LA MUERTE DE LAS GALLINAS
La
gallina yacía en el suelo patas arriba. Sobre ella, el banco salobre de madera
cuajado de excrementos. Un huevo bailaba bajo el peso de su propia inercia. La
gallina había muerto. Su cresta rígida se hinchaba con el color granate de la
sangre. Sus ojos, desencajados, se abrían lívidos al mundo con la ceguera de la
muerte. Como salpicaduras caóticas, las manchas verdes, blancas, se cruzaban
sobre la madera recia donde había puesto los huevos. Y nada brillaría en sus
ojos de cuanto gravitaba alrededor. La gallina había muerto. Sus ojos,
incrédulos, se abrían desmesurados al mundo sin creer lo que estaban viendo.
Sus ojos no veían nada. La vida los había abandonado. ¡Cuánto dolor, cuánto
sufrimiento larvado en la granja de las gallinas! La gallina había muerto. Las
tablas oscuras, las sombras siniestras, los ángulos imposibles; las aristas
agudas de las sombras, redondeadas en la penumbra, por la luz artificial de las
bombillas.
Sus ojos
se salían de las órbitas. Sus legañas, cuajadas de sueño, pugnaban por vencer y
cerrarse. Pero no podían. La luz las bañaba, con resplandores de guerra, como
una ducha insomne bañada en los insultos. Le vencía el sueño. Y cuando sus ojos
se cerraban, disparando con centellas, los abrían despiadadas las luces
asesinas de la noche. Un grito desgarraba el alba con la fuerza de un martillo.
Un ruido que chirriaba, miles de ruidos abominables, una intensidad
escalofriante. El ruido se metía en sus tímpanos, escalaba sus entrañas y le
hundía sus piolets en el cerebro. Horribles, pavorosos alaridos estallaban en
concierto de terribles decibelios. Y la luz. La luz que se le clavaba en los
ojos, aunque los cerrara, la luz: la claridad que le martilleaba por el sueño.
La
gallina había muerto. ¿Había sido de estrés o de infarto? ¿De claridad o de
horror? Había muerto de agotamiento. Allí estaban las agobiantes tablas donde
las gallinas ponían los huevos. Allí los barrotes justos, las paredes
estrechas, la infinitésima distancia donde vivía la gallina desde que ponía. Y
la luz que encendía las ventanas. La blanca luz del día. La luz amarilla de la
noche. De lejos, la granja parecía un barracón con ventanitas; sería un avión
si sus ventanas fuesen redondas, aquellas pequeñas ventanas cuadradas. El
lógobre barracón de las gallinas.
Sobre sus
catres, los presos dormían temiendo que se abriese la puerta. Auschwitz,
Mauthausen, ¿Treblinka quizá? Era el crudo invierno, las temibles nevadas. Era
el frío hostil que aguijoneaba las orejas, sacudía los huesos, se clavaba en
las manos. Eran los aguijones de millones de abejas que perforaban la noche, en
el infierno de hielo, en la torre invernal. Los alemanes espiaban en lo alto de
los miradores. Desde lejos, si lo estuviésemos viendo desde fuera, parecería el
barracón de presos la nave de las
gallinas. Una larga casa llena de ventanas cuadradas sobre los camastros de los
prisioneros.
La
gallina se había muerto. Su cresta no se erguiría sobre sus ojos jamás: sólo
era signo de muerte en su esquelética rigidez. La gallina yacía patas arriba
sobre un suelo de excrementos. La rodeaba un guirigay sin sinfonía, un caos de
voces huecas, un estridente cacarear. La gallina había muerto. Los huevos que
ponían, los gritos de gallinas cluecas, el alboroto de los cuerpos, el batir de
las alas que chocaban por los lados, la prisión infecta de aquellos cubículos
miserables, todo concurría en una vida sin sentido, sin alegría, una vida
triste y desazonada, un universo de desesperación: convertidas en máquinas de
poner. Esas horribles tinieblas de la vida, ¡qué ironía!, bañadas por los haces
artificiales de una luz que no cesa, unas luces que prolongan la luz del día,
unas luces que quitan el sueño, agotándolas despiadadamente, unas luces que
matan, cansadas de no dormir.
El preso
está inmóvil, paralizado por la rotura de su sueño, abierto a la luz que mata,
monstruoso, insomne, palpitante, en desesperación. El preso no puede dormir.
Cada vez que cierran los ojos sus carceleros le sobresaltan, lo fusilan de
kilowatios, mientras enchufan a todo volumen la radio que martillea. El hombre
amordazado. El preso insomne. La gallina agotada en los estertores de su propio
sueño, incapaz de dormir después de tantas interrupciones, con la cara sucia, el calor de la luz, el
sudor del cuerpo, el horror de decibelios, los ojos abiertos, los párpados
hundidos, la frente arrugada, como un fantasma, la barba sin afeitar.
Se abre
puerta y gritan a los presos. El kappo los quiere a todos en formación. En el
sopor de la noche, acurrucados unos contra otros, temblando de frío (el frío
que penetra por las rajas, entre las tablas de las paredes que juntan mal), los
presos salen del barracón. Salen desnudos, son las órdenes. Y en el patio,
agrupados por centenares en formación, esperan las órdenes del kappo. Hace un
frío que pela. Los cuerpos ateridos tiritan en una sinfonía de horror. Silba el
aire de la estepa. Y la nieve, helada en el cielo antes de caer, atraviesa como
miríadas de estrellas miles de poros y se quedan despiadadamente clavadas en la
piel. Una hora. Dos horas. El kappo espera. Cuando por fin da la orden de
regresar, los miembros entumecidos ya no sienten frío. Sólo un dolor espantoso
que se clava en la médula, y los presos, de nuevo en los barracones, se
aprietan en busca de calor. El dolor gratuito. El alimento del sadismo. La
práctica del terror. Las largas horas de formación a la intemperie no servían
para nada. Solo estaban hechas para inflar el sufrimiento. Sólo eran para
hacerles sufrir.
Yo he
visto las fotos del calvario de esos presos. Y he visto el insomnio del triste
preso (en una película de Costa Gavras), ansioso por dormir. Pero no había
visto el sufrimiento de las gallinas. Jesús, el alguacil, me lo explicó todo. Y
así supe que cuando vemos una granja no es una escena bucólica, idílica y
tierna, ni las gallinas son los pollitos que acurrucamos en nuestras manos con
ilusión; por el contrario, las granjas son máquinas de matar. Y las gallinas,
negadas por el ser humano en sus elementales derechos, no son pollitos que han
crecido. No son más que máquinas de poner; y a nadie le importa el sufrimiento
de las gallinas. Como los campos de Mauthausen o Treblinka, como el prisionero
de Costa Gavras, son pobres criatura inmovilizadas, iluminadas día y noche para
impedirles el sueño: y los huevos que ponen los vende el granjero, en todas las
tiendas y mercados, allí donde hay hombres y mujeres, allí donde hay niños, y
compra los huevos para comer; y los
niños, mientras los comen, sueñan en el color de los pollitos (amarillos,
dulces, de terciopelo); y no saben que la granja es un campo de concentración.
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