Toda clase es un diseño de estrategia. Hay
tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de
acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la tercera.
CUANDO SER BUENO
NO ES LO MISMO QUE SER
TONTO
1. Aitor.
Juan llevaba un rato hablando.
La clase, envuelta en el aroma de la hora de comer, esperaba con impaciencia
que sonara el timbre. Y esa impaciencia eran mentes desconectadas, chicos
distraídos, jóvenes adolescentes cansados en cuerpo y alma: en cuerpo, porque
el culo no aguantaba más la enésima hora de estar pegado a la silla; en alma,
porque la fatiga anulaba el entendimiento y vencía a la voluntad, seguramente
porque las neuronas, acurrucadas en el cerebro, perdían fuerza, elasticidad y
lozanía.
Aitor
estaba sentado al final de la clase, junto a la ventana. No paraba de mirar afuera
y perseguía a las hojas, los árboles y los pájaros con la vista. Sus pupilas
destilaban un tedio neblinoso; sus manos, certeras, enredaban en las carteras y
sus brazos revolvían todo lo que podían revolver. Acertó a pasar por allí el
jefe de estudios. Aitor se acercó al cristal, gesticulando hiperbólicamente,
para revolverlo todo sin interesarse por nada. En el fondo era sólo una pose;
la pose del guerrero que, desencantado y cretino, provocaba a la gente y la
distraía de su aburrimiento.
-¡Aitor!
–exclamó Juan-. ¡Estate atento!
Aitor se
removió en su asiento. Su mirada, de cejas levantadas, tenía en su insolencia
una cierta dulzura; algo había en él que parecía tierno como si buscara abrigo.
Aitor, simulando un interés que no tenía, miraba por la ventada, lleno de
hastío.
-¡Aitor!
¡Que te estoy hablando!
Desprecio en su mirada; la
misma mirada que, expresando ternura, destilaba odio; indiferencia.
-¡Aitor ¿Me
oyes?
El
desprecio grabado en su cara se estiraba insolente; su cara desdeñosa provocaba
ira; sus facciones, sin embargo, rezumaban tranquilidad aunque su mirada
arisca, apagada en las mejillas, estaban enrojecidas por el sentimiento; y
aparentaba no sentir: desbordando provocación absurda, deliberada y necia. Juan
lo sentía, pero no se daba cuenta. Su exaltación, contenida como un volcán,
rezumaba lava y las lágrimas de fuego anunciaban explosión entre fumarolas.
Quizá el propio Juan tuviera el rostro rojo como el de su alumno. Quizá sus
mejillas, excedidas por la impaciencia, tuvieran también ardientes tonos que
encendieron un color rosado anunciador de la pasión, la desesperación y la
ruina.
-Si
sigues así te voy a poner un cero.
Aitor
levantó las cejas y lanzó chispas; y puso también asco en la mirada. Su voz
exhumaba rabia al contestar.
-Sí, pon
un cero, y otro, los que quieras…
Juan
acusó el golpe y eso lo paralizó; se repuso en seguida, consciente de que ganar
o perder dependía de la rapidez con que reaccionara. Su mente volvió a estar
lúcida.
-No tengo
interés en suspenderte, pero créeme que no me temblará la mano si me obligas a
hacerlo. Mira –levantó la vista mientras escribía-: ya te he puesto un cero.
-Tú sigue
–contestó Aitor con insolencia, sin abandonar su expresión desdeñosa.
-¿Perdón?
Juan
estaba desarmado; lo último que esperaba era que a Aitor le importara un pito
suspender.
-Suma,
suma y sigue –persistió en su desafío-. Pon un cero y otro, colecciónalos y haz
con ellos lo que quieras.
El
nihilismo de sus palabras concordaba con sus ojos vacíos, su ademán irredento y
su indiferencia aparente; había una falta de ilusión en aquella mirada; una
ausencia de horizontes que se escondía tras de su agresividad.
-Suma,
suma y suma –insistía vengativo-: pon todos los ceros que quieras; haz una
colección y luego enséñalos en la sala de profesores: así serás feliz.
Aquello
era más de lo que Juan podía tolerar. De repente se cuadró ante él, puso los
brazos en jarras y lo retó con la mirada. Aitor acusó el golpe; se sintió
desarmado y esperó el contraataque.
-¡Oye,
guapo! –exclamó; y sus ojos lanzaban ira-. ¿Acaso te he faltado yo al respeto?
Entonces ¿por qué me faltas tú? Por más que me ataques no encontrarás odio, por
más que me insultes no te insultaré nunca; lamento decirte que, si lo que
buscas es que sea injusto, no lo seré; querrás que te derrumben porque en el
fondo sientes que eres un deshecho, y quieres ocultarlo haciéndonos deshechos a
los demás: no lo conseguirás; cuanto peor me trates menos conseguirás que te
trate mal, y te respetaré mientras tú te hundes en el cieno; serás incapaz de
respetar y te sentirás perdido; impotente y atado a la rabia, mascullando tu
odio y aguantándote la ira.
Juan dijo
aquellas palabras con determinación, con toda su razón y su energía; y el
corazón que puso en ellas acabó desarmándolo por completo. Enmudeció
repentinamente, tuvo que envainársela y lo miró con recelo; en su mirada,
ahora, las chispas ya no eran fruto del odio; lo eran de la desesperación, de
la ira; le hubiera clavado las uñas, pero no podía; no se odia a quien, por más
que lo retes, está resuelto a no faltarte nunca aunque tú le faltes al respeto.
Juan supo
que había vencido. Y el pobre Aitor, cuando se desvaneció la insolencia, se
sintió desnudo; su corazón salvaje, atrapado en su propia trampa, se le encogió
y se hizo un nudo; pareció de repente un vagabundo roto, sin comida y sin
abrigo: sin verdaderos amigos; se sintió solo y tuvo frío. Juan sintió algo en
su telepática mirada. Y los dos supieron que los había unido un lazo invisible,
aunque Juan tuviera que castigar y el joven siguiera mereciéndose el castigo.
2. El arte de la guerra.
Se acercaba la hora de salir;
Juan miró en su reloj y faltaban cinco minutos. La clase era ruidosa, la hora
era la última y era, más que el hambre, el cansancio. Acababa de hacer una
pausa y los alumnos estaban revueltos; sabía que no podía parar en una clase, y
menos cuando acababa la hora, y mucho menos aún cuando era la última hora de la
mañana: Juan falló, por descuido, en empezar inmediatamente otra actividad
después de la pausa, y aquel día dejó correr medio minuto antes de buscar en
sus papeles; aquel descuido le resultó fatal.
Porque empezaron todos a
ponerse las chaquetas y Juan, haciéndose el ofendido, puso una cara muy seria.
-¿Qué pasa? –dijo.
Nadie dijo nada. Juan esperó un
rato, y al ver la callada por respuesta sin que por ello se hiciera el silencio
los retó de nuevo.
-Que qué pasa, digo. ¿Por qué
os estáis poniendo las chaquetas?
Juan, evidentemente, ya conocía
la respuesta; pero los miraba de hito en hito y tuvo que salir el más inocente
para sacar de apuros a los sobreros.
-Es que va a sonar el timbre.
Juan lo miró, volcando en aquel
reto la ironía del que muestra que está agotándosele la paciencia.
-Ya, ya lo sé. ¿Y qué?
Silencio. Se oirían las moscas
y no habrían sentido respirar si hubiera sido verano; pero ahora, en otoño, se
le oía echar el aire por la nariz.
-¿Cuánto falta para que suene
el timbre?
Miró a Maia, que se incomodaba
con su insistencia.
-Cinco minutos -.contestó.
-Muy bien. Si no me falla la
memoria, en cinco minutos hay trescientos segundos; hay que contar hasta
trescientos para que suene el timbre; y en trescientos segundos se pueden hacer
cosas todavía.
Los miró con exasperación.
Permaneció algunos segundos clavándoles las pupilas y luego, cansado de
desafiarlos, aparentó rendirse.
-Está bien; quitaos las
chaquetas.
De momento hacían oídos sordos;
nadie se las quitaba.
-¡Que os las quitéis! –gritó; y
entonces todos los chicos se las quitaron.
Todos menos uno. Aitor
permaneció con la chaqueta puesta, sin ira pero sin ganas, dispuesto al reto.
-¿Aitor?
-¿Qué? –se hizo el
desentendido.
A Juan le exasperaba aquel
cinismo.
-¡Que te quites la chaqueta!
Aitor lo miraba, impasible.
Seguía sin enfadarse pero estaba dispuesto a tocarle las pelotas. Juan, ahora
sí, le clavó la mirada. De aquel reto saldría ganando o perdería plumas; y no
le quedaba otra que recoger el guante, so pena de perder su autoridad y su
prestigio.
La suerte estaba echada: Aitor
lo había puesto entre las cuerdas. Si Juan no luchaba, quedaría por cobarde: si
peleaba sin medir sus fuerzas, quedaría por bruto; y si peleaba con nobleza,
ganaría: entonces importaba menos quién se llevara el gato al agua; pero tenía
que ser el profesor. Un profesor cobarde no se impone; un profesor bruto pierde
el respeto; y un profesor noble no sólo es respetado, sino querido; si un
profesor noble, delicado y decidido gana la batalla, es un profesor aceptado
por sus alumnos; si gana el alumno, en la misma victoria tendría su fracaso,
porque un alumno innoble y bruto no pesa nada con su valentía ante un profesor
noble, delicado y valiente. Aunque haya perdido. La victoria es importante, pero
lo más importante no es haber llegado: es el camino.
Juan oyó entre brumas la voz
insolente del alumno.
-¿Dónde está escrito que me la
tenga que quitar?
Y Juan, con sus cinco sentidos
puestos, consciente de que ante los chulos no perder la cara no significa sólo
no perder la razón sino no parecerlo, se resignó a aceptar que aquella lucha se
había convertido en espectáculo. La clase no era una clase, era la arena de un
circo; una cancha de juego, un cine, era el recinto de un teatro. Y en ese
circo empezó a jugar su papel, poniendo en juego su persona, haciendo de la
labor callada un grito en un espectáculo. No tenía que actuar para el alumno,
sino para el público. Y eso enrarecía el ambiente; ser profesor no es exhibirse
sino hacer una labor callada, aunque todo profesor sea, aunque no lo quisiera,
un actor expuesto a las miradas del público.
Así que Aitor no quería
quitarse la chaqueta. La pelota estaba en su tejado: tenía un segundo, dos como
mucho, para darle la vuelta a la situación y recuperar la voz cantante. Con su
pregunta Aitor lo había tumbado, inmovilizándolo en el suelo; con su respuesta
Juan tenía que recuperar la iniciativa: el arte de la guerra se cifra en
sorprender, conservar la libertad de acción y ser el más fuerte en el punto decisivo.
Sorpresa. En una fracción de
segundo le vino a la mente una idea para crear un golpe de efecto.
–Cuando vas al váter tú usas
papel higiénico, ¿no?
-Sí.
¿Y ahora, por dónde me va a
salir éste? Aitor estaba desconcertado. Había perdido la libertad de acción.
-¿Y dónde dice que tengas que
usarlo?
Zas. En la boca. Había sido el
más fuerte en el punto decisivo. Había perdido una batalla cuando Aitor lo puso
en ridículo, pero acababa de ganar la guerra.
Se quedó mirándolo
intensamente. Al cabo de un rato empezó a quitarse la chaqueta.
Había vencido. Aquel quitarse
la chaqueta con parsimonia le parecía eterno. Juan, después de aprovechar los
minutos, respiraba, aliviado internamente; y, mientras guardaba los libros en
la cartera, se dijo a sí mismo que aquella mañana se había ganado el respeto. Y
había ganado un amigo.
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