sábado, 16 de agosto de 2014

Cuando ser bueno no es lo mismo que ser tonto






            Toda clase es un diseño de estrategia. Hay tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la tercera.



CUANDO SER BUENO
NO ES LO MISMO QUE SER TONTO

1. Aitor.            

Juan llevaba un rato hablando. La clase, envuelta en el aroma de la hora de comer, esperaba con impaciencia que sonara el timbre. Y esa impaciencia eran mentes desconectadas, chicos distraídos, jóvenes adolescentes cansados en cuerpo y alma: en cuerpo, porque el culo no aguantaba más la enésima hora de estar pegado a la silla; en alma, porque la fatiga anulaba el entendimiento y vencía a la voluntad, seguramente porque las neuronas, acurrucadas en el cerebro, perdían fuerza, elasticidad y lozanía.
            Aitor estaba sentado al final de la clase, junto a la ventana. No paraba de mirar afuera y perseguía a las hojas, los árboles y los pájaros con la vista. Sus pupilas destilaban un tedio neblinoso; sus manos, certeras, enredaban en las carteras y sus brazos revolvían todo lo que podían revolver. Acertó a pasar por allí el jefe de estudios. Aitor se acercó al cristal, gesticulando hiperbólicamente, para revolverlo todo sin interesarse por nada. En el fondo era sólo una pose; la pose del guerrero que, desencantado y cretino, provocaba a la gente y la distraía de su aburrimiento.
            -¡Aitor! –exclamó Juan-. ¡Estate atento!
            Aitor se removió en su asiento. Su mirada, de cejas levantadas, tenía en su insolencia una cierta dulzura; algo había en él que parecía tierno como si buscara abrigo. Aitor, simulando un interés que no tenía, miraba por la ventada, lleno de hastío.
            -¡Aitor! ¡Que te estoy hablando!
Desprecio en su mirada; la misma mirada que, expresando ternura, destilaba odio; indiferencia.
            -¡Aitor ¿Me oyes?
            El desprecio grabado en su cara se estiraba insolente; su cara desdeñosa provocaba ira; sus facciones, sin embargo, rezumaban tranquilidad aunque su mirada arisca, apagada en las mejillas, estaban enrojecidas por el sentimiento; y aparentaba no sentir: desbordando provocación absurda, deliberada y necia. Juan lo sentía, pero no se daba cuenta. Su exaltación, contenida como un volcán, rezumaba lava y las lágrimas de fuego anunciaban explosión entre fumarolas. Quizá el propio Juan tuviera el rostro rojo como el de su alumno. Quizá sus mejillas, excedidas por la impaciencia, tuvieran también ardientes tonos que encendieron un color rosado anunciador de la pasión, la desesperación y la ruina.
            -Si sigues así te voy a poner un cero.
            Aitor levantó las cejas y lanzó chispas; y puso también asco en la mirada. Su voz exhumaba rabia al contestar.
            -Sí, pon un cero, y otro, los que quieras…
            Juan acusó el golpe y eso lo paralizó; se repuso en seguida, consciente de que ganar o perder dependía de la rapidez con que reaccionara. Su mente volvió a estar lúcida.
            -No tengo interés en suspenderte, pero créeme que no me temblará la mano si me obligas a hacerlo. Mira –levantó la vista mientras escribía-: ya te he puesto un cero.
            -Tú sigue –contestó Aitor con insolencia, sin abandonar su expresión desdeñosa.
            -¿Perdón?
            Juan estaba desarmado; lo último que esperaba era que a Aitor le importara un pito suspender.
            -Suma, suma y sigue –persistió en su desafío-. Pon un cero y otro, colecciónalos y haz con ellos lo que quieras.
            El nihilismo de sus palabras concordaba con sus ojos vacíos, su ademán irredento y su indiferencia aparente; había una falta de ilusión en aquella mirada; una ausencia de horizontes que se escondía tras de su agresividad.
            -Suma, suma y suma –insistía vengativo-: pon todos los ceros que quieras; haz una colección y luego enséñalos en la sala de profesores: así serás feliz.
            Aquello era más de lo que Juan podía tolerar. De repente se cuadró ante él, puso los brazos en jarras y lo retó con la mirada. Aitor acusó el golpe; se sintió desarmado y esperó el contraataque.
            -¡Oye, guapo! –exclamó; y sus ojos lanzaban ira-. ¿Acaso te he faltado yo al respeto? Entonces ¿por qué me faltas tú? Por más que me ataques no encontrarás odio, por más que me insultes no te insultaré nunca; lamento decirte que, si lo que buscas es que sea injusto, no lo seré; querrás que te derrumben porque en el fondo sientes que eres un deshecho, y quieres ocultarlo haciéndonos deshechos a los demás: no lo conseguirás; cuanto peor me trates menos conseguirás que te trate mal, y te respetaré mientras tú te hundes en el cieno; serás incapaz de respetar y te sentirás perdido; impotente y atado a la rabia, mascullando tu odio y aguantándote la ira.
            Juan dijo aquellas palabras con determinación, con toda su razón y su energía; y el corazón que puso en ellas acabó desarmándolo por completo. Enmudeció repentinamente, tuvo que envainársela y lo miró con recelo; en su mirada, ahora, las chispas ya no eran fruto del odio; lo eran de la desesperación, de la ira; le hubiera clavado las uñas, pero no podía; no se odia a quien, por más que lo retes, está resuelto a no faltarte nunca aunque tú le faltes al respeto.
            Juan supo que había vencido. Y el pobre Aitor, cuando se desvaneció la insolencia, se sintió desnudo; su corazón salvaje, atrapado en su propia trampa, se le encogió y se hizo un nudo; pareció de repente un vagabundo roto, sin comida y sin abrigo: sin verdaderos amigos; se sintió solo y tuvo frío. Juan sintió algo en su telepática mirada. Y los dos supieron que los había unido un lazo invisible, aunque Juan tuviera que castigar y el joven siguiera mereciéndose el castigo.




2. El arte de la guerra.  

Se acercaba la hora de salir; Juan miró en su reloj y faltaban cinco minutos. La clase era ruidosa, la hora era la última y era, más que el hambre, el cansancio. Acababa de hacer una pausa y los alumnos estaban revueltos; sabía que no podía parar en una clase, y menos cuando acababa la hora, y mucho menos aún cuando era la última hora de la mañana: Juan falló, por descuido, en empezar inmediatamente otra actividad después de la pausa, y aquel día dejó correr medio minuto antes de buscar en sus papeles; aquel descuido le resultó fatal.
Porque empezaron todos a ponerse las chaquetas y Juan, haciéndose el ofendido, puso una cara muy seria.
-¿Qué pasa? –dijo.
Nadie dijo nada. Juan esperó un rato, y al ver la callada por respuesta sin que por ello se hiciera el silencio los retó de nuevo.
-Que qué pasa, digo. ¿Por qué os estáis poniendo las chaquetas?
Juan, evidentemente, ya conocía la respuesta; pero los miraba de hito en hito y tuvo que salir el más inocente para sacar de apuros a los sobreros.
-Es que va a sonar el timbre.
Juan lo miró, volcando en aquel reto la ironía del que muestra que está agotándosele la paciencia.
-Ya, ya lo sé. ¿Y qué?
Silencio. Se oirían las moscas y no habrían sentido respirar si hubiera sido verano; pero ahora, en otoño, se le oía echar el aire por la nariz.
-¿Cuánto falta para que suene el timbre? 
Miró a Maia, que se incomodaba con su insistencia.
-Cinco minutos -.contestó.
-Muy bien. Si no me falla la memoria, en cinco minutos hay trescientos segundos; hay que contar hasta trescientos para que suene el timbre; y en trescientos segundos se pueden hacer cosas todavía.
Los miró con exasperación. Permaneció algunos segundos clavándoles las pupilas y luego, cansado de desafiarlos, aparentó rendirse.
-Está bien; quitaos las chaquetas.
De momento hacían oídos sordos; nadie se las quitaba.
-¡Que os las quitéis! –gritó; y entonces todos los chicos se las quitaron.
Todos menos uno. Aitor permaneció con la chaqueta puesta, sin ira pero sin ganas, dispuesto al reto.
-¿Aitor?
-¿Qué? –se hizo el desentendido.
A Juan le exasperaba aquel cinismo.
-¡Que te quites la chaqueta!
Aitor lo miraba, impasible. Seguía sin enfadarse pero estaba dispuesto a tocarle las pelotas. Juan, ahora sí, le clavó la mirada. De aquel reto saldría ganando o perdería plumas; y no le quedaba otra que recoger el guante, so pena de perder su autoridad y su prestigio.
La suerte estaba echada: Aitor lo había puesto entre las cuerdas. Si Juan no luchaba, quedaría por cobarde: si peleaba sin medir sus fuerzas, quedaría por bruto; y si peleaba con nobleza, ganaría: entonces importaba menos quién se llevara el gato al agua; pero tenía que ser el profesor. Un profesor cobarde no se impone; un profesor bruto pierde el respeto; y un profesor noble no sólo es respetado, sino querido; si un profesor noble, delicado y decidido gana la batalla, es un profesor aceptado por sus alumnos; si gana el alumno, en la misma victoria tendría su fracaso, porque un alumno innoble y bruto no pesa nada con su valentía ante un profesor noble, delicado y valiente. Aunque haya perdido. La victoria es importante, pero lo más importante no es haber llegado: es el camino.
Juan oyó entre brumas la voz insolente del alumno.
-¿Dónde está escrito que me la tenga que quitar?
Y Juan, con sus cinco sentidos puestos, consciente de que ante los chulos no perder la cara no significa sólo no perder la razón sino no parecerlo, se resignó a aceptar que aquella lucha se había convertido en espectáculo. La clase no era una clase, era la arena de un circo; una cancha de juego, un cine, era el recinto de un teatro. Y en ese circo empezó a jugar su papel, poniendo en juego su persona, haciendo de la labor callada un grito en un espectáculo. No tenía que actuar para el alumno, sino para el público. Y eso enrarecía el ambiente; ser profesor no es exhibirse sino hacer una labor callada, aunque todo profesor sea, aunque no lo quisiera, un actor expuesto a las miradas del público.
Así que Aitor no quería quitarse la chaqueta. La pelota estaba en su tejado: tenía un segundo, dos como mucho, para darle la vuelta a la situación y recuperar la voz cantante. Con su pregunta Aitor lo había tumbado, inmovilizándolo en el suelo; con su respuesta Juan tenía que recuperar la iniciativa: el arte de la guerra se cifra en sorprender, conservar la libertad de acción y ser el más fuerte en el punto decisivo.
Sorpresa. En una fracción de segundo le vino a la mente una idea para crear un golpe de efecto.
–Cuando vas al váter tú usas papel higiénico, ¿no?
-Sí.
¿Y ahora, por dónde me va a salir éste? Aitor estaba desconcertado. Había perdido la libertad de acción.
-¿Y dónde dice que tengas que usarlo?
Zas. En la boca. Había sido el más fuerte en el punto decisivo. Había perdido una batalla cuando Aitor lo puso en ridículo, pero acababa de ganar la guerra.
Se quedó mirándolo intensamente. Al cabo de un rato empezó a quitarse la chaqueta.
Había vencido. Aquel quitarse la chaqueta con parsimonia le parecía eterno. Juan, después de aprovechar los minutos, respiraba, aliviado internamente; y, mientras guardaba los libros en la cartera, se dijo a sí mismo que aquella mañana se había ganado el respeto. Y había ganado un amigo.





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