sábado, 27 de diciembre de 2014

Rugby.






            Salir fuera para entrar en ti.


RUGBY

 
            Estaba aterido. El aire se clavaba como agujas. Y el granizo, como púas, le pinchaba toda la piel con su peso helado. Estaba en el campo y tenía el pantalón corto, las mangas cortas, la ropa escasa. Su camiseta de rugby era un fino velo apenas tupido por la acolchada coraza, y en las piernas le protegía la armadura de una espinillera. Sus botas, desnudas, abrazaban el pie sobre la piel de lana de unas medias, y sus suelas resbalaban a pesar de los tacos que horadaban la tierra como estacas.
            El campo estaba encharcado. La tierra era un lodazal. En el termómetro del coche vería después que estaban a cuatro bajo cero. Y había tramos donde el agua les cubría los tobillos. El granizo no paraba de golpear, y era una pedrea de cuerpos redondos que se clavaban como cuchillos. El aire azotaba las mejillas. Su piel aterida, roja de proyectiles, era un campo de batalla donde dirimían sus asuntos los elementos. Luego se le quedaría un pómulo marcado, como un golpe que sólo dolía en frío, seguramente de los muchos codazos que le habían dado durante el partido.
            El partido duró dos horas. Desde el principio, por el aire de los polos, su mano estaba tan entumecida que apenas la podía girar. Los movimientos del frío eran congelados, brazos y manos inmovilizados por el aire, los movimientos del frío eran falta de movimiento. No podía mover los dedos, apenas podía cerrar la palma y el puño cortado se clavaba en el aire porque en el tiempo de juego  no paraban de correr.
            Al correr, el aire se convertía en viento que quemaba la piel. Era una helada cuajada de granizo, y el hielo, como piedras, era un jardín sembrado de proyectiles. Si estaba parado, era el frío de estar vestido sin mangas y con pantalones cortos. Si corría, la propia carrera era una fábrica de viento, y el viento corría por sus brazos, por su cara, por sus piernas; por su frente, sus rodillas, sus orejas. El suelo empapado y la lluvia que sucedió al granizo fueron castigo que azotaba el cuerpo como un diluvio. Duró dos horas. Descontando el tiempo del descanso, que no llegó a ser en los vestuarios un tiempo demasiado cálido.
            Llovió toda la tarde. Por la noche nevó. El tercer tiempo fue, en el bar, una lluvia de cervezas calentadas en la boca con chorizo; fue el chorizo frito, los macarrones con tomate, los callos; aquella tosca calefacción reanimó los vericuetos interiores sembrando los húmedos terrones del estómago. Y fueron tapas, cortezas y cacahuetes. Después fue salir de nuevo al frío para llegar al autobús, pero al autobús no le funcionaba la batería. Así estuvieron parados durante más de media hora.
            Luego llegaron a Segovia. En casa era calor de verdad, adosado a la pared de los radiadores. Allí terminó de cenar y en el hambre supo lo mucho que había corrido. Ignoraba cuánto les habían hecho adelgazar aquellos rigores. Ya en la cama, le animó un extraño resplandor que había en la calle y se levantó a mirar. Cuando corrió el visillo era todo lágrimas blancas que llenaban el cielo y el suelo, una cortina que se extendía mientras bajaban, peinando el espacio, hasta engrosar el algodón que crecía sobre el suelo. En pocos minutos la carretera se había cubierto de nieve. Y los techos de los coches, el tejado de las casas, las chimeneas y los árboles se llenaban de terciopelo blanco. Era todo algodón de contornos dulces, lentos, como una legión de copos que anunciaba la navidad. Lejos, sobre las casas, las paredes se llenaban del frío que no helaba. Por algunos balcones, subiendo por las cuerdas, se divisaba el manto rojo de papá Noel. Gateando por los ladrillos y buscando en las barandas, enfilando entre chimeneas el espacio de juguetes donde los niños soñaban. Unos zapatitos asomarían por las ventanas. Un paisaje de invierno, unas sábanas blancas, unas casas sin frío, huellas de trineo; hilo de humo entre las nubes, humo de chimenea, los tejados blancos; entre las tejas, un cálido paisaje; y miles de chimeneas sembradas en el espacio donde crecían los sueños. Estaba llegando la navidad.

            Ahora te vas. Al país del rugby, al país de plata, a la Argentina. En tus años de formación no puede faltar salirte fuera para entrar en ti. Granará en tus venas la espiga dorada (el tesón te mueve, la ilusión te anima); crecerá la savia, la libertad necesaria, la pasión de vida: tu entrega será esfuerzo, mirarán tus ojos y verás con el corazón, y entonces te convertirás en el que eres; volverás vestido de rugby y serás tu sueño, transformado en ti mismo.
            Que la fuerza te acompañe. Y que los aires te sean propicios. 





sábado, 20 de diciembre de 2014

Navidad.




NAVIDAD

 
            Era el 22 de diciembre. A media mañana se habían apagado los cánticos y habían llegado los autobuses. Todos los chicos habían salido para sus pueblos y el pueblo se quedaba solo. Solo... Sólo de chicos. Por las calles deambulaban gentes surgidas del fondo de las casas: gentes despaciosas, gentes relajadas, gentes sonrientes; gentes con la bolsa de la compra, gente en las tiendas, en correos y en los bares, gentes suspendidas en el tiempo, gentes; gentes que hablaban con la gente, gentes deambulando en el mercado, gentes. Algunas luces oscilaban solitarias amparando el pleno día. Un sol de invierno lucía, repartiendo sus gélidos rayos, sobre las casas que bostezaban. Los tejados rojos, negros y marrones, se encendían con la alegría de la luz, y la hierba mojada por la escarcha, en el campo, en los jardines descansaba cubierta de rocío: pero nadie cantaba.
            Entonces se entornaron sus ojos. A las sombras que bañaban el umbral de los sueños sucedió una imagen luminosa. Las calles, bañadas en luz, bostezaban también en el umbral de la mañana. Era un tiempo pasado, bañado por la nostalgia, lejos de la vieja Castilla, allá, en el sur. Los niños andaban por la calle enfundados en sus bufandas, y había mujeres que iban a la compra, y los hombres estaban en la mina, y las calles relucían. Había belenes en la tienda y todavía no existían los árboles de Noel. Allá, en la esquina, había tres rapazuelos que cantaban. Uno llevaba una zambomba y otro una carraca; el otro, con su pandereta, le ponía con su sonajero a la música un plateresco cascabeleo ideal. Se paraban en las puertas y cantaban:
                                   Dame el aguinaldo,
                                   carita de rosa,
                                   que no tienes cara
de ser tan roñosa.
            Y como la puerta se hiciese la remolona para abrir, entonaban la sonata destinada a conseguir el aplauso definitivo:
                                   La campana gorda
                                   de la catedral
                                   se te caerá encima
                                   si no me lo das.
            Entonces se abría la puerta y salía una mujer enfundada en su delantal, con la escoba en la mano o con el trapo de limpiar, o con una bayeta mojada, o, simplemente, sin nada. Entonces se quedaban frente a ella con sus caritas angelicales, de pillos, y le cantaban del belén, o de la nochebuena que se iban a emborrachar, o del pavo que habían comido. Y la mujer les daba unos trozos de turrón, o unos mazapanes, o, si no tenía nada, unas pesetas. Si el aguinaldo lo pedían unos jóvenes, podía darles hasta una copa de coñac.
            Las calles se llenaban de bufandas, y de gorros (alguna boina), mientras los burros que pasaban dejaban boñigas o alguna oveja con su pastor sembraba el suelo de virutas. El sol luminoso de invierno resbalaba por los charcos helados, y los chicos, que iban a clase en sus pasamontañas, pellizcaban las orejas de los que sólo iban con la bufanda. Se entretenían pisando el hielo con fuerza hasta romperlo con sus talones, y les divertía ver que el agua salpicaba, en pequeños chorritos, el trozo de charco que habían horadado con sus zapatos.
            La calle era un desfile de gorros y bufandas, zambombas, panderetas y carracas; cánticos y luces, villancicos envueltos en luces, bombillas de colores por las calles, y turrones; almendras, mazapanes, peladillas. Alegría en aquellos rostros infantiles, hijos de mineros, cuyos padres volvían a casa con la cara más negra que el carbón.
            Entreabrió los ojos y se encontró en Baba. Allí no cantaba nadie pero todos compraban. Se habían olvidado de los villancicos, pero iban a la discoteca. Gritaban, bromeaban, bailaban, reían, pero no cantaban. El turrón blanco y duro se había convertido en una verborrea de múltiples turrones (de coco, de huevo, de fruta, de arroz). Todo era más abundante, más caro, más fácil; pero todo era menos alegre porque no había canciones; ni luces, ni aguinaldos, ni ilusión. No había ilusiones y no había bufandas: sólo tacos, chistes y diversión. Lo único que lucía en las navidades de ahora era el sol del invierno, que iluminaba el rocío dándoles brillo a las cosas vanas; supliendo con sus rayos las cuatro escuálidas bombillas que relucían sin cantar. Los belenes se habían escondido tras el árbol de Noel.
            La víspera había comido con el resto de profesores en un restaurante del pueblo. Había sido una comida deslucida. Las risas habían cubierto la atomización de la gente, la falta de compañerismo, la ausencia de comunión. Hoy, 22 de diciembre, subía en el coche a media mañana camino de Segovia. Ni siquiera el campanilleo monocorde de la lotería había sido para él: nunca salía premiado el número del instituto. Marchaba para casa con alegría (pero con nostalgia), pensando en su esposa y en su hija, que eran las luces chispeantes que iluminaban la alegría de su navidad. Su hermosa familia que le guardaba sus besos, que le rodeaba el cuello como las cálidas bufandas de invierno, diciéndole cosas que a él le sonaban a villancico. Le daban un trozo de turrón y parecía que les había pedido el aguinaldo: con su pandereta, con su zambomba, con su carraca; con sus ojos alegres iluminados y enamorados como el sol.
            Aquellos días alegres, nostálgicos, cantarines, abrían las vacaciones que le llenarían de recuerdos la navidad.
  

sábado, 13 de diciembre de 2014

Entre el deseo y la acción está el maestro.





ENTRE EL DESEO Y LA ACCIÓN ESTÁ EL MAESTRO


1.

            Un animal sólo siente: no piensa. Sus decisiones serán impulsivas, y por lo tanto premeditadas. Sólo tendrá un conocimiento sensorial de las cosas.
            Un robot sólo piensa: no siente. Sus decisiones siempre serán premeditadas, pero insensibles; diremos que pensará las cosas con frialdad. No tendrá conocimiento sensorial de nada, conocerá sólo conceptos.
            Un ser humano siente y piensa. Puede tomar decisiones razonadas y vitales; movidas por el impulso afectivo pero diferidas, temperadas y mediadas por el análisis. Tiene conocimiento sensorial y conceptual a la vez.
            -Eso es mentira. Los animales sí piensan. Lo único que no pueden hacer es razonar: es decir, pensar con conceptos. Al pensamiento animal lo guía una razón implícita, pero el animal no piensa con razones, sino con causas. La razón animal es una manta que envuelve su mente, no una actividad que procede de su conciencia; es un recipiente que lo contiene todo, hasta las piedras que no piensan; la existencia de las piedras se ajusta a un esquema racional, a una estructura que las envuelve y penetra; pero la razón permanece en ellos, prisionera, incapaz de filtrarse por sus poros porque las piedras no tienen cerebro que pueda apropiarse de ella; y los animales, que lo tienen, no poseen una corteza cerebral que les permita apoderarse de la razón que los constituye; gobernar con la razón que los gobierna.
            La mañana se presentaba fría. El cielo nublado estaba envuelto en un azul penetrado por el gris; como si el gris fuese la razón de la naturaleza envolviendo el color de la existencia, impregnándolo como se impregna en las paredes el humo del tabaco; absorbiéndolo hasta la médula, saturándolo. Era un color gélido y las nubes se estiraban, con sus repliegues, como si el cielo estuviera cubierto por una manta de colores fríos, desplegada en el azul, encogida por los grises. Un hálito de seriedad emanaba del espacio que parecía insensible; y despertaba en los corazones, por sensibilidad, la única compañía de la nostalgia.
            Juan sintió que miraba por la ventana como si estuviese en clase. Ante sí estaban unos alumnos que no tenía. Las sillas vacías parecían llenas de piernas, y las mesas de papeles, de bolígrafos. Las caras miraban en el silencio y sus oídos escuchaban distraídos. Estaba dormitando.
            -El conocer y el decidir son dos círculos concéntricos. –Juan los dibujó. En el encerado imaginario, que flotaba en su inconsciencia como una holografía gris, dibujó, después, otros dos círculos concéntricos; uno abrazaba el conocimiento, y era el pensar (y recordar); otro abrazaba el pensamiento, y era el sentir; y el sentir era abrazado por las decisiones, por la capacidad de elegir-. El pensamiento analiza y recuerda con Sócrates; el sentimiento tiembla con san Agustín; ambos territorios conforman la conciencia; por eso se confunden. El decidirse lo envuelve todo con Nietzsche, y le gustaría ser irracional; Nietzsche arrancaría las razones del pensamiento. Le gustaría que las nubes sólo tuvieran colores azules; les quitaría el gris.
            Su mente soñadora se paseó por la maraña neblinosa que lo disolvía todo. O lo envolvía, filtrándose entre los bordes de los objetos, sin penetrar en ellos, sin espíritu capaz de traspasar nada. La niebla era un manto sin forma que acariciaba incapaz de penetrar.
            -El análisis contiene frialdad; hay que pensar con la cabeza fría.
            Ciencia.
            -El sentimiento está lleno de calor; hay que sentir las cosas en caliente.
            Ética. Estética.
            -No: la ética es capaz de pensar.
            Mientras siente.
            -El análisis está en la cabeza de Platón.  Neocórtex.
            Razón. Prudencia.
            -Los ideales están en su corazón. Cerebro emocional. Hipotálamo.
            Soñar. Desear. Sentir.
            Lo posible. Lo imposible.
            -El corazón palpita.
            Pero es por las cápsulas suprarrenales. Excitación. Adrenalina.
            -Pero es porque el corazón siente.
            La adrenalina viene porque se lo manda el corazón; no al revés.
            -Acaso.
            Tal vez.
            -Pero quizá palpite el corazón al mismo tiempo que la adrenalina.
            No. Palpita porque se lo mandan las cápsulas suprarrenales. Viene después.
            -Sí, los latidos son provocados por la adrenalina. Pero la adrenalina es empujada por el sentimiento.
            ¿Y qué es sentir? El temblor de los órganos.
            -Quiá. Los órganos tiemblan al mismo tiempo que el sentimiento. Son dos realidades paralelas. Dos relojes sincronizados.
            Leibniz. La armonía preestablecida. El mejor de los mundos posibles.
            -Tal vez.
 


2.

            La base de todo es el conocer. La base de todo es el amor. Vivir.
            Estar en el mundo es conocer. La sensación. La sensación que se agarra a la experiencia. Como amar.
            Sobre esa base (que es el suelo que pisamos) vamos comprendiendo para elegir. O elegimos después. Sin buscarlo. Nos encontramos eligiendo, a veces sin pretenderlo. La realidad nos llama.
            Las decisiones que tomamos (como un montón de elecciones que se suceden) se van acumulando y pasan: como las hojas del calendario; y van pasando como un humus, formando el suelo fértil, oxigenado, que nos recibirá. Sobre ese suelo crece el respeto. O su ausencia. La ausencia crece como un cúmulo de flores parásitas. De arbustos y de espinos. Y nos hiere pero sin flores. A diferencia del rosal que tiene flores. En sus espinas.
            Otras veces sentimos y nuestros sentimientos van conformando las decisiones. Desde el respeto. Y hasta el respeto. Como un círculo sin fin.
            ¡Y cuántas veces, porque somos humanos, comprendemos y sentimos en el acto mismo de conocer! Cultivamos el respeto. O su falta. Porque estamos en el mundo y se cosen nuestros hilos. La vida, como una trama, se anda mientras se cuecen sus ingredientes. Como el caldo que alimenta a nuestro sino. Coser. Tejiendo los hilos, como una parca. Elaborar, preparar, cocerse nuestra comida. El alimento, la sustancia de nuestro espíritu, de nuestro cuerpo. Cocer. Cocer tejiendo. Cocerse.


3. El método AIDA y el método COCERSE.

            -Recordad que, cuando os hablé, en su momento, del método “cocer”, os puse como ejemplo el modelo AIDA: es una de las técnicas que se han empleado en publicidad; estas cuatro iniciales indican que un buen anuncio debe: primero, llamar la atención; segundo, suscitar el interés; tercero, despertar el deseo; y cuarto, conseguir la adquisición. Adquirir el producto es comprarlo, que es lo que quiere el vendedor. La atención y el interés por el producto deben despertar el deseo. Entre ellos está la inteligencia; pero la inteligencia sólo nos muestra una parte de la realidad: la que le conviene al vendedor; es la tentación; y el vendedor es para el cliente un Calipso, un Circe, una sirena; su empeño es cegar nuestra mente para que no veamos qué hay detrás de la tentación. Para que actuemos movidos por un deseo ciego. Después de haber comprado vendrá nuestra perdición, nos habremos entregado a la dulce esclavitud del consumo, encerrados en la isla de Calipso; nos habremos convertido en esclavos, perdiendo la alegría de vivir, en el territorio de Circe; o nos habremos arruinado, destruyendo nuestra economía, como si hubiéramos entrado en la isla de las sirenas. Todos estos efectos pueden ser tremendos, como cuando compramos una casa que nos acabarán quitando porque no podremos pagar la hipoteca; o limitados, como cuando nos quedamos sin dinero para comer porque ese mes nos hemos gastado en esa compara una parte de nuestro dinero.
            Juan respiró antes de proseguir.
            -Los vendedores son calipsos, circes o sirenas disfrazados; y al vendernos sus productos atacan nuestra economía. Para defendernos de ese ataque tenemos que ver las dos caras de la realidad: la que nos presentan ellos y la que se esconde detrás de esa apariencia; en una palabra, tendremos que luchar contra la ceguera moral; despertar la conciencia; eso lo conseguiremos siguiendo los pasos del método “cocer”; porque después de conocer viene la crítica; mejor aún, nuestro conocimiento debe ser crítica a la vez; será un conocimiento crítico: con lo que veremos el daño detrás de la tentación, el perjuicio escondido detrás del beneficio aparente; y será también un conocimiento sentido, con lo que se unifican los métodos “cocer” y “coser”.
            Los muchachos escuchaban impacientes. Claro, no todos; Marta, Diana, Felipe, Aurelio, Estrella, Olga, Alán, Carlos iban a lo suyo.
            -Cuando hemos descubierto, detrás de las palabras del vendedor, lo que esconde su silencio, tendremos que decidirnos; elegiremos entre comprar y no comprar; y todo desde el respeto, que es un sentimiento que el vendedor nos ha querido borrar. A la hora de decidir se pone a prueba nuestra fuerza moral. Si somos capaces de resistir la tentación, a pesar de que sabemos que no nos conviene comprarlo; o si el deseo es más fuerte que nuestra voluntad, en cuyo caso sucumbiremos a los cantos de sirenas. Hay gente que no ha podido resistirse al deseo de comprar un coche, aun a sabiendas de que no tenía dinero suficiente para pagarlo, hipotecando con ello su vida y la de su familia.
            Jimena fue abriendo los ojos poco a poco, y sus labios se habían ido separando.
            -Como os he dicho, hay que evitar la ceguera y la debilidad; que se combaten con la conciencia y con la fuerza moral. El método AIDA busca cegar al comprador y debilitarlo; el método “cocerse” quiere darle la fuerza con la luz.
            -¿”Cocerse”? ¿Qué método es ése? –preguntó cristal.
            -“Co” de conocer, “c” de comprender, “r” de respetar; “s” de sentir y “e” de elegir. Fijaos en un par de detalles: lo primero, que la “e” está también después de la “c”; lo que significa que a veces elegimos después de comprender con la inteligencia, y otras necesitamos reforzar el conocimiento con el corazón (por eso están juntas las sílabas “ce” y “se”); y lo segundo, que la “r” está antes de la “s” y después de la “e”: lo que quiere decir que el respeto, que es el resultado de una elección, es también un requisito previo antes de elegir.
            Era un poco enrevesado; pero Juan lo explicó con ayuda de la pizarra. De todas formas, lo volvería a explicar otro día. Ahora le interesaba que los alumnos cogieran la idea; por lo menos los que no hablaban. Siempre había querido hablar para quienes no estaban motivados para escuchar, pero a veces el hilo de la conversación se centraba en el discurso más que en el oyente; no lo podía evitar.
            -Todo está –remachó Juan- en no actuar de manera irreflexiva; cuando actuamos por impulso nuestras decisiones no son voluntarias.
            -Son caprichosas.
            Era Carlos. Estaba escuchando. ¡Milagro!



sábado, 6 de diciembre de 2014

El Conocimiento Moral






EL CONOCIMIENTO MORAL

  
            La razón es la capacidad de concebir y juzgar, y en último extremo concebir y juzgar es tomar decisiones. Concebir es formar conceptos, y la razón lo hace por análisis y síntesis, en los distintos procesos de observación, inducción, deducción y analogía. Juzgar es formar proposiciones, y los procedimientos son los mismos que para la formación de conceptos.
            La razón puede ser inteligente e intuitiva. Como inteligencia, desarrolla todas sus facultades de manera consciente, y como intuición, piensa sin tener conciencia de que piensa; ni de lo que piensa. El pensamiento de la razón puede ser lógico o analógico. Llamamos lógica al estudio del análisis y la síntesis aplicado a la deducción y a la inducción; el resto es analogía. Analogía y lógica son, pues, dos mundos racionales. Si a las proposiciones analógicas les añadimos expresiones como “probablemente”, “quizá”, “es verosímil” o parecidas se vuelven lógicas; y podrán ser objeto de estudio a través de sistemas lógicos no aléticos (epistémicos, por ejemplo).
            Hay una estrecha relación entre lógica y analogía. Si jugamos con la forma de las palabras, “analogía” es la doble negación  (an-a-) de la lógica (-logía) en griego; y por tanto vendría a decir que es lógica sin serlo, que es a la vez lógica e ilógica. Este carácter híbrido de la analogía es propio del pensamiento imaginativo, que produce objetos que siempre tienen su lógica, pero sin que esa lógica corresponda necesariamente a nuestro mundo; es una lógica esencial más que existencial.
            La analogía se presta, pues, a pensamientos inconscientes, de tipo intuitivo, aunque también puede ser dinamizada por la conciencia; por ejemplo en combinatorias conceptuales dirigidas de manera prácticamente matemática; o en el desarrollo de técnicas para pensar al modo del pensamiento lateral de Edward de Bono: pensamiento divergente.
            Tener conciencia es darse cuenta de las cosas: y podemos darnos cuenta de lo que son las cosas (es la racionalidad teórica) o de lo que las cosas deben ser (y es la racionalidad práctica). La teoría busca la necesidad que las cosas llevan implícita en sí mismas; pero la praxis busca la necesidad que está implícita en nosotros, en nuestra conciencia: el deber. No es lo mismo la necesidad que el deber.
            ¿Cómo decidimos una acción? ¿Cómo nos inclinamos a obrar? La praxis, que es el uso práctico de la razón, se desencadena de varias maneras.
            Como acto reflejo. Conocer es lo mismo que actuar. Si aprieto el intro de un ordenador, la recepción de esa información por parte del ordenador equivale a ponerse en acción. ¿Y qué acción produce? La acción de realizar lo que contiene la información que le hemos introducido. Tal información es, pues, una orden. Si escribo: “suma”, el ordenador suma. Si escribo: “clasifica por orden alfabético”, el ordenador clasifica.
            En realidad hay dos momentos en la introducción de una orden: el contenido de la orden (por ejemplo, yo escribo: “4+3”) y la obligación de hacerlo (apretando el intro). El primer momento es una transmisión de información. Es conocimiento. El segundo es el desencadenamiento de una acción orientada, guiada, dirigida por el conocimiento recibido (“hazlo”).
            Pero hay que corregir inmediatamente lo que hemos dicho. “4+3” no es un conocimiento, es una pregunta: ¿cuánto son 4 y 3? El verdadero conocimiento surge cuando a esta pregunta le damos una respuesta; cuando apretamos el intro: 4+3=7. Conocer es contestar preguntas. O sea no sólo saberlas contestar, sino sobre todo saberlas hacer; muchos alumnos saben resolver problemas de matemáticas, pero no todos saben plantearlos: el que conoce las cosas es el que sabe contestar a las preguntas, pero el que las conoce de verdad es el que ha sabido preguntar, el que sabe buscar problemas: y encontrarlos.
            Si fuéramos ordenadores no podríamos hacer las cosas por nosotros mismos; necesitaríamos que las mandara el usuario. Nuestras decisiones, entonces, no serían autónomas. Es lo que hace el amo con su perro, los estímulos con los seres irracionales, los maestros con los discípulos a quienes han lavado el cerebro. Hacer inmediatamente lo que nos mandan, sin pensar en la conveniencia de hacerlo, es un acto automático. Como retirar la mano cuando la toca el fuego. O como dar un cabezazo en un arrebato (como hizo Zidane con Matterazzi). 


            Hay varias clases de actos automáticos: los actos reflejos (apartarme del rosal cuando me pincho) y los actos reflejados (que pasan por el cerebro sin que el cerebro active su capacidad de pensar: como cuando admitimos como propias las decisiones ajenas, por ejemplo la obediencia ciega). El caso del ordenador que obedece apretando el intro es un acto reflejado.
            El acto autónomo es otra forma de desencadenarse la acción. El acto autónomo es, por lo pronto, un acto consciente: un hacer que sabe lo que hace. Por ejemplo, cuando me voy a jugar en las horas de estudio. Este acto es consciente porque sé lo que estoy haciendo. Me doy cuenta de ello. Suele desencadenarlo un estímulo reflejo, es decir, un estímulo que despierta en mí un deseo innato: el deseo de gozar, y en este caso de gozar jugando. Puedo ser consciente o no de ese deseo, pero sí soy consciente de que he decidido jugar en vez de estudiar. A esto lo llamaremos autonomía hedónica; autonomía lúdica.
            Hay un segundo tipo de acto conciente: un hacer que sabe lo que tiene que hacer. Por ejemplo cuando me aguanto las ganas de jugar en horas de estudio. Entre el estímulo reflejo (la tentación de ver que mis amigos juegan en la calle) y la decisión de resistir, se ha interpuesto el pensamiento. Aquí no es el deseo el que decide, sino la razón; la razón no nos dice que ella valga más que el deseo, sino que un deseo vale más que otro; y entre el deseo de jugar y el de aprobar, doy más importancia al segundo; pero el segundo es incompatible con el primero: de modo que debo abstenerme de jugar; eso es lo que me dice la razón. Por eso a esta forma de conciencia podemos llamarla autonomía racional; muchos coinciden en admitir que ésta es la libertad verdadera.
            Ahora bien ¿cómo juzga la razón cuál es el mejor de los deseos? ¿Por su duración? ¿Por su intensidad? ¿O por su nobleza? Si admitimos, con Stuart Mill, que es mejor la vida humana que la del cerdo, ¿en qué consiste esa superioridad?
            Podemos responder que es mejor disfrutar mucho que disfrutar poco. El ser humano tiene capacidad para disfrutar de muchas más cosas que un cerdo: por eso su vida es más completa. Al cerdo le echan de comer, a las personas nos dan de comer. Una persona es capaz de sentir admiración, un cerdo no. Por eso el cerdo conocerá la comida, los sonidos y la sexualidad, pero no la gastronomía, la música y el erotismo; es decir el arte. Esta es una interesante observación que nos hace Fernando Savater.
            Ahora bien, unos sentimientos son más complejos que otros; y más completos. El amor es más fino que el placer de los sentidos, el placer de los sentidos se contiene en el de los sentimientos, pero no al revés: el amor contiene erotismo, pero el erotismo puro no contiene amor. Cuando no podemos disfrutar de dos placeres al mismo tiempo es mejor elegir el más completo: si por una tentación erótica de una noche voy a perder el amor de una vida es preferible resistir la tentación. 


            También es preferible un placer abstracto a un placer concreto. Un placer concreto es un camino que te lleva. Un placer abstracto es un horizonte que te guía por ese camino, y te garantiza que no correrás peligro de salirte de él. Si, por andar en bicicleta, pedaleas mirando al suelo, te caerás en seguida; si lo haces mirando al frente, es más difícil que te caigas. El bien en general es preferible a una cosa buena; porque, guiado por el bien, tu instinto podrá encontrar en el mundo muchas cosas buenas; y vestirá de bondad todas esas cosas que no lo parecen. Pero si has elegido sólo el dinero, perderás la capacidad de encontrar cosas buenas por el mundo aunque el dinero te dé la posibilidad de disfrutar de todas ellas. No se puede vender la ilusión para comprar dinero. Y la bondad es esa atmósfera que pone ilusión en tu vida.
            Hay, pues, dos tipos de jerarquía en las motivaciones: la jerarquía de los placeres, que nos abre los ojos para disfrutar de las cosas materiales, sensoriales, individuales y concretas; y la jerarquía de los valores, que nos da ojos para gozar de un ideal, cuando este ideal no nos cierra el camino de los goces sensoriales y concretos. La llamada del cuerpo debe saberse compaginar con la del espíritu.
            Hace falta un saber que sabe lo que hace; pero cabalga sobre un hacer que sabe lo que tiene que hacer. ¿Qué es el deber? Saber que un ideal o un placer no te quita la posibilidad de disfrutar de otro mejor; y no saber también que los mejores ideales no deben ser tiranos que esclavicen a los que no son tan buenos. Debe haber un equilibrio entre lo superior y lo inferior, porque lo superior se derrumba también cuando se caen los pisos inferiores. No puede haber amor puro cuando estamos reprimiendo la sexualidad.
            El placer automático hace, sin pensar, lo que le dicen. El placer autónomo lo piensa primero. ¿Qué es pensar? Pensar es hacer uso de la razón, y la razón se pone en marcha cuando conoce. ¿Qué es conocer? Una cosa es saber lo que se hace, y otra lo que se tiene que hacer; no es lo mismo tener conciencia que tener conciencia moral.
            El estudiante que juega en horas de estudio sabe que le apetece jugar. ¿Lo sabe? Si saber es darse cuenta de ello, es posible que no lo sepa; muchas veces nos pasan cosas y no somos conscientes de que nos pasan. En este sentido saber es lo mismo que tener conciencia.
            Ese mismo estudiante siente deseos de jugar; siente que le apetece; vive con ganas de jugar y por eso vive el juego. ¿Es lo mismo sentir que saber? ¿Saber que vivir? Podríamos contestar que sí, siempre que fuera consciente: siento deseos de jugar y me doy cuenta de ello, entonces sé que quiero jugar. Vivo la tentación del juego y me doy cuenta de ello. Entonces lo sé. Desde este punto de vista podemos decir que sentir, vivir y pensar son formas de conocimiento cuando vienen a la conciencia; aunque a veces ocurre que sé cosas que no sé; que no sé que las sé, por lo menos.
            Vayamos ahora con el estudiante que se abstiene de jugar, aunque le apetece. Ese estudiante sabe que desea jugar, sabe que está viviendo una tentación, pero sabe también que tiene que resistirla si quiere disfrutar del placer del aprobado; porque el aprobado, aparte de permitirle avanzar en el sentimiento de lo que es bueno, le permitirá jugar todo lo que quiera cuando lleguen las vacaciones.
            El que resiste las tentaciones nocivas sabe lo que tiene que hacer; conoce lo que le conviene; sabe lo que es bueno. Podríamos decir que en su caso obrar bien es lo mismo que conocer el bien: en eso conoce su deber, y él lo sabe; es muy consciente de ello.
            El que no resiste las tentaciones nocivas ¿por qué lo hace? Puede que no sepa que esas tentaciones son malas: en ese caso se lo enseñamos y, una vez que lo aprenda, será imposible que obre mal. Pero puede ser también que no tenga capacidad de resistencia y entonces, aunque sabe lo que le conviene, no tiene fuerzas para buscarlo. Es como saber que te tienen que cortar el brazo para evitar la gangrena y a pesar de ello (supongamos que estamos en el siglo XVIII y no hay anestesia), no me decido porque me paraliza el miedo ante el dolor. Para obrar bien, aquí, no basta con saber lo que tengo que hacer; me hace falta sacar fuerzas de flaqueza, es preciso que tenga fuerza de voluntad.
            Y puede suceder también que conozca mi deber sin llegar a creérmelo del todo. Sé que el tabaco es malo, pero faltan tantos años para que se note su efecto, que en la práctica me comporto como si nunca me fuera a ocurrir. Y el conocer casos de fumadores longevos (como Russell o y Churchill) que no han muerto por el tabaco, extiende sobre mí un manto de escepticismo que me hace pensar que quizá a mí no me ocurra nada; y quizá también me pase lo mismo que a ellos; y que quizá los médicos sean unos exagerados. Sucede, también, que estos pensamientos me vienen cuando mi voluntad flaquea y siento que me fallan las fuerzas a causa del síndrome de abstinencia; que dejar el tabaco no es fácil y yo ignoro en la práctica mis conocimientos, y entonces conocer lo bueno y lo malo no es suficiente para que decida apartarme del mal.
            Y es que conocer no es sólo sentir en el momento. Ni pensar a largo plazo en consecuencias que no siento. Sino sentir los dolores futuros como una presencia que tiene capacidad persuasiva para hacerme cambiar ahora. Por eso cuando veo la agonía de un amigo por enfermedades producidas por el tabaco me veo sufriendo en su propio sufrimiento, me identifico con su estado, siento y vivo lo que todavía no me sucede y la fuerza de sugestión es esa experiencia arranca de dentro de mí las fuerzas que me faltaban para empezar a cambiar mi comportamiento. El estudiante de Salamanca se mofaba de todo sin ningún escrúpulo; pero un día Espronceda le hizo presenciar su propio entierro y eso removió las íntimas fibras de su voluntad. Y entonces le dieron ganas de ser bueno.




sábado, 29 de noviembre de 2014

Vecinos






VECINOS


            -¿Te gustaría poder pasear tranquilamente por la calle?
            -¡Hombre, qué cosas dices!
            -¿Y si alguien decide raptarte y pedir un rescate? ¿Te gustaría?
            Pedro se quedó mirando con cara de bobo. Después de un buen rato de mirada silenciosa preguntó a su vez:
            -¿Tú qué crees?
            Juan tuvo que interrumpir su perorata para recoger la pelota, que ahora estaba en su tejado.
            -Me parece que los dos estamos de acuerdo –sonrió-. A mí tampoco me gustaría. Pero fíjate, te digo otra cosa: imagina que ahora viene un desconocido y te acusa de robarle y la policía va y te mete en la cárcel. ¿Te gustaría?
            -Hombre, eso depende de que sea verdad.
            -No, no, imagina que tú no has robado nada a nadie, pero ahora viene un desconocido que dice que sí y la policía te lleva preso; ¿qué pensarías de una cosa así?
            -Buen, me defendería.
            -¿Cómo te defenderías?
            -Buscando un abogado.
            -Los abogados cuestan caro; hay que pagarlos.
            Pedro calló. Los demás también callaron, perplejos. Entonces habló Maia sin pensar demasiado:
            -Me escaparía.
            -Vaya, Maia, entonces sí que te meterían presa de verdad; por fugarte.
            -O sea que si te acusan sin motivo vas a la cárcel, y si te escapas vas a la cárcel también.
            -Con más motivo.
            Era Ilse quien habló.
            Todos callaron. Nadie sabía lo que tenían que contestar. Hasta que habló Cristal.
            -Ese hombre me ha acusado de robarle, ¿no? ¡Pues que demuestre que le he robado!
            Juan chasqueó los dedos.
            -¡Exacto! Nadie tiene derecho a condenarte por una acusación; hacen falta pruebas.
            -Sí, pero ¿cómo pruebo yo mi inocencia?
            -No, no, tú no; el que te acusa es el que tiene que demostrarlo. Tú no tienes que demostrar tu inocencia, es él el que tiene que demostrar que eres culpable.
            -Eso se llama presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Si fuera al revés, bastaría con que cualquiera te acusara para que te llevaran preso.
            -Hubo un silencio.
            -¿Os imagináis? Yo odio a mi vecino y con acusarlo, lo meten preso. ¿Os imagináis cómo sería vivir así?
            -Nadie estaría seguro. Cualquiera que me odiase podría encarcelarme sin yo comerlo ni beberlo.
            -Se llenaría el mundo de abusos.
            -Y de venganzas.
            -Esto sería la inquisición.
            -Eso. Con que alguien te acusara ya serías un desgraciado.
            -Bueno –zanjó Juan la discusión-. Cualquiera debería poder pasear sin que nadie lo encarcelara, ni lo raptara, ni le quitara la vida; y si lo hacen, debería tener un juicio justo; debería tener la oportunidad de defenderse.
            -Ahora jalearon todos como si lo que acababa de decir fuera claro como el agua; como si ese mismo problema un momento atrás no les hubiera hecho dudar.
            -Esos son los derechos cívicos –concluyó Juan-. Derecho a la vida, a la libertad, a tener un juicio justo, a la presunción de inocencia.
            Ilse preguntó afirmando lo que no acababa de entender.
            -¿Derechos cívicos?
            -Sí: los derechos del individuo que vive en una ciudad; los que afectan a la persona de cada uno.
            -¿Y los derechos políticos?
            Ahora fue Pedro quien habló.
            -Esos son los que reconocen que podemos participar en el gobierno de la ciudad.
            -¡Ah!
            -¿Y si yo quiero vivir en mi casa sin que nadie me contagie su enfermedad? ¿Ése es un derecho cívico también?
            -Podría ser. Es un derecho de solidaridad.
            -¿Qué es la solidaridad?
            Era Marta.
            -La solidaridad consiste en preocuparse por los demás, aunque no tengas ninguna obligación de hacerlo. Ser solidario es ser generoso.
            -¿Y si soy egoísta?
            -Bueno, tú estás es tu derecho; pero luego no exijas a los demás que sean generosos contigo. Cada uno recoge lo que siembra, y si uno no siembra amor difícilmente recogerá algo que no sea odio; o por lo menos indiferencia.
            -¿Y si no quiero?
            -Cada uno sabe a lo que juega; si tienes suerte puedes encontrar gente que te ayude aunque tú no ayudes a nadie; pero lo normal es que la gente odie a los odiosos.
            Callaron todos. Había como una pregunta en el silencio.
            -Sea como sea –reanudó Juan-, lo principal es no perdernos el respeto. Hablarnos sin faltar.
            -¿Qué es el respeto?
            -Aceptarnos como somos; sin avasallar a nadie.
            -O sea que si mi vecino es sucio ¿debo respetarlo?
            Sonrió. Juan tenía una expresión de condescendencia.
            -Hay que respetar a la gente como es; porque así es nuestra naturaleza. A nadie le gustan la suciedad y el desorden, ni siquiera a la gente sucia y desordenada; lo que pasa es que son demasiado perezosos.
            Juan dio un paseo al salir de clase. Se perdió por la calle, aspirando la tranquilidad, disfrutando el aire fresco, caminando hacia ninguna parte. Se sentó en un banco. Frente a él había dos viejos sentados en otro banco. Discutían con mucha calma, y había en sus ojos cansados algo así como una mirada estoica.
            -Yo estaba lavando los platos –dijo uno.
            -¿Habías desayunado? –preguntó el otro.
            -Sí. Me di la vuelta para secar la taza con el trapo. De pronto oigo un chasquido, algo así como un silbido sin pito. Me volví. Volvió a sonar el ruido. Miré a la ventana: entonces vi una mano que señalaba hacia mí moviendo los dedos; “sí, tú”, me dijo; me sentía tratado con desprecio; me habían llamado como si fuera un perro, pero hasta los perros tienen nombre: yo no lo tenía; yo no. Mi vecino estaba asomado a la ventana de su casa, al otro lado del patio. Junto a él había una cuerda con ropa tendida. El hombre señaló al suelo, donde había unas bolitas de conejo. “Esto es insalubre”, me dijo; “mira estas cacas, me va a infectar la ropa”.
            El otro viejo sonrió, divertido.
            -Sí, don Gaspar, ríase usted. Yo le dije, sin salir de mi asombro: “¿y usted cree que esas bolitas van a subir por el aire para manchar su ropa?” Él me dijo: “eso es antihigiénico; se cogen enfermedades; me va a contagiar a la niña”. Hombre, admito que haya que tener cuidado con los excrementos de rata, ¡pero un conejo! “Don Manuel”, le dije, aguantándome el recochineo; “¿usted cuando pasea por el campo está en peligro de contagiarse? Porque el campo está lleno de cacas de conejo”. El hombre me miró con ojos amenazantes, pero creo que cobardes; a veces creo que si me hubiera puesto terco habría agachado las orejas. “¿Entonces va a seguir sacando el conejo?”, dijo. “No”, le contesté; “esas cacas las barremos todos los días apenas las hace el conejo, pero hoy, mire usted por dónde, se me ha olvidado. Pero basta que a usted le moleste para que yo no saque al conejo nunca más”.
            Don Gaspar ahora le miraba sin la más leve sonrisa.
            -¡Pobre conejo! Todo el día metido en casa, sin poder salir, y no poder sacarlo al patio porque a ese muermo le molesta. “¡Mire, mire!”, señaló con el brazo, haciéndose el ofendido. “Mire esos meados, debajo de mi ropa”. “Eso no son meados”, dije yo; “eso es el agua de su ropa, que está chorreando porque está recién lavada. El conejo no se orina ahí; el conejo orina en el rincón, justo encima de la alcantarilla, y los orines caen dentro”. Me entraban ganas de decirle: el conejo es más limpio que usted y que yo. Pero no se lo dije. Aunque no me pude aguantar y le tuve que decir: “es difícil que las cacas suban hasta su ropa, pero es más fácil que el polvo baje”. “¿Por qué?”, me dijo. “Porque el otro día estaba sacudiendo usted su alfombra encima de mi ropa”. Se quedó descolocado. “Yo no me acuerdo”, me dijo. “Pues yo sí. Le pedí por favor que no lo hiciera y usted, con desprecio, siguió sacudiendo. Yo me tuve que callar”.
            Juan se levantó del banco. Pensó. Pensó en la conversación de los viejos mientras volvía a su casa. Pensó en la falta de respeto del inefable don Manuel; al que el viejecillo no paraba de tratar de “don” para subrayar su forma autoritaria. Manuel y el viejo vivían en el mismo bloque pero lo suyo no era convivencia; y aunque el viejo había mostrado respeto hacia su vecino (puesto que estaba dispuesto a retirar su conejo a pesar de que no compartía sus razones, que no eran razonables), su vecino no mostraba el menor respeto hacia el viejo, hacia su ropa tendida; ni hacia sus derechos. Coexistían sin convivir: compartían un mismo lugar, y aunque al viejo le importaba la hija del vecino (por eso retiró a su conejo), al vecino no le importaba el viejo (pues siguió sacudiendo su alfombra por la ventana, sobre su ropa). Y se dijo a sí mismo: “¡por dios, qué difícil es la convivencia!”
            El respeto. Atenerse a razones. Escuchar a los demás, para no pelearse. Intentar demostrar cuándo los motivos son sólo motivos, y no razones. Escuchar cuando el otro no te escucha. Respetar a quien no te respeta. Y no pelearse por tan poca cosa. ¿Tan poca cosa, digo? Juan vio en su imaginación la cocina del viejo. Había dos puertas: la del pasillo y la del patio. Por el pasillo entraba un conejito moviendo la nariz. Correteaba por el suelo, se metía entre sus pantalones, caracoleaba entre sus piernas. Todas las mañanas, a la misma hora, el conejito salía al patio, correteaba sobre las baldosas, saltaba y se estiraba; luego se tumbaba junto a la pared, mirando como un filósofo. Después el viejo salía con la escoba a recoger las bolitas. Luego le daba sus verduras, y luego un poco de heno; después, feliz y contento, pasaba la mañana en el balcón, donde no molestaba a nadie. Pero aquel día, como todas las mañanas después de estirarse, el conejo se paró, esperando ante la puerta del patio. Como no le abrían se levantó sobre sus dos patas, con sus manos caídas, como un canguro. Como no le abrían se volvió a agachar; se desplazó con su andar torpe, con esas patas traseras un poco desproporcionadas. El viejo lo miró con tristeza. Y se dejó caer sobre el suelo, al lado de la pared, palpando con una expresión de respeto, viendo pasar el tiempo, sin una protesta, sin una queja, sabiendo vivir en paz; como un filósofo.



sábado, 22 de noviembre de 2014

Canarias. Vacaciones de Leyenda.






CANARIAS. 
VACACIONES DE LEYENDA


     Cuando nos encontramos con Alba y su marido, había música celta en la ciudad de Segovia. Alba no quería viajar a Canarias, pues odiaba el turismo y siempre había preferido los viajes culturales: creo que nos lanzó una mirada escéptica cuando dijimos que íbamos, precisamente, a Canarias; y a pesar de que, de antemano, elogiábamos la belleza que allí nos estaba esperando, no la pudimos convencer. Alba es profesora de griego. Se fue con Ingrid a escuchar música celta mientras yo cargaba a Iñigo sobre mis hombros. Aquellas notas nos hicieron navegar entre brumas de leyenda.
     Ha pasado tiempo desde aquella noche. Tenerife es la isla mayor de las Canarias. Luis y Liliana bajan con nosotros a la playa; mientras, los niños se dejaban engatusar por los anuncios de las calles: visita al loro parque, el desfiladero de las águilas, el acantilado de los gigantes en un viejo velero, una cena medieval en el castillo de San Miguel… Como estábamos de vacaciones, estábamos dispuestos a dejarnos engañar. Soñar es bonito, ¡y es tan duro el estrés acumulado durante el año! A Daniel, Ruy y Martín les hacían chirivitas los ojos con el mundo abierto ante nosotros. Y queríamos conquistar el mundo.
     Visitamos la bananera. Conocimos las innúmeras especies que crecen allí rodeadas de exóticas frutas tropicales. Arboles africanos, asiáticos, americanos; juncos, paltas, guayabas, tunas, chicle, plátanos… Todo crecía en esa tierra exhuberante agraciada por los dioses. Una strellitzia y licor de plátano: y una foto que nos sacó Íñigo a Ingrid y a mí, gozando nuestro amor entre el follaje de aquel paraíso terrenal. Una espesa nube cubría el cielo sobre nuestras cabezas, envolviendo las altas cumbres entre las que sobresalía el Teide: lo veríamos días más tarde, cuando por fin apareciera el sol.
     Los guanches. Canarias son siete islas junto a la costa africana, entre las Azores y las de Cabo Verde, que fueron conquistadas por los españoles en tiempo de los Reyes Católicos. La raza guanche fue diezmada y sustituida por otra de tecnología más potente. ¿Quiénes eran los guanches? No me lo dijeron en la oficina de turismo, pero encontré una librería que colmaba mis esperanzas. Supe que eran un pueblo bereber descendiente de los pelasgos, indoeuropeos que emigraron de Mongolia hacia Grecia y Africa hace muchos, muchos años. Construyeron pirámides y se cree que influyeron en Egipto; según una teoría, la civilización más bien se extendió de oeste a este que no al revés (como se cree corrientemente). Mas surcaron también los mares, y pudieron llegar a América. Hay en Connecticut grabados bereberes que son prueba de ello. Y Thor Heyerdahl se interroga sobre algunos retratos mochicas en cerámica que representan a hombres barbados con acusados rasgos mediterráneos; lo que coincide con las afirmaciones de José Antonio del Busto, sobre estatuillas mochicas de rasgos caucasoides con larga barba sobre el pecho. Los antiguos canarios están emparentados con los bereberes, que proceden de aquellos pelasgos de Mongolia que emigraron a través del Cáucaso. Hubo, pues, un comercio bereber entre Africa y América con escala en Canarias. Contrariamente a los africanos, muchos de los antiguos canarios eran rubios y de ojos azules.
     Y Thor Heyerdahl, que ya había probado con la Kon Tiki que los andinos pudieron viajar a Oceanía a bordo de barcos de totora, quiso demostrar con otra expedición similar que también eran posibles los viajes trasatlánticos. Le sorprendía que mayas, incas, egipcios y canarios compartieran una común afición por construir pirámides. Entonces entramos en el museo de la ciencia de la Laguna. Allí vimos laberintos de espejos, ventanas infinitas, sombras proyectadas por electrones, equilibrios forzados por el giroscopio, puentes sin cemento… Y también vimos el planetario con su eclíptica, el ecuador celeste, rotaciones, translaciones, precesiones, estrellas circumpolares y la estrella polar que no lo era tanto: y comprendimos, en medio del misterio, el magnetismo del enigma que se estaba descifrando. El enigma de la comunicación a través del Atlántico.
     Aquello era alucinar en colores. Mi familia peruana había venido a España y se encuentra en Canarias con… el Perú. El misterio de los mochicas. Y entonces subimos al Teide. Pendientes inclinadas que ascendían por una carretera de montaña hasta un paisaje de pinos. Abajo, desde un mirador, se divisaba un mar de nubes blancas que flotaba bajo los pies, mientras que allá a lo alto aparecía, majestuoso, el Teide. Atrás dejábamos el hermoso valle de la Orotava. Frente a nosotros, algo más adelante, el observatorio astronómico de Tenerife. El lagarto canario merodeaba por doquier en los lugares más insospechados.
     
 
    El Teide. Tres mil setecientos dieciocho metros de altitud. El pico más alto de España. Un volcán apagado. Impacientes, ansiábamos conquistar el cráter y contemplar desde el borde los gases que emanan de él. El teleférico nos dejó a ciento cincuenta metros del borde, pero por razones de seguridad se nos prohibió escalar hasta allí. ¡Qué pena! Majestuoso. Era todo majestuoso. Desde aquella cumbre pelada que se cubre de nieve en invierno se divisan las siete islas. Hace fresco. La temperatura ha bajado a cuatro grados y hay que abrigarse. Hay un sol radiante. Ladera abajo, alrededor, hay coladas de lava de antiguas erupciones: toda la isla es emanación del volcán. Allá, al fondo, peñascos retorcidos de lava sólida que tiene algo fantasmagórico: es un paisaje lunar. Grietas, cráteres, piedras arrugadas como el papel, pliegues de mucha arista y poco peso, como se ve en los cantos que cogemos con la mano… El guía nos ruega que no nos llevemos piedras del volcán. Ya no crece vegetación en aquellas alturas, salvo la malva del Teide al igual que varias especies de artrópodos endémicos del lugar.
     El Teide… El teleférico nos sacude, cuando pasan sus cables por alguna de las torres que lo soportan, produciéndonos en el estómago un vacío que nos llena de emoción. El Teide. La lava. Las fumarolas. Las narices del Teide. Las erupciones que se han petrificado. Los cráteres que nos darían la ilusión de estar en la luna, si no fuera porque no sentimos la diferencia de gravedad. El Teide; el infierno de los guanches, que le temían por el fuego espantoso; las fuerzas malignas del mundo inferior, los rugidos que producía, los temblores que aterraban… El Teide: ser malo, área fatídica; que ése y no otro es el significado de la palabra.
     Y tomamos un vehículo para llegar al sur. Costas hermosas, playas recoletas, platanares y viñedos; pueblos donde los isleños comparten su casa con el turista, por un precio módico para comer lo que comen ellos: son los guachinches, que se distinguen por el característico olor a fuego de leña; allí se come lo que come el isleño, se bebe vino de Tenerife y se degusta un exquisito queso de cabra. El drago: el árbol milenario que extiende sus ramas como venas entrelazadas por una vida de treinta siglos, majestuoso y enigmático. Luego, nos perdemos por una estrecha carretera que conduce a Masca. Hemos oído hablar del acantilado de los gigantes, y queremos verlo. No sabíamos lo que nos esperaba allí. La camioneta cargada con ocho personas, montones de maletas a cual más pesada en nuestro vagar en busca de otro hotel. El camino se vuelve, más que carretera, senda estrecha y empinada; para no resbalar hacia atrás hay momentos que debemos subir en primera. El motor se calienta y son varias las veces que tenemos que parar. Ya cae la tarde y se va cubriendo el cielo con las sombras del crepúsculo.
     Y entonces lo vimos. Masca. Un hermosísimo pueblo apresado entre las montañas. El camino descendía y, allá abajo, destacaban como espectros las luces fantasmales de las casas. Detenido, encajado entre moles gigantescas, el pueblo se yergue frente a una inmensa muralla de pétrea lava que corta el aliento. Es bello. Bello y… sobrecogedor. Kant lo llamaría sublime. Es algo tan bello que nos rebasa sin medida, nos empequeñece. Al otro lado de la montaña está el mar. Esa barrera montañosa que recorremos por dentro es, desde fuera, el acantilado de los gigantes. Ya es entrada la noche. La presencia del abismo, el velo de las tinieblas, la carretera sinuosa y la certeza de que el coche se calienta confiere a nuestro viaje dimensiones dantescas. Cada curva que tomamos nos obliga a frenar para ver si viene alguien de frente; y cuando descubrimos franco el camino, ya no quiere subir la camioneta. ¡Cuántas veces temimos quedarnos allí varados, en tenebrosa oscuridad, hasta el día siguiente! Cuando bajábamos las últimas cuestas del camino Ingrid y Liliana quedaron suspendidas con el aliento pendiente de un hilo: allí, detrás, en la vereda que íbamos abandonando, se dibujaban dos enormes moles como dos cabezas, reclinadas en ademán de dormir, atravesando un sueño inquietante: parecían dos gigantes; y mientras esto pensábamos, recordábamos el acantilado que se desplomaba al otro lado de las rocas, hundiéndose en el mar.


     Era de noche. Y un lamento por no haber visto aquel espectáculo con las luces del día se unió a nuestro alivio por salir a tierra firme. Luces y luces al cabo de un rato: playa de las Américas, luego playa de los Cristianos. Un templo egipcio de figuras colosales tenía sus columnas iluminadas en la negrura, y luego supimos que era una sala de fiestas.
     Cuando fue de día me interesé por la playa de los Cristianos. Supe que el nombre se lo dieron porque allí desembarcaron los últimos cristianos que venían, desde España, a concluir la conquista de las islas. Después vino lo del viaje en el barco antiguo  para contemplar el acantilado desde fuera, desde el mar. Contemplamos los delfines que jugueteaban mar adentro. Vimos el barranco seco y, un poco más allá, lanzamos gritos potentes sobre el acantilado del eco, que nos respondía. Fondeamos y estuvimos bañándonos en las gélidas aguas poco antes de comer: algunos bajaban por la escalera del barco, otros se tiraban por la borda; y otros (los más aventureros) se suspendían como piratas por una cuerda que había atada al palo mayor, hacia popa, por babor, y recreaban en el mar de un azul intenso miles de simpáticas aventuras. Y tocó volver.
     Faltaba poco para tomar el avión, de vuelta a casa. Apoyado en el balcón del hotel, contemplaba cómo se bañaba mi hijo en una piscina apacible, y cómo disfrutaba con sus primos de aquel paréntesis estival que habían sido nuestras vacaciones. Luego ojeé libros de historia, de mitología, de cocina, que despertaron en mi mente el estupor dormido. Supe que las Canarias podían corresponder a los confines del mundo de los griegos, más allá de las columnas de Hércules, en el océano inmenso que tomó del gigante Atlas el nombre de Atlántico. Las Canarias podían haber sido los Campos Elíseos de que hablaba Homero, las islas de los Bienaventurados, el jardín de las Delicias, el jardín de las Hespérides. Pudo allí ser derrotado el gigante Gedeón en uno de los trabajos de Hércules. Y, según otras especulaciones, puede relacionarse con las  gorgonas, las amazonas y el mito de la Atlántida que Platón evocaba.
     Entonces se despertó nuevamente mi imaginación ausente. ¿No serían esos combates de titanes los que dieron a los acantilados el nombre de los gigantes? No recibí confirmación de la gente a quien pregunté. Pero las islas Canarias eran al menos, en razón de su clima, las islas afortunadas. No los Campos Elíseos de los que hablaba Homero, donde no llueve, ni nieva, ni sopla el viento, y donde el invierno no es largo y se vive en seguridad como en la morada de los dioses; un lugar donde, a decir de Platón, corren fuentes de agua pura, hay abundancia de flores, aves y diversiones, y han desaparecido penalidades y sufrimientos. Una visión -pensé- muy próxima a la que se tuvo un tiempo del Perú. Cuerno de la abundancia. Y la cultura que allí vivía también fue acallada, como en el Perú, irremediablemente. Y donde vibra el corazón cautivado, cuando se sabe preso del encanto que, como en Perú, yace escondido bajo la realidad gris de todos los días.
     Fe es creer lo que no experimentamos por nosotros mismos. Creemos lo que nos dice el médico, aunque no entendamos lo que nos dice: pues de su autoridad brota nuestra confianza. Y esperanza es querer lo que creemos, pues cuando el tratamiento va a poder curar nuestra dolencia, somos felices y esperamos impacientes que se produzca el efecto deseado. La esperanza no es nada sin la fe, y de nada sirve creer si nadie es competente. El mundo está lleno de especialistas: médicos, maestros, abogados, albañiles, fontaneros, pilotos, políticos… ¿Por qué? Porque nuestra vida es corta para saber mucho de todo, y nos tenemos que poner en manos de quien sabe mucho de algo: su especialidad. Con razón decimos a veces: ¡zapatero, a tus zapatos! Y es que sólo nos merecen crédito quienes hablan de lo que saben con seguridad; ése es el sentido de la confianza; ése es el sentido de la fe.
     Podemos soñar con paraísos del pasado, y forjamos el mito de la edad de oro. Pero también podemos imaginarlos en el futuro, con esperanza y utopía. Cuando los imaginamos en el presente idealizamos la realidad, y huimos de ella para refugiarnos en el ensueño. Canarias es un sueño que ha acabado. Mañana, cuando me levante, estaré cautivo del trabajo y se evaporarán mis sueños; destilarán ilusiones mis ojos, y a fuerza de no poder recrearlas me encerraré en el plomo gris de los días que pasan. Y la única forma de llenar esos días de vida es buscar en ellos esperanza, que es la cuerda que vibra aunque los otros no la sepan tocar.
     Conozco Canarias y sé que existe, y espero un día  volver allí. Pero antes buscaré a la profesora de griego y le diré lo triste que es prejuzgar las cosas que no se han visto. ¿Sabía ella lo preñadas que estaban las islas de esa cultura griega de la que ha hecho su oficio? ¿Sabemos ver muchos de nosotros la realidad desnuda sin nuestros clichés, sin estereotipos? Se ríen del turista que se pasa la vida tomando fotos y apuntándose a excursiones: pues sí, que nada hay tan bello como recordar en las fotos las cosas que vivimos. Quien no mira la realidad con ojos de niño se expone a no tener nunca en su vida, pero nunca, unas preciosas vacaciones de leyenda.
     La próxima vez iré a algún lugar del que no sepa nada. Porque seguro que allí descubro muchas cosas que ahora sé: aunque las sepa sin saberlo.