LAS LUCES DE
PUERTOLLANO
Acaba de salir un libro en edición
digital. Su título: “Las luces de Puertollano”. Para acceder a él hay que
pulsar en el enlace que viene al final de esta página. En él desfilarán todas
las evocaciones que quisieron venir a mi mente cuando la poblaba la nostalgia.
Lo que en ellas hay se muestra someramente en estos fragmentos:
1.
He llegado a Puertollano
arrastrándome
en el tren de lejanas vías,
y allí, en
el campo inmenso, sin hierba y sin olivos,
he visto las
luces de la fábrica
como
estrellas que brillaban en el suelo
mientras que
sobre el tren, sobre mi cabeza,
en el cielo,
no he visto estrellas que lucían.
2.
Me he acercado a la estación de
Puertollano. He visto su locomotora humeante detenida en el tiempo,
inmovilizada en el espacio. Por los intersticios hay fuego que viene de la
caldera. Es de hierro negro, polvoriento, y en sus soplidos poderosos hay algo
del toser cavernario de la silicosis; de una gravedad que viene de lo más
hondo, forrada con los estruendos del metal; de esos que dan golpes que
retumban en el pecho haciendo temblor en los pulmones y separándolos, o eso
parece, de la caja de huesos donde duermen enterrados. El tren de carbón. La
máquina pesada que hace temblar el suelo cuando recorre las vías,
aplastándolas, en su lenta cabalgata.
3.
Yo recuerdo muy bien aquella
tarde de lluvia cuando le pedí a mi padre que me protegiera. Él me abrazaba, yo
me accurrucaba, encogido, temblaba sin llorar, pero mi mente mezclaba los
sueños con la realidad y en aquellas nubes había brujas, que yo no veía, y en
el cielo que retumbaba había diablos, y los relámpagos eran el resplandor de
las calderas, que subían y se derramaban como el caldo subía en la cazuela de
mi madre, y sólo sé que en aquel momento, encogido, pequeñito, con la inocencia
que dan los cuatro años, yo estaba convencido de que iban a comerme las
mismísimas bocas del infierno.
4.
Es otra
lluvia que moja mis recuerdos. Estoy parado en un rincón, entre mi casa y la
tapia del vecino, y son paredes blancas, sucias y manchadas por la tierra, una
tierra que trae la lluvia triste disuelta en ella. Ha ido mi madre a ver a mi
tía. Yo me he quedado solo, allí, en la plazuela, a pesar de la lluvia. Me
fascina el fuego. La luz fantasmagórica de las cerillas. He ido a comprar al
puesto una caja de cerillas. Los domingos me dan una peseta, y con ella compro
regaliz, una barra de paloduz, caramelos o un cucurucho de pipas: hoy he
querido comprar cerillas.
5.
Nunca ha nevado en Puertollano;
y si alguna vez nevó los chicos hicieron una fiesta, una de pascuas a ramos.
Los charcos se helaban y se formaban carámbanos en los tejados. Pero no me
acuerdo de los días de frío del año que fui a la escuela; que recuerdo también
detenido en el tiempo, como las imágenes estaban congeladas en el espacio,
porque los días no pasaban, ni las horas se sentían, y no noto las marcas que
aceleran y frenan el paso de las horas, que son la alegría y el aburrimiento.
6.
También me acuerdo del Guerra.
Un hombre de barba blanca con la cara llena de arrugas que llevaba puesta una
sábana blanca, como los romanos. A mí me parecía un profeta, pero sería un
vagabundo. Otra vez vinieron los zíngaros. Tenían un mono, un oso y un perro, y
tocaban y bailaban encima de un carro y me parecía que eran gitanos grises, de
pelo gris, ropas grises, esperanzas grises, y entonces no me fijaba en la
suciedad; no recuerdo si tenían una flauta o una guitarra, pero creo que era un
acordeón. Cuando salíamos de la calle había unos arbustos que decían que tenían
piojos y por eso no nos acercábamos a ellos. La plazuela de la calle Mestanza
estaba en el barrio de las Seiscientas; que lo llamaban así por el número de
casas que tenía, pero su verdadero nombre era las Seiscientas treinta.
7.
“¡A saber
se va a la escuela!”, que decía mi madre. “¡Leche y pan p’a sopas!”, que
también decía (yo toda la vida he oído “pampas sopas”, a saber si lo
pronunciaba mal o lo sacaba del recuerdo). Y mi tía repetía: “¡atiza,
costipao!” Atiza, costipao, atiza; porque los misterios del recuerdo yo nunca
los voy a entender; porque si la vida es memoria cuando pasa el tiempo, yo
cuántas cosas recuerdo que no he vivido.
8.
Yo he ido muchas veces a las
pocitas. Íbamos los chicos del pueblo, cruzábamos por un camino que ahora se me
antoja pedregoso, polvoriento y seco, bordeado de cardos y retama, amapolas,
hierbajos, margaritas en verano, y a los lados se abría una arboleda de troncos
retorcidos y ramas sarmentosas, no sé si de olivos o de encinas, pero sí me
acuerdo que de vez en cuando veíamos, tirando de los brazos, secos y leñosos,
algún perro ahorcado. Tierra sedienta, palos secos que se rompían
retorciéndolos, retamas y chaparro. Íbamos por aquella senda los chicos del
barrio y nos parecía una tierra como cualquier otra y no, como ahora la veo, un
desierto disimulado entre la hojarasca y vestido de hierba pobre, como se viste
de pelusa y pincho la cara del hombre al que no le crece la barba.
9.
Me acuerdo a veces de la carga
de los grises. Los imagino como en las películas, bajando por el cerro y
arrastrando polvo, pero no me los imagino como el séptimo de caballería,
avanzando veloces al son de la corneta, ni como la cabalgata de las valkirias,
atronando el cielo con sus ecos de tormenta, no me los imagino vertiginosos,
no; me los imagino veloces pero lentos, descendiendo el cerro a la carrera,
pero sin correr: en esa carrera detenida que baja casi al trote, nada que ver
con los galopes del oeste, y avanza hacia el pueblo como la policía montada a
caballo, y era la policía armada, de correas negras y uniformes grises,
llegando encima de las fronteras del pueblo, atropellando las palabras y la
justicia, bajo la amenaza de los puños y las balas (que estaban metidas en
pistolas aunque no dispararan), y disparaban en El Ferrol y en Granada, pero no
recuerdo que dispararan en Puertollano. Y su sola presencia nos daba miedo,
sufríamos la carga de los grises que no era la brigada ligera: sino los
caballos del gobierno, estáticos, inquietantes, que venían de fuera y eso era
lo que nos daba miedo; la carga de la policía montada de Ciudad Real.
10.
Nuestros años mozos giraron en
torno a la música. Y la música giró en torno a la radio. Y al tocadiscos. Se
pusieron de moda los guateques. Nos juntábamos en una casa un día que no
estaban los padres y llevábamos gaseosa, fanta, cocacola, cacahuetes y patatas
fritas: pero lo más importante era el tocadiscos; el tocadiscos no podía
faltar, era como si en una iglesia hubiera de todo menos altar; el altar del
guateque, el recinto sagrado, el santo de los santos era donde estaba el
tocadiscos; por supuesto, con sus discos; tan inútil era un tocadiscos sin
discos como un altar sin hostias. Había discos pequeños que se llamaban
sencillos, nosotros los llamábamos singles porque todo era en inglés, y giraban
a 45 revoluciones por minuto; tenían una canción por cada cara y una era bonita
y la otra fea; aunque a veces había singles con las dos caras buenas.
11.
Mi corazón vuelve ahora con la
fuente agria. Yo no sé por qué, me acuerdo ahora de un día que mi padre me
pidió que le comprara tabaco; le dije que no y era porque llovían los truenos y
la tormenta me asustaba. Siempre me asustaba la tormenta. Hasta que crecí. Pero
nunca le dije a mi padre por qué no fui aquel día a comprarle el tabaco. Me
hubiera gustado decírselo pero ya no puedo: porque está muerto. Mi mente,
entonces, quiere alzarse sobre el mundo y subir y llegar a un lugar donde pueda
llenarse de calma. Ese sitio es la fuente agria.
12.
Es una mañana fría y lluviosa.
La fuente agria alza su capucha sobre el paseo y justo al lado, como un
viejecito cansado, se curva la concha que sirve de oreja al pabellón de la
música: debajo tiene una cueva, estrecha y casposa, con mesas viejas y paredes
gastadas, forradas de libros que se nos vienen encima: sus lomos oscuros
guardan hojas amarillentas; están desgastadas por los bordes, como si las
hubiera raído el gusano de los dedos: unas veces doblándolas para pasarlas
rápidamente, formando pliegues veloces como plegamientos rocosos, otras
humedeciendo el dedo con los labios, y muchas otras sujetando la contraportada
con la mano derecha mientras la izquierda desenhebra las hojas como quien
baraja las cartas; por eso las hojas de los libros, además de viejas, está
arrugadas; a veces rotas; y, más que alimento de biblioteca, parecen a veces
alimento de los ratones.
13.
La
mentira cebada en el pueblo de la verdad. El de las dos mentiras: porque mintió
mientras mentía. Puertollano es el pueblo doblemente manchado. El pueblo sucio,
manchado de carbón, cubierto de petróleo, en el betún de la pizarra, que el
aire viste de polvo y la chimenea llena de gases; el infierno del fogón, el
polvo negro que arde, la cara llena de carbonilla, el rostro del minero pintado
en tinieblas, el fondo de la mina, la silicosis, la muerte que puebla los
pulmones, la muerte oscura del carbón, el grisú muerto al explotar, la
atmósfera sucia, el sudor del maquinista, el fragor de las máquinas. Pero lo
más sucio es que vendan la verdad. Lo más sucio es que persigan a la palabra.
14.
“Compostela” viene de “campus
stellae”, que quiere decir “campo de las estrellas”. Puertollano es un campo de
estrellas que se extienden en la oscuridad, cuando ya es noche cerrada, y
titilan a lo lejos con su débil parpadeo. Las estrellas de Puertollano son las
luces de la fábrica: guían al viajero cuando viene de Ciudad Real, y el tren es
una oruga larga que se confunde con la noche; desde lejos lo vemos pasar, negro
sobre negro, y por eso no vemos nada y el tren sólo se hace presente en el
traqueteo de las vías, en el jadeo de la máquina, que resopla pesadamente como
si fuera a morirse de agotamiento, y en
las llamas que se ven, como destellos esporádicos, entre las rendijas de la
caldera.
“Las luces de Puertollano” es un
paseo sentimental entre las viejas calles, por las lejanas casas, en los
lugares que ya no existen porque el tiempo los ha cambiado: este libro es un
recorrido por la geografía del recuerdo. En algunas de sus páginas hay cosas
que no se ven porque acaso estén algún día, o porque o sólo existieron en mi
mente, o porque no existen ya.
Este libro iba a salir próximamente
a la venta en formato epub y PDF, pero problemas de última hora han retrasado
su puesta a punto; no me ha parecido mala idea publicarlo en abierto para que
todo aquel que tenga interés en él lo pueda disfrutar: se lo ofrezco
especialmente a los lectores de Puertollano; y a aquellos que, de una forma u
otra, aún guardan vínculos con el pueblo, vínculos que no se han dispersado por
el mundo sino que siguen durmiendo ahí, acurrucados en el corazón, y que
cualquier ráfaga de nostalgia puede reavivar y despertar.
Para leerlo, pica en este enlace: