VECINOS
-¿Te
gustaría poder pasear tranquilamente por la calle?
-¡Hombre,
qué cosas dices!
-¿Y
si alguien decide raptarte y pedir un rescate? ¿Te gustaría?
Pedro
se quedó mirando con cara de bobo. Después de un buen rato de mirada silenciosa
preguntó a su vez:
-¿Tú
qué crees?
Juan
tuvo que interrumpir su perorata para recoger la pelota, que ahora estaba en su
tejado.
-Me
parece que los dos estamos de acuerdo –sonrió-. A mí tampoco me gustaría. Pero
fíjate, te digo otra cosa: imagina que ahora viene un desconocido y te acusa de
robarle y la policía va y te mete en la cárcel. ¿Te gustaría?
-Hombre,
eso depende de que sea verdad.
-No,
no, imagina que tú no has robado nada a nadie, pero ahora viene un desconocido
que dice que sí y la policía te lleva preso; ¿qué pensarías de una cosa así?
-Buen,
me defendería.
-¿Cómo
te defenderías?
-Buscando
un abogado.
-Los
abogados cuestan caro; hay que pagarlos.
Pedro
calló. Los demás también callaron, perplejos. Entonces habló Maia sin pensar demasiado:
-Me
escaparía.
-Vaya,
Maia, entonces sí que te meterían presa de verdad; por fugarte.
-O
sea que si te acusan sin motivo vas a la cárcel, y si te escapas vas a la
cárcel también.
-Con
más motivo.
Era
Ilse quien habló.
Todos
callaron. Nadie sabía lo que tenían que contestar. Hasta que habló Cristal.
-Ese
hombre me ha acusado de robarle, ¿no? ¡Pues que demuestre que le he robado!
Juan
chasqueó los dedos.
-¡Exacto!
Nadie tiene derecho a condenarte por una acusación; hacen falta pruebas.
-Sí,
pero ¿cómo pruebo yo mi inocencia?
-No,
no, tú no; el que te acusa es el que tiene que demostrarlo. Tú no tienes que
demostrar tu inocencia, es él el que tiene que demostrar que eres culpable.
-Eso
se llama presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se
demuestre lo contrario. Si fuera al revés, bastaría con que cualquiera te
acusara para que te llevaran preso.
-Hubo
un silencio.
-¿Os
imagináis? Yo odio a mi vecino y con acusarlo, lo meten preso. ¿Os imagináis
cómo sería vivir así?
-Nadie
estaría seguro. Cualquiera que me odiase podría encarcelarme sin yo comerlo ni
beberlo.
-Se
llenaría el mundo de abusos.
-Y
de venganzas.
-Esto
sería la inquisición.
-Eso.
Con que alguien te acusara ya serías un desgraciado.
-Bueno
–zanjó Juan la discusión-. Cualquiera debería poder pasear sin que nadie lo
encarcelara, ni lo raptara, ni le quitara la vida; y si lo hacen, debería tener
un juicio justo; debería tener la oportunidad de defenderse.
-Ahora
jalearon todos como si lo que acababa de decir fuera claro como el agua; como
si ese mismo problema un momento atrás no les hubiera hecho dudar.
-Esos
son los derechos cívicos –concluyó Juan-. Derecho a la vida, a la libertad, a
tener un juicio justo, a la presunción de inocencia.
Ilse
preguntó afirmando lo que no acababa de entender.
-¿Derechos
cívicos?
-Sí:
los derechos del individuo que vive en una ciudad; los que afectan a la persona
de cada uno.
-¿Y
los derechos políticos?
Ahora
fue Pedro quien habló.
-Esos
son los que reconocen que podemos participar en el gobierno de la ciudad.
-¡Ah!
-¿Y
si yo quiero vivir en mi casa sin que nadie me contagie su enfermedad? ¿Ése es
un derecho cívico también?
-Podría
ser. Es un derecho de solidaridad.
-¿Qué
es la solidaridad?
Era
Marta.
-La
solidaridad consiste en preocuparse por los demás, aunque no tengas ninguna
obligación de hacerlo. Ser solidario es ser generoso.
-¿Y
si soy egoísta?
-Bueno,
tú estás es tu derecho; pero luego no exijas a los demás que sean generosos
contigo. Cada uno recoge lo que siembra, y si uno no siembra amor difícilmente
recogerá algo que no sea odio; o por lo menos indiferencia.
-¿Y
si no quiero?
-Cada
uno sabe a lo que juega; si tienes suerte puedes encontrar gente que te ayude
aunque tú no ayudes a nadie; pero lo normal es que la gente odie a los odiosos.
Callaron
todos. Había como una pregunta en el silencio.
-Sea
como sea –reanudó Juan-, lo principal es no perdernos el respeto. Hablarnos sin
faltar.
-¿Qué
es el respeto?
-Aceptarnos
como somos; sin avasallar a nadie.
-O
sea que si mi vecino es sucio ¿debo respetarlo?
Sonrió.
Juan tenía una expresión de condescendencia.
-Hay
que respetar a la gente como es; porque así es nuestra naturaleza. A nadie le
gustan la suciedad y el desorden, ni siquiera a la gente sucia y desordenada;
lo que pasa es que son demasiado perezosos.
Juan
dio un paseo al salir de clase. Se perdió por la calle, aspirando la
tranquilidad, disfrutando el aire fresco, caminando hacia ninguna parte. Se
sentó en un banco. Frente a él había dos viejos sentados en otro banco.
Discutían con mucha calma, y había en sus ojos cansados algo así como una
mirada estoica.
-Yo
estaba lavando los platos –dijo uno.
-¿Habías
desayunado? –preguntó el otro.
-Sí.
Me di la vuelta para secar la taza con el trapo. De pronto oigo un chasquido,
algo así como un silbido sin pito. Me volví. Volvió a sonar el ruido. Miré a la
ventana: entonces vi una mano que señalaba hacia mí moviendo los dedos; “sí,
tú”, me dijo; me sentía tratado con desprecio; me habían llamado como si fuera
un perro, pero hasta los perros tienen nombre: yo no lo tenía; yo no. Mi vecino
estaba asomado a la ventana de su casa, al otro lado del patio. Junto a él
había una cuerda con ropa tendida. El hombre señaló al suelo, donde había unas
bolitas de conejo. “Esto es insalubre”, me dijo; “mira estas cacas, me va a
infectar la ropa”.
El
otro viejo sonrió, divertido.
-Sí,
don Gaspar, ríase usted. Yo le dije, sin salir de mi asombro: “¿y usted cree que
esas bolitas van a subir por el aire para manchar su ropa?” Él me dijo: “eso es
antihigiénico; se cogen enfermedades; me va a contagiar a la niña”. Hombre,
admito que haya que tener cuidado con los excrementos de rata, ¡pero un conejo!
“Don Manuel”, le dije, aguantándome el recochineo; “¿usted cuando pasea por el
campo está en peligro de contagiarse? Porque el campo está lleno de cacas de
conejo”. El hombre me miró con ojos amenazantes, pero creo que cobardes; a
veces creo que si me hubiera puesto terco habría agachado las orejas.
“¿Entonces va a seguir sacando el conejo?”, dijo. “No”, le contesté; “esas
cacas las barremos todos los días apenas las hace el conejo, pero hoy, mire
usted por dónde, se me ha olvidado. Pero basta que a usted le moleste para que
yo no saque al conejo nunca más”.
Don
Gaspar ahora le miraba sin la más leve sonrisa.
-¡Pobre
conejo! Todo el día metido en casa, sin poder salir, y no poder sacarlo al
patio porque a ese muermo le molesta. “¡Mire, mire!”, señaló con el brazo,
haciéndose el ofendido. “Mire esos meados, debajo de mi ropa”. “Eso no son
meados”, dije yo; “eso es el agua de su ropa, que está chorreando porque está
recién lavada. El conejo no se orina ahí; el conejo orina en el rincón, justo
encima de la alcantarilla, y los orines caen dentro”. Me entraban ganas de
decirle: el conejo es más limpio que usted y que yo. Pero no se lo dije. Aunque
no me pude aguantar y le tuve que decir: “es difícil que las cacas suban hasta
su ropa, pero es más fácil que el polvo baje”. “¿Por qué?”, me dijo. “Porque el
otro día estaba sacudiendo usted su alfombra encima de mi ropa”. Se quedó
descolocado. “Yo no me acuerdo”, me dijo. “Pues yo sí. Le pedí por favor que no
lo hiciera y usted, con desprecio, siguió sacudiendo. Yo me tuve que callar”.
Juan
se levantó del banco. Pensó. Pensó en la conversación de los viejos mientras
volvía a su casa. Pensó en la falta de respeto del inefable don Manuel; al que
el viejecillo no paraba de tratar de “don” para subrayar su forma autoritaria.
Manuel y el viejo vivían en el mismo bloque pero lo suyo no era convivencia; y
aunque el viejo había mostrado respeto hacia su vecino (puesto que estaba
dispuesto a retirar su conejo a pesar de que no compartía sus razones, que no
eran razonables), su vecino no mostraba el menor respeto hacia el viejo, hacia
su ropa tendida; ni hacia sus derechos. Coexistían sin convivir: compartían un
mismo lugar, y aunque al viejo le importaba la hija del vecino (por eso retiró
a su conejo), al vecino no le importaba el viejo (pues siguió sacudiendo su
alfombra por la ventana, sobre su ropa). Y se dijo a sí mismo: “¡por dios, qué
difícil es la convivencia!”
El
respeto. Atenerse a razones. Escuchar a los demás, para no pelearse. Intentar
demostrar cuándo los motivos son sólo motivos, y no razones. Escuchar cuando el
otro no te escucha. Respetar a quien no te respeta. Y no pelearse por tan poca
cosa. ¿Tan poca cosa, digo? Juan vio en su imaginación la cocina del viejo.
Había dos puertas: la del pasillo y la del patio. Por el pasillo entraba un
conejito moviendo la nariz. Correteaba por el suelo, se metía entre sus
pantalones, caracoleaba entre sus piernas. Todas las mañanas, a la misma hora,
el conejito salía al patio, correteaba sobre las baldosas, saltaba y se
estiraba; luego se tumbaba junto a la pared, mirando como un filósofo. Después
el viejo salía con la escoba a recoger las bolitas. Luego le daba sus verduras,
y luego un poco de heno; después, feliz y contento, pasaba la mañana en el
balcón, donde no molestaba a nadie. Pero aquel día, como todas las mañanas
después de estirarse, el conejo se paró, esperando ante la puerta del patio.
Como no le abrían se levantó sobre sus dos patas, con sus manos caídas, como un
canguro. Como no le abrían se volvió a agachar; se desplazó con su andar torpe,
con esas patas traseras un poco desproporcionadas. El viejo lo miró con
tristeza. Y se dejó caer sobre el suelo, al lado de la pared, palpando con una
expresión de respeto, viendo pasar el tiempo, sin una protesta, sin una queja,
sabiendo vivir en paz; como un filósofo.