sábado, 6 de diciembre de 2014

El Conocimiento Moral






EL CONOCIMIENTO MORAL

  
            La razón es la capacidad de concebir y juzgar, y en último extremo concebir y juzgar es tomar decisiones. Concebir es formar conceptos, y la razón lo hace por análisis y síntesis, en los distintos procesos de observación, inducción, deducción y analogía. Juzgar es formar proposiciones, y los procedimientos son los mismos que para la formación de conceptos.
            La razón puede ser inteligente e intuitiva. Como inteligencia, desarrolla todas sus facultades de manera consciente, y como intuición, piensa sin tener conciencia de que piensa; ni de lo que piensa. El pensamiento de la razón puede ser lógico o analógico. Llamamos lógica al estudio del análisis y la síntesis aplicado a la deducción y a la inducción; el resto es analogía. Analogía y lógica son, pues, dos mundos racionales. Si a las proposiciones analógicas les añadimos expresiones como “probablemente”, “quizá”, “es verosímil” o parecidas se vuelven lógicas; y podrán ser objeto de estudio a través de sistemas lógicos no aléticos (epistémicos, por ejemplo).
            Hay una estrecha relación entre lógica y analogía. Si jugamos con la forma de las palabras, “analogía” es la doble negación  (an-a-) de la lógica (-logía) en griego; y por tanto vendría a decir que es lógica sin serlo, que es a la vez lógica e ilógica. Este carácter híbrido de la analogía es propio del pensamiento imaginativo, que produce objetos que siempre tienen su lógica, pero sin que esa lógica corresponda necesariamente a nuestro mundo; es una lógica esencial más que existencial.
            La analogía se presta, pues, a pensamientos inconscientes, de tipo intuitivo, aunque también puede ser dinamizada por la conciencia; por ejemplo en combinatorias conceptuales dirigidas de manera prácticamente matemática; o en el desarrollo de técnicas para pensar al modo del pensamiento lateral de Edward de Bono: pensamiento divergente.
            Tener conciencia es darse cuenta de las cosas: y podemos darnos cuenta de lo que son las cosas (es la racionalidad teórica) o de lo que las cosas deben ser (y es la racionalidad práctica). La teoría busca la necesidad que las cosas llevan implícita en sí mismas; pero la praxis busca la necesidad que está implícita en nosotros, en nuestra conciencia: el deber. No es lo mismo la necesidad que el deber.
            ¿Cómo decidimos una acción? ¿Cómo nos inclinamos a obrar? La praxis, que es el uso práctico de la razón, se desencadena de varias maneras.
            Como acto reflejo. Conocer es lo mismo que actuar. Si aprieto el intro de un ordenador, la recepción de esa información por parte del ordenador equivale a ponerse en acción. ¿Y qué acción produce? La acción de realizar lo que contiene la información que le hemos introducido. Tal información es, pues, una orden. Si escribo: “suma”, el ordenador suma. Si escribo: “clasifica por orden alfabético”, el ordenador clasifica.
            En realidad hay dos momentos en la introducción de una orden: el contenido de la orden (por ejemplo, yo escribo: “4+3”) y la obligación de hacerlo (apretando el intro). El primer momento es una transmisión de información. Es conocimiento. El segundo es el desencadenamiento de una acción orientada, guiada, dirigida por el conocimiento recibido (“hazlo”).
            Pero hay que corregir inmediatamente lo que hemos dicho. “4+3” no es un conocimiento, es una pregunta: ¿cuánto son 4 y 3? El verdadero conocimiento surge cuando a esta pregunta le damos una respuesta; cuando apretamos el intro: 4+3=7. Conocer es contestar preguntas. O sea no sólo saberlas contestar, sino sobre todo saberlas hacer; muchos alumnos saben resolver problemas de matemáticas, pero no todos saben plantearlos: el que conoce las cosas es el que sabe contestar a las preguntas, pero el que las conoce de verdad es el que ha sabido preguntar, el que sabe buscar problemas: y encontrarlos.
            Si fuéramos ordenadores no podríamos hacer las cosas por nosotros mismos; necesitaríamos que las mandara el usuario. Nuestras decisiones, entonces, no serían autónomas. Es lo que hace el amo con su perro, los estímulos con los seres irracionales, los maestros con los discípulos a quienes han lavado el cerebro. Hacer inmediatamente lo que nos mandan, sin pensar en la conveniencia de hacerlo, es un acto automático. Como retirar la mano cuando la toca el fuego. O como dar un cabezazo en un arrebato (como hizo Zidane con Matterazzi). 


            Hay varias clases de actos automáticos: los actos reflejos (apartarme del rosal cuando me pincho) y los actos reflejados (que pasan por el cerebro sin que el cerebro active su capacidad de pensar: como cuando admitimos como propias las decisiones ajenas, por ejemplo la obediencia ciega). El caso del ordenador que obedece apretando el intro es un acto reflejado.
            El acto autónomo es otra forma de desencadenarse la acción. El acto autónomo es, por lo pronto, un acto consciente: un hacer que sabe lo que hace. Por ejemplo, cuando me voy a jugar en las horas de estudio. Este acto es consciente porque sé lo que estoy haciendo. Me doy cuenta de ello. Suele desencadenarlo un estímulo reflejo, es decir, un estímulo que despierta en mí un deseo innato: el deseo de gozar, y en este caso de gozar jugando. Puedo ser consciente o no de ese deseo, pero sí soy consciente de que he decidido jugar en vez de estudiar. A esto lo llamaremos autonomía hedónica; autonomía lúdica.
            Hay un segundo tipo de acto conciente: un hacer que sabe lo que tiene que hacer. Por ejemplo cuando me aguanto las ganas de jugar en horas de estudio. Entre el estímulo reflejo (la tentación de ver que mis amigos juegan en la calle) y la decisión de resistir, se ha interpuesto el pensamiento. Aquí no es el deseo el que decide, sino la razón; la razón no nos dice que ella valga más que el deseo, sino que un deseo vale más que otro; y entre el deseo de jugar y el de aprobar, doy más importancia al segundo; pero el segundo es incompatible con el primero: de modo que debo abstenerme de jugar; eso es lo que me dice la razón. Por eso a esta forma de conciencia podemos llamarla autonomía racional; muchos coinciden en admitir que ésta es la libertad verdadera.
            Ahora bien ¿cómo juzga la razón cuál es el mejor de los deseos? ¿Por su duración? ¿Por su intensidad? ¿O por su nobleza? Si admitimos, con Stuart Mill, que es mejor la vida humana que la del cerdo, ¿en qué consiste esa superioridad?
            Podemos responder que es mejor disfrutar mucho que disfrutar poco. El ser humano tiene capacidad para disfrutar de muchas más cosas que un cerdo: por eso su vida es más completa. Al cerdo le echan de comer, a las personas nos dan de comer. Una persona es capaz de sentir admiración, un cerdo no. Por eso el cerdo conocerá la comida, los sonidos y la sexualidad, pero no la gastronomía, la música y el erotismo; es decir el arte. Esta es una interesante observación que nos hace Fernando Savater.
            Ahora bien, unos sentimientos son más complejos que otros; y más completos. El amor es más fino que el placer de los sentidos, el placer de los sentidos se contiene en el de los sentimientos, pero no al revés: el amor contiene erotismo, pero el erotismo puro no contiene amor. Cuando no podemos disfrutar de dos placeres al mismo tiempo es mejor elegir el más completo: si por una tentación erótica de una noche voy a perder el amor de una vida es preferible resistir la tentación. 


            También es preferible un placer abstracto a un placer concreto. Un placer concreto es un camino que te lleva. Un placer abstracto es un horizonte que te guía por ese camino, y te garantiza que no correrás peligro de salirte de él. Si, por andar en bicicleta, pedaleas mirando al suelo, te caerás en seguida; si lo haces mirando al frente, es más difícil que te caigas. El bien en general es preferible a una cosa buena; porque, guiado por el bien, tu instinto podrá encontrar en el mundo muchas cosas buenas; y vestirá de bondad todas esas cosas que no lo parecen. Pero si has elegido sólo el dinero, perderás la capacidad de encontrar cosas buenas por el mundo aunque el dinero te dé la posibilidad de disfrutar de todas ellas. No se puede vender la ilusión para comprar dinero. Y la bondad es esa atmósfera que pone ilusión en tu vida.
            Hay, pues, dos tipos de jerarquía en las motivaciones: la jerarquía de los placeres, que nos abre los ojos para disfrutar de las cosas materiales, sensoriales, individuales y concretas; y la jerarquía de los valores, que nos da ojos para gozar de un ideal, cuando este ideal no nos cierra el camino de los goces sensoriales y concretos. La llamada del cuerpo debe saberse compaginar con la del espíritu.
            Hace falta un saber que sabe lo que hace; pero cabalga sobre un hacer que sabe lo que tiene que hacer. ¿Qué es el deber? Saber que un ideal o un placer no te quita la posibilidad de disfrutar de otro mejor; y no saber también que los mejores ideales no deben ser tiranos que esclavicen a los que no son tan buenos. Debe haber un equilibrio entre lo superior y lo inferior, porque lo superior se derrumba también cuando se caen los pisos inferiores. No puede haber amor puro cuando estamos reprimiendo la sexualidad.
            El placer automático hace, sin pensar, lo que le dicen. El placer autónomo lo piensa primero. ¿Qué es pensar? Pensar es hacer uso de la razón, y la razón se pone en marcha cuando conoce. ¿Qué es conocer? Una cosa es saber lo que se hace, y otra lo que se tiene que hacer; no es lo mismo tener conciencia que tener conciencia moral.
            El estudiante que juega en horas de estudio sabe que le apetece jugar. ¿Lo sabe? Si saber es darse cuenta de ello, es posible que no lo sepa; muchas veces nos pasan cosas y no somos conscientes de que nos pasan. En este sentido saber es lo mismo que tener conciencia.
            Ese mismo estudiante siente deseos de jugar; siente que le apetece; vive con ganas de jugar y por eso vive el juego. ¿Es lo mismo sentir que saber? ¿Saber que vivir? Podríamos contestar que sí, siempre que fuera consciente: siento deseos de jugar y me doy cuenta de ello, entonces sé que quiero jugar. Vivo la tentación del juego y me doy cuenta de ello. Entonces lo sé. Desde este punto de vista podemos decir que sentir, vivir y pensar son formas de conocimiento cuando vienen a la conciencia; aunque a veces ocurre que sé cosas que no sé; que no sé que las sé, por lo menos.
            Vayamos ahora con el estudiante que se abstiene de jugar, aunque le apetece. Ese estudiante sabe que desea jugar, sabe que está viviendo una tentación, pero sabe también que tiene que resistirla si quiere disfrutar del placer del aprobado; porque el aprobado, aparte de permitirle avanzar en el sentimiento de lo que es bueno, le permitirá jugar todo lo que quiera cuando lleguen las vacaciones.
            El que resiste las tentaciones nocivas sabe lo que tiene que hacer; conoce lo que le conviene; sabe lo que es bueno. Podríamos decir que en su caso obrar bien es lo mismo que conocer el bien: en eso conoce su deber, y él lo sabe; es muy consciente de ello.
            El que no resiste las tentaciones nocivas ¿por qué lo hace? Puede que no sepa que esas tentaciones son malas: en ese caso se lo enseñamos y, una vez que lo aprenda, será imposible que obre mal. Pero puede ser también que no tenga capacidad de resistencia y entonces, aunque sabe lo que le conviene, no tiene fuerzas para buscarlo. Es como saber que te tienen que cortar el brazo para evitar la gangrena y a pesar de ello (supongamos que estamos en el siglo XVIII y no hay anestesia), no me decido porque me paraliza el miedo ante el dolor. Para obrar bien, aquí, no basta con saber lo que tengo que hacer; me hace falta sacar fuerzas de flaqueza, es preciso que tenga fuerza de voluntad.
            Y puede suceder también que conozca mi deber sin llegar a creérmelo del todo. Sé que el tabaco es malo, pero faltan tantos años para que se note su efecto, que en la práctica me comporto como si nunca me fuera a ocurrir. Y el conocer casos de fumadores longevos (como Russell o y Churchill) que no han muerto por el tabaco, extiende sobre mí un manto de escepticismo que me hace pensar que quizá a mí no me ocurra nada; y quizá también me pase lo mismo que a ellos; y que quizá los médicos sean unos exagerados. Sucede, también, que estos pensamientos me vienen cuando mi voluntad flaquea y siento que me fallan las fuerzas a causa del síndrome de abstinencia; que dejar el tabaco no es fácil y yo ignoro en la práctica mis conocimientos, y entonces conocer lo bueno y lo malo no es suficiente para que decida apartarme del mal.
            Y es que conocer no es sólo sentir en el momento. Ni pensar a largo plazo en consecuencias que no siento. Sino sentir los dolores futuros como una presencia que tiene capacidad persuasiva para hacerme cambiar ahora. Por eso cuando veo la agonía de un amigo por enfermedades producidas por el tabaco me veo sufriendo en su propio sufrimiento, me identifico con su estado, siento y vivo lo que todavía no me sucede y la fuerza de sugestión es esa experiencia arranca de dentro de mí las fuerzas que me faltaban para empezar a cambiar mi comportamiento. El estudiante de Salamanca se mofaba de todo sin ningún escrúpulo; pero un día Espronceda le hizo presenciar su propio entierro y eso removió las íntimas fibras de su voluntad. Y entonces le dieron ganas de ser bueno.




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