DE LA DEMOCRACIA
AFECTIVA
Cuando
la gente está desinformada piensa, dice y hace las cosas de acuerdo con las
cosas que sabe; si sabe cosas falsas las toma por realidades; y como lo que
sabemos es la fuente de nuestras creencias, creeremos unas cosas u otras
dependiendo de las cosas que nos hayan enseñado; si creo lo que dice la Biblia
de manera literal, consideraré adecuado sacrificar a mi hijo, si oigo voces que
me lo mandan, como hizo Abraham; o me creeré con derecho a exterminar a los habitantes
de una ciudad como pasó en Jericó, o en Sodoma, incluso me creeré con derecho a
exterminar a una población entera como sucedió con el diluvio; pero si, frente
a un dios inflexible y colérico, se levanta otro justo y bondadoso, ¿de cuál de
las dos maneras tengo que actuar? ¿Cómo interpretar el antiguo testamento con
el testimonio de los evangelios? ¿Cómo entender el mandamiento del amor con la
cólera apocalíptica? ¿El San Juan del apocalipsis dice lo mismo que el del
evangelio que hablaba de Jesús? ¿No es el evangelio la buena nueva? ¿No es ése
su significado etimológico? ¿Puede ser buena una noticia de destrucción?
Hay
interpretaciones literales y metafóricas de la Biblia, y de todos los libros
sagrados de todas las religiones, y de todos los libros políticos de todas las
utopías; si hay que matar y robar por la causa, se roba y se mata, mas si no es
por la causa eres un ladrón y un asesino. El militante que sigue la línea del
partido y hace lo que el partido le manda obra bien: aunque el partido se equivoque;
aunque la nueva doctrina de Estalin diga lo contrario de lo que dijo el Estalin
del primer marxismo, e incluso de lo que dijo
Lenin.
España
nos roba. España es un país totalitario y fascista. España teme a la
democracia, ataca a la gente que quiere votar, tiene un problema con las urnas.
España lleva tres siglos sojuzgando al indefenso y pacífico pueblo catalán.
Algunos catalanes que se le han enfrentado están en el exilio. Otros son presos
políticos. El rey se ha puesto en contra del pueblo, ha tomado partido por la
opresión. Todas esas afirmaciones, y otras menos confesables, forman parte de
la verdad o son una mitología. Que son verdaderas lo dicen la televisión y la
radio catalanas, parciales, sesgadas e independentistas. Para comprobarlo habría
que tener acceso a la información, no a la propaganda; la propaganda camufla
las cosas y la información las desnuda; la propaganda dice falsedades reales
para convertirlas en verdades oficiales y la información quiere que sea verdad
todo lo real, una auténtica verdad, sí, que pueda convertirse en oficial.
Sucede,
sin embargo, que la verdad se estrella contra la propaganda. Si uno está
acostumbrado a tomar las mentiras por verdades luego le cuentan las verdades y
no se las cree; porque la mentira se ha repetido muchas veces y la verdad una
sola; además, a las mentiras de casa les hemos cogido cariño; y las verdades
duelen, sobre todo si vienen de fuera; los mitos arraigados en el corazón
tienden a convertirse en verdades de toda la vida y el corazón se resiste a
dudar de todas las cosas hermosas que hemos creído; sobre todo si las hemos
creído siempre; la información puede muy poco contra las historias y
convicciones que forman el caldo de cultivo en el que hemos nacido y crecido.
Nuestra
mitología, nuestras creencias, la propaganda, han conformado nuestra manera de
pensar. Son como una droga, que nos hace más daño cuanto más la tomamos, cuanto
más la queremos: querer una droga es ser esclavos de ella y eso no es el
verdadero cariño. Luego nos cuentan la verdad y no la creemos: porque tenemos
mono de nuestros mitos. Por eso esa parte de la población catalana que se ha
alimentado de sus mitos no se creería las verdades si las leyera en otros
periódicos, porque las tomaría por infundios de sus enemigos; pero tampoco las
leería en los periódicos de casa, porque creería que el enemigo los ha
secuestrado obligándolos a decir mentiras; y aunque supiera que no están
secuestrados, se creería que sus periodistas se han vuelto locos, como don
Quijote, que negaba las evidencias argumentando que un mago nos ha quitado el
seso haciéndonos creer que esos gigantes son molinos; aunque mis oídos y mis
ojos me digan que no son gigantes, sino molinos.
Como
las drogas, necesitamos las informaciones falsas para no tener mono de ellas.
Para desintoxicarnos de la propaganda profundamente arraigada en nosotros no
basta con la verdad; habría que dosificar las verdades mezclándolas con las
mentiras; aumentando la dosis de verdad a medida que disminuimos la de la
mentira, como vamos disminuyendo la metadona después de haberla tomado en lugar
de la heroína; porque nuestro cuerpo intoxicado soporta mejor un mal menor que
un bien que se nos administra de golpe y porrazo: así también los espíritus
drogados son incapaces de tolerar la verdad, cuando triunfa la libertad y pone
las verdades en el lugar que ocupaban nuestros viejos mitos; porque creerán que
son mentiras nuevas y les faltarán criterios para criticarlas, como les faltan
para criticar los viejos mitos; sobre todo si tenemos en cuenta que no hay
verdades puras, y que todas las verdades vienen acompañadas de un envoltorio,
aunque sea delgado, de propaganda y de mitos; entonces, como dijo Machado, te
dirán que mientes si dices media verdad; y si, criticándote a ti mismo, algún día
dijeras la verdad completa, te dirían que mientes dos veces porque has dicho la
otra mitad.
2.
Algunos
autores, como Adela Cortina, están embarcados en una teoría de la democracia
deliberativa. Comparto ese punto de vista, pero sólo es aplicable a las
personas que:
(1) Están
informadas o dispuestas a informarse.
(2) Están
dispuestas a debatir.
(3) Están
dispuestas a aparcar sus intereses y guiarse sólo por la razón.
Individualmente
todos admiten el imperativo categórico; en cuanto a la acción comunicativa,
suponemos que aceptan los requisitos exigidos por Habermas. Esto afecta a
algunos profesionales de la política (pocos, porque la mayoría son correas de
transmisión de las consignas de los partidos); y a una parte, más exigua que
numerosa, de la opinión pública (pues la mayoría tiene la razón cegada por la
necesidad o por la ignorancia, y algunas veces también por las consignas de los
partidos que dicen defenderlos).
La mayoría de
la población o se desentiende de la política o practica lo que podría llamarse
una democracia
afectiva: democracia, porque se expresa el pueblo; afectiva, porque el
pueblo no hace caso a la razón, y escucha a veces al corazón pero sobre todo,
la mayoría de las veces, escucha sólo la voz de las tripas: en lo que coincide
con otra parte de los políticos y de la opinión pública, obnubilados, no ya por
la necesidad (porque no la tienen), sino más bien por sus intereses y su
avaricia.
La
información es uno de los motores de la acción. Pero la pasión por la verdad
solamente dinamiza a una minoría; la mayoría se emociona por esas historias que
tienen grabadas, en el estómago más que en la cabeza, y que se empeñan en
elevar al rango de verdades aunque no resistan la comparación con los hechos ni
con la lógica. La gran mayoría quizá no sea analfabeta, pero sí inculta; y, a
falta de conocer y recordar la historia que ha estudiado, está dispuesta a
aceptar como verdades afirmaciones interesadas y gratuitas; esas historias
llegan a las tripas después de pasar por el corazón, y van engrosando el
fanatismo. Por eso la historia se repite: porque sólo la recuerdan unos pocos
expertos e intelectuales y los demás la reviven como si nadie nunca la hubiera
vivido; los pasos que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial desde la crisis
del 29 se vuelven a dar en parte con la crisis del 2008, pero para la mayoría
de la población es como si nunca en la historia se hubiera transitado, después
de una crisis económica, desde la depresión social primero, política luego, y
por último una exaltación de la xenofobia y la agresividad como antesala de un
nuevo totalitarismo.
Los
pueblos tienen la memoria corta; los expertos no; por eso la historia se
repite. El motor de los corazones guiados por las tripas es la falsedad
convertida en propaganda: y en esto la opinión pública tampoco quiere ni sabe
muchas veces emplear la lógica para despertar el espíritu crítico: unos porque
tienen demasiada hambre, otros porque los embrutece un trabajo que les roba el
tiempo y no les da lo suficiente para vivir, y otros porque, por las razones
que sea, están acostumbrados a no pensar. Estamos hablando de la gran mayoría:
¿qué importa que con una minoría sí funcione la democracia deliberativa? La
decisión más sensata la puede derrumbar con su voto un pueblo enloquecido.
Toda
ideología tiene un núcleo afectivo que se considera sagrado, y por lo tanto
intangible: dios en las religiones, la patria en el nacionalismo. Los mejores
argumentos sólo valen cuando sirven para apuntalar este corazón emocionante de
las ideologías; en la Edad Media los mejores filósofos sólo eran tenidos en
cuenta cuando reforzaban los dogmas urdidos por los teólogos; en caso contrario
eran perseguidos sin piedad. Hay que desear que, con la metadona de la crítica,
la razón sea capaz de derrumbar los peligrosos prejuicios de Cataluña; los que
han destruido la grandeza de su mundo; de los que han reducido la patria a una
sardana, una senyera y una barretina; los que han enfrentado a los catalanes
entre sí para defender los intereses de unos cuantos, encarnados en las tripas
de una masa a la que espolean, como espitas peligrosas, sin darse cuenta de que
son marionetas y sus déspotas son los que mueven los hilos; todo lo soportan
con tan de que sea de casa; hasta el despotismo. Y la crítica, unida a la
metadona de la razón, es la única que puede parar este delirio; pero lleva
tiempo; quizá perdamos una generación, olvidándose de lo que importa y
peleando, ¡qué ironía!, por absurdos que una mente sana identificaría
rápidamente como payasadas de los circos.
Epílogo.
Un
ejemplo de conversación en cualquier lugar, en cualquier momento, impregnada
por el virus de la propaganda, que carcome todos los brotes de la crítica:
-Los
catalanes tienen derecho a separarse del resto de España.
-Pero
no desobedeciendo a la constitución.
-Hay
que combatir las leyes con la libertad.
-La
constitución la votamos libremente entre todos, por una gran mayoría; la votó
la mayoría de los catalanes.
-Pero
ahora no la quieren.
-No
la quiere la mitad; la otra mitad sí; y aunque no la quieran, no pueden dejar
de cumplir con sus compromisos; ellos también firmaron la constitución y te
recuerdo que dos de los padres de la patria eran catalanes.
-Pero
somos republicanos.
-Tenemos
un rey.
-Un
rey impuesto por Franco.
-Ése
no es el rey que tenemos; el que tenemos es el que puso la constitución, que
casualmente es el mismo que puso Franco; y lo votaron los propios catalanes.
-Pues
ahora se sienten republicanos.
-Entonces
habrá que reformar la constitución; pero no por las bravas, sino por el
diálogo.
-Los
catalanes tienen derecho a decidir.
-Pero
no violando la constitución.
-La
constitución la viola España.
-¿Ah,
sí? Explícamelo.
-La
constitución dice que no tiene que haber paro, y lo hay; por lo tanto el
gobierno no respeta la constitución.
-Te
equivocas. Lo que dice la constitución es que hay que promover el pleno empleo,
pero por mucho que lo intentemos nada nos garantiza que lo consigamos. Sería
bonito que una constitución mandara crear una clase media y criticáramos a los
gobiernos que no lo consiguen por mucho que lo intenten; la clase media no se
crea por decreto, la constitución no es una varita mágica que hace realidades
con los deseos; es como si un colegio quisiese que aprobaran todos los alumnos
y luego sancionáramos a los profesores porque algunos han suspendido; a menos
que consideres ético que se regale el aprobado general sin que los alumnos lo
merezcan; lo que sí podemos hacer es criticar a los profesores que no hacen
bien su trabajo, pero aunque se hagan las cosas bien, eso no nos garantiza el
éxito en nuestros objetivos.
Silencio.
Luego vuelve a decir:
-Pues
en España hay paro: de modo que no se respeta la constitución.
Zas:
en la boca; como si esta conversación no hubiera servido para nada. El joven
empecinado, al margen de la racionalidad, repite la consigna de su partido. Se
queda tan oreado. Y no tiene sentido del ridículo.
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