sábado, 30 de agosto de 2014

Reflexiones sobre el poder (y 3): de arriba y abajo.




REFLEXIONES SOBRE EL PODER (y 3):
DE ARRIBA Y ABAJO


1.
Las ficciones clarividentes sirven para proyectar la realidad más allá de lo que vemos; las ficciones ciegas le quitan a la realidad buena parte de su ser.
Los ideales son ficciones que nos marcan el camino.



            -Recapitulemos otra vez para poner a punto nuestras ideas. El mismo poder que, fecundado por la razón, da justicia, es injusto cuando se deja fecundar por las pasiones; por esos sentimientos excesivos que, si son vicios del alma, en el cuerpo son enfermedades. Pues bien, tanto la razón como las pasiones son producto del amor. El amor ciego valora como ciertas las cosas falsas, y el amor luminoso, mirando por los cristales de la razón, tiene una imagen más ajustada de las cosas; de las cosas y de sí mismo. Los valores son ideales inalcanzables, ilusiones, sueños. Daos cuenta de que las fantasías sirven para mejorar la realidad; pero si no ven bien las cosas, empeoran y la degradan. Las ficciones clarividentes sirven para proyectar la realidad más allá de lo que vemos; las ficciones ciegas, sin embargo, quitan a la realidad buena parte de su ser.
            De repente pensó que estaba hablando para sus alumnos, y tenía que centrarse en ellos. Su mirada abandonó el espacio y llegó hasta los cuerpos, en un intento de observar cómo estaba la mirada de los otros. Silvia y Esmeralda escuchaban con atención, y Jorge y Mario atendían también, pero sin magia. Rut, Judit y Conchi le miraban a ratos, y a ratos miraban a la mesa, a las paredes, a la ventana. Nuria clavaba su atención en el concepto, con un rictus crispado en la comisura de los labios y una diligencia obsesiva. Juan vio que el resto de los chicos estaba distraído. Comprendió que tenía que bajar de las nubes si quería que todos le entendieran. Tenía que trocar monólogo por diálogo. A ver cómo lo conseguía.
            -A ver –dijo dirigiéndose a Manuel-. Supón por un momento que has hecho un buen trabajo. El profesor lo valora y te suspende. ¿Tú qué pensarías?
            Manuel, que se había puesto alerta en el momento mismo de ser interpelado, estaba ya listo para responder.
            -Pensaría que es injusto. Si el trabajo está bien tendrían que ponerme una buena nota.
            -¿Piensas que, si el profesor te tuviera aprecio, te habría valorado mejor?
            -Sí, claro.
            -¿Y si te tuviera manía? ¿Piensas que te suspendería sólo por tenerte ojeriza?
            -No digo que siempre. Pero a veces ocurre.
            -Consideras, por tanto, que los profesores deben juzgar con la cabeza: no con el corazón.
            -Eso es.
            -Menos aún con las tripas.
            -Exactamente.
            -Entonces preferirías ser juzgado por un ordenador. Un ordenador sólo piensa, nunca siente.
            -Hombre, Juan, no te pases. Tampoco soy un robot que funcione con dos y dos son cuatro.
            -Admites, por consiguiente, que no basta con la cabeza para valorar las cosas.
            Silencio.
            -Hace falta corazón para valorar bien. Hace falta sentimiento.
            El chico ya no sabía qué pensar. Esmeralda quería intervenir, pero no acababa de encontrarle la punta al ovillo. Juan continuó.
            -Hay que amar la verdad para juzgar bien. Hay que amar la vida para potenciar todo lo que se pueda nuestra ansia de vivir. Si yo valoro un trabajo poniéndome en lugar del alumno que lo ha hecho, veré las cosas como él; buscaré qué cosas no ha entendido y cuáles no ha trabajado; castigaré sus fallos, cuando se deban a la falta de estudio, y premiaré sus errores si veo en ellos esfuerzo por abrirse camino hacia la verdad. Si, por el contrario, es un alumno muy avispado que dice cosas justas sin esforzarse, sin que necesite estudiar para ello, ¿qué nota le pondrías, Manuel?
            Manuel estaba confundido, no sabía exactamente qué debía responder. Un momento antes lo tenía todo claro, pero ahora... Eludió la respuesta con un movimiento de hombros.
            -El trabajo del profesor –prosiguió Juan- es valorar lo que el alumno aprende. No valorar su inteligencia, porque ser listo no tiene mérito; a veces es como un don de la naturaleza, algo con lo que nacemos sin que hagamos nada por merecerlo. Lo que se debe valorar es el esfuerzo. Una verdad que no cuesta acaso merezca un suspenso. Pero un error laborioso puede merecer mucho más que un simple aprobado.
            Los ojos de Conchi se encendieron en señal de aprobación.
            -¡Claro! ¡Es verdad!
            Juan prosiguió su razonamiento.
            -Si un alumno aprueba poniendo lo que ya sabía antes de venir a clase, es una pérdida de tiempo. O bien porque no estudia, y no lo merece. O porque no atiende, y está desperdiciando la ayuda del profesor. ¿Para qué sirven los profesores? Para aclarar lo que no se entiende en los libros. Para dar vida a lo que sólo es letra muerta. Para animar a los alumnos, meterles el gusanillo en el cuerpo, sembrar en ellos las ganas de saber, dialogar, hacerles trabajar solos, en grupo, promover, debatir, velar por la marcha de la dinámica de los grupos...
            Juan sintió que en aquel momento los alumnos estaban listos para comprender lo que en un principio les estaba explicando: habían salido de su atonía. Entonces prosiguió con sus cavilaciones.
            -Decíamos que cuando valoramos las cosas realzamos todo lo bueno que hay en ellas. En cierto modo podemos decir que entramos en el terreno de la ficción. En efecto, juzgar las cosas es decir hasta dónde están bien hechas, y hasta dónde todavía podrían mejorar. Ese hasta dónde es una meta que nos marcamos. Un ideal hacia el que vale la pena correr. Y si ese ideal todavía nadie lo ha alcanzado, es una ficción. Los ideales son ficciones que nos marcan el camino. Como imanes poderosos, nos atraen hacia ellos y por ellos dejamos llevar nuestro corazón, nuestra cabeza, si es que no nos hemos vuelto insensibles. Pero aquellos que han perdido la sensibilidad no se sienten atraídos por la belleza de esos imanes, de esa brújula, y se pierden en el camino por falta de orientación. Y como no ven la realidad, viven en un mundo de ficciones con caminos disparatados que desvarían. Su falta de sensibilidad les hace ser inseguros, y se creen que hay que forzar las cosas para conseguirlas. Y se vuelven malvados. Unas veces lo degradan todo pensando que hacen bien; porque creen que la violencia es necesaria para obligar a la gente a hacer lo que creen que es su deber que hagan. Otras veces los corroe la envidia. La envidia, que intenta rebajar los éxitos de los demás por debajo del nivel de nuestros propios fracasos.
            Juan enlazó, por fin, con lo que tenía en mente hacía tiempo.
            -Los excesos nublan la vista, nos impiden ver el camino, y hasta el horizonte. El horizonte es, por definición, inalcanzable. Miramos al horizonte para caminar y, cuando creemos llegar a él, resulta que cada vez aparecen más cosas, y el horizonte retrocede sin fin. Es una línea que nos guía, pero que jamás podremos tocar. –Hizo una pausa para marcar una transición-. Eso mismo son los valores: ideales inalcanzables, pero más reales que las cosas mismas. Son reales porque nos marcan el camino. Pues bien, si no los podemos ver porque el exceso nos haya nublado la vista, podemos juzgar como valiosas cosas que no lo son: y se produce una primera inversión de valores. Llamamos, como se dice en Fuenteovejuna, cobardía a la paciencia, imprudencia a la verdad, crueldad a la justicia, justicia a la crueldad. Porque vemos las cosas al revés. Y al sentir como valiosas cosas que no valen nada, nos sentimos valientes por utilizar la violencia, cuando conseguirlas violentamente es sólo cobardía.
            Juan sentía que empezaba a hacer falta un nuevo paréntesis: y se preparó para hacer otro alto en el camino. Esta vez intuyó que su interlocutora debía ser Cristal.
            -Pues bien –continuó-. Si queremos restablecer la justicia tenemos que darle la vuelta a la tortilla otra vez. Tenemos que hacer una segunda inversión de valores. Marx (ya lo veréis el año que viene) lo llamaba negación de la negación. Como Hegel. Nosotros podríamos decir: el cazador cazado. Vamos a ver, Esmeralda, ¿cómo harías tú para restablecer una injusticia? Te pongo un ejemplo: un profesor que valora injustamente un examen.
            Cristal se había erguido sobre sus brazos. Apoyada sobre la mesa, esperaba para arrancar que le diesen el pistoletazo de salida. El pistoletazo había sido aquella pregunta.
            -El profesor ha juzgado a un alumno. Lo ha juzgado mal. Ahora lo que habría que hacer es juzgarlo a él. Bueno, no juzgarlo como persona; me refiero a que habría que juzgar el juicio que él mismo había dado: valorar su valoración, revisar su juicio. Supongo que te referías a eso cuando hablabas de la doble negación.
            -Exactamente. ¿Y cómo podrías hacerlo?
            -No sé... Supongo que le encargaría a otro profesor que corrigiese el examen ya corregido por el primero. Eso existe: se llama doble corrección. Lo que pasa es que no sólo se corregiría dos veces al alumno; se corregiría también la manera de corregir del primer profesor que lo había corregido.
            -¡Muy bien! ¡Ahí quería llegar yo! –dijo Juan Luis, además de ufano, contento-. El problema es que este segundo profesor, para corregir al primero, tiene que ser razonable, pero sobre todo íntegro; eso no siempre es fácil de conseguir. Hay momentos en que, movido por las circunstancias, el propio alumno debe rebelarse contra el profesor: si no hay justicia. Y esta rebelión, que es necesaria, también tiene que ser criticada. Tiene que serlo porque, al eliminar al profesor, el alumno lo juzga al tiempo que se juzga a sí mismo; juzga su propio examen, y al hacerlo se convierte en juez y parte. Entramos en el espinoso tema de la autoevaluación. Y de sus límites.
            Tomó aire, respirando profundamente. Respiraba satisfecho al comprobar que la comunicación con sus alumnos se había restablecido.
            -Fijaos, escuchad atentamente estos versos de Lope de Vega:
                                               Soy vasallo, es mi señor,
                                               vivo en su amparo y defensa,
                                               si en quitarme el honor piensa
                                               quitaréle yo la vida.
Manda el señor, que decide. Pero el señor no puede decidir lo que él quiere, sino lo que quieren quienes obedecen. Él es uno más, si bien uno de los que ven claramente y juzgan con rectitud. Además, decidir lo que quiere el pueblo es demagogia. El pueblo, a veces, quiere una cosa y no lo sabe; y lo que decide no es lo que quiere, sino lo que cree querer. Para que lo entendáis: la gente piensa con la cabeza y decide con las tripas.
            No estaba seguro Juan ahora de ser entendido.
-Quien manda debe ser digno de confianza. Pero como él es el juez supremo, no hay por encima otro poder que le corrija. Por eso los errores de arriba deben ser corregidos por abajo. Abajo tenemos al pueblo. Y el pueblo es, las más de las veces, quien pasa hambre; por eso no decide lo que es justo, sino lo que necesita. Normalmente sus acciones son justas cuando se siente débil, siempre que sus líderes sean clarividentes; de lo contrario surgirán líderes que oigan las voces del pueblo sin escucharlas; que hagan lo que el pueblo pide, saciando sus necesidades a costa de la justicia; y cuando el demagogo haya conquistado el poder, se habrá olvidado del pueblo: que volverá a estar necesitado. El tirano no manda, viola; no convence, fuerza; la “tiranía y el insufrible rigor” harán de él lo que se dice en Fuenteovejuna:
                                         Las haciendas nos robaba
                                         y las doncellas forzaba,
                                         siendo de piedad extraño.
La piedad es compasión: sentir con otros, apasionarse con otros, un afecto colectivo. La piedad es, en realidad, lo mismo que la justicia. No tiene nada que ver con la pena injusta; con favorecer a unos a costa de otros. Pues bien, cuando eso falta, está justificada la rebeldía:
                                               Juntad el pueblo a una voz;
                                               que todos están conformes
                                               en que los tiranos mueran.
Bueno, a decir verdad, lo que debe morir es la tiranía: no los tiranos; que matar a otros, aunque sean ellos, nos hace caer en la bajeza. Para hacer justicia no hay que volverse viles. Aunque lo hagamos en grupo: porque el grupo nos hace sentirnos seguros. Si el pueblo se une en una acción solidaria:
                                               Con un valeroso pecho,
                                               en pidiendo quién lo ha hecho
                                               responden: “Fuenteovejuna”.
El poder, si es sensato, habrá de responder con sensatez:
                                               Y pues tan mal se acomoda
                                               el poderlo averiguar,
                                               o los has de perdonar
                                               o matar la villa toda.
Juan Luis recordaba estos versos:
                                               -¿Quién mató al comendador?
                                               -Fuenteovejuna, señor.
Y recordaba haberle oído decir a su padre:
                                               -¿Y quién es Fuenteovejuna?
                                               -¡Todos a una!
            Pensaba preocupado que el asunto de la rebelión tiene más miga de lo que parece. El señor es dueño del mando, no de sus súbditos. Y lo que debe mandar es el cumplimiento de la justicia. Por eso, si se aparta de ella, tienen sus súbditos derecho a revocarlo. El señor es un servidor de la justicia, no del pueblo; ni tampoco de sus intereses personales. Si él sirve al pueblo en contra de la justicia, merecerá ser revocado. Si sirve a sus intereses en contra de la justicia, si sirve a las pasiones injustas, merecerá, siempre, ser revocado. Ya lo decía Lope: el señor nos ampara, pero no nos posee; si manda con violencia y no con autoridad, deja de ser nuestro señor. Recordaba las palabras de Calderón:
                                               Al rey la hacienda y la vida    
                                               se ha de dar. Pero el honor
                                               es patrimonio del alma
                                               y el alma sólo es de Dios.
            No estaba seguro Juan Luis de que al rey le pertenecieran nuestra hacienda y nuestra vida. El rey sólo es depositario de ello cuando lo requieren los imperativos de la justicia. ¡Pero es que el honor también está disponible cuando la justicia lo requiere! La justicia: no sus ejecutores. La justicia, no necesariamente los jueces. Así que Juan Luis pensaba en estos versos:
                                               ¡Vivan Castilla y León,
                                               y las barras de Aragón,
                                               y muera la tiranía!
            Y pensaba en estos otros:
                                               ¡Vivan Fernando e Isabel, y mueran
                                                           los traidores!
            Juan Luis era consciente de estar estirando aquellos versos más de lo que hubiera querido Lope. En Lope eran firme defensa de la monarquía. Para Juan Luis, firme defensa de la justicia. Si la monarquía sirve a la justicia, bienvenida sea. Si la viola, abajo la monarquía. Lo mismo cabe decir de las banderas. ¿Loores a Castilla y León? ¿Loores a Aragón? Sólo si en sus constituciones se reivindica el imperativo categórico. Sólo si se defiende el derecho natural, los derechos humanos, la libertad responsable y la dignidad y el respeto. ¿De qué me sirve el nacionalismo? ¿Para qué luchar por mi patria? Sólo si mi país es patria de la humanidad, valdrá luchar por ella. ¿De qué me sirve a mí un Euskadi libre levantado sobre la sangre de los inocentes? ¿De qué me sirve la E.T.A.? ¿Para qué quiero yo un Islam que alimenta a dios con sangre y violencia? ¿No quiere Dios la paz entre los pueblos? ¿No son todos los pueblos hijos de dios? ¿No proceden todos de Adán y Eva? ¿Tan grandes fueron sus pecados que no merecen ser redimidos? ¿Para qué quiero yo a Israel si se construye desde el terrorismo de Estado? ¿Por qué permitió dios que Israel encontrara su casa en las casas de Jericó, echando a sus habitantes y pasando a cuchillo a hombres, mujeres, niños y ancianos? ¿Para qué quiero yo un comunismo que dice buscar el fin de la explotación, explotando a millones de personas y asesinando a otros? ¿Para qué religiones, para qué ideologías, para qué patrias? ¿Para qué, si no hay justicia? Reinos, repúblicas, imperios; buscando ser grandes: ¿para qué? ¿Para qué quiero la grandeza, si cuesta atropellos, injusticias y sangre? ¿Para qué la gloria y los honores, para qué?
            El poder debe ser el emisario de la justicia. Su encarnación en este mundo. La dignidad del poder emana de una extraña mixtura: es un difícil encaje entre saber mandar y saber obedecer. El mando es el poder; el poder debe conectar con la necesidad; y la necesidad se hace sentir a gritos por la gente que la padece. Arriba está el mando, que escucha. Abajo está la gente, que habla. En medio, la justicia, que hilvana. El poder es una pasión: una pasión razonable; razonada. Viene de arriba y abajo: ambas, en tensión, sirven de contrapeso; si uno de los extremos falla, el poder caerá en el exceso; desaparecerá la autoridad, florecerá la violencia: la política amenazará entonces ruina.
            Sois mi señor, pero si no servís a la justicia, yo no os serviré a vos. Hay buenos vasallos que no tienen buen señor; también hay buenos señores sin un buen pueblo a quien mandar. A veces, los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Sólo a veces. Otras veces caen con bravura laminados por la brutalidad, aplastados por la felonía. Y no podremos entonar cantos de gloria a Isabel y Fernando, si ellos son los traidores y no los verdugos de la traición; no, por muy reyes que sean.
                                               -¡Rompe, derriba, hunde, quema, abrasa!
                                                -Un popular motín mal se detiene.
                                               -¿El pueblo contra mí?
            El pueblo contra el señor, si el señor deja de ser señor de sí mismo: de sí mismo antes que del pueblo. La rebeldía es una virtud cuando trata de poner en pie lo que el señor ha derribado. Cuando, como don Quijote, quiere deshacer entuertos, combatir injusticias, enderezar lo que se ha torcido.
            Estaba cansada la mente de Juan Luis. Durante los diez minutos que escribían, sus alumnos, en el último tercio de la clase, escuchaban su silencio. Les había pedido que reflexionaran sobre la rebelión. Él, mientras tanto, la veía como una inversión de valores: la segunda. Si el gobernante se rebeló primero contra el mando, subvirtiendo el orden natural de las cosas, ahora el pueblo puede rebelarse contra la subversión, y se convertirá a su vez en subversivo; porque invertir lo que otros han invertido es enderezar entuertos, reivindicar justicias, ser quijotes. Negación de la negación, que se decía en el marxismo. El cazador cazado. La inversión de valores, como la concebía Nietzsche, trataba de volver al principio, cuando reinaban la voluntad y la salud, antes de que los resentidos lo revolviesen todo. Los cobardes, los traidores, los resentidos, los renegados. Y no sabía Juan si era mejor el perdón o el castigo. Pero tenía claro que, fuera lo que fuese, castigo y perdón sólo servían cuando regresaban, castigo o perdón, por la justicia. Sin resentidos.



2.

            El poder mana de arriba y abajo. De arriba es un fluir tranquilo. De abajo, sale a borbotones porque tiene que vencer la gravedad. Es raro que el manantial de abajo sea reposado. Abajo está la fuerza; y la fuerza es incontenible y no siempre está cargada de razones. La razón brota de arriba, y su fuerza sosegada es capaz de moldear los sentimientos; mas sucede, a veces, que las razones se estancan por el empuje de fuerzas ajenas a la razón; fuerzas invasoras que se han filtrado por el manantial de arriba.
            El poder se pudre cuando las razones se atascan ahí arriba; pero también cuando el impulso de abajo, tal un enorme géiser de energía incontrolable, un maremoto, un volcán, lo arrasa todo y no queda en el mundo piedra sobre piedra. La furia de las rebeliones ciegas es tan devastadora como las ciegas corrupciones del poder.
            Arriba, una cadena de filtros superpuestos depuran lentamente el chorro del poder: cuando aún hay fuerza sobre las razones para controlarlo. Cada filtro es una red; cada red, una malla de grosor distinto. Los mandos intermedios, tal el comendador de Ocaña, yerran con frecuencia. Yerran los pequeños poderes extraviados en manos de la pasión. Si la injusticia se hace intolerable, estallan por abajo las revueltas; pero las revueltas sólo valen cuando hay, arriba, un poder superior que rescata la justicia; en fuente Ovejuna, como en Peribáñez, ese poder es el rey. Pero ¿qué ocurre cuando arriba no hay poderes justos? ¿Cuando, presas de la sinrazón, todos los poderes han fracasado? ¿Cuando, sobre el pequeño poder, también la mano del imperio ha acabado por corromperse?
            El cielo se hunde cuando no hay nadie por encima del comendador.

 


FRASES PARA RECORDAR
AFORISMOS

1. Mandar no es lavar cerebros para que te obedezcan, sino lograr que te obedezcan cerebros despiertos.

2. Mandar no es obligar sin más, sino obligar convenciendo. La autoridad no tiene nada que ver con la violencia.
           
3. El mando, a diferencia de la violencia, obliga a la gente a hacer lo que quiere. La violencia nos impone lo que no queremos.

3. Las ficciones clarividentes sirven para proyectar la realidad más allá de lo que vemos; las ficciones ciegas le quitan a la realidad buena parte de su ser. Y los ideales son ficciones que nos marcan el camino.

4. La envidia rebaja los éxitos de los demás por debajo del nivel de nuestros fracasos.

5. Manda el señor, que decide; pero el señor no puede decidir lo que quiere, sino lo que quieren todos aquellos que le obedecen.

6. La gente piensa con la cabeza y decide con las tripas.

7. Lo que debe morir es la tiranía, no los tiranos; que matar a otros es bajeza.

8. El señor es un servidor de la justicia, no del pueblo; ni tampoco de sus intereses personales. Si sirve al pueblo en contra de la justicia, merecerá ser revocado. Y si sirve a sus intereses en contra de la justicia, también  merecerá ser revocado.

9. Si la monarquía sirve a la justicia, bienvenida sea. Si la viola, abajo la monarquía. Lo mismo cabe decir de las banderas.

10. Arriba está el mando, que escucha. Abajo está la gente, que habla. Y en medio está la justicia, que hilvana. El poder es una pasión: una pasión razonable; razonada. Viene de arriba y de abajo: ambas, en tensión, se sirven de contrapeso.  
           
11. Sois mi señor, pero si no servís a la justicia yo no os serviré a vos. Hay buenos vasallos que no tienen buen señor; también buenos señores sin un buen pueblo a quien mandar.
           
12. El pueblo contra el señor, si el señor deja de ser señor de sí mismo: de sí mismo antes que del pueblo.

13. Si el gobernante se rebeló contra el mando subvirtiendo el orden natural de las cosas, ahora el pueblo puede rebelarse contra la subversión y se convertirá a su vez en subversivo; que invertir lo que otros han invertido es enderezar entuertos, ser quijotes y mandar en sí mismo.



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