sábado, 30 de agosto de 2014

Reflexiones sobre el poder (y 3): de arriba y abajo.




REFLEXIONES SOBRE EL PODER (y 3):
DE ARRIBA Y ABAJO


1.
Las ficciones clarividentes sirven para proyectar la realidad más allá de lo que vemos; las ficciones ciegas le quitan a la realidad buena parte de su ser.
Los ideales son ficciones que nos marcan el camino.



            -Recapitulemos otra vez para poner a punto nuestras ideas. El mismo poder que, fecundado por la razón, da justicia, es injusto cuando se deja fecundar por las pasiones; por esos sentimientos excesivos que, si son vicios del alma, en el cuerpo son enfermedades. Pues bien, tanto la razón como las pasiones son producto del amor. El amor ciego valora como ciertas las cosas falsas, y el amor luminoso, mirando por los cristales de la razón, tiene una imagen más ajustada de las cosas; de las cosas y de sí mismo. Los valores son ideales inalcanzables, ilusiones, sueños. Daos cuenta de que las fantasías sirven para mejorar la realidad; pero si no ven bien las cosas, empeoran y la degradan. Las ficciones clarividentes sirven para proyectar la realidad más allá de lo que vemos; las ficciones ciegas, sin embargo, quitan a la realidad buena parte de su ser.
            De repente pensó que estaba hablando para sus alumnos, y tenía que centrarse en ellos. Su mirada abandonó el espacio y llegó hasta los cuerpos, en un intento de observar cómo estaba la mirada de los otros. Silvia y Esmeralda escuchaban con atención, y Jorge y Mario atendían también, pero sin magia. Rut, Judit y Conchi le miraban a ratos, y a ratos miraban a la mesa, a las paredes, a la ventana. Nuria clavaba su atención en el concepto, con un rictus crispado en la comisura de los labios y una diligencia obsesiva. Juan vio que el resto de los chicos estaba distraído. Comprendió que tenía que bajar de las nubes si quería que todos le entendieran. Tenía que trocar monólogo por diálogo. A ver cómo lo conseguía.
            -A ver –dijo dirigiéndose a Manuel-. Supón por un momento que has hecho un buen trabajo. El profesor lo valora y te suspende. ¿Tú qué pensarías?
            Manuel, que se había puesto alerta en el momento mismo de ser interpelado, estaba ya listo para responder.
            -Pensaría que es injusto. Si el trabajo está bien tendrían que ponerme una buena nota.
            -¿Piensas que, si el profesor te tuviera aprecio, te habría valorado mejor?
            -Sí, claro.
            -¿Y si te tuviera manía? ¿Piensas que te suspendería sólo por tenerte ojeriza?
            -No digo que siempre. Pero a veces ocurre.
            -Consideras, por tanto, que los profesores deben juzgar con la cabeza: no con el corazón.
            -Eso es.
            -Menos aún con las tripas.
            -Exactamente.
            -Entonces preferirías ser juzgado por un ordenador. Un ordenador sólo piensa, nunca siente.
            -Hombre, Juan, no te pases. Tampoco soy un robot que funcione con dos y dos son cuatro.
            -Admites, por consiguiente, que no basta con la cabeza para valorar las cosas.
            Silencio.
            -Hace falta corazón para valorar bien. Hace falta sentimiento.
            El chico ya no sabía qué pensar. Esmeralda quería intervenir, pero no acababa de encontrarle la punta al ovillo. Juan continuó.
            -Hay que amar la verdad para juzgar bien. Hay que amar la vida para potenciar todo lo que se pueda nuestra ansia de vivir. Si yo valoro un trabajo poniéndome en lugar del alumno que lo ha hecho, veré las cosas como él; buscaré qué cosas no ha entendido y cuáles no ha trabajado; castigaré sus fallos, cuando se deban a la falta de estudio, y premiaré sus errores si veo en ellos esfuerzo por abrirse camino hacia la verdad. Si, por el contrario, es un alumno muy avispado que dice cosas justas sin esforzarse, sin que necesite estudiar para ello, ¿qué nota le pondrías, Manuel?
            Manuel estaba confundido, no sabía exactamente qué debía responder. Un momento antes lo tenía todo claro, pero ahora... Eludió la respuesta con un movimiento de hombros.
            -El trabajo del profesor –prosiguió Juan- es valorar lo que el alumno aprende. No valorar su inteligencia, porque ser listo no tiene mérito; a veces es como un don de la naturaleza, algo con lo que nacemos sin que hagamos nada por merecerlo. Lo que se debe valorar es el esfuerzo. Una verdad que no cuesta acaso merezca un suspenso. Pero un error laborioso puede merecer mucho más que un simple aprobado.
            Los ojos de Conchi se encendieron en señal de aprobación.
            -¡Claro! ¡Es verdad!
            Juan prosiguió su razonamiento.
            -Si un alumno aprueba poniendo lo que ya sabía antes de venir a clase, es una pérdida de tiempo. O bien porque no estudia, y no lo merece. O porque no atiende, y está desperdiciando la ayuda del profesor. ¿Para qué sirven los profesores? Para aclarar lo que no se entiende en los libros. Para dar vida a lo que sólo es letra muerta. Para animar a los alumnos, meterles el gusanillo en el cuerpo, sembrar en ellos las ganas de saber, dialogar, hacerles trabajar solos, en grupo, promover, debatir, velar por la marcha de la dinámica de los grupos...
            Juan sintió que en aquel momento los alumnos estaban listos para comprender lo que en un principio les estaba explicando: habían salido de su atonía. Entonces prosiguió con sus cavilaciones.
            -Decíamos que cuando valoramos las cosas realzamos todo lo bueno que hay en ellas. En cierto modo podemos decir que entramos en el terreno de la ficción. En efecto, juzgar las cosas es decir hasta dónde están bien hechas, y hasta dónde todavía podrían mejorar. Ese hasta dónde es una meta que nos marcamos. Un ideal hacia el que vale la pena correr. Y si ese ideal todavía nadie lo ha alcanzado, es una ficción. Los ideales son ficciones que nos marcan el camino. Como imanes poderosos, nos atraen hacia ellos y por ellos dejamos llevar nuestro corazón, nuestra cabeza, si es que no nos hemos vuelto insensibles. Pero aquellos que han perdido la sensibilidad no se sienten atraídos por la belleza de esos imanes, de esa brújula, y se pierden en el camino por falta de orientación. Y como no ven la realidad, viven en un mundo de ficciones con caminos disparatados que desvarían. Su falta de sensibilidad les hace ser inseguros, y se creen que hay que forzar las cosas para conseguirlas. Y se vuelven malvados. Unas veces lo degradan todo pensando que hacen bien; porque creen que la violencia es necesaria para obligar a la gente a hacer lo que creen que es su deber que hagan. Otras veces los corroe la envidia. La envidia, que intenta rebajar los éxitos de los demás por debajo del nivel de nuestros propios fracasos.
            Juan enlazó, por fin, con lo que tenía en mente hacía tiempo.
            -Los excesos nublan la vista, nos impiden ver el camino, y hasta el horizonte. El horizonte es, por definición, inalcanzable. Miramos al horizonte para caminar y, cuando creemos llegar a él, resulta que cada vez aparecen más cosas, y el horizonte retrocede sin fin. Es una línea que nos guía, pero que jamás podremos tocar. –Hizo una pausa para marcar una transición-. Eso mismo son los valores: ideales inalcanzables, pero más reales que las cosas mismas. Son reales porque nos marcan el camino. Pues bien, si no los podemos ver porque el exceso nos haya nublado la vista, podemos juzgar como valiosas cosas que no lo son: y se produce una primera inversión de valores. Llamamos, como se dice en Fuenteovejuna, cobardía a la paciencia, imprudencia a la verdad, crueldad a la justicia, justicia a la crueldad. Porque vemos las cosas al revés. Y al sentir como valiosas cosas que no valen nada, nos sentimos valientes por utilizar la violencia, cuando conseguirlas violentamente es sólo cobardía.
            Juan sentía que empezaba a hacer falta un nuevo paréntesis: y se preparó para hacer otro alto en el camino. Esta vez intuyó que su interlocutora debía ser Cristal.
            -Pues bien –continuó-. Si queremos restablecer la justicia tenemos que darle la vuelta a la tortilla otra vez. Tenemos que hacer una segunda inversión de valores. Marx (ya lo veréis el año que viene) lo llamaba negación de la negación. Como Hegel. Nosotros podríamos decir: el cazador cazado. Vamos a ver, Esmeralda, ¿cómo harías tú para restablecer una injusticia? Te pongo un ejemplo: un profesor que valora injustamente un examen.
            Cristal se había erguido sobre sus brazos. Apoyada sobre la mesa, esperaba para arrancar que le diesen el pistoletazo de salida. El pistoletazo había sido aquella pregunta.
            -El profesor ha juzgado a un alumno. Lo ha juzgado mal. Ahora lo que habría que hacer es juzgarlo a él. Bueno, no juzgarlo como persona; me refiero a que habría que juzgar el juicio que él mismo había dado: valorar su valoración, revisar su juicio. Supongo que te referías a eso cuando hablabas de la doble negación.
            -Exactamente. ¿Y cómo podrías hacerlo?
            -No sé... Supongo que le encargaría a otro profesor que corrigiese el examen ya corregido por el primero. Eso existe: se llama doble corrección. Lo que pasa es que no sólo se corregiría dos veces al alumno; se corregiría también la manera de corregir del primer profesor que lo había corregido.
            -¡Muy bien! ¡Ahí quería llegar yo! –dijo Juan Luis, además de ufano, contento-. El problema es que este segundo profesor, para corregir al primero, tiene que ser razonable, pero sobre todo íntegro; eso no siempre es fácil de conseguir. Hay momentos en que, movido por las circunstancias, el propio alumno debe rebelarse contra el profesor: si no hay justicia. Y esta rebelión, que es necesaria, también tiene que ser criticada. Tiene que serlo porque, al eliminar al profesor, el alumno lo juzga al tiempo que se juzga a sí mismo; juzga su propio examen, y al hacerlo se convierte en juez y parte. Entramos en el espinoso tema de la autoevaluación. Y de sus límites.
            Tomó aire, respirando profundamente. Respiraba satisfecho al comprobar que la comunicación con sus alumnos se había restablecido.
            -Fijaos, escuchad atentamente estos versos de Lope de Vega:
                                               Soy vasallo, es mi señor,
                                               vivo en su amparo y defensa,
                                               si en quitarme el honor piensa
                                               quitaréle yo la vida.
Manda el señor, que decide. Pero el señor no puede decidir lo que él quiere, sino lo que quieren quienes obedecen. Él es uno más, si bien uno de los que ven claramente y juzgan con rectitud. Además, decidir lo que quiere el pueblo es demagogia. El pueblo, a veces, quiere una cosa y no lo sabe; y lo que decide no es lo que quiere, sino lo que cree querer. Para que lo entendáis: la gente piensa con la cabeza y decide con las tripas.
            No estaba seguro Juan ahora de ser entendido.
-Quien manda debe ser digno de confianza. Pero como él es el juez supremo, no hay por encima otro poder que le corrija. Por eso los errores de arriba deben ser corregidos por abajo. Abajo tenemos al pueblo. Y el pueblo es, las más de las veces, quien pasa hambre; por eso no decide lo que es justo, sino lo que necesita. Normalmente sus acciones son justas cuando se siente débil, siempre que sus líderes sean clarividentes; de lo contrario surgirán líderes que oigan las voces del pueblo sin escucharlas; que hagan lo que el pueblo pide, saciando sus necesidades a costa de la justicia; y cuando el demagogo haya conquistado el poder, se habrá olvidado del pueblo: que volverá a estar necesitado. El tirano no manda, viola; no convence, fuerza; la “tiranía y el insufrible rigor” harán de él lo que se dice en Fuenteovejuna:
                                         Las haciendas nos robaba
                                         y las doncellas forzaba,
                                         siendo de piedad extraño.
La piedad es compasión: sentir con otros, apasionarse con otros, un afecto colectivo. La piedad es, en realidad, lo mismo que la justicia. No tiene nada que ver con la pena injusta; con favorecer a unos a costa de otros. Pues bien, cuando eso falta, está justificada la rebeldía:
                                               Juntad el pueblo a una voz;
                                               que todos están conformes
                                               en que los tiranos mueran.
Bueno, a decir verdad, lo que debe morir es la tiranía: no los tiranos; que matar a otros, aunque sean ellos, nos hace caer en la bajeza. Para hacer justicia no hay que volverse viles. Aunque lo hagamos en grupo: porque el grupo nos hace sentirnos seguros. Si el pueblo se une en una acción solidaria:
                                               Con un valeroso pecho,
                                               en pidiendo quién lo ha hecho
                                               responden: “Fuenteovejuna”.
El poder, si es sensato, habrá de responder con sensatez:
                                               Y pues tan mal se acomoda
                                               el poderlo averiguar,
                                               o los has de perdonar
                                               o matar la villa toda.
Juan Luis recordaba estos versos:
                                               -¿Quién mató al comendador?
                                               -Fuenteovejuna, señor.
Y recordaba haberle oído decir a su padre:
                                               -¿Y quién es Fuenteovejuna?
                                               -¡Todos a una!
            Pensaba preocupado que el asunto de la rebelión tiene más miga de lo que parece. El señor es dueño del mando, no de sus súbditos. Y lo que debe mandar es el cumplimiento de la justicia. Por eso, si se aparta de ella, tienen sus súbditos derecho a revocarlo. El señor es un servidor de la justicia, no del pueblo; ni tampoco de sus intereses personales. Si él sirve al pueblo en contra de la justicia, merecerá ser revocado. Si sirve a sus intereses en contra de la justicia, si sirve a las pasiones injustas, merecerá, siempre, ser revocado. Ya lo decía Lope: el señor nos ampara, pero no nos posee; si manda con violencia y no con autoridad, deja de ser nuestro señor. Recordaba las palabras de Calderón:
                                               Al rey la hacienda y la vida    
                                               se ha de dar. Pero el honor
                                               es patrimonio del alma
                                               y el alma sólo es de Dios.
            No estaba seguro Juan Luis de que al rey le pertenecieran nuestra hacienda y nuestra vida. El rey sólo es depositario de ello cuando lo requieren los imperativos de la justicia. ¡Pero es que el honor también está disponible cuando la justicia lo requiere! La justicia: no sus ejecutores. La justicia, no necesariamente los jueces. Así que Juan Luis pensaba en estos versos:
                                               ¡Vivan Castilla y León,
                                               y las barras de Aragón,
                                               y muera la tiranía!
            Y pensaba en estos otros:
                                               ¡Vivan Fernando e Isabel, y mueran
                                                           los traidores!
            Juan Luis era consciente de estar estirando aquellos versos más de lo que hubiera querido Lope. En Lope eran firme defensa de la monarquía. Para Juan Luis, firme defensa de la justicia. Si la monarquía sirve a la justicia, bienvenida sea. Si la viola, abajo la monarquía. Lo mismo cabe decir de las banderas. ¿Loores a Castilla y León? ¿Loores a Aragón? Sólo si en sus constituciones se reivindica el imperativo categórico. Sólo si se defiende el derecho natural, los derechos humanos, la libertad responsable y la dignidad y el respeto. ¿De qué me sirve el nacionalismo? ¿Para qué luchar por mi patria? Sólo si mi país es patria de la humanidad, valdrá luchar por ella. ¿De qué me sirve a mí un Euskadi libre levantado sobre la sangre de los inocentes? ¿De qué me sirve la E.T.A.? ¿Para qué quiero yo un Islam que alimenta a dios con sangre y violencia? ¿No quiere Dios la paz entre los pueblos? ¿No son todos los pueblos hijos de dios? ¿No proceden todos de Adán y Eva? ¿Tan grandes fueron sus pecados que no merecen ser redimidos? ¿Para qué quiero yo a Israel si se construye desde el terrorismo de Estado? ¿Por qué permitió dios que Israel encontrara su casa en las casas de Jericó, echando a sus habitantes y pasando a cuchillo a hombres, mujeres, niños y ancianos? ¿Para qué quiero yo un comunismo que dice buscar el fin de la explotación, explotando a millones de personas y asesinando a otros? ¿Para qué religiones, para qué ideologías, para qué patrias? ¿Para qué, si no hay justicia? Reinos, repúblicas, imperios; buscando ser grandes: ¿para qué? ¿Para qué quiero la grandeza, si cuesta atropellos, injusticias y sangre? ¿Para qué la gloria y los honores, para qué?
            El poder debe ser el emisario de la justicia. Su encarnación en este mundo. La dignidad del poder emana de una extraña mixtura: es un difícil encaje entre saber mandar y saber obedecer. El mando es el poder; el poder debe conectar con la necesidad; y la necesidad se hace sentir a gritos por la gente que la padece. Arriba está el mando, que escucha. Abajo está la gente, que habla. En medio, la justicia, que hilvana. El poder es una pasión: una pasión razonable; razonada. Viene de arriba y abajo: ambas, en tensión, sirven de contrapeso; si uno de los extremos falla, el poder caerá en el exceso; desaparecerá la autoridad, florecerá la violencia: la política amenazará entonces ruina.
            Sois mi señor, pero si no servís a la justicia, yo no os serviré a vos. Hay buenos vasallos que no tienen buen señor; también hay buenos señores sin un buen pueblo a quien mandar. A veces, los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Sólo a veces. Otras veces caen con bravura laminados por la brutalidad, aplastados por la felonía. Y no podremos entonar cantos de gloria a Isabel y Fernando, si ellos son los traidores y no los verdugos de la traición; no, por muy reyes que sean.
                                               -¡Rompe, derriba, hunde, quema, abrasa!
                                                -Un popular motín mal se detiene.
                                               -¿El pueblo contra mí?
            El pueblo contra el señor, si el señor deja de ser señor de sí mismo: de sí mismo antes que del pueblo. La rebeldía es una virtud cuando trata de poner en pie lo que el señor ha derribado. Cuando, como don Quijote, quiere deshacer entuertos, combatir injusticias, enderezar lo que se ha torcido.
            Estaba cansada la mente de Juan Luis. Durante los diez minutos que escribían, sus alumnos, en el último tercio de la clase, escuchaban su silencio. Les había pedido que reflexionaran sobre la rebelión. Él, mientras tanto, la veía como una inversión de valores: la segunda. Si el gobernante se rebeló primero contra el mando, subvirtiendo el orden natural de las cosas, ahora el pueblo puede rebelarse contra la subversión, y se convertirá a su vez en subversivo; porque invertir lo que otros han invertido es enderezar entuertos, reivindicar justicias, ser quijotes. Negación de la negación, que se decía en el marxismo. El cazador cazado. La inversión de valores, como la concebía Nietzsche, trataba de volver al principio, cuando reinaban la voluntad y la salud, antes de que los resentidos lo revolviesen todo. Los cobardes, los traidores, los resentidos, los renegados. Y no sabía Juan si era mejor el perdón o el castigo. Pero tenía claro que, fuera lo que fuese, castigo y perdón sólo servían cuando regresaban, castigo o perdón, por la justicia. Sin resentidos.



2.

            El poder mana de arriba y abajo. De arriba es un fluir tranquilo. De abajo, sale a borbotones porque tiene que vencer la gravedad. Es raro que el manantial de abajo sea reposado. Abajo está la fuerza; y la fuerza es incontenible y no siempre está cargada de razones. La razón brota de arriba, y su fuerza sosegada es capaz de moldear los sentimientos; mas sucede, a veces, que las razones se estancan por el empuje de fuerzas ajenas a la razón; fuerzas invasoras que se han filtrado por el manantial de arriba.
            El poder se pudre cuando las razones se atascan ahí arriba; pero también cuando el impulso de abajo, tal un enorme géiser de energía incontrolable, un maremoto, un volcán, lo arrasa todo y no queda en el mundo piedra sobre piedra. La furia de las rebeliones ciegas es tan devastadora como las ciegas corrupciones del poder.
            Arriba, una cadena de filtros superpuestos depuran lentamente el chorro del poder: cuando aún hay fuerza sobre las razones para controlarlo. Cada filtro es una red; cada red, una malla de grosor distinto. Los mandos intermedios, tal el comendador de Ocaña, yerran con frecuencia. Yerran los pequeños poderes extraviados en manos de la pasión. Si la injusticia se hace intolerable, estallan por abajo las revueltas; pero las revueltas sólo valen cuando hay, arriba, un poder superior que rescata la justicia; en fuente Ovejuna, como en Peribáñez, ese poder es el rey. Pero ¿qué ocurre cuando arriba no hay poderes justos? ¿Cuando, presas de la sinrazón, todos los poderes han fracasado? ¿Cuando, sobre el pequeño poder, también la mano del imperio ha acabado por corromperse?
            El cielo se hunde cuando no hay nadie por encima del comendador.

 


FRASES PARA RECORDAR
AFORISMOS

1. Mandar no es lavar cerebros para que te obedezcan, sino lograr que te obedezcan cerebros despiertos.

2. Mandar no es obligar sin más, sino obligar convenciendo. La autoridad no tiene nada que ver con la violencia.
           
3. El mando, a diferencia de la violencia, obliga a la gente a hacer lo que quiere. La violencia nos impone lo que no queremos.

3. Las ficciones clarividentes sirven para proyectar la realidad más allá de lo que vemos; las ficciones ciegas le quitan a la realidad buena parte de su ser. Y los ideales son ficciones que nos marcan el camino.

4. La envidia rebaja los éxitos de los demás por debajo del nivel de nuestros fracasos.

5. Manda el señor, que decide; pero el señor no puede decidir lo que quiere, sino lo que quieren todos aquellos que le obedecen.

6. La gente piensa con la cabeza y decide con las tripas.

7. Lo que debe morir es la tiranía, no los tiranos; que matar a otros es bajeza.

8. El señor es un servidor de la justicia, no del pueblo; ni tampoco de sus intereses personales. Si sirve al pueblo en contra de la justicia, merecerá ser revocado. Y si sirve a sus intereses en contra de la justicia, también  merecerá ser revocado.

9. Si la monarquía sirve a la justicia, bienvenida sea. Si la viola, abajo la monarquía. Lo mismo cabe decir de las banderas.

10. Arriba está el mando, que escucha. Abajo está la gente, que habla. Y en medio está la justicia, que hilvana. El poder es una pasión: una pasión razonable; razonada. Viene de arriba y de abajo: ambas, en tensión, se sirven de contrapeso.  
           
11. Sois mi señor, pero si no servís a la justicia yo no os serviré a vos. Hay buenos vasallos que no tienen buen señor; también buenos señores sin un buen pueblo a quien mandar.
           
12. El pueblo contra el señor, si el señor deja de ser señor de sí mismo: de sí mismo antes que del pueblo.

13. Si el gobernante se rebeló contra el mando subvirtiendo el orden natural de las cosas, ahora el pueblo puede rebelarse contra la subversión y se convertirá a su vez en subversivo; que invertir lo que otros han invertido es enderezar entuertos, ser quijotes y mandar en sí mismo.



sábado, 23 de agosto de 2014

Transhumancia (2)




TRASHUMANCIA (2)
SEPTIEMBRE


            Estamos a finales de septiembre. El mayoral acuerda con el amo el momento de la salida. Hay pastos en Extremadura que esperan a las ovejas, pero Extremadura está lejos... Hay que partir. Este año no van a ir en tren. Irán en la primera decena de octubre, no en la última, porque van “por camino”. El mayoral dará cuenta a los compañeros y prepararán sus útiles. Todos los retazos se reunirán en algún sitio, y sus encargados entregarán al mayoral sus cuentas, la sal consumida durante el verano, la comida de los perros, los botes de zotal. El mayoral pagará los billetes del autobús de los relevos, y el pan de cada uno por aquel verano que termina. El último relevo se despediría de la familia para toda la temporada, y el que volviera a casa llevaría las caballerías de los dos.
            Hay que partir. A primeros de octubre empezaba un nuevo ciclo del pastoreo trashumante. Durante treinta días los caminos polvorientos, las fincas lejanas, los inhóspitas montañas, jalonarían el tiempo en busca de pastos llevando el rebaño, y el tiempo los rodearía con sus manos sarmentosas: tiempo de vendimia. Tiempo de lluvia calándote la ropa aunque lleves capa de agua. ¡Cuántas veces la ropa se secaba al calor del cuerpo! O llegaba la noche (noches largas, noches húmedas, penosas noches); llegaba y no se podía hacer la cama y el pastor dormía encima de los apaños, buscando el seco, tapado con el capote intentando dormir.
            Hay que partir. Castilla es inhóspita, diríase que cruel con sus rebaños. Los pastores de Castilla la recorrían de lado a lado cubiertos con sus capotes, con la zamarra al hombro, las abarcas desnudas, solitarios y tristes, pero recios, estoicos, resignados: flecos errantes por las anchuras de Castilla, los pastores castellanos, pues la tierra no daba para comer. Otros flecos más largos se perdieron, allende los mares, por las tierras de Alvargonzález. Los emigrantes, presos de muda melancolía, pero semblantes recios, los indianos. ¿Quién vendría a cantar la adusta austeridad de Castilla? ¿Quién, si en el canto hay música? ¿Acaso hay música en los resignados pastores, secos de queso y pan, con chorizo, algunas patatas o tocino? ¿Acaso hay ritmo en la resignada cabalgata de Castilla?
            Hay que partir. Alguna oveja descarriada se perdería, y la trashumancia sigue su camino. Otras veces se perderían muchas; y habría que contar el rebaño, de tanto en tanto, para evitar la sangría. Había que buscar sitios con forma de embudo, un puente, un corral, una huerta donde se haya dormido. Cáceres. Puerto de Mirabete, donde se cansaban las reses que no subían hasta arriba. ¡Puerto del Diablo! ¡Cuántas ovejas y cabras –decía el refrán- tienes echadas a tu cargo! Montes de Tozo, enorme cantidad de rebaños. Asomaban por el mirador, como si sobre un balcón fuera, después de alcanzar el puerto, desde lo alto; los cochinos ibéricos, cebados con sus bellotas; las tremendas arrobas de carbón, saliendo de sus encinas. Aquella mañana de guardia civil se acercaba un teniente al rebaño.
            Habían partido y estaban en camino. La tierra, aunque conocida, no es la tierra donde has nacido. El teniente y sus guardias contaban mal y al mayoral no le salían las cuentas. Volvían a meter el ganado en la cerca y tuvieron que echarse para atrás, porque no hay tarea más difícil que la tarea de contar el ganado. Otras veces hacían pared con los hombres para que pasaran las ovejas, pero acababan los animales metidos por cualquier agujero y eran imposibles de contar.
            -Mi teniente –dijo el mayoral-: déjeme contar a mí solo, sin que me confundan sus guardias. –Y al decirlo, era una elegía al valor por el temor de la guardia civil en el corazón de los pastores-. Le ruego deje trabajar a quien en esta tarea sabe más que ustedes. Ustedes, en su cometido, saben más que nosotros, y sobre ello se justifican en su hoja de servicios; pero contar ovejas, créame, mi teniente, es cosa de pastores.
            Se hizo un silencio sepulcral. El mayoral, a la salida del embudo, con la vista fija en el chorro de ovejas, los emparejaba mentalmente de dos en dos, de cuatro en cuatro, y sólo abría la boca para decir: ¡cincuenta! Uno de los atajeros hacía de apuntador y, colocado cerca del mayoral, hacía con la navaja una raya en un palo; o la hacía en su propio garrote. Si aquel retazo tenía mil quinientas ovejas, el apuntador contaba treinta rayas en su garrote; ¡y estaban!
            Había que partir para Extremadura; había que ponerse en marcha: tal era la letanía que salmodiaba el corazón de los pastores, todos los otoños y todos los inviernos, cuando había que irse a tierras lejanas. La voz melosa de la canción hablaría de la sierra, triste y oscura, que se quedaba cerca de Madrid, en los altos de la Morcuera y Navacerrada, en las alturas colindantes con Segovia, en Guadarrama. Y aquella tristeza serviría para ganar una excusa, el ganado que deja para cada pastor el dueño del rebaño. Sesenta y cinco cabezas para el mayoral, cincuenta y cinco para el atajero, cincuenta para el zagal; más tres cerdos el mayoral y dos el resto de los pastores.
            Había que caminar. En el camino dejaban, junto al polvo de las ovejas, polvo de costumbres y aroma de leyendas. En el valle de Alcudia. Ingentes distancias había desde las dehesas a los pueblos. En los chozos había niños, jóvenes, muchos mozos y mozas. A veces el chico tenía que recorrer grandes distancias para ir a ver a la novia. Cuando las mujeres se acostaban, salían el suegro y el mozo a fumar un pitillo fuera del chozo; después dormirían juntos. Y las costumbres tejían sus hilos en una tela de personas, lugares y siglos, y en el tejido se hacían historias juntando en la mano las vidas y destinos.
            Y allí, contemplando retazos de historia entre ovejas del rebaño, los pastores dormían. Había que estar en el camino. Terminada la cena, echaban a suertes los turnos de vela de dos horas y cuarto cada uno. Si hoy te tocaba el primer turno te tocaría el segundo mañana, y así hasta la finca de destino. Había que dejar levantado al siguiente, cuando uno se acostaba, para evitar que se quedara dormido; y media hora antes del alba, el último turno llamaría a todos los demás. Por los confines de la noche flotaba en la naturaleza como un aullido.
            Las noches de aguaviento (noches de gabirro) eran propicias para la visita del lobo. No era verdad, como decía el doctor Rodríguez de la Fuente, que el lobo matara sólo para comer; ¡a cuántos pastores mató el lobo a cuantas ovejas quiso, dejándolas inermes sin llevarse a su guarida más que la sangre en los dientes! Matando a una sola le habría bastado. El lobo. Antes de irse a dormir los pastores recorrían la cerca, con una linterna en la mano, para ver si había estacas caídas; los perros repelían al lobo, pero las ovejas, aterradas, se espantaban y podían ladearlas o tirarlas. Los lobos. A las ovejas, distribuidas en majadas, se les daba siempre la comida en sitios estratégicos, porque los perros duermen en el sitio donde se les ha dado de comer; además, los lobos siempre atacan en dirección opuesta a la que lleva el viento. Esos sitios eran junto a una vaguada, para que los perros detectaran el olor del lobo, porque el lobo ataca en las noches de lluvia, cuando el perro está caminando en busca de abrigo.
            Había que estar en el camino. Por los valles de Extremadura, desde la sierra de Guadarrama, los pastores llevaban el recuerdo de sus mujeres y sus hijos; del olor del horno donde se amasaba el pan, por sembrados y castillos, con el pecho encogido y la nostalgia de Segovia en el corazón. Segovia; trémulo respirar del tiempo, al principio del siglo. Por aquellos años, la miseria se enseñoreaba en los hogares; la primavera lucía, pero la luz de la vida se apagaba, ¡tantas veces!, cuando había que comer... Segovia, entre Orejana y Pedraza, envuelta en una historia de milenios, de siglos, embadurnada de oropeles en los libros, y sin embargo desnuda; y dura, satisfecha, insensible para quienes tienen que vivir. Inhóspita para los segovianos. Segovia de mis entrañas, calor, desierto, amor mío, Segovia, ¡cuándo nos darás para vivir! Por eso los pastores estaban en el camino, vivían fuera de casa y su casa era un lugar de paso; en su largo nomadeo buscaban pastos que allí no había. Y su voz ronca, de hilo roto y comer sin cazuela, en vez de quedarse, hablaba siempre cuando decía: hay que estar en el camino, vecinos; ¡qué pronto tendremos que partir!




sábado, 16 de agosto de 2014

Cuando ser bueno no es lo mismo que ser tonto






            Toda clase es un diseño de estrategia. Hay tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la tercera.



CUANDO SER BUENO
NO ES LO MISMO QUE SER TONTO

1. Aitor.            

Juan llevaba un rato hablando. La clase, envuelta en el aroma de la hora de comer, esperaba con impaciencia que sonara el timbre. Y esa impaciencia eran mentes desconectadas, chicos distraídos, jóvenes adolescentes cansados en cuerpo y alma: en cuerpo, porque el culo no aguantaba más la enésima hora de estar pegado a la silla; en alma, porque la fatiga anulaba el entendimiento y vencía a la voluntad, seguramente porque las neuronas, acurrucadas en el cerebro, perdían fuerza, elasticidad y lozanía.
            Aitor estaba sentado al final de la clase, junto a la ventana. No paraba de mirar afuera y perseguía a las hojas, los árboles y los pájaros con la vista. Sus pupilas destilaban un tedio neblinoso; sus manos, certeras, enredaban en las carteras y sus brazos revolvían todo lo que podían revolver. Acertó a pasar por allí el jefe de estudios. Aitor se acercó al cristal, gesticulando hiperbólicamente, para revolverlo todo sin interesarse por nada. En el fondo era sólo una pose; la pose del guerrero que, desencantado y cretino, provocaba a la gente y la distraía de su aburrimiento.
            -¡Aitor! –exclamó Juan-. ¡Estate atento!
            Aitor se removió en su asiento. Su mirada, de cejas levantadas, tenía en su insolencia una cierta dulzura; algo había en él que parecía tierno como si buscara abrigo. Aitor, simulando un interés que no tenía, miraba por la ventada, lleno de hastío.
            -¡Aitor! ¡Que te estoy hablando!
Desprecio en su mirada; la misma mirada que, expresando ternura, destilaba odio; indiferencia.
            -¡Aitor ¿Me oyes?
            El desprecio grabado en su cara se estiraba insolente; su cara desdeñosa provocaba ira; sus facciones, sin embargo, rezumaban tranquilidad aunque su mirada arisca, apagada en las mejillas, estaban enrojecidas por el sentimiento; y aparentaba no sentir: desbordando provocación absurda, deliberada y necia. Juan lo sentía, pero no se daba cuenta. Su exaltación, contenida como un volcán, rezumaba lava y las lágrimas de fuego anunciaban explosión entre fumarolas. Quizá el propio Juan tuviera el rostro rojo como el de su alumno. Quizá sus mejillas, excedidas por la impaciencia, tuvieran también ardientes tonos que encendieron un color rosado anunciador de la pasión, la desesperación y la ruina.
            -Si sigues así te voy a poner un cero.
            Aitor levantó las cejas y lanzó chispas; y puso también asco en la mirada. Su voz exhumaba rabia al contestar.
            -Sí, pon un cero, y otro, los que quieras…
            Juan acusó el golpe y eso lo paralizó; se repuso en seguida, consciente de que ganar o perder dependía de la rapidez con que reaccionara. Su mente volvió a estar lúcida.
            -No tengo interés en suspenderte, pero créeme que no me temblará la mano si me obligas a hacerlo. Mira –levantó la vista mientras escribía-: ya te he puesto un cero.
            -Tú sigue –contestó Aitor con insolencia, sin abandonar su expresión desdeñosa.
            -¿Perdón?
            Juan estaba desarmado; lo último que esperaba era que a Aitor le importara un pito suspender.
            -Suma, suma y sigue –persistió en su desafío-. Pon un cero y otro, colecciónalos y haz con ellos lo que quieras.
            El nihilismo de sus palabras concordaba con sus ojos vacíos, su ademán irredento y su indiferencia aparente; había una falta de ilusión en aquella mirada; una ausencia de horizontes que se escondía tras de su agresividad.
            -Suma, suma y suma –insistía vengativo-: pon todos los ceros que quieras; haz una colección y luego enséñalos en la sala de profesores: así serás feliz.
            Aquello era más de lo que Juan podía tolerar. De repente se cuadró ante él, puso los brazos en jarras y lo retó con la mirada. Aitor acusó el golpe; se sintió desarmado y esperó el contraataque.
            -¡Oye, guapo! –exclamó; y sus ojos lanzaban ira-. ¿Acaso te he faltado yo al respeto? Entonces ¿por qué me faltas tú? Por más que me ataques no encontrarás odio, por más que me insultes no te insultaré nunca; lamento decirte que, si lo que buscas es que sea injusto, no lo seré; querrás que te derrumben porque en el fondo sientes que eres un deshecho, y quieres ocultarlo haciéndonos deshechos a los demás: no lo conseguirás; cuanto peor me trates menos conseguirás que te trate mal, y te respetaré mientras tú te hundes en el cieno; serás incapaz de respetar y te sentirás perdido; impotente y atado a la rabia, mascullando tu odio y aguantándote la ira.
            Juan dijo aquellas palabras con determinación, con toda su razón y su energía; y el corazón que puso en ellas acabó desarmándolo por completo. Enmudeció repentinamente, tuvo que envainársela y lo miró con recelo; en su mirada, ahora, las chispas ya no eran fruto del odio; lo eran de la desesperación, de la ira; le hubiera clavado las uñas, pero no podía; no se odia a quien, por más que lo retes, está resuelto a no faltarte nunca aunque tú le faltes al respeto.
            Juan supo que había vencido. Y el pobre Aitor, cuando se desvaneció la insolencia, se sintió desnudo; su corazón salvaje, atrapado en su propia trampa, se le encogió y se hizo un nudo; pareció de repente un vagabundo roto, sin comida y sin abrigo: sin verdaderos amigos; se sintió solo y tuvo frío. Juan sintió algo en su telepática mirada. Y los dos supieron que los había unido un lazo invisible, aunque Juan tuviera que castigar y el joven siguiera mereciéndose el castigo.




2. El arte de la guerra.  

Se acercaba la hora de salir; Juan miró en su reloj y faltaban cinco minutos. La clase era ruidosa, la hora era la última y era, más que el hambre, el cansancio. Acababa de hacer una pausa y los alumnos estaban revueltos; sabía que no podía parar en una clase, y menos cuando acababa la hora, y mucho menos aún cuando era la última hora de la mañana: Juan falló, por descuido, en empezar inmediatamente otra actividad después de la pausa, y aquel día dejó correr medio minuto antes de buscar en sus papeles; aquel descuido le resultó fatal.
Porque empezaron todos a ponerse las chaquetas y Juan, haciéndose el ofendido, puso una cara muy seria.
-¿Qué pasa? –dijo.
Nadie dijo nada. Juan esperó un rato, y al ver la callada por respuesta sin que por ello se hiciera el silencio los retó de nuevo.
-Que qué pasa, digo. ¿Por qué os estáis poniendo las chaquetas?
Juan, evidentemente, ya conocía la respuesta; pero los miraba de hito en hito y tuvo que salir el más inocente para sacar de apuros a los sobreros.
-Es que va a sonar el timbre.
Juan lo miró, volcando en aquel reto la ironía del que muestra que está agotándosele la paciencia.
-Ya, ya lo sé. ¿Y qué?
Silencio. Se oirían las moscas y no habrían sentido respirar si hubiera sido verano; pero ahora, en otoño, se le oía echar el aire por la nariz.
-¿Cuánto falta para que suene el timbre? 
Miró a Maia, que se incomodaba con su insistencia.
-Cinco minutos -.contestó.
-Muy bien. Si no me falla la memoria, en cinco minutos hay trescientos segundos; hay que contar hasta trescientos para que suene el timbre; y en trescientos segundos se pueden hacer cosas todavía.
Los miró con exasperación. Permaneció algunos segundos clavándoles las pupilas y luego, cansado de desafiarlos, aparentó rendirse.
-Está bien; quitaos las chaquetas.
De momento hacían oídos sordos; nadie se las quitaba.
-¡Que os las quitéis! –gritó; y entonces todos los chicos se las quitaron.
Todos menos uno. Aitor permaneció con la chaqueta puesta, sin ira pero sin ganas, dispuesto al reto.
-¿Aitor?
-¿Qué? –se hizo el desentendido.
A Juan le exasperaba aquel cinismo.
-¡Que te quites la chaqueta!
Aitor lo miraba, impasible. Seguía sin enfadarse pero estaba dispuesto a tocarle las pelotas. Juan, ahora sí, le clavó la mirada. De aquel reto saldría ganando o perdería plumas; y no le quedaba otra que recoger el guante, so pena de perder su autoridad y su prestigio.
La suerte estaba echada: Aitor lo había puesto entre las cuerdas. Si Juan no luchaba, quedaría por cobarde: si peleaba sin medir sus fuerzas, quedaría por bruto; y si peleaba con nobleza, ganaría: entonces importaba menos quién se llevara el gato al agua; pero tenía que ser el profesor. Un profesor cobarde no se impone; un profesor bruto pierde el respeto; y un profesor noble no sólo es respetado, sino querido; si un profesor noble, delicado y decidido gana la batalla, es un profesor aceptado por sus alumnos; si gana el alumno, en la misma victoria tendría su fracaso, porque un alumno innoble y bruto no pesa nada con su valentía ante un profesor noble, delicado y valiente. Aunque haya perdido. La victoria es importante, pero lo más importante no es haber llegado: es el camino.
Juan oyó entre brumas la voz insolente del alumno.
-¿Dónde está escrito que me la tenga que quitar?
Y Juan, con sus cinco sentidos puestos, consciente de que ante los chulos no perder la cara no significa sólo no perder la razón sino no parecerlo, se resignó a aceptar que aquella lucha se había convertido en espectáculo. La clase no era una clase, era la arena de un circo; una cancha de juego, un cine, era el recinto de un teatro. Y en ese circo empezó a jugar su papel, poniendo en juego su persona, haciendo de la labor callada un grito en un espectáculo. No tenía que actuar para el alumno, sino para el público. Y eso enrarecía el ambiente; ser profesor no es exhibirse sino hacer una labor callada, aunque todo profesor sea, aunque no lo quisiera, un actor expuesto a las miradas del público.
Así que Aitor no quería quitarse la chaqueta. La pelota estaba en su tejado: tenía un segundo, dos como mucho, para darle la vuelta a la situación y recuperar la voz cantante. Con su pregunta Aitor lo había tumbado, inmovilizándolo en el suelo; con su respuesta Juan tenía que recuperar la iniciativa: el arte de la guerra se cifra en sorprender, conservar la libertad de acción y ser el más fuerte en el punto decisivo.
Sorpresa. En una fracción de segundo le vino a la mente una idea para crear un golpe de efecto.
–Cuando vas al váter tú usas papel higiénico, ¿no?
-Sí.
¿Y ahora, por dónde me va a salir éste? Aitor estaba desconcertado. Había perdido la libertad de acción.
-¿Y dónde dice que tengas que usarlo?
Zas. En la boca. Había sido el más fuerte en el punto decisivo. Había perdido una batalla cuando Aitor lo puso en ridículo, pero acababa de ganar la guerra.
Se quedó mirándolo intensamente. Al cabo de un rato empezó a quitarse la chaqueta.
Había vencido. Aquel quitarse la chaqueta con parsimonia le parecía eterno. Juan, después de aprovechar los minutos, respiraba, aliviado internamente; y, mientras guardaba los libros en la cartera, se dijo a sí mismo que aquella mañana se había ganado el respeto. Y había ganado un amigo.





sábado, 9 de agosto de 2014

Nicófagos y Agoniatras








NICÓFAGOS Y AGONIATRAS


 1.

         El mundo estaba lleno de nicófagos y agoniatras. Nicófagos: gentes que se alimentan de victorias. Niké es la victoria en griego. No saben vivir si no ganan, si no vencen no se alegran. Y luego estaban los agoniatras, que buscan la salud en la experiencia de la lucha. Agón: lucha. Médico: iatra. Para ellos, el combate es la mejor medicina. Hay quien vuelve contento de haber jugado bien al fútbol, y quien no puede alegrarse si no gana; para éstos, la victoria es la única medicina.
         Claro, el triunfo tiene un poder estimulante. Uno se deprime cuando el fracaso corona los esfuerzos. Eso es verdad. Pero si lo estimulante es buscar la victoria, no lo es tanto obsesionarse con ella. No es lo mismo ser nicófago que nicópata. El nicópata sólo ve la eclosión del huevo, pero el nicófago es capaz de ver, además, su lenta maduración. En eso estaba cuando se quedó sumido en un sueño profundo y se le cerraron los ojos.


2.

         Los nicófagos quieren ganar los partidos; los agoniatras prefieren jugarlos. Los nicófagos quieren ver ganar a su equipo; los agoniatras prefieren ganar ellos mismos. Los nicófagos quieren que les toque la lotería; los agoniatras eligen el trabajo en serio. Los nicófagos estudian para aprobar; los agoniatras estudian para aprender. Los nicófagos trabajan para cobrar; los agoniatras cobran por trabajar. Los nicófagos pasan el rato; los agoniatras viven y el tiempo pasa. Los nicófagos matan el tiempo; los agoniatras lo llenan de sustancia. Los nicófagos se aburren; los agoniatras se divierten. Los nicófagos copian; los agoniatras estudian. Para los nicófagos es el trabajo inútil; para los agoniatras el trabajo que rinde. Los agoniatras se animan solos; a los nicófagos tienen que los animarlos. Los nicófagos se rinden antes de tiempo; a los agoniatras no los vence ni el destino. El nicófago odia el trabajo; el agoniatra disfruta hasta el trabajo bíblico. El nicófago se queja siempre; el agoniatra saca de lo malo lo bueno. Para el nicófago la vida es un valle de lágrimas; el agoniatra encara la vida con esperanza. El nicófago, porque fracasa, destruye al que triunfa; el agoniatra, aunque fracase, se alegra del triunfo ajeno. El nicófago necesita de un equipo que gane; el agoniatra es su propio equipo. El nicófago no sabe compartir; el agoniatra comparte su trabajo. El agoniatra tira del carro; el nicófago necesita que lo animen. El nicófago sólo tiene ganas; el agoniatra, además de tenerlas, quiere. Los nicófagos necesitan cadenas; los agoniatras quieren ser libres. Los nicófagos necesitan de la técnica; los agoniatras la usan y, si no les vale, también viven. Los nicófagos quieren que los vean guapos; los agoniatras necesitan sentirse guapos aunque nadie mire. Los nicófagos quieren estar buenos; los agoniatras necesitan serlo. Para ser tú mismo hace falta entrar en el mundo; pero estar en él sin ser tú es vivir de vacío. Los nicófagos no se sienten bien aunque estén buenos; los agoniatras, que son buenos, se sienten bien (plenos y realizados). El nicófago se consume en el placer; el agoniatra lo vive sin consumirse. El nicófago vive el terror del más allá; el agoniatra saca, de su miedo, motivos de lucha. Hay perdidos en el mundo muchos nicófagos; ya es hora de que lo pueblen los agoniatras.



3.

         En un mundial de fútbol no ganan siempre los mejores. Ni son los peores siempre los que pierden. Por ejemplo, cuando Nadal perdió la final contra Wawrinka.


         Sin una mota de optimismo, Kant afirma que en esta vida no triunfan los mejores. Los virtuosos no son felices, sino los sinvergüenzas. Los que no son buenos se las apañan para conseguir el éxito, que es el reconocimiento.
         El éxito de una acción es la certeza de haberla hecho bien, pero la mayoría lo identifica con el reconocimiento de ser los mejores.
          

         El mejor triunfo es la convicción de haber sido el mejor, aunque ni te lo reconozcan.
            Pero quien juega bien necesita la satisfacción de su juego, el reconocimiento de su valía: ese reconocimiento que es el triunfo.
         No es malo anhelar el triunfo. Lo que es malo es obsesionarse con él. A costa de no mejorarse.
         El goce de la victoria es un placer del que no nos alimentamos, sino que nos alimenta; no lo tragamos sin digerir, y nos aprovecha.      
         No es lo mismo estudiar por soberbia que por instinto. Los profesores harán bien exponiendo en los torneos los méritos de los alumnos, pero no deben usarlos como fábricas de éxito; haciendo de ellos nicófagos que repriman desde dentro sus impulsos agoniatras.
        

4.

         Ser es desarrollar tus posibilidades; sacar fuera lo que tienes dentro. Estar es desarrollar las posibilidades del mundo: meter dentro lo que tienes fuera. Ganar es una sabia dosificación de ser y estar.


         Esto lo aplicamos al campeonato mundial de fútbol. Año 2014.
         España no mereció ganar, porque ya no era; ni estaba.
         Costa Rica no lo mereció porque todavía no era del todo.
         Ni Argentina: porque estuvo donde hacía falta, pero no acababa de encontrarse en su ser.
         Y Chile era mucho pero aún no lo suficiente. Y estaba donde había que estar.
         Lo hubiera merecido Holanda, porque era; pero se olvidó de estar.
         Alemania mereció la victoria: porque era y estaba.


         La tradición platónica es preformacionista: explica el desarrollo a partir del ser; cada ser tiene su forma, y la vida es el crecimiento de lo que tiene dentro.
         La tradición aristotélica es epigenética: explica el desarrollo a partir del estar; cada ser se desarrolla según el mundo que lo rodea, y es el mundo, que tenemos fuera, el que nos hace nacer o no, según las circunstancias. Las circunstancias mandan en nosotros. Y a veces nos convierten en gusanos o en ranas.
         La copa del nicófago celebra lo que su existencia tiene.
         La copa del agoniatra celebra lo que su existencia vale.
         Sólo vale lo que hay en ti, no lo que te regalan. Tus tesoros sólo pueden salir con el trabajo.
         El triunfo epigenético es nicófago: su éxito consiste en aparecer, nacer, que te reconozcan. El triunfo preformacionista es agoniatra: consiste en desarrollar lo que tienes dentro aunque no te lo reconozca nadie. No importa que te entreguen copas y medallas: la verdadera copa del mundo es la que mide de la calidad de tu existencia.


         Hay quien se entrena para ganar y pierde: Holanda.
         Hay quien entrena para ganarse y pierde, pero se gana: Sócrates.
         Quien se entrena para ganar y gana: el Real Madrid.
         Y quien se entrena para ser y también gana: Alemania.
         El mundo está entre Holanda, Sócrates, Real Madrid y Alemania. A veces nos perdemos para ganarlo todo.
         Porque ganar sin ganarse es perderse al fin y al cabo. ¡Cuánta gente se pierde queriendo ganar!


5.

         El nicófago es una criatura skinneriana, porque no hace nada que no tenga premio; o que no sea bajo amenaza.
         Maslow nos enseña que podemos ser agoniatras llevándonos por el deseo de ser; lo que nos hace humanos. La lucha se vuelve cooperación.


6.

         Están los que fracasan porque no han querido estudiar, ni trabajar, coronando el éxito con el esfuerzo. ¡Qué importa que sus amigos les jaleen las gracias!
         Están quienes fracasan porque han preferido el impulso fácil a la dificultad de las cuestas; y presumen como energúmenos elevando la fuerza bruta a categoría máxima.
         Están los que triunfan estudiando como becerros y cifran su majestad en saber más que los demás, y el saber se queda en repetición erudita de frases huecas. Los escaparates de la virtud se lo celebran.
         Y luego están los que triunfan de verdad, estudiando para saber y no para pasar por sabios; trabajan para ser mejores, no para aparentarlo, y forjan el impulso en vez de dejar que el impulso los arrastre. Los que no sacrifican la vida en aras de los libros, como ratas de biblioteca: ésos son los verdaderos sabios. Pero los nicófagos los desprecian porque huelen a agoniatras.



7.
         Se puede triunfar de tres formas: consiguiendo lo que buscas, consiguiendo que te aplaudan o haciendo bien las cosas; el aplauso es el reconocimiento de que lo que has hecho es bueno.