sábado, 23 de agosto de 2014

Transhumancia (2)




TRASHUMANCIA (2)
SEPTIEMBRE


            Estamos a finales de septiembre. El mayoral acuerda con el amo el momento de la salida. Hay pastos en Extremadura que esperan a las ovejas, pero Extremadura está lejos... Hay que partir. Este año no van a ir en tren. Irán en la primera decena de octubre, no en la última, porque van “por camino”. El mayoral dará cuenta a los compañeros y prepararán sus útiles. Todos los retazos se reunirán en algún sitio, y sus encargados entregarán al mayoral sus cuentas, la sal consumida durante el verano, la comida de los perros, los botes de zotal. El mayoral pagará los billetes del autobús de los relevos, y el pan de cada uno por aquel verano que termina. El último relevo se despediría de la familia para toda la temporada, y el que volviera a casa llevaría las caballerías de los dos.
            Hay que partir. A primeros de octubre empezaba un nuevo ciclo del pastoreo trashumante. Durante treinta días los caminos polvorientos, las fincas lejanas, los inhóspitas montañas, jalonarían el tiempo en busca de pastos llevando el rebaño, y el tiempo los rodearía con sus manos sarmentosas: tiempo de vendimia. Tiempo de lluvia calándote la ropa aunque lleves capa de agua. ¡Cuántas veces la ropa se secaba al calor del cuerpo! O llegaba la noche (noches largas, noches húmedas, penosas noches); llegaba y no se podía hacer la cama y el pastor dormía encima de los apaños, buscando el seco, tapado con el capote intentando dormir.
            Hay que partir. Castilla es inhóspita, diríase que cruel con sus rebaños. Los pastores de Castilla la recorrían de lado a lado cubiertos con sus capotes, con la zamarra al hombro, las abarcas desnudas, solitarios y tristes, pero recios, estoicos, resignados: flecos errantes por las anchuras de Castilla, los pastores castellanos, pues la tierra no daba para comer. Otros flecos más largos se perdieron, allende los mares, por las tierras de Alvargonzález. Los emigrantes, presos de muda melancolía, pero semblantes recios, los indianos. ¿Quién vendría a cantar la adusta austeridad de Castilla? ¿Quién, si en el canto hay música? ¿Acaso hay música en los resignados pastores, secos de queso y pan, con chorizo, algunas patatas o tocino? ¿Acaso hay ritmo en la resignada cabalgata de Castilla?
            Hay que partir. Alguna oveja descarriada se perdería, y la trashumancia sigue su camino. Otras veces se perderían muchas; y habría que contar el rebaño, de tanto en tanto, para evitar la sangría. Había que buscar sitios con forma de embudo, un puente, un corral, una huerta donde se haya dormido. Cáceres. Puerto de Mirabete, donde se cansaban las reses que no subían hasta arriba. ¡Puerto del Diablo! ¡Cuántas ovejas y cabras –decía el refrán- tienes echadas a tu cargo! Montes de Tozo, enorme cantidad de rebaños. Asomaban por el mirador, como si sobre un balcón fuera, después de alcanzar el puerto, desde lo alto; los cochinos ibéricos, cebados con sus bellotas; las tremendas arrobas de carbón, saliendo de sus encinas. Aquella mañana de guardia civil se acercaba un teniente al rebaño.
            Habían partido y estaban en camino. La tierra, aunque conocida, no es la tierra donde has nacido. El teniente y sus guardias contaban mal y al mayoral no le salían las cuentas. Volvían a meter el ganado en la cerca y tuvieron que echarse para atrás, porque no hay tarea más difícil que la tarea de contar el ganado. Otras veces hacían pared con los hombres para que pasaran las ovejas, pero acababan los animales metidos por cualquier agujero y eran imposibles de contar.
            -Mi teniente –dijo el mayoral-: déjeme contar a mí solo, sin que me confundan sus guardias. –Y al decirlo, era una elegía al valor por el temor de la guardia civil en el corazón de los pastores-. Le ruego deje trabajar a quien en esta tarea sabe más que ustedes. Ustedes, en su cometido, saben más que nosotros, y sobre ello se justifican en su hoja de servicios; pero contar ovejas, créame, mi teniente, es cosa de pastores.
            Se hizo un silencio sepulcral. El mayoral, a la salida del embudo, con la vista fija en el chorro de ovejas, los emparejaba mentalmente de dos en dos, de cuatro en cuatro, y sólo abría la boca para decir: ¡cincuenta! Uno de los atajeros hacía de apuntador y, colocado cerca del mayoral, hacía con la navaja una raya en un palo; o la hacía en su propio garrote. Si aquel retazo tenía mil quinientas ovejas, el apuntador contaba treinta rayas en su garrote; ¡y estaban!
            Había que partir para Extremadura; había que ponerse en marcha: tal era la letanía que salmodiaba el corazón de los pastores, todos los otoños y todos los inviernos, cuando había que irse a tierras lejanas. La voz melosa de la canción hablaría de la sierra, triste y oscura, que se quedaba cerca de Madrid, en los altos de la Morcuera y Navacerrada, en las alturas colindantes con Segovia, en Guadarrama. Y aquella tristeza serviría para ganar una excusa, el ganado que deja para cada pastor el dueño del rebaño. Sesenta y cinco cabezas para el mayoral, cincuenta y cinco para el atajero, cincuenta para el zagal; más tres cerdos el mayoral y dos el resto de los pastores.
            Había que caminar. En el camino dejaban, junto al polvo de las ovejas, polvo de costumbres y aroma de leyendas. En el valle de Alcudia. Ingentes distancias había desde las dehesas a los pueblos. En los chozos había niños, jóvenes, muchos mozos y mozas. A veces el chico tenía que recorrer grandes distancias para ir a ver a la novia. Cuando las mujeres se acostaban, salían el suegro y el mozo a fumar un pitillo fuera del chozo; después dormirían juntos. Y las costumbres tejían sus hilos en una tela de personas, lugares y siglos, y en el tejido se hacían historias juntando en la mano las vidas y destinos.
            Y allí, contemplando retazos de historia entre ovejas del rebaño, los pastores dormían. Había que estar en el camino. Terminada la cena, echaban a suertes los turnos de vela de dos horas y cuarto cada uno. Si hoy te tocaba el primer turno te tocaría el segundo mañana, y así hasta la finca de destino. Había que dejar levantado al siguiente, cuando uno se acostaba, para evitar que se quedara dormido; y media hora antes del alba, el último turno llamaría a todos los demás. Por los confines de la noche flotaba en la naturaleza como un aullido.
            Las noches de aguaviento (noches de gabirro) eran propicias para la visita del lobo. No era verdad, como decía el doctor Rodríguez de la Fuente, que el lobo matara sólo para comer; ¡a cuántos pastores mató el lobo a cuantas ovejas quiso, dejándolas inermes sin llevarse a su guarida más que la sangre en los dientes! Matando a una sola le habría bastado. El lobo. Antes de irse a dormir los pastores recorrían la cerca, con una linterna en la mano, para ver si había estacas caídas; los perros repelían al lobo, pero las ovejas, aterradas, se espantaban y podían ladearlas o tirarlas. Los lobos. A las ovejas, distribuidas en majadas, se les daba siempre la comida en sitios estratégicos, porque los perros duermen en el sitio donde se les ha dado de comer; además, los lobos siempre atacan en dirección opuesta a la que lleva el viento. Esos sitios eran junto a una vaguada, para que los perros detectaran el olor del lobo, porque el lobo ataca en las noches de lluvia, cuando el perro está caminando en busca de abrigo.
            Había que estar en el camino. Por los valles de Extremadura, desde la sierra de Guadarrama, los pastores llevaban el recuerdo de sus mujeres y sus hijos; del olor del horno donde se amasaba el pan, por sembrados y castillos, con el pecho encogido y la nostalgia de Segovia en el corazón. Segovia; trémulo respirar del tiempo, al principio del siglo. Por aquellos años, la miseria se enseñoreaba en los hogares; la primavera lucía, pero la luz de la vida se apagaba, ¡tantas veces!, cuando había que comer... Segovia, entre Orejana y Pedraza, envuelta en una historia de milenios, de siglos, embadurnada de oropeles en los libros, y sin embargo desnuda; y dura, satisfecha, insensible para quienes tienen que vivir. Inhóspita para los segovianos. Segovia de mis entrañas, calor, desierto, amor mío, Segovia, ¡cuándo nos darás para vivir! Por eso los pastores estaban en el camino, vivían fuera de casa y su casa era un lugar de paso; en su largo nomadeo buscaban pastos que allí no había. Y su voz ronca, de hilo roto y comer sin cazuela, en vez de quedarse, hablaba siempre cuando decía: hay que estar en el camino, vecinos; ¡qué pronto tendremos que partir!




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