sábado, 28 de mayo de 2016

La crisis de la filosofía





LA CRISIS DE LA FILOSOFÍA 

 

            La filosofía está en crisis. La gente admira al deportista, al cantante, al torero, de ninguna manera al que piensa. Y Messi, Beckham o Ronaldo ganan en un día lo que el filósofo en una vida entera. Ni siquiera hacen falta méritos para ser famoso; basta con ser hijo de famoso para que la gracia de los padres te toque con su dedo: Kiko es hijo de la Pantoja y ¿cuáles son sus méritos? Andreíta es hija de Belén Esteban y ¿qué le debe el mundo para hablar de ella? La propia Belén no hizo más que acostarse con Jesulín para ser nombrada princesa del pueblo. Ser hijo de famoso, amante de famoso o amigo de famoso ya es suficiente para ser famoso sin hacer méritos. Algunos, como Lolita o Rosariyo, cantan estupendamente y la fama no les llega por ser hijas de su madre; la fama sólo les abre las puertas para que puedan desarrollar su talento, pero ellas tienen algo que ofrecer; pero Kiko pincha discos y el otro es actor y la niña escribe libros sin saber escribir apenas. Hoy no se estila el mérito, sino el parasitismo.
            Pero tampoco se es parásito por ser filósofo. ¿El hijo de Savater sería famoso si su padre no le hubiera dedicado un libro? ¿El hijo de Mosterín, de Gustavo Bueno, de Eugenio Trías, si es que tienen hijos? La fama de sus padres les abre como mucho las puertas de la universidad, siempre que sepan hacer algo más que pinchar discos; porque al hijo de su padre le salen más contratos que al que pincha discos de verdad. Ser hijo de alguien es mérito suficiente para el que no ha hecho méritos. Ser hijo de algo… hasta de una piedra que sea famosa. Son tiempos de hidalgos, de mediocridades heredadas, de parásitos.
            Y eso no basta para explicar el descrédito de la filosofía. Lo que se estila no es el pensamiento, sino la acción; pero la acción reducida a su acontecer, no a su esencia; no gustan  los grandes relatos, solo las anécdotas; importan los episodios, no los argumentos; trescientos capítulos de banalidades gustan más que diez capítulos de esencia. Entusiasma lo rocambolesco, los golpes de efecto, lo trepidante. No son best-sellers quienes tienen que decir algo, sino quienes agitan al público sin respiro aunque no les dejen ningún mensaje. La acción por la acción está de moda, no la contemplación poética. Y es verdad que hay novelas magníficas que te llenan por dentro, pero no se lleva la interioridad, sino la apariencia; para que las cosas no tengan profundidad. Los mismos que les dan vueltas a las cosas mostrando veinte veces lo mismo sin que la repetición les aporte nada, aborrecen a los filósofos porque no hacen más que darles vueltas a las cosas. Y cuando te obligan a pensar un poco en seguida te dicen: “anda, cállate, que ya rayas”. Y no es porque les guste la acción; es porque les gusta lo superfluo. ¡Qué aburrido es echarse gomina, hacer rarezas con el pelo, agujerearse y tatuarse la piel, romperse los pantalones para estar de moda, comprar zapatillas de marca! ¿Tiene eso algo de emocionante? ¡Aburridísimo! Pero es lo que entretiene a la gente. 

 

            ¿Es, entonces, la profundidad lo que espanta? ¿Asusta el espesor de lo denso? No creo. Había una señora en Florencia, bastante entrada en años, que decía que no le gustaba la filosofía. “¿Por qué?”, le decía el filósofo. “Perque non trouva il fondo mai”. ¡Ésa es la cuestión! A ella le desesperaba que nunca se encontrara el fondo; pero lo que desespera hoy a los jóvenes es que no quieren encontrarlo. Les gusta la superficie. Lo hueco, lo vacío, la apariencia, sí pero sólo a condición de que esté hueca. Al filósofo le gusta lo aparente como reto apasionante para buscar lo oculto, pero a los jóvenes les gusta sólo para quedarse en ella. Asusta la profundidad, quizá porque asusta el  compromiso al que te obliga cuando llegas a ella; pero también da pereza buscarla, no gusta el esfuerzo; están de moda las zapatillas sin atar, las camisas por fuera, la ropa sin planchar, el pelo sin peinar, las historias que te cuentan para que tú no las tengas que leer; se impone lo vago y lo superfluo, y al mismo tiempo se cultiva la superficie hueca que obliga a mantener el pelo para arriba, cuando tiende abajo por naturaleza, con gominas y afeites que te imponen un esfuerzo que no conduce al mérito.
            ¿Cuál es el retrato de la juventud, a partir de sus costumbres? La pereza, que nos obliga a buscar historias que nos hagan huir de la lectura. La cobardía, que nos lleva a la actividad que no nos exige compromiso. Y cuando hay esfuerzo, tiene que ser vano para que sea valioso, para que la superficie no esconda ninguna profundidad, como las nueces sin fruto que, cuando las abres, no son más que cáscaras vacías. Todo eso se resume en una palabra: parasitismo; o hidalguía, porque ser hijo de alguien es la mejor garantía para triunfar, cuando uno no sabe ser hijo de sus obras. Por eso no vale nada.
            Precisamente el filósofo se interesa por el esfuerzo, el compromiso, la profundidad, el mérito. El filósofo es el que busca contenido a las cosas: ya lo decía Galdós, el que tiene mucha trastienda; hoy la gente quiere tener tiendas sin trastienda, teatro sin guión, decorado sin tramoya. Claro: bebemos café descafeinado, dulces sin azúcar, consumimos productos light, todo lo consumimos debidamente rebajado: así, también nos gustan los pensamientos que no nos hacen pensar, los dibujos de belleza fácil, las canciones sin sustancia, las historias sin relato, convertidas en episodios sueltos, en espectáculos sin argumento, en culto a lo más vacío de la acción: que eso y no otra cosa es lo que llamamos acciones trepidantes, aunque en ellas no haya ninguna historia que contar.
            Pero eso, que son los gustos sociales, se entreteje con la propia naturaleza de la filosofía. ¿Qué es filosofía? “¡El asombro!”, decía Aristóteles. Hoy ya nadie se asombra de nada. Usamos móviles sin preguntarnos cómo existen, cómo puede ser que las imágenes se descarguen de un móvil a otro, usamos terabytes de memoria sin extrañarnos de que quepan tantas cosas en tan poco espacio, estamos acostumbrados a ver sin mirar, hemos perdido la curiosidad, hemos perdido la mirada. La mirada es un enfoque y nadie enfoca las cosas cuando las mira; las enfoca la sociedad, que nos ha impuesto sus puntos de vista; y ya nada vemos si no es a través de sus gafas.
            Por el contrario, el filósofo quiere ver las cosas por sí solo; no que otros las vean por él. Inevitablemente vemos a través de los cristales de nuestra sociedad, de nuestras costumbres, de nuestros tiempos, pero el filósofo intenta, lo consiga o no, ver las cosas con sus propios ojos: y eso es lo que no soporta quien vive a través de la moda; “¡anda, ya vale, empiezas a rayarte, deja de pensar tanto!” Claro, empezar a pensar un poco es ya para algunos haber pensado mucho. Porque no quieren encontrar nada detrás del mundo de las apariencias y si piensan, temen que acaben encontrando algo. Y no: el mundo es como un traje que te pones los días de fiesta, que te pasas el tiempo en el espejo disfrutando de ver cómo te verán los otros y escondiendo como eres para que no te vean de verdad; porque, claro, si ellos te ven como eres, a lo mejor resulta que te ves tú también: y no quieres, te asusta descubrir el vacío que escondes con tantos oropeles porque no quieres sentir el escalofrío de ver que en tu ser no hay fondo; que eres como una caja vistosa que cuando la abres no tiene nada; acostumbrado a valerte por lo que vistes, no sabes valerte por lo que eres; no has conocido el triunfo y por eso celebras como si fuera tuyo el de tu equipo de fútbol, el de tu escuela, el de tu país, el de tu tribu; no tienes ideas y por eso vives con decorados; unas banderas rojas y svásticas y no sabes lo que significan, sólo valen porque te gustan, y te gustan porque les gustan a los tuyos, y porque te incitan a la acción: una acción sin sentido, episodio sin argumento, inercia del acto reflejo, la del rebelde sin causa, que sólo vale por sí misma, culto a la acción por la acción. 

 

            La acción del filósofo, sin embargo, debe tener sentido. No hay que pensar que el filósofo es un animal pasivo, a él también le gusta lo trepidante, pero no a costa de la contemplación; quitarse la venda de los ojos, ésa es, para él, la única forma de actuar. A la gente le gustan las historias con imágenes, pero quien piensa las prefiere imaginar él mismo: y quiere leerlas en lugar de verlas, la palabra sugiere y la imagen muestra, y aunque haya imágenes sugerentes (y por tanto sugestivas), la gente prefiere que se lo muestren todo, que no tenga que buscar nada, que no tenga que construir la historia que contempla, que se la den ya toda construida, que le ahorren el esfuerzo de pensar; y no es que le guste el cine, le gusta el espectáculo fácil, los culebrones y los seriales, las españoladas y el mal gusto, no le gusta el Potemkin, ni Bertolucci ni Ingmar Bergman, y cuando lee tampoco le gusta Flaubert ni Dostoievski, prefiere leer el Marca, como se leía antes a Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía, literatura de consumo que te ahorra el esfuerzo de interpretar.
            Antiguamente, cuando gustaba hurgar en el fondo de las cosas, la filosofía perturbaba porque no lo encontraba nunca; pero gustaba. Hubo un tiempo en que se leía a Marco Aurelio, a Aristóteles, y la reina Cristina de Suecia llamó a Descartes para oírle hablar en lugar de leer lo que decía el Marca de entonces. Hoy, por desgracia, ya no nos atrae el fondo de las cosas. La vieja Lea que regentaba una pensión en Florencia seguramente habrá muerto, y no podrá quejarse de que la filosofía “non trouva il fondo mai”. A pocas manzanas de la casa, la plaza donde ardió Savonarola; el que lanzaba diatribas contra la superficie, encendiendo la hoguera de las vanidades: aquella donde ardía el lujo convertido en apariencia sola, desnudo de profundidad; pero tan absurdo es buscar profundidad sin apariencia, como buscar apariencia sin profundidad; la vanidad del mundo está tan hueca como la profundidad de Savonarola; que lo profundo solamente se puede buscar desde la superficie, y el pozo sólo es pozo si tiene bordes por donde se entra y paredes que construyen el interior. 

 

            Resumiendo: hoy no queremos nada dentro de la superficie y por eso no nos gusta la filosofía; ayer sí se buscaba dentro pero la filosofía no lo podía encontrar. Frente a esta búsqueda frustrada del pensamiento apareció un pensamiento que encontraba cuando buscaba: era la ciencia; el experimento descubría las causas escondidas de las cosas y eso fue un progreso gigantesco, pero pronto se le descubrió una limitación: que funcionaba sólo con aquellas realidades que podían ser divididas en realidades más sencillas, cuantificables y medibles, cualidades primarias, como se decía, y por lo tanto se podían manipular en trabajos de campo o en laboratorio. ¿Pero cómo medir aquellas realidades tan simples que no se podían analizar? El alma, el ser, el vacío, la materia, el espíritu, la existencia o la belleza, dios. Realidades imposibles de estudiar con el método científico. Esa parte del mundo que seguía sin poderse abordar con los instrumentos de la ciencia seguía constituyendo el mundo de la filosofía. ¿Cómo pensar para intentar comprenderla un poco? Desde Kant sabemos que cuando miramos más allá de la ciencia las palabras encierran contradicciones; y eso no quiere decir que la filosofía se enrede con las palabras, sino que la realidad misma es un enredo y para llegar a ella las palabras deben ser cada vez menos conceptos y más metáforas: como en Nietzsche y Unamuno, como en Heidegger, como en María Zambrano; como en Platón.
            Hemos entrado en el año 2016. En España se está implantando la enésima reforma de la educación. Una de sus consecuencias es el eclipse de la filosofía, y eso, a los filósofos, les hace rasgarse las vestiduras, y a la gente mundana la llena de felicidad. ¿Perdemos algo con el declive de la filosofía? ¿Ganamos algo? Según. Si la filosofía es una losa de conocimientos que ahogan la vida y constriñen el pensar, con su desaparición no perdemos nada; o perdemos poco; memorizar el hilemorfismo sin entender el sentido profundo de esa conjetura no sirve para nada; es como memorizar la valencia del azufre sin saber qué significa esa valencia, como aprender que el agua es covalente y las sales son iónicas sin entender qué importancia tiene eso para la química; o como automatizar que hay que transponer la incógnita en una ecuación cambiándola de signo sin discernir por qué. Una filosofía convertida en historia de unas ideas herméticas es tan poco útil como la química y la matemática convertidas en automatismos incomprensibles para formar ingenieros. La solución para formar buenos técnicos no sería quitar la matemática y la química de los planes de estudio, sino enseñarlas bien: lo mismo ocurre con la filosofía; la estupidez del hermetismo de los conceptos filosóficos no se corrige suprimiendo la filosofía, como el dolor del brazo no se suprime cortando el brazo. ¿Entonces qué? ¿Qué podemos hacer, entonces?
            Aligerar soltando lastre. La filosofía no debe ser una losa sobre nuestras cabezas, sino bajo nuestros pies; lejos de entorpecer nuestras ideas, lo que debe ser es una base sólida para pensar. Menos sofística y más mayéutica, aunque sofística también. Menos contenidos y más aprender a pensar, aunque contenidos también. ¿Por qué no puede ser filósofo el profesor de filosofía? Porque se lo impiden los programas. Porque hay demasiados contenidos para tan poco tiempo. Porque no da tiempo a pensar en Nietzsche, en Aristóteles y en Platón, y sólo podemos decir lo que pensaban ellos sin pensarlo nosotros. Una filosofía que encorseta el pensamiento es fuente de asfixia; un pensamiento sin filosofía es foco de ceguera; estudiar sin filosofar es lo mismo que aprender a hacer punto moviendo las agujas para dibujar, con gestos automáticos, una figura que hay en el patrón que te han dado, no que hayas creado tú. Ese patrón son los ojos de la sociedad, que miran por nosotros. Los ecos de nuestro tiempo, que hablan por nuestra voz. Las atalayas del tiempo, que les dicen a nuestros ojos lo que tienen que ver.
            La filosofía sirve para  eso: pero necesita una profunda reforma de los planes de estudio. Hoy se ha convertido en un problema, y debe ser la solución. Para que los jóvenes no se dejen llevar por lo fácil. Para que busquen en el fondo de las cosas, aprendiendo el amor por la trastienda, y sepan poner en su debido sitio la pasión por los escaparates. Para que no le tengan miedo al compromiso. Para que no distorsionen el sentido de la pereza, que no es fuente de frustración sino de placer. Para que se atrevan a construir historias y pensamientos, navegando en los pensamientos y en las historias de los demás. Para que pensar y vivir sea siempre una emoción, una ilusión, curiosidad y asombro, para que no siempre se sepa lo que va a pasar: que la poesía, dice el poeta, es misterio, y no hay certezas donde no ha habido misterios que sortear. Noûs: intuición, conocimiento. Odisea: viaje lleno de aventuras, escollos y satisfacciones. Noodisea: la aventura del saber. (oportuna palabra inventada por Miró Quesada). La filosofía, para valernos, debe ser siempre una noodisea, una aventura que siempre empieza, un espíritu en busca de Ítaca que no sabe si la encontrará: de ninguna manera una historia en la que, antes de conocer cómo avanza, nos leemos el final; porque eso ha sido la filosofía hasta ahora. Ni quemar las vanidades como hacía Savonarola (porque en ellas encontramos el destello de vivir) ni olvidarse de que la vida late en el fondo de las cosas (lo que en ella late como cabeza y corazón). Ése es el valor de la filosofía. Ningún gobierno que se precie debería amputar el brazo para quitar la herida que nos sacude con su dolor. 

 





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