TRASHUMANCIA (2)
SEPTIEMBRE
Estamos
a finales de septiembre. El mayoral acuerda con el amo el momento de la salida.
Hay pastos en Extremadura que esperan a las ovejas, pero Extremadura está
lejos... Hay que partir. Este año no van a ir en tren. Irán en la primera
decena de octubre, no en la última, porque van “por camino”. El mayoral dará
cuenta a los compañeros y prepararán sus útiles. Todos los retazos se reunirán
en algún sitio, y sus encargados entregarán al mayoral sus cuentas, la sal
consumida durante el verano, la comida de los perros, los botes de zotal. El
mayoral pagará los billetes del autobús de los relevos, y el pan de cada uno
por aquel verano que termina. El último relevo se despediría de la familia para
toda la temporada, y el que volviera a casa llevaría las caballerías de los
dos.
Hay
que partir. A primeros de octubre empezaba un nuevo ciclo del pastoreo
trashumante. Durante treinta días los caminos polvorientos, las fincas lejanas,
los inhóspitas montañas, jalonarían el tiempo en busca de pastos llevando el
rebaño, y el tiempo los rodearía con sus manos sarmentosas: tiempo de vendimia.
Tiempo de lluvia calándote la ropa aunque lleves capa de agua. ¡Cuántas veces
la ropa se secaba al calor del cuerpo! O llegaba la noche (noches largas, noches
húmedas, penosas noches); llegaba y no se podía hacer la cama y el pastor
dormía encima de los apaños, buscando el seco, tapado con el capote intentando
dormir.
Hay
que partir. Castilla es inhóspita, diríase que cruel con sus rebaños. Los
pastores de Castilla la recorrían de lado a lado cubiertos con sus capotes, con
la zamarra al hombro, las abarcas desnudas, solitarios y tristes, pero recios,
estoicos, resignados: flecos errantes por las anchuras de Castilla, los
pastores castellanos, pues la tierra no daba para comer. Otros flecos más
largos se perdieron, allende los mares, por las tierras de Alvargonzález. Los
emigrantes, presos de muda melancolía, pero semblantes recios, los indianos.
¿Quién vendría a cantar la adusta austeridad de Castilla? ¿Quién, si en el
canto hay música? ¿Acaso hay música en los resignados pastores, secos de queso
y pan, con chorizo, algunas patatas o tocino? ¿Acaso hay ritmo en la resignada
cabalgata de Castilla?
Hay
que partir. Alguna oveja descarriada se perdería, y la trashumancia sigue su
camino. Otras veces se perderían muchas; y habría que contar el rebaño, de
tanto en tanto, para evitar la sangría. Había que buscar sitios con forma de
embudo, un puente, un corral, una huerta donde se haya dormido. Cáceres. Puerto
de Mirabete, donde se cansaban las reses que no subían hasta arriba. ¡Puerto
del Diablo! ¡Cuántas ovejas y cabras –decía el refrán- tienes echadas a tu
cargo! Montes de Tozo, enorme cantidad de rebaños. Asomaban por el mirador,
como si sobre un balcón fuera, después de alcanzar el puerto, desde lo alto;
los cochinos ibéricos, cebados con sus bellotas; las tremendas arrobas de
carbón, saliendo de sus encinas. Aquella mañana de guardia civil se acercaba un
teniente al rebaño.
Habían
partido y estaban en camino. La tierra, aunque conocida, no es la tierra donde
has nacido. El teniente y sus guardias contaban mal y al mayoral no le salían
las cuentas. Volvían a meter el ganado en la cerca y tuvieron que echarse para
atrás, porque no hay tarea más difícil que la tarea de contar el ganado. Otras
veces hacían pared con los hombres para que pasaran las ovejas, pero acababan
los animales metidos por cualquier agujero y eran imposibles de contar.
-Mi
teniente –dijo el mayoral-: déjeme contar a mí solo, sin que me confundan sus
guardias. –Y al decirlo, era una elegía al valor por el temor de la guardia
civil en el corazón de los pastores-. Le ruego deje trabajar a quien en esta
tarea sabe más que ustedes. Ustedes, en su cometido, saben más que nosotros, y
sobre ello se justifican en su hoja de servicios; pero contar ovejas, créame,
mi teniente, es cosa de pastores.
Se
hizo un silencio sepulcral. El mayoral, a la salida del embudo, con la vista
fija en el chorro de ovejas, los emparejaba mentalmente de dos en dos, de cuatro
en cuatro, y sólo abría la boca para decir: ¡cincuenta! Uno de los atajeros
hacía de apuntador y, colocado cerca del mayoral, hacía con la navaja una raya
en un palo; o la hacía en su propio garrote. Si aquel retazo tenía mil
quinientas ovejas, el apuntador contaba treinta rayas en su garrote; ¡y
estaban!
Había
que partir para Extremadura; había que ponerse en marcha: tal era la letanía
que salmodiaba el corazón de los pastores, todos los otoños y todos los
inviernos, cuando había que irse a tierras lejanas. La voz melosa de la canción
hablaría de la sierra, triste y oscura, que se quedaba cerca de Madrid, en los
altos de la Morcuera
y Navacerrada, en las alturas colindantes con Segovia, en Guadarrama. Y aquella
tristeza serviría para ganar una excusa, el ganado que deja para cada pastor el
dueño del rebaño. Sesenta y cinco cabezas para el mayoral, cincuenta y cinco
para el atajero, cincuenta para el zagal; más tres cerdos el mayoral y dos el
resto de los pastores.
Había
que caminar. En el camino dejaban, junto al polvo de las ovejas, polvo de
costumbres y aroma de leyendas. En el valle de Alcudia. Ingentes distancias
había desde las dehesas a los pueblos. En los chozos había niños, jóvenes,
muchos mozos y mozas. A veces el chico tenía que recorrer grandes distancias
para ir a ver a la novia. Cuando las mujeres se acostaban, salían el suegro y
el mozo a fumar un pitillo fuera del chozo; después dormirían juntos. Y las
costumbres tejían sus hilos en una tela de personas, lugares y siglos, y en el
tejido se hacían historias juntando en la mano las vidas y destinos.
Y
allí, contemplando retazos de historia entre ovejas del rebaño, los pastores
dormían. Había que estar en el camino. Terminada la cena, echaban a suertes los
turnos de vela de dos horas y cuarto cada uno. Si hoy te tocaba el primer turno
te tocaría el segundo mañana, y así hasta la finca de destino. Había que dejar
levantado al siguiente, cuando uno se acostaba, para evitar que se quedara
dormido; y media hora antes del alba, el último turno llamaría a todos los
demás. Por los confines de la noche flotaba en la naturaleza como un aullido.
Las
noches de aguaviento (noches de gabirro) eran propicias para la visita del
lobo. No era verdad, como decía el doctor Rodríguez de la Fuente, que el lobo matara
sólo para comer; ¡a cuántos pastores mató el lobo a cuantas ovejas quiso,
dejándolas inermes sin llevarse a su guarida más que la sangre en los dientes!
Matando a una sola le habría bastado. El lobo. Antes de irse a dormir los
pastores recorrían la cerca, con una linterna en la mano, para ver si había
estacas caídas; los perros repelían al lobo, pero las ovejas, aterradas, se
espantaban y podían ladearlas o tirarlas. Los lobos. A las ovejas, distribuidas
en majadas, se les daba siempre la comida en sitios estratégicos, porque los
perros duermen en el sitio donde se les ha dado de comer; además, los lobos
siempre atacan en dirección opuesta a la que lleva el viento. Esos sitios eran
junto a una vaguada, para que los perros detectaran el olor del lobo, porque el
lobo ataca en las noches de lluvia, cuando el perro está caminando en busca de
abrigo.
Había
que estar en el camino. Por los valles de Extremadura, desde la sierra de
Guadarrama, los pastores llevaban el recuerdo de sus mujeres y sus hijos; del
olor del horno donde se amasaba el pan, por sembrados y castillos, con el pecho
encogido y la nostalgia de Segovia en el corazón. Segovia; trémulo respirar del
tiempo, al principio del siglo. Por aquellos años, la miseria se enseñoreaba en
los hogares; la primavera lucía, pero la luz de la vida se apagaba, ¡tantas
veces!, cuando había que comer... Segovia, entre Orejana y Pedraza, envuelta en
una historia de milenios, de siglos, embadurnada de oropeles en los libros, y
sin embargo desnuda; y dura, satisfecha, insensible para quienes tienen que
vivir. Inhóspita para los segovianos. Segovia de mis entrañas, calor, desierto,
amor mío, Segovia, ¡cuándo nos darás para vivir! Por eso los pastores estaban
en el camino, vivían fuera de casa y su casa era un lugar de paso; en su largo
nomadeo buscaban pastos que allí no había. Y su voz ronca, de hilo roto y comer
sin cazuela, en vez de quedarse, hablaba siempre cuando decía: hay que estar en
el camino, vecinos; ¡qué pronto tendremos que partir!
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