EL TÚNEL DEL
TIEMPO
(En el instituto
Mariano Quintanilla, de Segovia)
-Mirad, antes de ir a la biblioteca
os voy a enseñar el aula Machado.
Los dos chicos esperaban,
expectantes. Ignacio pidió la llave en conserjería. Luego abrió y apartándose,
con un gesto del brazo, los invitó a entrar. Estaba oscuro. Buscó a tientas en
la pared pero no encontró el interruptor: fue Íñigo el que alargó su brazo,
como si lo conociera, y encendió. Las ventanas estaban cerradas. Unos altos
ventanales decimonónicos.
Apareció un espacio lleno de mesas,
unas detrás de otras, que descendían sobre unas gradas. Era como un teatro
griego, sólo que rectangular. Abajo, en el lugar de los actores, había un
armario, una pantalla, y en la esquina al fondo, junto a la ventana, una mesa
con sillas.
-Aquí es donde daba clase Antonio
Machado… -Señaló una foto que había en la pared-. Ahí lo tenéis. Y aquí
también, entre el claustro de profesores. –Señaló otra foto que había, en la
pared lateral, con caras apostólicas y un rancio color decimonónico-. Hoy se
hacen aquí los claustros. ¿Queréis que os haga una foto? ¿Aquí, donde estuvo
Machado? Venga, colocaos, que os la saco.
Sacó su cámara de la mochila y
disparó. El aparato tardó una enormidad en soltar el fogonazo; y en ese esfuerzo
se consumió toda la pila.
-¡Vaya, hombre! ¡Y yo que me había
hecho ilusiones de hacernos unas cuantas fotos aquí!
-No te preocupes, papá –dijo Íñigo-.
Te la saco con el móvil.
Ignacio posó y quedó contento.
Devolvió la llave, recorrieron el pasillo camino de la biblioteca y entonces
Íñigo reclamó su café con leche.
-Si no me lo tomo me duermo. Lo
necesito para despejarme; lo hago siempre en la facultad.
-Bueno, si quieres podemos ir a la
cafetería. O, si lo prefieres, vamos a un bar; hay varios al lado.
-Lo que sea. Sólo quiero un café.
Cruzaron el patio de cristales. En un extremo estaba el salón de actos.
Más allá, el gimnasio. Tomaron pasillo adelante y se internaron en el aulario.
Giraron a la izquierda y entraron en la cafetería. Había dos profesoras
charlando en una de las mesas, sobre las que humeaban las tazas. Al fondo, en
una mesa junto al mostrador, estaba Lorenzo: rodeado de papeles llenos de
garabatos y siempre absorto.
-Cuidado, que trabajar mata.
Ignacio le dio un golpecito en el hombro y Lorenzo sonrió levantando la
vista. Luego se dirigió al mostrador: allí estaba Antonio, con su rostro
enjuto, de expresión seria, pero afable, y en su cara de múltiples cortes
afloraban, cansadas, las arrugas de los años.
-Antonio, ¿qué tal va eso?
Se estrecharon las manos. Un saludo cordial después del verano y una
sonrisa, unas palabras cálidas, un ademán de bienvenida. Íñigo pidió un café
con leche; Antonio le cobró uno treinta.
-¡Vaya precios! –comentó Íñigo-. En la facultad esto no pasaría de
ochenta céntimos; quizá setenta.
-Por eso no hará nunca negocio; le falta generosidad y ambición.
Se sentaron en la mesa de la esquina; junto a la ventana. A través del
cristal se veía otro edificio, al otro lado de la carretera.
-Es el Ezequiel González; otro instituto.
-¿Dos institutos juntos? –exclamó Iria.
-Sí. Aquél era de formación
profesional; éste, de bachillerato. Mira, en esas ventanas de abajo está el
taller de madera; más allá está el de peluquería; también se puede estudiar
para auxiliar de clínica; y técnico de laboratorio.
-¡Pero si los alumnos de los dos edificios casi se pueden dar la mano!
-¡Y que lo digas! –replicó Ignacio-. En el piso de arriba he dado clase
muchas veces. De vez en cuando oía: “clic”. Y los alumnos me decían: “¡nos
están tirando tizas desde enfrente!” Yo les contestaba que no tenían que
hacerles caso, pero cuando me daba la vuelta para escribir en la pizarra oía
ruidos y era que mis alumnos les estaban devolviendo las tizas.
-¡Hala, qué guay! –contestó Iria-. ¡Estaban haciendo guerra de tizas!
Ignacio sonrió, feliz.
-Ya está -dijo Íñigo.
Había terminado de tomar el café. Salieron al pasillo y su padre le
indicó una puerta donde había escrito “EOI”.
-Es la Escuela Oficial de Idiomas. Mira, ¿ves esos paneles allí al fondo?
Íñigo asintió con la cabeza.
-Pues allí era donde ponía yo los carteles del rugby; junto a la puerta.
Y también los ponía junto a la puerta principal, por donde hemos entrado.
-¡Qué guay! –exclamó Iria-. En mi instituto no teníamos ni laboratorio;
sólo tres sillas cagonas con una mesa donde no podíamos hacer nada. Un día fui
a una casquería y me llevé unas vísceras; ese día me lo pasé pipa: abríamos las
vísceras, inflábamos pulmones y vejigas, nos lo pasábamos estupendamente; pero
tuve que hacerlo yo, porque nunca hacíamos prácticas.
-Un día –replicó Ignacio- me llamó la profesora de biología para que
entrara con ellos; yo tenía una guardia y no faltaba nadie; así que me llevó al
laboratorio y diseccionamos el corazón de un ternero.
-Qué bien, cuántas cosas hay, ¿no? Este instituto es bien bonito; y es
muy grande.
-Eso dio a Ignacio alas para seguírselo enseñando; entre tanto, proseguían
su conversación.
-Otro día –prosiguió- asistí a una vivisección.
Iria arrugó la nariz y puso mezcla de pena y de asco.
-No te preocupes –le aclaró él-. Les acercaron un paño con cloroformo y
se quedaron dormidas: eran unas ranas.
-¡Ay, qué pena! ¿Y para qué hacen eso?
-Para ver cómo se mueven los órganos. Al animal lo rajan vivo, y lo
anestesian para que no sufra. ¿Cómo, si no, iban a aprender el funcionamiento
del cuerpo? Mira, aquí está el laboratorio de idiomas: en él cada pupitre tiene
su ordenador. Más allá está el de biología. Y allá al fondo –señaló con el
brazo- el de física. –Luego subieron las escaleras hasta arriba-. Ésta es el
aula de dibujo.
El último pasillo estaba oscuro. Y parecía que tenía el techo vencido,
roto en su estructura como una buhardilla.
-Aquí están los departamentos: éste es el de historia; el de matemáticas.
–Avanzaron hasta el final, allí donde el pasillo se desplomaba nuevamente
escaleras abajo. Allí señaló con el dedo a la última puerta (negra, arrugada
por la pintura, de factura rancia); allí, sobre el dintel, había un letrero
encima de otro; en el primero decía “departamento de latín y griego”; y en el
segundo: “departamento de filosofía”-. Atenea –dijo; y hurgó en su bolsillo
buscando las llaves. Tardó un poco en sortear cartera, lápices y llaves que
obstruían el bolsillo.
Entraron. Era un recinto largo y estrecho que se perdía en un armario con
libros. A la derecha había mesas adosadas a la pared, con ordenadores. A la
izquierda había unos armarios que les llegaban a la altura del pecho. Había una
puerta con un cartel: “del mismo amor de dios brota el manantial del amor al
prójimo”; y había un río que descendía por una cascada cristalina, y en ella se
fragmentaba en riachuelos pequeños.
-¡Huy! –exclamó-. ¡Qué pena que esté cerrada! Si no, os hubiera enseñado
una parte del legado de Ezequiel González.
-¿Y eso qué es?
-Un prócer segoviano de finales del siglo XIX. Al morir le regaló al
instituto todas esas estatuas de inspiración clásica que vimos al principio; y
también el pavo real y la foca monge; y una colección de fauna, flora y
mineralogía repartida por los pasillos de la parte vieja. Y un fondo
bibliográfico que todavía está sin catalogar; hay libros muy viejos, algún
incunable y primeras ediciones, no sé si de Newton o de Darwin, por ejemplo. El
departamento de literatura lo está desempolvando e intenta poner orden en esos
fondos.
Tiró de la puerta y ésta se abrió.
-¡Hombre, no está cerrada! Pasad.
Acertó a tientas a encender el interruptor. Al otro lado había un pasillo
estrecho; las vigas de madera estaban bajas y había que caminar agachado; la
otra pared bajaba oblicuamente, como si encima estuviera una de las dos
vertientes del tejado. Y dentro, en una oscuridad mortecina, con aquella luz de
penumbra, las paredes guardaban sus tesoros: animales disecados de todas clases
y tamaños (mamíferos, reptiles, peces, pájaros). Los chicos lanzaron
exclamaciones admirativas. Un suspiro empezó a correr por sus venas. Y el
corazón, presa de misterio y entusiasmo, empezaba a martillear y lo sentían
latir.
Íñigo estornudó. También estornudaba Iria. Recorrieron los cuerpos embalsamados,
como diminutos faraones de paja, armadillos, pangolines, frailecillos,
cornejas, un oso hormiguero; el caparazón de una tortuga yacía solitario en un
rincón, vacío, hueco, con una de las patas traseras que sobresalía, diminuta y
seca.
-En realidad –dijo Íñigo cogiéndolo entre sus manos- no es un esqueleto,
aunque lo parece; este caparazón es una secreción de quitina que recubre los
verdaderos huesos, que están dentro. –Levantó la vista para mirar a su padre,
que escuchaba sus explicaciones-. Es como si hubiera desarrollado un
exoesqueleto.
Se internó por la boca de la izquierda mientras Iria, por la derecha, se
entretenía entre los animales disecados.
-¡Hala!
La vehemencia de aquella exclamación hizo girarse a Ignacio. Íñigo se
había parado ante una caja. Sobre ella había una enorme cornamenta. La depositó
en el suelo y la abrió. En ella descubrió…
-¡Cráneos! ¡Varios cráneos humanos! ¡Cráneos de verdad! ¿Cómo es posible?
Mira, papá. –Íñigo le enseñó un cráneo partido limpiamente con una sierra-.
Éste es artificial. Se nota mucho, está hecho de pasta. Pero los otros son
auténticos.
Un viento de fascinación empezó a recorrer el cuerpo del muchacho. El
viento de la historia. De repente se vio a sí mismo –fue un instante fugaz, un
flash momentáneo- con un cráneo de antecessor en el yacimiento de Atapuerca. El
pelo se le erizó de la emoción, y en sus ojos ardió un brillo extraño.
El muchacho miraba un cráneo en sus manos, como un Hamlet de la ciencia.
Su espíritu había retrocedido miles de años atrás, y se imaginaba a sí mismo en
las tierras castellanas, retrocediendo glaciación tras glaciación, en un
paisaje horadado por los dientes de sable, los rinocerontes lanudos, un enorme
mamut, el oso cavernario. Y a intervalos veía, como la corriente alterna,
paisajes prehistóricos y yacimientos contemporáneos donde habían ido a parar
los restos de la prehistoria. Era paleontólogo, y en sus manos tenía un cráneo
mil veces buscado y nunca encontrado, una importantísima novedad, un hallazgo.
La notoriedad de su nombre inundando la prensa daba paso a su fantasía
desbocada, hundida en los misterios de la poesía en la naturaleza, desatada en
las inextricadas galerías, perdida y hallada en el túnel del tiempo,
desentrañando enigmas inexplicados, devorando él, él en persona, qué
privilegio, los arcanos insondables que nadie había explorado.
La fiebre de sus ojos volvió a la realidad. El brillo que los traspasaba
se detenía en aquel cráneo, Hamlet súbito e inesperado, que lo llamaba desde
las llanuras prosaicas de la realidad; y en la realidad había poesía. Miraba y
miraba con curiosidad, giraba el cráneo en sus manos, escrutando en el temporal
el hueco del oído (delgado agujero que penetraba en el hueso como queriéndole
hablar). Miraba las protuberancias de la nuca, se tocaba detrás de las orejas e
identificaba relieves que veía en el cráneo, y observaba: el cornete torcido,
las suturas del cartílago nasal, el arco cigomático, el vómer; tocaba el pómulo
y descubrió, levantando el cráneo, que en la boca desdentada se le habían
torcido, sin llegar a salir, las muelas del juicio. Únicas muelas que le
quedaban. Estornudó. Miró en la caja y cogió tres mandíbulas. Las fue poniendo
en el cráneo hasta dar con la que encajaba. Luego llamó a su chica.
-¡Iria!
La joven acudió, prendada por su llamada. Íñigo accionaba cráneo y
mandíbula como si fuera una tijera.
-Mira, papá; prognatismo.
Y señaló la barbilla, que sobresalía de una manera un tanto exagerada.
Ignacio señaló a los arcos ciliares.
-Eso también es prognatismo –contestó Íñigo, adivinando la pregunta.
Y tosió otra vez. A Ignacio le picaban los ojos. Y salió de aquel
cuartucho, buscando un lugar donde no hubiera tanto polvo. Ácaros. Íñigo tenía
alergia. Pero su pasión curiosa le absorbía los cinco sentidos olvidándose de
lo demás. Ignacio, fuera del cuartucho, leía un cartel que había pegado a la
pared, sobre los ordenadores. “Artículo 26: todo niño tiene derecho a la
educación, a desarrollar su personalidad”, etcétera, etcétera. “Un derecho para
el individuo, un deber para la sociedad”. Íñigo no venía. Y volvió a entrar a
la cueva de los misterios.
Íñigo todavía miraba los cráneos sin sentir el paso del tiempo. Iria, con
un pañuelo, se limpiaba la nariz. En el silencio oscuro se oía ruido de mocos.
Resfriado… ¿alergia? ¡Hala!” No supo cuánto tiempo había pasado, pero lo volvió
a oír. Íñigo había abierto una caja grande. De ella había extraído un cráneo
enorme, y una enorme quijada.
-¡Un caballo!
Los huesos estaban lisos, perfectamente pulidos, de un color blanco que
brillaba. Estudió sus dientes (incisivos, molares, pero no caninos). Los
comparó con un cráneo mucho más pequeño (un gamo, acaso una cabra) y descubrió
las mismas funciones. Luego cogió una mandíbula que parecía pertenecer a un
perro… ¿quizá un lobo? Su mente soñaba nuevamente en la noche de los tiempos.
-Este es carnívoro, papá; mira la diferencia.
Ignacio abrió los ojos impulsado por la sorpresa. Eran cosas que ya
sabían, pero ahora hacían más que saberlas: ¡ahora las veían! Y no era lo
mismo. Ver las cosas te mete en el corazón de ellas como no lo hace la mente
que aprende las cosas sin haberlas visto nunca. Volvió a estornudar. Ignacio recordó,
al hilo del estornudo, que los ojos le picaban mucho.
-Vamos –dijo.
-Sí, papá –y en ese mismo instante volvió a exclamar-. ¡Hala!
Ignacio, que se dirigía a la puerta, volvió la vista. También se les
acercó Iria. Y allí, todos reunidos, contemplaron el hallazgo de Íñigo.
-Mira –dijo-. El armario está ante nosotros. Sólo hay que abrirlo.
Y en el armario abierto aparecían tarros de diversos colores y tamaños.
Tarros alargados. Tarros cilíndricos. Contenían serpientes enrolladas guardadas
en formol. En uno había un lagarto. Serpientes de varios tamaños, grandes y
pequeñas. Había una que, enroscada, ocupaba sólo la tercera parte del tarro, a
diferencia de las otras, que lo ocupaban todo; y era que no tenía formol;
estaba seca.
Salieron. Ignacio, en un montoncito de papeles sobre el armario, levantó
una carpeta y descubrió un calendario. En él había fotos de su equipo de rugby:
el de geo. Doce fotos. Evocando en su pose doce títulos de películas. El
calendario estaba abierto por la página de “Los trescientos”. Provistos de
grandes escudos redondos que tapaban su desnudez, enarbolando agudas lanzas,
estaban los espartanos.
-No está abierta por el sitio adecuado –dijo Iñigo.
-Sí –dijo Ignacio: y señaló su fotografía.
-Pero ésta está mejor.
Íñigo abrió el calendario y corrió las páginas hasta dar con la que le
gustaba.
-Braveheart. Yo soy el protagonista.
Íñigo gritaba en primer término enarbolando una lanza, con el torso
desnudo sobre la falda escocesa. Su pecho varonil se enredaba en una espesa
mata de pelo, y su rostro, detrás de la boca abierta con la agresividad del
guerrero, tenía ternura; era el rostro de una persona cariñosa, justiciera,
afable, generosa y sobre todo buena.
Por fin cerraron la puerta de los animales. Para ellos había sido la
entrada de Alicia, porque los había llevado a la cueva de las maravillas; y
ahora esa boca misteriosa (la entrada de la cueva) se cerraba nuevamente.
Ignacio cerró la puerta del departamento. La de la diosa de la sabiduría.
Atenea.
Se detuvieron en el servicio para lavarse la cara y desprenderse de los
ácaros: que no pudieron. Regresaron por un dédalo de pasillos y penetraron en
el patio de cristales. Se entretuvieron a mirar la foca monge: grande,
fusiforme, oronda.
-¡Jo, qué pena! -dijo Iria. Iria no podía soportar el sufrimiento de los
animales.
-No seas tonta.-dijo Íñigo-. Está muerta.
-Ya, pero igual…
-Los muertos no sufren.
-Vamos –dijo Ignacio.
Y entraron en la biblioteca. Allí estuvieron estudiando durante dos horas
y media. Y cuando salieron, perseguidos por el tiempo, tuvieron que apretar el
paso. Juan se quedó sin enseñarles la torre y la campana. Una torre vetusta, de
tablas carcomidas, ruinosas, que daba a la azotea. Desde allí se veía, por un
lado, el patio de cristales; por otro, Segovia. Una inmensa fachada se extendía
generosa ante sus ojos de poeta. Como una sombra del pasado los ojos del acueducto,
mirando, les sonreían. Y su andar sinuoso, desde la Albuera hasta el azoguejo,
retorcía su esqueleto sin apenas abrazar la academia de artillería; como un
ofidio fuera de su tarro, estirado en formol, recordando a la ciudad los
arcanos de su pasado.