LA
CRISIS DE LA FILOSOFÍA
La filosofía está en crisis. La
gente admira al deportista, al cantante, al torero, de ninguna manera al que
piensa. Y Messi, Beckham o Ronaldo ganan en un día lo que el filósofo en una
vida entera. Ni siquiera hacen falta méritos para ser famoso; basta con ser
hijo de famoso para que la gracia de los padres te toque con su dedo: Kiko es
hijo de la Pantoja y ¿cuáles son sus méritos? Andreíta es hija de Belén Esteban
y ¿qué le debe el mundo para hablar de ella? La propia Belén no hizo más que
acostarse con Jesulín para ser nombrada princesa del pueblo. Ser hijo de
famoso, amante de famoso o amigo de famoso ya es suficiente para ser famoso sin
hacer méritos. Algunos, como Lolita o Rosariyo, cantan estupendamente y la fama
no les llega por ser hijas de su madre; la fama sólo les abre las puertas para
que puedan desarrollar su talento, pero ellas tienen algo que ofrecer; pero
Kiko pincha discos y el otro es actor y la niña escribe libros sin saber
escribir apenas. Hoy no se estila el mérito, sino el parasitismo.
Pero tampoco se es parásito por ser
filósofo. ¿El hijo de Savater sería famoso si su padre no le hubiera dedicado
un libro? ¿El hijo de Mosterín, de Gustavo Bueno, de Eugenio Trías, si es que
tienen hijos? La fama de sus padres les abre como mucho las puertas de la
universidad, siempre que sepan hacer algo más que pinchar discos; porque al
hijo de su padre le salen más contratos que al que pincha discos de verdad. Ser
hijo de alguien es mérito suficiente para el que no ha hecho méritos. Ser hijo
de algo… hasta de una piedra que sea famosa. Son tiempos de hidalgos, de
mediocridades heredadas, de parásitos.
Y eso no basta para explicar el
descrédito de la filosofía. Lo que se estila no es el pensamiento, sino la
acción; pero la acción reducida a su acontecer, no a su esencia; no gustan los grandes relatos, solo las anécdotas;
importan los episodios, no los argumentos; trescientos capítulos de banalidades
gustan más que diez capítulos de esencia. Entusiasma lo rocambolesco, los golpes
de efecto, lo trepidante. No son best-sellers quienes tienen que decir algo,
sino quienes agitan al público sin respiro aunque no les dejen ningún mensaje.
La acción por la acción está de moda, no la contemplación poética. Y es verdad
que hay novelas magníficas que te llenan por dentro, pero no se lleva la
interioridad, sino la apariencia; para que las cosas no tengan profundidad. Los
mismos que les dan vueltas a las cosas mostrando veinte veces lo mismo sin que
la repetición les aporte nada, aborrecen a los filósofos porque no hacen más
que darles vueltas a las cosas. Y cuando te obligan a pensar un poco en seguida
te dicen: “anda, cállate, que ya rayas”. Y no es porque les guste la acción; es
porque les gusta lo superfluo. ¡Qué aburrido es echarse gomina, hacer rarezas
con el pelo, agujerearse y tatuarse la piel, romperse los pantalones para estar
de moda, comprar zapatillas de marca! ¿Tiene eso algo de emocionante?
¡Aburridísimo! Pero es lo que entretiene a la gente.
¿Es, entonces, la profundidad lo que
espanta? ¿Asusta el espesor de lo denso? No creo. Había una señora en
Florencia, bastante entrada en años, que decía que no le gustaba la filosofía.
“¿Por qué?”, le decía el filósofo. “Perque non trouva il fondo mai”. ¡Ésa es la
cuestión! A ella le desesperaba que nunca se encontrara el fondo; pero lo que
desespera hoy a los jóvenes es que no quieren encontrarlo. Les gusta la
superficie. Lo hueco, lo vacío, la apariencia, sí pero sólo a condición de que
esté hueca. Al filósofo le gusta lo aparente como reto apasionante para buscar
lo oculto, pero a los jóvenes les gusta sólo para quedarse en ella. Asusta la
profundidad, quizá porque asusta el
compromiso al que te obliga cuando llegas a ella; pero también da pereza
buscarla, no gusta el esfuerzo; están de moda las zapatillas sin atar, las
camisas por fuera, la ropa sin planchar, el pelo sin peinar, las historias que
te cuentan para que tú no las tengas que leer; se impone lo vago y lo
superfluo, y al mismo tiempo se cultiva la superficie hueca que obliga a
mantener el pelo para arriba, cuando tiende abajo por naturaleza, con gominas y
afeites que te imponen un esfuerzo que no conduce al mérito.
¿Cuál es el retrato de la juventud,
a partir de sus costumbres? La pereza, que nos obliga a buscar historias que
nos hagan huir de la lectura. La cobardía, que nos lleva a la actividad que no
nos exige compromiso. Y cuando hay esfuerzo, tiene que ser vano para que sea
valioso, para que la superficie no esconda ninguna profundidad, como las nueces
sin fruto que, cuando las abres, no son más que cáscaras vacías. Todo eso se
resume en una palabra: parasitismo; o hidalguía, porque ser hijo de alguien es
la mejor garantía para triunfar, cuando uno no sabe ser hijo de sus obras. Por
eso no vale nada.
Precisamente el filósofo se interesa
por el esfuerzo, el compromiso, la profundidad, el mérito. El filósofo es el
que busca contenido a las cosas: ya lo decía Galdós, el que tiene mucha
trastienda; hoy la gente quiere tener tiendas sin trastienda, teatro sin guión,
decorado sin tramoya. Claro: bebemos café descafeinado, dulces sin azúcar,
consumimos productos light, todo lo consumimos debidamente rebajado: así,
también nos gustan los pensamientos que no nos hacen pensar, los dibujos de
belleza fácil, las canciones sin sustancia, las historias sin relato,
convertidas en episodios sueltos, en espectáculos sin argumento, en culto a lo
más vacío de la acción: que eso y no otra cosa es lo que llamamos acciones
trepidantes, aunque en ellas no haya ninguna historia que contar.
Pero eso, que son los gustos
sociales, se entreteje con la propia naturaleza de la filosofía. ¿Qué es
filosofía? “¡El asombro!”, decía Aristóteles. Hoy ya nadie se asombra de nada.
Usamos móviles sin preguntarnos cómo existen, cómo puede ser que las imágenes
se descarguen de un móvil a otro, usamos terabytes de memoria sin extrañarnos
de que quepan tantas cosas en tan poco espacio, estamos acostumbrados a ver sin
mirar, hemos perdido la curiosidad, hemos perdido la mirada. La mirada es un
enfoque y nadie enfoca las cosas cuando las mira; las enfoca la sociedad, que
nos ha impuesto sus puntos de vista; y ya nada vemos si no es a través de sus
gafas.
Por el contrario, el filósofo quiere
ver las cosas por sí solo; no que otros las vean por él. Inevitablemente vemos
a través de los cristales de nuestra sociedad, de nuestras costumbres, de
nuestros tiempos, pero el filósofo intenta, lo consiga o no, ver las cosas con
sus propios ojos: y eso es lo que no soporta quien vive a través de la moda;
“¡anda, ya vale, empiezas a rayarte, deja de pensar tanto!” Claro, empezar a
pensar un poco es ya para algunos haber pensado mucho. Porque no quieren
encontrar nada detrás del mundo de las apariencias y si piensan, temen que
acaben encontrando algo. Y no: el mundo es como un traje que te pones los días
de fiesta, que te pasas el tiempo en el espejo disfrutando de ver cómo te verán
los otros y escondiendo como eres para que no te vean de verdad; porque, claro,
si ellos te ven como eres, a lo mejor resulta que te ves tú también: y no
quieres, te asusta descubrir el vacío que escondes con tantos oropeles porque
no quieres sentir el escalofrío de ver que en tu ser no hay fondo; que eres
como una caja vistosa que cuando la abres no tiene nada; acostumbrado a valerte
por lo que vistes, no sabes valerte por lo que eres; no has conocido el triunfo
y por eso celebras como si fuera tuyo el de tu equipo de fútbol, el de tu
escuela, el de tu país, el de tu tribu; no tienes ideas y por eso vives con
decorados; unas banderas rojas y svásticas y no sabes lo que significan, sólo
valen porque te gustan, y te gustan porque les gustan a los tuyos, y porque te
incitan a la acción: una acción sin sentido, episodio sin argumento, inercia
del acto reflejo, la del rebelde sin causa, que sólo vale por sí misma, culto a
la acción por la acción.
La acción del filósofo, sin embargo,
debe tener sentido. No hay que pensar que el filósofo es un animal pasivo, a él
también le gusta lo trepidante, pero no a costa de la contemplación; quitarse
la venda de los ojos, ésa es, para él, la única forma de actuar. A la gente le
gustan las historias con imágenes, pero quien piensa las prefiere imaginar él
mismo: y quiere leerlas en lugar de verlas, la palabra sugiere y la imagen
muestra, y aunque haya imágenes sugerentes (y por tanto sugestivas), la gente
prefiere que se lo muestren todo, que no tenga que buscar nada, que no tenga
que construir la historia que contempla, que se la den ya toda construida, que
le ahorren el esfuerzo de pensar; y no es que le guste el cine, le gusta el
espectáculo fácil, los culebrones y los seriales, las españoladas y el mal
gusto, no le gusta el Potemkin, ni
Bertolucci ni Ingmar Bergman, y cuando lee tampoco le gusta Flaubert ni
Dostoievski, prefiere leer el Marca, como se leía antes a Corín Tellado, Marcial
Lafuente Estefanía, literatura de consumo que te ahorra el esfuerzo de
interpretar.
Antiguamente, cuando gustaba hurgar
en el fondo de las cosas, la filosofía perturbaba porque no lo encontraba
nunca; pero gustaba. Hubo un tiempo en que se leía a Marco Aurelio, a
Aristóteles, y la reina Cristina de Suecia llamó a Descartes para oírle hablar
en lugar de leer lo que decía el Marca de entonces. Hoy, por desgracia, ya no
nos atrae el fondo de las cosas. La vieja Lea que regentaba una pensión en
Florencia seguramente habrá muerto, y no podrá quejarse de que la filosofía
“non trouva il fondo mai”. A pocas manzanas de la casa, la plaza donde ardió
Savonarola; el que lanzaba diatribas contra la superficie, encendiendo la
hoguera de las vanidades: aquella donde ardía el lujo convertido en apariencia
sola, desnudo de profundidad; pero tan absurdo es buscar profundidad sin
apariencia, como buscar apariencia sin profundidad; la vanidad del mundo está
tan hueca como la profundidad de Savonarola; que lo profundo solamente se puede
buscar desde la superficie, y el pozo sólo es pozo si tiene bordes por donde se
entra y paredes que construyen el interior.
Resumiendo: hoy no queremos nada
dentro de la superficie y por eso no nos gusta la filosofía; ayer sí se buscaba
dentro pero la filosofía no lo podía encontrar. Frente a esta búsqueda
frustrada del pensamiento apareció un pensamiento que encontraba cuando
buscaba: era la ciencia; el experimento descubría las causas escondidas de las
cosas y eso fue un progreso gigantesco, pero pronto se le descubrió una
limitación: que funcionaba sólo con aquellas realidades que podían ser
divididas en realidades más sencillas, cuantificables y medibles, cualidades
primarias, como se decía, y por lo tanto se podían manipular en trabajos de
campo o en laboratorio. ¿Pero cómo medir aquellas realidades tan simples que no
se podían analizar? El alma, el ser, el vacío, la materia, el espíritu, la
existencia o la belleza, dios. Realidades imposibles de estudiar con el método científico.
Esa parte del mundo que seguía sin poderse abordar con los instrumentos de la
ciencia seguía constituyendo el mundo de la filosofía. ¿Cómo pensar para
intentar comprenderla un poco? Desde Kant sabemos que cuando miramos más allá
de la ciencia las palabras encierran contradicciones; y eso no quiere decir que
la filosofía se enrede con las palabras, sino que la realidad misma es un
enredo y para llegar a ella las palabras deben ser cada vez menos conceptos y
más metáforas: como en Nietzsche y Unamuno, como en Heidegger, como en María
Zambrano; como en Platón.
Hemos entrado en el año 2016. En
España se está implantando la enésima reforma de la educación. Una de sus
consecuencias es el eclipse de la filosofía, y eso, a los filósofos, les hace
rasgarse las vestiduras, y a la gente mundana la llena de felicidad. ¿Perdemos
algo con el declive de la filosofía? ¿Ganamos algo? Según. Si la filosofía es
una losa de conocimientos que ahogan la vida y constriñen el pensar, con su
desaparición no perdemos nada; o perdemos poco; memorizar el hilemorfismo sin
entender el sentido profundo de esa conjetura no sirve para nada; es como
memorizar la valencia del azufre sin saber qué significa esa valencia, como
aprender que el agua es covalente y las sales son iónicas sin entender qué
importancia tiene eso para la química; o como automatizar que hay que
transponer la incógnita en una ecuación cambiándola de signo sin discernir por
qué. Una filosofía convertida en historia de unas ideas herméticas es tan poco
útil como la química y la matemática convertidas en automatismos
incomprensibles para formar ingenieros. La solución para formar buenos técnicos
no sería quitar la matemática y la química de los planes de estudio, sino
enseñarlas bien: lo mismo ocurre con la filosofía; la estupidez del hermetismo
de los conceptos filosóficos no se corrige suprimiendo la filosofía, como el
dolor del brazo no se suprime cortando el brazo. ¿Entonces qué? ¿Qué podemos
hacer, entonces?
Aligerar soltando lastre. La
filosofía no debe ser una losa sobre nuestras cabezas, sino bajo nuestros pies;
lejos de entorpecer nuestras ideas, lo que debe ser es una base sólida para
pensar. Menos sofística y más mayéutica, aunque sofística también. Menos
contenidos y más aprender a pensar, aunque contenidos también. ¿Por qué no
puede ser filósofo el profesor de filosofía? Porque se lo impiden los
programas. Porque hay demasiados contenidos para tan poco tiempo. Porque no da
tiempo a pensar en Nietzsche, en Aristóteles y en Platón, y sólo podemos decir
lo que pensaban ellos sin pensarlo nosotros. Una filosofía que encorseta el pensamiento
es fuente de asfixia; un pensamiento sin filosofía es foco de ceguera; estudiar
sin filosofar es lo mismo que aprender a hacer punto moviendo las agujas para
dibujar, con gestos automáticos, una figura que hay en el patrón que te han
dado, no que hayas creado tú. Ese patrón son los ojos de la sociedad, que miran
por nosotros. Los ecos de nuestro tiempo, que hablan por nuestra voz. Las
atalayas del tiempo, que les dicen a nuestros ojos lo que tienen que ver.
La filosofía sirve para eso: pero necesita una profunda reforma de
los planes de estudio. Hoy se ha convertido en un problema, y debe ser la
solución. Para que los jóvenes no se dejen llevar por lo fácil. Para que busquen
en el fondo de las cosas, aprendiendo el amor por la trastienda, y sepan poner
en su debido sitio la pasión por los escaparates. Para que no le tengan miedo
al compromiso. Para que no distorsionen el sentido de la pereza, que no es
fuente de frustración sino de placer. Para que se atrevan a construir historias
y pensamientos, navegando en los pensamientos y en las historias de los demás.
Para que pensar y vivir sea siempre una emoción, una ilusión, curiosidad y
asombro, para que no siempre se sepa lo que va a pasar: que la poesía, dice el
poeta, es misterio, y no hay certezas donde no ha habido misterios que sortear.
Noûs: intuición, conocimiento. Odisea: viaje lleno de aventuras, escollos y
satisfacciones. Noodisea: la aventura del saber. (oportuna palabra inventada
por Miró Quesada). La filosofía, para valernos, debe ser siempre una noodisea,
una aventura que siempre empieza, un espíritu en busca de Ítaca que no sabe si
la encontrará: de ninguna manera una historia en la que, antes de conocer cómo
avanza, nos leemos el final; porque eso ha sido la filosofía hasta ahora. Ni
quemar las vanidades como hacía Savonarola (porque en ellas encontramos el
destello de vivir) ni olvidarse de que la vida late en el fondo de las cosas
(lo que en ella late como cabeza y corazón). Ése es el valor de la filosofía.
Ningún gobierno que se precie debería amputar el brazo para quitar la herida
que nos sacude con su dolor.
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