viernes, 28 de mayo de 2021

PALABRAS COMO DARDOS

 

 

 

PALABRAS COMO DARDOS  

 


            Las palabras transmiten significados a los que llamamos denotaciones: pero también transmiten sentimientos, y a éstos los llamamos connotaciones; gudari y etarra tienen más o menos la misma denotación, pero no connotan lo mismo; igual pasa con castellano y charnego, francés y gabacho, iberoamericano y latino.

            Sucede que a veces usamos las palabras dándoles un significado que no les corresponde: cuando, por ejemplo, llamamos hindúes a los habitantes de la India, árabes a los musulmanes o ingleses a los británicos. Es lo que le ha ocurrido, después de la Segunda Guerra Mundial, a la palabra “fascismo”, que significó movimiento popular violento (y autoritario) y ha acabado significando autoritarismo impopular; el régimen de Mussolini es un fascismo; la dictadura de Pinochet, no; ni, probablemente, tampoco la dictadura de Franco, que fue un movimiento militar más que popular y suplantó, adoptando sus símbolos, al verdadero movimiento fascista que era la Falange (José Antonio declaró haberse inspirado en Mussolini). Cuando personalizamos y dejamos de hablar del fascismo para hablar de los fascistas, esta palabra se convierte en insulto; porque le cambiamos el significado (el movimiento popular pasa a convertirse en impopular) y la cargamos afectivamente como vehículo de odio; la palabra, denotando lo contrario de lo que denotó en su día, connota rabia; lo único que tienen en común la denotación antigua y la nueva es el común denominador de la violencia.

            Hoy se ha puesto de moda convertir en insulto la palabra “comunismo”. Si preguntáis lo que significa esa palabra a quienes la utilizan, probablemente muchos no sepan responder; pero sí saben (o más bien sienten) que con esa palabra designan a las personas por las que sienten mucho odio político: odian a quienes son de izquierda, y al odiarlos confunden la izquierda con el comunismo; igual que cuando, al decir que nos hemos bebido tres copas, confundimos las copas con el vino; eso que en literatura se ha dado en llamar metonimia y que tiene como variante a la sinécdoque.

            Poner las cosas en común es compartirlas con los demás. Eso hacían los primeros cristianos. Si compartimos las cosas por la fuerza quitándoles sus posesiones a los ricos podríamos hablar de comunismo, como cuando los bandoleros robaban a los ricos para dárselo a los pobres: eso se puede hacer con Estado (marxismo) o sin Estado (anarquismo). Pero si no le quitamos nada a nadie y nos limitamos a corregir las desigualdades del sistema ya no estaríamos hablando de comunismo, sino de socialismo. Y si insistimos además en que todo debe hacerse respetando la libertad y la opinión de todos, estaríamos hablando de socialdemocracia. Comunistas, socialistas y socialdemócratas son de izquierda, pero unos son respetuosos con los bienes ajenos y otros no. 



            El cristianismo es una corriente que en el Evangelio se preocupa por los pobres más que por los ricos, pero apela a la mansedumbre más que a la rebelión y cifra el cambio social en la buena voluntad de los ricos: que sería buena si cumplieran con el imperativo cristiano de caridad. Si el cristianismo político respeta la opinión de los demás será democracia cristiana; si no la respeta y se impone con violencia, será fundamentalismo. El fascismo, el fundamentalismo y la democracia cristiana son corrientes de derecha, y no porque el fascismo sea de derecha vamos a decir que la democracia cristiana sea fascista; sería como llamar velas a los barcos, que es lo que en literatura se llama sinécdoque. O como llamar cabezas a las ovejas. Este es un demócrata cristiano, y por lo tanto es de derechas: o sea fascista. Salta a la luz que esta falacia es intolerable; entre otras cosas porque el nazismo, que era un movimiento fascista, era ateo.

            Éste es francés; por lo tanto de raza blanca. Ese otro es musulmán; por lo tanto yihadista. Aquél es cristiano; por lo tanto católico. Y ese otro es judío; por lo tanto ultraortodoxo. Tomar la parte por el todo (que es lo que en literatura llamamos sinécdoque) es como decir que todos los españoles son castellanos (para los argentinos, gallegos) y que todos los vertebrados son mamíferos. Si cambiamos la denotación de la palabra genérica (por ejemplo “trastornado”) por la de un caso particular (por ejemplo “paranoico”) estaremos llamando paranoia al trastorno más leve y eso sería un error; pero llamar drogadictos a quienes se dejan crecer el pelo suele ser llenar nuestro error de odio y empeñarse en no reconocer que nos estamos equivocando.

            Una forma de expresarse la izquierda es el chavismo en Venezuela. Pero la mayoría de los socialistas, sobre todo si son socialdemócratas, no se identifican con el chavismo; llamarlos chavistas, entonces, es insultarlos. El extremismo consiste en tratar a los buenos como si fueran malos, por ejemplo llamar gamberros a todos los aficionados al fútbol sólo porque algunos aficionados lo sean; llamar chavistas a todos los socialistas (y, por extensión, a la izquierda en general) es abuso de lenguaje; si se hace por odio es desprecio a quien piensa diferente, porque hay una chulería y una falta de talante ético en el chavismo que no comparten los otros partidos de izquierdas; pero suelen compartirlo quienes, abusando del lenguaje y de la ignorancia, insultan a la gente respetuosa metiéndola en el mismo saco que los déspotas; como es insultar a los jóvenes quien, viendo a un joven romper una farola, anda por ahí diciendo que todos los jóvenes rompen farolas. 



            El valor de la derecha democrática suele ser la libertad. El de la izquierda, la solidaridad. Pero criticar a un gobierno que prohíbe fumar en los lugares públicos es reclamar una libertad irresponsable. “¿Quién es el gobierno para decirme a mí si debo fumar o no?”, suelen decir los liberales. “¿Con qué derecho me puede prohibir el gobierno que tome heroína o cocaína o que le robe a mi compañero cuando está descuidado?”, les podríamos responder nosotros. Una libertad sin responsabilidad no es libertad sino libertinaje, y eso lo suelen olvidar con frecuencia muchos liberales. Adam Smith pregonó la libertad en economía, pero también dijo que deberíamos practicar una ética de la simpatía, que es como se llamaba entonces a la piedad, misericordia o empatía (y que no es, en el fondo, más que eso que llamamos hoy solidaridad y antiguamente se llamaba fraternidad; y es, en definitiva, una de las caras de la caridad: la Revolución francesa, como se ve, se asentaba en realidad sobre valores cristianos).

Porque si no se puede ser verdaderamente libre sin ser responsable y si ser solidario carece de sentido cuando la libertad no lo acompaña, resulta que la mejor opción política sería la de un izquierdismo de derechas; o sea una solidaridad libre y responsable. Ésta es una opción de centro. Un centro que han barrido las urnas en el Perú de 2021 dejando el ambiente político verdaderamente polarizado. Sólo se puede elegir entre un autoritarismo de derecha y otro de izquierda. Entre una responsabilidad sin libertad y una solidaridad irresponsable; que lo primero es tiranía y lo segundo anarquía, despotismo y confrontación desde los extremos y no diálogo y comprensión en el centro.

Sólo quedan las palabras. Palabras que han perdido su significado. Y cuando pierden sentido quedan convertidas en vehículos de odio, que es el único sentimiento que permanece cuando ya nuestro corazón se ha roto: entonces duelen. Son palabras, para entonces, que ya nos duelen como dardos.

 


 

viernes, 21 de mayo de 2021

EL TÚNEL DEL TIEMPO

 

 

EL TÚNEL DEL TIEMPO

(En el instituto Mariano Quintanilla, de Segovia)

 


            -Mirad, antes de ir a la biblioteca os voy a enseñar el aula Machado. 

            Los dos chicos esperaban, expectantes. Ignacio pidió la llave en conserjería. Luego abrió y apartándose, con un gesto del brazo, los invitó a entrar. Estaba oscuro. Buscó a tientas en la pared pero no encontró el interruptor: fue Íñigo el que alargó su brazo, como si lo conociera, y encendió. Las ventanas estaban cerradas. Unos altos ventanales decimonónicos.

            Apareció un espacio lleno de mesas, unas detrás de otras, que descendían sobre unas gradas. Era como un teatro griego, sólo que rectangular. Abajo, en el lugar de los actores, había un armario, una pantalla, y en la esquina al fondo, junto a la ventana, una mesa con sillas.

            -Aquí es donde daba clase Antonio Machado… -Señaló una foto que había en la pared-. Ahí lo tenéis. Y aquí también, entre el claustro de profesores. –Señaló otra foto que había, en la pared lateral, con caras apostólicas y un rancio color decimonónico-. Hoy se hacen aquí los claustros. ¿Queréis que os haga una foto? ¿Aquí, donde estuvo Machado? Venga, colocaos, que os la saco.

            Sacó su cámara de la mochila y disparó. El aparato tardó una enormidad en soltar el fogonazo; y en ese esfuerzo se consumió toda la pila.

            -¡Vaya, hombre! ¡Y yo que me había hecho ilusiones de hacernos unas cuantas fotos aquí!

            -No te preocupes, papá –dijo Íñigo-. Te la saco con el móvil.

            Ignacio posó y quedó contento. Devolvió la llave, recorrieron el pasillo camino de la biblioteca y entonces Íñigo reclamó su café con leche.

            -Si no me lo tomo me duermo. Lo necesito para despejarme; lo hago siempre en la facultad.

            -Bueno, si quieres podemos ir a la cafetería. O, si lo prefieres, vamos a un bar; hay varios al lado.

-Lo que sea. Sólo quiero un café.

Cruzaron el patio de cristales. En un extremo estaba el salón de actos. Más allá, el gimnasio. Tomaron pasillo adelante y se internaron en el aulario. Giraron a la izquierda y entraron en la cafetería. Había dos profesoras charlando en una de las mesas, sobre las que humeaban las tazas. Al fondo, en una mesa junto al mostrador, estaba Lorenzo: rodeado de papeles llenos de garabatos y siempre absorto.

-Cuidado, que trabajar mata.

Ignacio le dio un golpecito en el hombro y Lorenzo sonrió levantando la vista. Luego se dirigió al mostrador: allí estaba Antonio, con su rostro enjuto, de expresión seria, pero afable, y en su cara de múltiples cortes afloraban, cansadas, las arrugas de los años.

-Antonio, ¿qué tal va eso?

Se estrecharon las manos. Un saludo cordial después del verano y una sonrisa, unas palabras cálidas, un ademán de bienvenida. Íñigo pidió un café con leche; Antonio le cobró uno treinta.

-¡Vaya precios! –comentó Íñigo-. En la facultad esto no pasaría de ochenta céntimos; quizá setenta.

-Por eso no hará nunca negocio; le falta generosidad y ambición.

Se sentaron en la mesa de la esquina; junto a la ventana. A través del cristal se veía otro edificio, al otro lado de la carretera. 




-Es el Ezequiel González; otro instituto.

-¿Dos institutos juntos? –exclamó Iria.

            -Sí. Aquél era de formación profesional; éste, de bachillerato. Mira, en esas ventanas de abajo está el taller de madera; más allá está el de peluquería; también se puede estudiar para auxiliar de clínica; y técnico de laboratorio.

-¡Pero si los alumnos de los dos edificios casi se pueden dar la mano!

-¡Y que lo digas! –replicó Ignacio-. En el piso de arriba he dado clase muchas veces. De vez en cuando oía: “clic”. Y los alumnos me decían: “¡nos están tirando tizas desde enfrente!” Yo les contestaba que no tenían que hacerles caso, pero cuando me daba la vuelta para escribir en la pizarra oía ruidos y era que mis alumnos les estaban devolviendo las tizas.

-¡Hala, qué guay! –contestó Iria-. ¡Estaban haciendo guerra de tizas!  

Ignacio sonrió, feliz.

-Ya está -dijo Íñigo.

Había terminado de tomar el café. Salieron al pasillo y su padre le indicó una puerta donde había escrito “EOI”.

-Es la Escuela Oficial de Idiomas. Mira, ¿ves esos paneles allí al fondo?

Íñigo asintió con la cabeza.

-Pues allí era donde ponía yo los carteles del rugby; junto a la puerta. Y también los ponía junto a la puerta principal, por donde hemos entrado.

-¡Qué guay! –exclamó Iria-. En mi instituto no teníamos ni laboratorio; sólo tres sillas cagonas con una mesa donde no podíamos hacer nada. Un día fui a una casquería y me llevé unas vísceras; ese día me lo pasé pipa: abríamos las vísceras, inflábamos pulmones y vejigas, nos lo pasábamos estupendamente; pero tuve que hacerlo yo, porque nunca hacíamos prácticas.

-Un día –replicó Ignacio- me llamó la profesora de biología para que entrara con ellos; yo tenía una guardia y no faltaba nadie; así que me llevó al laboratorio y diseccionamos el corazón de un ternero.

-Qué bien, cuántas cosas hay, ¿no? Este instituto es bien bonito; y es muy grande.

-Eso dio a Ignacio alas para seguírselo enseñando; entre tanto, proseguían su conversación.

-Otro día –prosiguió- asistí a una vivisección.

Iria arrugó la nariz y puso mezcla de pena y de asco.

-No te preocupes –le aclaró él-. Les acercaron un paño con cloroformo y se quedaron dormidas: eran unas ranas.

-¡Ay, qué pena! ¿Y para qué hacen eso?

-Para ver cómo se mueven los órganos. Al animal lo rajan vivo, y lo anestesian para que no sufra. ¿Cómo, si no, iban a aprender el funcionamiento del cuerpo? Mira, aquí está el laboratorio de idiomas: en él cada pupitre tiene su ordenador. Más allá está el de biología. Y allá al fondo –señaló con el brazo- el de física. –Luego subieron las escaleras hasta arriba-. Ésta es el aula de dibujo.

El último pasillo estaba oscuro. Y parecía que tenía el techo vencido, roto en su estructura como una buhardilla.

-Aquí están los departamentos: éste es el de historia; el de matemáticas. –Avanzaron hasta el final, allí donde el pasillo se desplomaba nuevamente escaleras abajo. Allí señaló con el dedo a la última puerta (negra, arrugada por la pintura, de factura rancia); allí, sobre el dintel, había un letrero encima de otro; en el primero decía “departamento de latín y griego”; y en el segundo: “departamento de filosofía”-. Atenea –dijo; y hurgó en su bolsillo buscando las llaves. Tardó un poco en sortear cartera, lápices y llaves que obstruían el bolsillo. 




Entraron. Era un recinto largo y estrecho que se perdía en un armario con libros. A la derecha había mesas adosadas a la pared, con ordenadores. A la izquierda había unos armarios que les llegaban a la altura del pecho. Había una puerta con un cartel: “del mismo amor de dios brota el manantial del amor al prójimo”; y había un río que descendía por una cascada cristalina, y en ella se fragmentaba en riachuelos pequeños.

-¡Huy! –exclamó-. ¡Qué pena que esté cerrada! Si no, os hubiera enseñado una parte del legado de Ezequiel González.

-¿Y eso qué es?

-Un prócer segoviano de finales del siglo XIX. Al morir le regaló al instituto todas esas estatuas de inspiración clásica que vimos al principio; y también el pavo real y la foca monge; y una colección de fauna, flora y mineralogía repartida por los pasillos de la parte vieja. Y un fondo bibliográfico que todavía está sin catalogar; hay libros muy viejos, algún incunable y primeras ediciones, no sé si de Newton o de Darwin, por ejemplo. El departamento de literatura lo está desempolvando e intenta poner orden en esos fondos.

Tiró de la puerta y ésta se abrió.

-¡Hombre, no está cerrada! Pasad.

Acertó a tientas a encender el interruptor. Al otro lado había un pasillo estrecho; las vigas de madera estaban bajas y había que caminar agachado; la otra pared bajaba oblicuamente, como si encima estuviera una de las dos vertientes del tejado. Y dentro, en una oscuridad mortecina, con aquella luz de penumbra, las paredes guardaban sus tesoros: animales disecados de todas clases y tamaños (mamíferos, reptiles, peces, pájaros). Los chicos lanzaron exclamaciones admirativas. Un suspiro empezó a correr por sus venas. Y el corazón, presa de misterio y entusiasmo, empezaba a martillear y lo sentían latir.

Íñigo estornudó. También estornudaba Iria. Recorrieron los cuerpos embalsamados, como diminutos faraones de paja, armadillos, pangolines, frailecillos, cornejas, un oso hormiguero; el caparazón de una tortuga yacía solitario en un rincón, vacío, hueco, con una de las patas traseras que sobresalía, diminuta y seca.

-En realidad –dijo Íñigo cogiéndolo entre sus manos- no es un esqueleto, aunque lo parece; este caparazón es una secreción de quitina que recubre los verdaderos huesos, que están dentro. –Levantó la vista para mirar a su padre, que escuchaba sus explicaciones-. Es como si hubiera desarrollado un exoesqueleto.

Se internó por la boca de la izquierda mientras Iria, por la derecha, se entretenía entre los animales disecados.

-¡Hala!

La vehemencia de aquella exclamación hizo girarse a Ignacio. Íñigo se había parado ante una caja. Sobre ella había una enorme cornamenta. La depositó en el suelo y la abrió. En ella descubrió…

-¡Cráneos! ¡Varios cráneos humanos! ¡Cráneos de verdad! ¿Cómo es posible? Mira, papá. –Íñigo le enseñó un cráneo partido limpiamente con una sierra-. Éste es artificial. Se nota mucho, está hecho de pasta. Pero los otros son auténticos.

Un viento de fascinación empezó a recorrer el cuerpo del muchacho. El viento de la historia. De repente se vio a sí mismo –fue un instante fugaz, un flash momentáneo- con un cráneo de antecessor en el yacimiento de Atapuerca. El pelo se le erizó de la emoción, y en sus ojos ardió un brillo extraño.

El muchacho miraba un cráneo en sus manos, como un Hamlet de la ciencia. Su espíritu había retrocedido miles de años atrás, y se imaginaba a sí mismo en las tierras castellanas, retrocediendo glaciación tras glaciación, en un paisaje horadado por los dientes de sable, los rinocerontes lanudos, un enorme mamut, el oso cavernario. Y a intervalos veía, como la corriente alterna, paisajes prehistóricos y yacimientos contemporáneos donde habían ido a parar los restos de la prehistoria. Era paleontólogo, y en sus manos tenía un cráneo mil veces buscado y nunca encontrado, una importantísima novedad, un hallazgo. La notoriedad de su nombre inundando la prensa daba paso a su fantasía desbocada, hundida en los misterios de la poesía en la naturaleza, desatada en las inextricadas galerías, perdida y hallada en el túnel del tiempo, desentrañando enigmas inexplicados, devorando él, él en persona, qué privilegio, los arcanos insondables que nadie había explorado. 




La fiebre de sus ojos volvió a la realidad. El brillo que los traspasaba se detenía en aquel cráneo, Hamlet súbito e inesperado, que lo llamaba desde las llanuras prosaicas de la realidad; y en la realidad había poesía. Miraba y miraba con curiosidad, giraba el cráneo en sus manos, escrutando en el temporal el hueco del oído (delgado agujero que penetraba en el hueso como queriéndole hablar). Miraba las protuberancias de la nuca, se tocaba detrás de las orejas e identificaba relieves que veía en el cráneo, y observaba: el cornete torcido, las suturas del cartílago nasal, el arco cigomático, el vómer; tocaba el pómulo y descubrió, levantando el cráneo, que en la boca desdentada se le habían torcido, sin llegar a salir, las muelas del juicio. Únicas muelas que le quedaban. Estornudó. Miró en la caja y cogió tres mandíbulas. Las fue poniendo en el cráneo hasta dar con la que encajaba. Luego llamó a su chica.

-¡Iria!

La joven acudió, prendada por su llamada. Íñigo accionaba cráneo y mandíbula como si fuera una tijera.

-Mira, papá; prognatismo.

Y señaló la barbilla, que sobresalía de una manera un tanto exagerada. Ignacio señaló a los arcos ciliares. 

-Eso también es prognatismo –contestó Íñigo, adivinando la pregunta.

Y tosió otra vez. A Ignacio le picaban los ojos. Y salió de aquel cuartucho, buscando un lugar donde no hubiera tanto polvo. Ácaros. Íñigo tenía alergia. Pero su pasión curiosa le absorbía los cinco sentidos olvidándose de lo demás. Ignacio, fuera del cuartucho, leía un cartel que había pegado a la pared, sobre los ordenadores. “Artículo 26: todo niño tiene derecho a la educación, a desarrollar su personalidad”, etcétera, etcétera. “Un derecho para el individuo, un deber para la sociedad”. Íñigo no venía. Y volvió a entrar a la cueva de los misterios.

Íñigo todavía miraba los cráneos sin sentir el paso del tiempo. Iria, con un pañuelo, se limpiaba la nariz. En el silencio oscuro se oía ruido de mocos. Resfriado… ¿alergia? ¡Hala!” No supo cuánto tiempo había pasado, pero lo volvió a oír. Íñigo había abierto una caja grande. De ella había extraído un cráneo enorme, y una enorme quijada.

-¡Un caballo!

Los huesos estaban lisos, perfectamente pulidos, de un color blanco que brillaba. Estudió sus dientes (incisivos, molares, pero no caninos). Los comparó con un cráneo mucho más pequeño (un gamo, acaso una cabra) y descubrió las mismas funciones. Luego cogió una mandíbula que parecía pertenecer a un perro… ¿quizá un lobo? Su mente soñaba nuevamente en la noche de los tiempos.

-Este es carnívoro, papá; mira la diferencia.

Ignacio abrió los ojos impulsado por la sorpresa. Eran cosas que ya sabían, pero ahora hacían más que saberlas: ¡ahora las veían! Y no era lo mismo. Ver las cosas te mete en el corazón de ellas como no lo hace la mente que aprende las cosas sin haberlas visto nunca. Volvió a estornudar. Ignacio recordó, al hilo del estornudo, que los ojos le picaban mucho. 




-Vamos –dijo.

-Sí, papá –y en ese mismo instante volvió a exclamar-. ¡Hala!

Ignacio, que se dirigía a la puerta, volvió la vista. También se les acercó Iria. Y allí, todos reunidos, contemplaron el hallazgo de Íñigo.

-Mira –dijo-. El armario está ante nosotros. Sólo hay que abrirlo.

Y en el armario abierto aparecían tarros de diversos colores y tamaños. Tarros alargados. Tarros cilíndricos. Contenían serpientes enrolladas guardadas en formol. En uno había un lagarto. Serpientes de varios tamaños, grandes y pequeñas. Había una que, enroscada, ocupaba sólo la tercera parte del tarro, a diferencia de las otras, que lo ocupaban todo; y era que no tenía formol; estaba seca.

Salieron. Ignacio, en un montoncito de papeles sobre el armario, levantó una carpeta y descubrió un calendario. En él había fotos de su equipo de rugby: el de geo. Doce fotos. Evocando en su pose doce títulos de películas. El calendario estaba abierto por la página de “Los trescientos”. Provistos de grandes escudos redondos que tapaban su desnudez, enarbolando agudas lanzas, estaban los espartanos.

-No está abierta por el sitio adecuado –dijo Iñigo.

-Sí –dijo Ignacio: y señaló su fotografía.

-Pero ésta está mejor. 

Íñigo abrió el calendario y corrió las páginas hasta dar con la que le gustaba.

-Braveheart. Yo soy el protagonista.

Íñigo gritaba en primer término enarbolando una lanza, con el torso desnudo sobre la falda escocesa. Su pecho varonil se enredaba en una espesa mata de pelo, y su rostro, detrás de la boca abierta con la agresividad del guerrero, tenía ternura; era el rostro de una persona cariñosa, justiciera, afable, generosa y sobre todo buena.

Por fin cerraron la puerta de los animales. Para ellos había sido la entrada de Alicia, porque los había llevado a la cueva de las maravillas; y ahora esa boca misteriosa (la entrada de la cueva) se cerraba nuevamente. Ignacio cerró la puerta del departamento. La de la diosa de la sabiduría. Atenea.

Se detuvieron en el servicio para lavarse la cara y desprenderse de los ácaros: que no pudieron. Regresaron por un dédalo de pasillos y penetraron en el patio de cristales. Se entretuvieron a mirar la foca monge: grande, fusiforme, oronda.

-¡Jo, qué pena! -dijo Iria. Iria no podía soportar el sufrimiento de los animales.

-No seas tonta.-dijo Íñigo-. Está muerta.

-Ya, pero igual…

-Los muertos no sufren.

-Vamos –dijo Ignacio.

Y entraron en la biblioteca. Allí estuvieron estudiando durante dos horas y media. Y cuando salieron, perseguidos por el tiempo, tuvieron que apretar el paso. Juan se quedó sin enseñarles la torre y la campana. Una torre vetusta, de tablas carcomidas, ruinosas, que daba a la azotea. Desde allí se veía, por un lado, el patio de cristales; por otro, Segovia. Una inmensa fachada se extendía generosa ante sus ojos de poeta. Como una sombra del pasado los ojos del acueducto, mirando, les sonreían. Y su andar sinuoso, desde la Albuera hasta el azoguejo, retorcía su esqueleto sin apenas abrazar la academia de artillería; como un ofidio fuera de su tarro, estirado en formol, recordando a la ciudad los arcanos de su pasado. 



           


viernes, 14 de mayo de 2021

CANTO DE SIRENAS

 


CANTO DE SIRENAS

 


1.

 

            Las sirenas encantan a los hombres. A los hombres que las buscan[1]. Quien oye su voz ya no vuelve a ver más a su familia. En su canto se deforman las imágenes, se trastoca el entendimiento, se adormecen los sentidos, son imanes que rompen voluntades, despiertan deseos y multiplican goces. Las sirenas cantan en una isla. Están sentadas en una alegre pradera, rodeadas de los huesos de cuantos sucumbieron al deseo de oírlas, ahogados en sus propios excesos; y ahora son huesos putrefactos porque su piel se ha consumido. Natalia, si sucumbe a sus cantos, perderá lo más hermoso que tiene: el hogar (único sitio donde la felicidad es libre); sólo en el hogar puede la libertad ser feliz. Los cantos de sirena son placeres que se agotan agotando. La felicidad es placer, pero ni te agota, ni se agota.

            Ulises quiso escuchar los cantos de sirena; pero lo tuvieron que atar al mástil. El mástil del barco, sujeto con recios cordajes, le dejó oír a las sirenas sin que lo arrastraran. Los amigos de Ulises se taparon los oídos y se salvaron, pero no pudieron oír la belleza de sus cantos. Dos remedios hay para no perderse. Dos remedios, Natalia: escuchar atado, o desatarse y no escuchar. Durísimo, el sufrimiento que vuela a la isla de las sirenas, impulsado por su encanto: no puedes volar; atrapado por las cadenas ¿serás capaz, Natalia, de resistir lo irresistible? ¿Podrás sentir la belleza perversa, te dejarás envolver por ella? ¿Te deleitarán sus maravillas sin congelarte el cuerpo? ¿Serás apenas sentido paralítico? ¿Acaso será tu vida un sentir como el del vuelo sin motor?

 


2.

 

            Gloria, meses después, supo la noticia. Lo supo oyendo hablar a los amigos de Natalia. Lo supo siguiéndole el rastro al padre de su hijo. Lo supo, además, por el periódico: una escueta esquela con un nombre, una fecha, un entierro. Pensó en los campos de amapolas luciendo sobre un mar de espigas centenares de manchas carmesí. Y en los vencejos que volaban por la casa. Pensó en la primavera que escapaba como una exhalación, como se escapa la vida. En las señales del verano (los grillos, las avispas, los murciélagos, los nidos, las golondrinas). Pensó en tantas cosas hermosas que nos quedan por disfrutar… pero el joven no las disfrutaría ya. La droga fue para él un canto de sirena; y murió de sobredosis. Buscó el placer y no supo encontrarlo, porque tenía el entendimiento oscuro y el corazón roto. Entonces lo buscó en la droga. La droga lo atraía con su canto desde los jardines de su isla; le ofrecía mil éxtasis sin cuento que lo transportaban a regiones ignotas… pero, como las sirenas, la droga te dejaba en los huesos. Te consume porque obliga a tu cuerpo a  vivir un año en un instante; a gastar las energías de tu vida en un momento. Y cuando las has gastado, no cabe un gramo de aire en la vida y tu vida se extingue: joven que has vivido de prisa y ya te has vuelto viejo.

            El amigo de Natalia murió de no saber gozar, porque el corazón roto le había comido el pensamiento.

 


3.

 

            Las sirenas matan, Calipso degrada, Circe destruye.

            Las sirenas te atraen para matarte. Calipso te atrapa para degradarte: te ofrece lo mejor que tiene y te obliga a quererla: porque te ama.

            Circe te atrae para destruirte, te quita la memoria con drogas y te corrompe con su varita.            

            Si Calipso es una prisión dorada, Circe es la cárcel terrible. Y hay tres tipos de droga: la que mata, la que degrada y la que destruye. Vivir la vida de otro es degradarte del ser; vivir sin vida propia es degradarse el existir.

            Calipso es la degradación, Circe la destrucción y las sirenas la muerte.

 


 



[1] Homero, La Odisea, p. 154.

viernes, 7 de mayo de 2021

DE LA JUSTICIA

 

LA VENTANA DE CRISTAL

 


10. De la justicia.     

 

            Tener 37 grados de fiebre es mejor que 38, pero no es bueno del todo aunque no sea tan malo. Lo ideal es que un niño nazca a los nueve meses y si nace una semana antes no pasa nada, pero si nace antes de dos meses sí que pasa. Y la persona justa se acerca a la justicia aunque no tanto como para tocarla, porque somos justos si nos acercamos a los límites de las cosas aunque no lleguemos; que entonces el justo se vuelve perfecto y todo lo perfecto es malo.

 

            El color rosa claro es tan rosa como el oscuro pero hay rosas oscuros que más parecen rojos que rosas. El globo más inflado es el que ocupa más espacio antes de explotar, pero nunca sabremos hasta dónde podemos inflarlo sin que explote. El sufrimiento del atleta consiste en sacar de sí todo lo que pueda, pero ninguna receta nos dice hasta dónde tenemos que sufrir antes de que nos dé un infarto. Nunca sabemos cuál es la medida justa de las cosas; sólo nos acercamos a ella sin poder tocarla.

 

            Hay límites que no nos matan al cruzarlos, pero nos cambian: entonces marcan la diferencia entre ser un árbol o un bonsái. Otros límites nos separan de la muerte y entre Circe, que nos destruye, y las sirenas, que nos matan, hay una zona de peligro y es bueno no tentarla. Aunque, como decía Descartes, siempre es mejor ser moderado que vivir en los excesos; la medida de la moderación oscila entre un mínimo y un máximo y no tiene un punto medio exacto: lo que es moderado para mí puede ser excesivo para otros, y no hay una varita mágica que nos diga cuál es la línea de la meta para no pararnos ni antes ni después, sino en la meta justa: después viene el descanso.

            Ser justo es acercarse a la justa medida de las cosas; pero nunca sabemos cuál es la medida más justa de todas.