; e instintos morales, que son los más elevados. Ningún instinto moral debe ir contra los instintos básicos o intermedios; por ejemplo, no se puede impartir justicia reprimiendo los gritos del hambre, la sed o la sexualidad. Pero ningún instinto básico debe reprimir tampoco los instintos morales; prosperar y enriquecerse, por ejemplo, a costa de quitarles a los demás lo que tienen. 

 

            El gran problema es conseguir identificar los instintos morales. Tal joven cree que es éticamente correcto beber y emborracharse porque le han enseñado en casa que eso es normal y deseable. Muchos han crecido creyendo que fumar es de hombres, y que el trabajo de la mujer está en casa, y en los tiempos pasados se consideraba el pillaje y el saqueo como un derecho de guerra. Es decir que tomamos por instintos morales lo que no son más que reflejos sociales: o porque nos los han enseñado en casa, o porque nos los reconoce la sociedad en la que vivimos; y se considera justo lo que es normal, en el sentido de habitual: lo que hace todo el mundo y nadie se escandaliza por ello. Hume lo llamó falacia naturalista.
            El criterio para distinguir los instintos, o impulsos, o sentimientos morales, de los sentimientos aprendidos, debería ser la empatía, a la que también podríamos llamar espejo axiológico: no hacer a los demás lo que no me gustaría que me hicieran a mí (yo como espejo de los otros); no hacerme hoy lo que no me gustaría sufrir mañana (yo como espejo de mí mismo.
            La empatía debe ir de la mano de la trascendentalidad; que consiste en desear no sólo lo que me apetecería ahora, sino también lo que me podría apetecer siempre; y sabiendo que un acto se prolonga a lo largo del tiempo en sus consecuencias; no se trataría, por tanto, de buscar el principio de una acción, sino la acción en su presencia sucesiva. Nietzsche habló de buscar todo aquello de lo que nos pudiera apetecer su eterno retorno, aquello que nos gustaría que se repitiera siempre. Si el placer de hoy me hace mañana desgraciado, no debo perseguirlo, aunque ahora, de momento, me apetezca.
            ¿Debo adueñarme de lo que no es mío? Ahora, de momento, me apetece. Pero no me gustaría que me lo hicieran a mí (empatía). Ni querría tampoco vivir siempre robando. El ladrón se cansa un día de robar porque robar es vivir al acecho, y quiere vivir como un ciudadano honrado; eso sí, con el producto de su robo. En este cansancio interviene al principio la prudencia; pero luego, a la larga, interviene también la sabiduría, el deseo de estar en paz consigo mismo: la necesidad de reconciliarte con tu conciencia moral.
            Porque la inteligencia, que surge de la vida, está pegada a ella y ambas están conectadas como vasos comunicantes; la fortaleza empuja a los sentidos a trabajar para la cabeza: que la sirve. Y el amor es el sentido y siempre debe ser fuerte: pues nadie ama para destruirse ni para destruir, sino para vivir plenamente. 

 

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