EL CONOCIMIENTO MORAL
La
razón es la capacidad de concebir y juzgar, y en último extremo concebir y
juzgar es tomar decisiones. Concebir es formar conceptos, y la razón lo hace
por análisis y síntesis, en los distintos procesos de observación, inducción,
deducción y analogía. Juzgar es formar proposiciones, y los procedimientos son
los mismos que para la formación de conceptos.
La
razón puede ser inteligente e intuitiva. Como inteligencia, desarrolla todas
sus facultades de manera consciente, y como intuición, piensa sin tener
conciencia de que piensa; ni de lo que piensa. El pensamiento de la razón puede
ser lógico o analógico. Llamamos lógica al estudio del análisis y la síntesis
aplicado a la deducción y a la inducción; el resto es analogía. Analogía y
lógica son, pues, dos mundos racionales. Si a las proposiciones analógicas les
añadimos expresiones como “probablemente”, “quizá”, “es verosímil” o parecidas
se vuelven lógicas; y podrán ser objeto de estudio a través de sistemas lógicos
no aléticos (epistémicos, por ejemplo).
Hay
una estrecha relación entre lógica y analogía. Si jugamos con la forma de las
palabras, “analogía” es la doble negación
(an-a-) de la lógica (-logía) en griego; y por tanto vendría a decir que
es lógica sin serlo, que es a la vez lógica e ilógica. Este carácter híbrido de
la analogía es propio del pensamiento imaginativo, que produce objetos que
siempre tienen su lógica, pero sin que esa lógica corresponda necesariamente a
nuestro mundo; es una lógica esencial más que existencial.
La
analogía se presta, pues, a pensamientos inconscientes, de tipo intuitivo,
aunque también puede ser dinamizada por la conciencia; por ejemplo en
combinatorias conceptuales dirigidas de manera prácticamente matemática; o en
el desarrollo de técnicas para pensar al modo del pensamiento lateral de Edward
de Bono: pensamiento divergente.
Tener
conciencia es darse cuenta de las cosas: y podemos darnos cuenta de lo que son
las cosas (es la racionalidad teórica) o de lo que las cosas deben ser (y es la
racionalidad práctica). La teoría busca la necesidad que las cosas llevan
implícita en sí mismas; pero la praxis busca la necesidad que está implícita en
nosotros, en nuestra conciencia: el deber. No es lo mismo la necesidad que el
deber.
¿Cómo
decidimos una acción? ¿Cómo nos inclinamos a obrar? La praxis, que es el uso
práctico de la razón, se desencadena de varias maneras.
Como
acto reflejo. Conocer es lo mismo que actuar. Si aprieto el intro de un
ordenador, la recepción de esa información por parte del ordenador equivale a
ponerse en acción. ¿Y qué acción produce? La acción de realizar lo que contiene
la información que le hemos introducido. Tal información es, pues, una orden.
Si escribo: “suma”, el ordenador suma. Si escribo: “clasifica por orden
alfabético”, el ordenador clasifica.
En
realidad hay dos momentos en la introducción de una orden: el contenido de la
orden (por ejemplo, yo escribo: “4+3”)
y la obligación de hacerlo (apretando el intro). El primer momento es una
transmisión de información. Es conocimiento. El segundo es el desencadenamiento
de una acción orientada, guiada, dirigida por el conocimiento recibido
(“hazlo”).
Pero
hay que corregir inmediatamente lo que hemos dicho. “4+3” no es un conocimiento, es una
pregunta: ¿cuánto son 4 y 3? El verdadero conocimiento surge cuando a esta
pregunta le damos una respuesta; cuando apretamos el intro: 4+3=7. Conocer es
contestar preguntas. O sea no sólo saberlas contestar, sino sobre todo saberlas
hacer; muchos alumnos saben resolver problemas de matemáticas, pero no todos
saben plantearlos: el que conoce las cosas es el que sabe contestar a las
preguntas, pero el que las conoce de verdad es el que ha sabido preguntar, el
que sabe buscar problemas: y encontrarlos.
Si
fuéramos ordenadores no podríamos hacer las cosas por nosotros mismos;
necesitaríamos que las mandara el usuario. Nuestras decisiones, entonces, no
serían autónomas. Es lo que hace el amo con su perro, los estímulos con los
seres irracionales, los maestros con los discípulos a quienes han lavado el
cerebro. Hacer inmediatamente lo que nos mandan, sin pensar en la conveniencia
de hacerlo, es un acto automático. Como retirar la mano cuando la toca el
fuego. O como dar un cabezazo en un arrebato (como hizo Zidane con Matterazzi).
Hay
varias clases de actos automáticos: los actos reflejos (apartarme del rosal
cuando me pincho) y los actos reflejados (que pasan por el cerebro sin que el
cerebro active su capacidad de pensar: como cuando admitimos como propias las
decisiones ajenas, por ejemplo la obediencia ciega). El caso del ordenador que
obedece apretando el intro es un acto reflejado.
El
acto autónomo es otra forma de desencadenarse la acción. El acto autónomo es,
por lo pronto, un acto consciente: un hacer que sabe lo que hace. Por ejemplo,
cuando me voy a jugar en las horas de estudio. Este acto es consciente porque
sé lo que estoy haciendo. Me doy cuenta de ello. Suele desencadenarlo un
estímulo reflejo, es decir, un estímulo que despierta en mí un deseo innato: el
deseo de gozar, y en este caso de gozar jugando. Puedo ser consciente o no de
ese deseo, pero sí soy consciente de que he decidido jugar en vez de estudiar.
A esto lo llamaremos autonomía hedónica; autonomía lúdica.
Hay
un segundo tipo de acto conciente: un hacer que sabe lo que tiene que hacer.
Por ejemplo cuando me aguanto las ganas de jugar en horas de estudio. Entre el
estímulo reflejo (la tentación de ver que mis amigos juegan en la calle) y la
decisión de resistir, se ha interpuesto el pensamiento. Aquí no es el deseo el
que decide, sino la razón; la razón no nos dice que ella valga más que el
deseo, sino que un deseo vale más que otro; y entre el deseo de jugar y el de
aprobar, doy más importancia al segundo; pero el segundo es incompatible con el
primero: de modo que debo abstenerme de jugar; eso es lo que me dice la razón.
Por eso a esta forma de conciencia podemos llamarla autonomía racional; muchos
coinciden en admitir que ésta es la libertad verdadera.
Ahora
bien ¿cómo juzga la razón cuál es el mejor de los deseos? ¿Por su duración?
¿Por su intensidad? ¿O por su nobleza? Si admitimos, con Stuart Mill, que es
mejor la vida humana que la del cerdo, ¿en qué consiste esa superioridad?
Podemos
responder que es mejor disfrutar mucho que disfrutar poco. El ser humano tiene
capacidad para disfrutar de muchas más cosas que un cerdo: por eso su vida es
más completa. Al cerdo le echan de comer, a las personas nos dan de comer. Una
persona es capaz de sentir admiración, un cerdo no. Por eso el cerdo conocerá
la comida, los sonidos y la sexualidad, pero no la gastronomía, la música y el
erotismo; es decir el arte. Esta es una interesante observación que nos hace
Fernando Savater.
Ahora
bien, unos sentimientos son más complejos que otros; y más completos. El amor es
más fino que el placer de los sentidos, el placer de los sentidos se contiene
en el de los sentimientos, pero no al revés: el amor contiene erotismo, pero el
erotismo puro no contiene amor. Cuando no podemos disfrutar de dos placeres al
mismo tiempo es mejor elegir el más completo: si por una tentación erótica de
una noche voy a perder el amor de una vida es preferible resistir la tentación.
También
es preferible un placer abstracto a un placer concreto. Un placer concreto es
un camino que te lleva. Un placer abstracto es un horizonte que te guía por ese
camino, y te garantiza que no correrás peligro de salirte de él. Si, por andar
en bicicleta, pedaleas mirando al suelo, te caerás en seguida; si lo haces
mirando al frente, es más difícil que te caigas. El bien en general es
preferible a una cosa buena; porque, guiado por el bien, tu instinto podrá
encontrar en el mundo muchas cosas buenas; y vestirá de bondad todas esas cosas
que no lo parecen. Pero si has elegido sólo el dinero, perderás la capacidad de
encontrar cosas buenas por el mundo aunque el dinero te dé la posibilidad de
disfrutar de todas ellas. No se puede vender la ilusión para comprar dinero. Y
la bondad es esa atmósfera que pone ilusión en tu vida.
Hay,
pues, dos tipos de jerarquía en las motivaciones: la jerarquía de los placeres,
que nos abre los ojos para disfrutar de las cosas materiales, sensoriales,
individuales y concretas; y la jerarquía de los valores, que nos da ojos para
gozar de un ideal, cuando este ideal no nos cierra el camino de los goces
sensoriales y concretos. La llamada del cuerpo debe saberse compaginar con la
del espíritu.
Hace
falta un saber que sabe lo que hace; pero cabalga sobre un hacer que sabe lo
que tiene que hacer. ¿Qué es el deber? Saber que un ideal o un placer no te
quita la posibilidad de disfrutar de otro mejor; y no saber también que los
mejores ideales no deben ser tiranos que esclavicen a los que no son tan
buenos. Debe haber un equilibrio entre lo superior y lo inferior, porque lo
superior se derrumba también cuando se caen los pisos inferiores. No puede
haber amor puro cuando estamos reprimiendo la sexualidad.
El
placer automático hace, sin pensar, lo que le dicen. El placer autónomo lo
piensa primero. ¿Qué es pensar? Pensar es hacer uso de la razón, y la razón se
pone en marcha cuando conoce. ¿Qué es conocer? Una cosa es saber lo que se
hace, y otra lo que se tiene que hacer; no es lo mismo tener conciencia que
tener conciencia moral.
El
estudiante que juega en horas de estudio sabe que le apetece jugar. ¿Lo sabe?
Si saber es darse cuenta de ello, es posible que no lo sepa; muchas veces nos
pasan cosas y no somos conscientes de que nos pasan. En este sentido saber es
lo mismo que tener conciencia.
Ese
mismo estudiante siente deseos de jugar; siente que le apetece; vive con ganas
de jugar y por eso vive el juego. ¿Es lo mismo sentir que saber? ¿Saber que
vivir? Podríamos contestar que sí, siempre que fuera consciente: siento deseos
de jugar y me doy cuenta de ello, entonces sé que quiero jugar. Vivo la
tentación del juego y me doy cuenta de ello. Entonces lo sé. Desde este punto
de vista podemos decir que sentir, vivir y pensar son formas de conocimiento
cuando vienen a la conciencia; aunque a veces ocurre que sé cosas que no sé;
que no sé que las sé, por lo menos.
Vayamos
ahora con el estudiante que se abstiene de jugar, aunque le apetece. Ese
estudiante sabe que desea jugar, sabe que está viviendo una tentación, pero
sabe también que tiene que resistirla si quiere disfrutar del placer del aprobado;
porque el aprobado, aparte de permitirle avanzar en el sentimiento de lo que es
bueno, le permitirá jugar todo lo que quiera cuando lleguen las vacaciones.
El
que resiste las tentaciones nocivas sabe lo que tiene que hacer; conoce lo que
le conviene; sabe lo que es bueno. Podríamos decir que en su caso obrar bien es
lo mismo que conocer el bien: en eso conoce su deber, y él lo sabe; es muy
consciente de ello.
El
que no resiste las tentaciones nocivas ¿por qué lo hace? Puede que no sepa que
esas tentaciones son malas: en ese caso se lo enseñamos y, una vez que lo
aprenda, será imposible que obre mal. Pero puede ser también que no tenga
capacidad de resistencia y entonces, aunque sabe lo que le conviene, no tiene
fuerzas para buscarlo. Es como saber que te tienen que cortar el brazo para
evitar la gangrena y a pesar de ello (supongamos que estamos en el siglo XVIII
y no hay anestesia), no me decido porque me paraliza el miedo ante el dolor.
Para obrar bien, aquí, no basta con saber lo que tengo que hacer; me hace falta
sacar fuerzas de flaqueza, es preciso que tenga fuerza de voluntad.
Y
puede suceder también que conozca mi deber sin llegar a creérmelo del todo. Sé
que el tabaco es malo, pero faltan tantos años para que se note su efecto, que
en la práctica me comporto como si nunca me fuera a ocurrir. Y el conocer casos
de fumadores longevos (como Russell o y Churchill) que no han muerto por el
tabaco, extiende sobre mí un manto de escepticismo que me hace pensar que quizá
a mí no me ocurra nada; y quizá también me pase lo mismo que a ellos; y que quizá
los médicos sean unos exagerados. Sucede, también, que estos pensamientos me vienen
cuando mi voluntad flaquea y siento que me fallan las fuerzas a causa del
síndrome de abstinencia; que dejar el tabaco no es fácil y yo ignoro en la
práctica mis conocimientos, y entonces conocer lo bueno y lo malo no es
suficiente para que decida apartarme del mal.
Y
es que conocer no es sólo sentir en el momento. Ni pensar a largo plazo en
consecuencias que no siento. Sino sentir los dolores futuros como una presencia
que tiene capacidad persuasiva para hacerme cambiar ahora. Por eso cuando veo
la agonía de un amigo por enfermedades producidas por el tabaco me veo
sufriendo en su propio sufrimiento, me identifico con su estado, siento y vivo
lo que todavía no me sucede y la fuerza de sugestión es esa experiencia arranca
de dentro de mí las fuerzas que me faltaban para empezar a cambiar mi
comportamiento. El estudiante de Salamanca se mofaba de todo sin ningún
escrúpulo; pero un día Espronceda le hizo presenciar su propio entierro y eso
removió las íntimas fibras de su voluntad. Y entonces le dieron ganas de ser
bueno.
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