LA CORRECCIÓN DEL EXAMEN
El mes pasado comentábamos el caso
de Elena: Elena era una alumna brillante que no hizo bien el examen; decíamos
que había que saber encajar las derrotas, eso también forma parte del triunfo.
Ahora vamos a corregir el examen que hizo, pero primero recordaremos los
aforismos que nos guiaban entre la justicia y la bondad.
PENSAMIENTOS SOBRE
(AFORISMOS)
SOBRE LA JUSTICIA
Es justo dar a cada uno lo suyo. Reconocer el mérito, poner el mérito a
trabajar.
Es justo que todos tengan lo mínimo. Aunque no hagan méritos. Todo el
mundo merece vivir no por lo que hemos hecho, sino sólo por haber nacido. Los
méritos que tenemos por haber nacido son nuestros derechos. Es el derecho
natural. Los derechos humanos.
SOBRE LA BONDAD
No se puede ser bueno engañando a la gente.
No se puede hacer creer que se merece más de lo que se merece. La
bondad, que es energía regada con cariño, tiene en su corazón la llama de la
justicia; no se puede ser bueno sin ser justo porque mal puede el cariño brotar
donde el corazón no es bueno; por no ser sincero.
Dar más meritos de los que se tienen no es ser justo, sino malo: eso es
engañar.
SOBRE LA TERNURA
La ternura es la fuerza del carácter. La ternura sin carácter es
debilidad.
SOBRE EL TRABAJO
No siempre el trabajo nos garantiza el éxito.
SOBRE LOS CASTIGOS
Ningún castigo es sufrimiento: un castigo es un espejo donde se
reflejan los errores con los que uno puede enmendarse y corregir.
El castigo sirve para reparar el daño y para corregirse uno mismo. El
sufrimiento que hay en el castigo sólo es bueno si es la única forma de mejorar,
pero lo ideal sería mejorar sin sufrimiento.
Ningún castigo que sólo busque el sufrimiento es verdadero; no será
castigo sino venganza. O ceguera. O falta de sensibilidad. O fanatismo.
LA
CORRECCIÓN DEL EXAMEN
Juan se puso de acuerdo para hablar con Elena. Quedaron en verse al día siguiente, a la hora del recreo. El timbre acababa de sonar y habían salido todos los compañeros para ir a la calle; otros se quedaban en el patio, como un rosario, o dispersos en grupos como los racimos; habían ido pintando los pasillos y la clase se había quedado vacía en tan sólo unos minutos. Elena esperaba. Pero no tuvo que esperar mucho porque Juan vino en seguida.
Juntaron dos mesas y se sentaron, uno a cada lado. Juan sacó el ejercicio: eran unas hojas garabateadas con tinta azul, de letra nerviosa y precipitada, redonda, inclinada hacia la izquierda, los rasgos a ratos superpuestos y apretados, fundidos unos con otros como las fotos que, al impresionarse juntas sobre el papel, hacen una cara fantasmagórica de varias caras; y a ratos separados, sin trazos de unión, como si las letras quisieran alejarse de las palabras. En aquellas líneas desparejas, fruto de la precipitación en su lucha contra el tiempo (siempre insuficiente para lo que se quiere escribir), Elena cifraba su examen.
Era el
comentario de un texto; del libro III de
-Mira –dijo Juan; y levantó la vista del papel para mirarla, resuelto a convencerla-. La primera pregunta te pide que identifiques el problema; que digas de qué habla. ¿Habla de ciudades, de números, de plantas, de los astros? ¿De que habla? Mira, Elena, lee lo que has puesto.
Elena leyó en voz alta la respuesta que había puesto en el papel.
-“El problema que trata Aristóteles es la necesidad que tienen los seres humanos de vivir en sociedad; si viviéramos aislados, no nos humanizaríamos”.
-¿Y es de eso de lo que habla?
Elena se quedó callada, y su mirada era una pregunta más que una respuesta.
-No –dijo Juan-. Desde luego, habla de la ciudad, de eso no hay duda; es demasiado evidente. ¿Pero qué dice acerca de la ciudad? No dice que sea necesaria para humanizarnos; lo que dice es que para que haya ciudad son necesarios varios requisitos; se trata de definir en qué consiste la ciudad.
Elena suspiró preocupada y satisfecha; satisfecha porque lo que le decía Juan encajaba con el texto; preocupada porque eso no encajaba con lo que ella había escrito; y suponía una merma importante para su nota.
-Contestar bien a eso te daba medio puto. Tú has dicho de lo que hablaba, pero no has acertado en lo que decía. Tienes, por lo tanto, 0’15 puntos; lo que te puse ayer cuando lo corregí.
Elena asentía mudamente, sin mover la cabeza, como con temor
-Mira ahora la siguiente pregunta: “sitúalo en su contexto”.
Juan señalaba en el papel.
-Tú has hablado de la vida de Aristóteles; has dicho que nació en Estágira, que vivió en el siglo –IV, que estudió en la academia de Platón, en Atenas; que Atenas fue arrasada por el rey Filipo, y que Filipo consiguió que Aristóteles le diera clase a su hijo, el futuro rey Alejandro Magno.
Juan levantó la vista y apartó el dedo de las líneas donde Elena había respondido.
-Pero eso no tiene nada que ver con el texto, Elena; lo que te pedía era que razonaras sobre la influencia que tuvo en el texto la época que le tocó vivir. Podrías haber puesto, por ejemplo, que Atenas, y toda Grecia, corrían peligro de desaparecer tras la invasión macedonia; y que era inconcebible para un griego vivir fuera de su ciudad, porque estaría tan desprotegido como… como un caracol sin su concha; o como una abeja fuera de su colmena; fíjate si la ciudad sería importante que Sócrates prefirió morir antes que vivir en el destierro. Los griegos se sentía unidos a su cuidad por unos lazos entrañables.
Juan suspiró, cogiendo aire antes de proseguir.
-En ese contexto, pues, Aristóteles se empeñaba en salvar la ciudad, la polis; sin ella ya nadie tendría patria; de ser ciudadanos de su patria pasarían a ser ciudadanos del mundo: cosmopolitas; y el cosmopolitismo no era entonces que el mundo entero fuera su casa, sino que ya no hubiera casa en el mundo; el mundo era tan amplio que un griego se sintiría verdaderamente perdido. Como en una selva. Preocupado, Aristóteles se empeñaba a toda costa en salvar la ciudad; de ahí que escribiera textos como éste.
Elena levantó el cuello, abriendo un poco la boca en señal de sorpresa: por lo que en ese instante estaba descubriendo.
-La pregunta valía 0’5 puntos; yo te he puesto 0’1, pero igual me he pasado un poco; quizá he sido demasiado severo; puestos a buscar las relaciones del texto con el contexto, no he valorado suficientemente que también son interesantes los datos biográficos; lo dejaremos, entonces, en 0’25 puntos.
Juan miró la hoja en el punto donde se enunciaba la tercera pregunta. Decía: “exponer la tesis o las tesis defendidas aquí por el autor (en el caso de que hubiera más de una)”.
-Mira lo que has contestado -Juan empezó a leer-: “para explicar que el ser humano es un animal racional, político y social, se apoya en diversos ejemplos”. No, ésa no es la tesis que desarrolla el autor en este texto; la desarrolla, sí, pero en otros textos. Lee este fragmento de Aristóteles; léelo detenidamente.
Elena volvió a leer aquel fragmento en voz alta. Decía así:
Pues, aunque alguien
pudiera reunir los territorios en uno solo, de forma que la ciudad de Megara y
la de Corinto se juntaran con sus murallas, a pesar de ello no hay una única
ciudad. Ni tampoco si contrajeran matrimonios unos con otros, por más que ésta
sea una de las sociedades características para las ciudades. Igualmente
tampoco, si algunos vivieran por separado, aunque no tan lejos que no pudieran
comunicarse, y tuvieran leyes para no perjudicarse en sus intercambios, como
por ejemplo, si uno fuera carpintero, otro campesino, otro zapatero y otro
algún oficio similar, y fueran unos diez mil en número, pero no se comunicaran
para nada más que asuntos como el comercio y la alianza militar, tampoco en ese
caso hay una ciudad[1].
-¿Y bien, mi querida neófita? ¿Hay una sola línea donde diga Aristóteles que el ser humano sea un animal racional?
Elea tuvo que rendirse a la evidencia.
-No.
-Pero mira lo que dices después, sigamos tu respuesta: “luego habla de la sociedad que humaniza a los seres; si no viviéramos en sociedad no podríamos practicar el lenguaje, y por el lenguaje nos hacemos racionales, por lo que el ser humano también es un animal social”.
-Un animal político.
-Un animal político. –Juan carraspeó-. Desde luego, el texto no habla de eso. Ni de esto –Juan siguió leyendo la respuesta que había dado Elena-: “esto deriva en su política, donde son necesarias unas leyes; así, Aristóteles defiende la república como la mejor forma de gobierno”. Aquí no se habla de república; léelo todas las veces que quieras y no lo encontrarás.
El silencio de Elena se parecía al del reo momentos antes de oír la sentencia.
-Pero hay algo más –prosiguió Juan dejándose ganar por la vehemencia-. Lee, lee aquí; mira lo que dice. –Cambiando el tono de voz, como lo cambia el narrador cuando se pone a hacer de personaje-. “Con ello, nos diferenciamos de los animales en que ellos se dejan llevar por la parte apetitiva del alma, mientras que nosotros buscamos la felicidad mediante la razón. Pero es necesario un término medio que nos aleje de los vicios: y es la justicia; es el término medio de la prudencia, la templanza…” Mira –insistió Juan- mira lo que hay ahí.
Juan señaló sus propias anotaciones al margen con tinta roja. Elena las leyó con voz trémula:
-“¡Qué manía con decir que el texto dice cosas que no dice! Como el Pisuerga pasa por Valladolid, hablemos del Pisuerga”.
Tuvo que rendirse a la evidencia.
-Lo que dice Aristóteles es esto: primero, que la ciudad requiere una unidad de territorio (pero eso sólo no basta); segundo, que también requiere de la existencia de familias (pero sigue siendo insuficiente); tercero, que la ciudad requiere un número mínimo de habitantes (pero hace falta algo más: las ciudad es más que una suma de aldeas); y cuarto, que para que haya ciudad hace falta que haya comercio y ejército, pero no sólo. Si hay ciudad habrá territorio, familias, multitud, comercio y ejército, pero sólo con estas cinco cosas no construimos una ciudad. ¿Qué otra cosa más hace falta?
Elena buscaba calladamente la respuesta, dubitativa.
-No busques –dijo Juan-, el texto no lo dice. El texto enuncia las cinco condiciones necesarias, pero no dice nada de la razón suficiente.
Calló. Calló y miró a Elena, transmitiendo en su mirada el peso de la convicción. Prosiguió concluyendo.
-Esta pregunta valía un punto. Yo te he puesto 0’25, y después de volverlo a corregir no veo motivos para cambiar esa nota. ¿Los ves tú?
El “no” de Elena fue una respuesta insegura, maquinal; lo dijo por decir algo, ya que su profesor la instaba a que contestara; pero Elena estaba abrumada porque, después de lo que oía, ella seguramente se bajaría la nota.
-Y llegamos –enlazó Juan- a la siguiente pregunta. Se trata de “examinar la consistencia de los argumentos”.
Juan volvió a leer la respuesta de Elena.
-“En conclusión, con todos estos argumentos el autor nos hace referencia al animal social, racional y político que es el ser humano”. Error. –Juan bajó la mano, posando la hoja sobre la mesa. Miró a Elena y le dio sus respuestas-. Te empeñas en contar lo que has estudiado, aunque no tenga que ver con el texto. Esto es un comentario: no una pregunta del temario. Acabamos de ver cinco condiciones necesarias, pero el texto no aclara cuál es la condición suficiente; sin embargo deja claro que esa condición existe; por ejemplo en la última línea. Hemos de concluir, por tanto, que el texto es coherente, porque ninguna frase contradice a otra en sus afirmaciones.
Juan hizo una pausa didáctica.
-Medio punto. Aquí te he puesto un cero. Bueno –dijo como corrigiéndose esta vez-, quizá haya sido demasiado severo. Tú haces explícita esa famosa condición suficiente de Aristóteles omite aquí: “la ciudad”, dices, “tiene por misión lograr la felicidad humana”, y decir felicidad es decir perfección: “virtud”, como te encargas de destacar; de modo que quizá te podría poner en esta pregunta un 0’15; sobre el medio punto que vale la pregunta.
Juan volvió a coger la hoja para seguir leyendo.
-Ahora vienen las definiciones. Tenías que definir cinco palabras, y cada una valía medio punto.
Carraspeó un poco.
-Vamos con la primera.
Elena estaba en vilo, sin saber a qué atenerse. Y a pesar de que Juan se lo razonaba todo, su cuerpo no se había desprendido del miedo. Gustaba de aprender cosas nuevas, pero temía que esas cosas le reservaran un suspenso.
-“Matrimonio”. Tú has puesto que se trata de la familia, y es cierto; pero has añadido que la familia es “una de las clases sociales en que se divide la ciudad”, y eso no lo es. –Se paró, mirándola en tono de reproche-. Es una burrada: la familia no es una clase social. –Después, volviendo a las líneas garabateadas, prosiguió-: “el matrimonio es la unidad básica de la sociedad, producida por el enlace de un hombre y una mujer”. Es obvio. Para decir esto no hace falta estudiar filosofía. Pero lo más importante es lo que no has puesto: “para satisfacer las necesidades cotidianas”.
Juan calló. Su silencio no era para buscar ninguna palabra, sino para resaltar su sentencia.
-¡Cero! Bien es verdad que has dado media respuesta, aunque la mitad de la media sea una verdad de Perogrullo. –Se lo pensó empujando con un sonido continuo su pensamiento, como si el pensamiento fuera una melodía y el sonido de la garganta fuera una nota de pedal-. Creo que te podría dar 0’15 puntos; menos quizá sería injusto, y más seguramente también.
Elena respiró aliviada. Inmediatamente Juan pasó a la segunda definición.
-“Aldea”. Vuelves a decir que Aristóteles divide la sociedad en distintas clases, como la familia y la comunidad; te recuerdo que ni la familia ni la comunidad son clases sociales. –Luego comentó con benevolencia-: creo que utilizas la palabra “clase” como sinónimo de “tipo”, resultado de una clasificación, no para referirte a una clase social. Pero debes manejar bien el vocabulario, que aquí es un vocabulario especializado, pues una cosa es lo que dices y otra lo que quieres decir.
Descansó para respirar.
-No obstante dices, luego, que la aldea es un conjunto de familias para satisfacer las necesidades no cotidianas. –Silencio-. Un cuarto de punto. Creo que es lo que merece tu respuesta.
Pasó a la siguiente palabra:
-“Ciudad”. Has puesto que “es el conjunto de aldeas dentro de una sociedad”. No. Se pueden juntar veinte mil aldeas y reunir en un mismo territorio a dos millones de personas, que eso no formaría una ciudad. Hace falta más. Tú dices después: “se trata de buscar el bienestar general de la polis”. No: no se trata de bienestar, sino de felicidad; y no es la ciudad la que debe ser feliz, sino los hombres que la componen. Te he puesto aquí un 0’15, pero creo que tus medios aciertos merecían algo más: dejémoslo en un 0’25.
Siguiente palabra.
-“Dialéctica”. Lee tú misma tu definición.
Elena giró el papel y empezó a leer.
-“Es el camino a través del cual accedemos del conocimiento sensible al universal. En esto influyen las matemáticas. Así, desde lo particular, de idea en idea, de hipótesis en hipótesis, obtenemos un conocimiento más general…”
-Lee lo que te he puesto en rojo.
Elena lo leyó.
-“Esto es en Platón”.
-Exacto. Esa definición de dialéctica corresponde a Platón. Para Aristóteles es un silogismo que parte de premisas probables.
-¡Ah…!
-Venga, lee lo que has puesto en la última palabra.
-“Silogismo científico: son tres proposiciones, la última de las cuales es demostrada a partir de las dos anteriores”.
-Lee en voz alta mi comentario.
-“Eso es un silogismo, no un silogismo científico”.
-Exacto. Un silogismo puede ser dialéctico si parte de premisas probables; y científico si sus premisas son verdaderas, evidentes y más conocidas que la conclusión.
Elena guardó silencio. El gusto que tenía por aprender se le aguaba con el disgusto de estar suspendiendo.
-Te he puesto un 0’1, y no creo que deba ponerte más. En la definición de la dialéctica te puse un 0’25 y te lo mantengo; he valorado el hecho de que conocieras la dialéctica de Platón, pero debo penalizar el que no conocieras la de Aristóteles.
Elena asintió, conforme; le parecía justo.
-Ahora –prosiguió su profesor –vamos a la siguiente pregunta. Es la pregunta de temario. Dice así: “explica” -Juan remachaba los acentos enfáticos con un golpe de la mano en el aire, la yema del pulgar posada sobre la yema del dedo índice-; “explica”, digo, “cómo desarrolla Platón su teoría política a partir de sus ideas filosóficas”.
Hubo un silencio mientras Juan la miraba, inquisitivo. Estaba desconcertada, porque no tenía ni idea de cómo reaccionaría él; si elogiando, censurando o comprendiendo. El hielo se rompió pronto.
-Mira. Tú respondes haciendo una lista de formas de gobierno según Platón. Hablas de la monarquía, de .la tiranía, de la aristocracia, de la timocracia y de la oligarquía; pero las explicas desordenadamente, sin mostrar cómo derivan naturalmente unas de otras; y además de no mostrar esta curiosa genealogía, defines equivocadamente la monarquía como el gobierno de un sabio. –Juan se paró, mirándola en silencio, poniendo una muda pregunta en la mirada-. Seguramente pensabas en el rey filósofo. Pero ¿aboga Platón por un filósofo-rey, o por varios? ¿Su gobierno ideal es una monarquía o una aristocracia? ¿Lo constituye un sabio o un consejo de sabios?
Elena tenía la mirada clavada en la hoja, cabizbaja. A veces fijamos la vista en un punto abstrayéndonos de todo lo demás, sin que haya concentración; o más bien sin concentración de la conciencia, sólo de la mirada; la mirada se funde en un punto y todo lo demás se vuelve borroso; el espacio se va llenando de oscuridad, como un fundido en negro, primero en el campo visual, luego en el mismo punto, hasta que el punto también se eleva en la región isotrópica donde el vacío se confunde en una turbulencia viva, dinámica, como un magma que flota ante nosotros, como un plasma; y nosotros mismos nos sentimos flotar, al final del todo, como si nuestro propio cuerpo se hubiera fundido en medio de ese plasma. Eso ocurre cuando nuestra concentración no viene del pensar, sino del sentir. Nos sentimos una nada disuelta en el mundo, que gira sobre nosotros como si nosotros estuviéramos inmóviles, con una inmovilidad inerte, contemplativa, como si, meros puntos ingrávidos e insignificantes, nos sintiéramos envueltos sin remisión por las nubes del destino; y uno se entrega, se abandona, se siente objeto de la fatalidad, padeciéndola sin poder reaccionar, tal la succión de un remolino poderoso, impotentes ante ella. Así presentan en el cine el abandono de los personajes ante lo inevitable, con la cámara girando sobre ellos y el paisaje dando vueltas sobre su inmovilidad; como el giro copernicano en el que Kant, dejando el mundo girar sobre nosotros, dejase de estar quieto sobre el observador que giraba. Elena se sentía así juguete del destino, impotente ante la nota que, inexorablemente, Juan, juguete también de la razón, le acabaría poniendo: un suspenso.
-Mira, Elena –prosiguió tras verla sumida en el silencio, pero sin observar sus ojos nublados-. La pregunta no giraba en torno a la política de Platón, sino en torno a la forma como la política de Platón emerge, con toda naturalidad, de su filosofía; con la misma naturalidad con que el submarino emerge, cuando suelta agua, de los fondos marinos.
Juan cogió el lápiz y echó mano a un folio blanco para escribir la palabra “filosofía”; después hizo una flecha y la conectó con la palabra “política”.
-Mira. Lo que a nosotros nos interesa de su filosofía empieza en la caverna. Los prisioneros no ven la realidad, sólo imágenes deformadas de ella. Uno consigue escaparse y ve la realidad en toda su belleza. El prisionero liberado tiene dos opciones: seguir buscando belleza para disfrutar con su contemplación (y será filósofo), o volver a la caverna para contarles a los prisioneros lo que ha visto (y entonces será político). La política es una paideia: educación pura. En esa dimensión pedagógica de la política hay que tener en cuenta dos cosas: primero, que no basta con que el maestro enseñe para que el discípulo aprenda; hay que adaptarse a su ritmo, como le pasaba al prisionero que, al contemplar la luz por primera vez, no podía ver las cosas aunque las tuviera delante. Porque lo cegaba la luz. El maestro no debe enfadarse porque el alumno no comprenda lo que él explica; tiene que darle su tiempo para que los ojos de la mente estén preparados para comprender: y eso es pedagogía; la mayéutica; aquí, en Platón, se superpone el Sócrates del Menon –uno de sus diálogos de juventud-, guiando con sus preguntas al esclavo hasta que el esclavo acaba comprendiendo las cosas por sí mismo.
Juan hizo una pausa didáctica.
-Y aquí –prosiguió- podemos hablar de la educación tal como la entendía Sócrates (con Platón) y tal como la entendían los sofistas. Para los sofistas educar era meter cosas en la cabeza del discípulo; para Platón era sacarlas, hacer que el discípulo las descubriera, a la manera socrática, por sí mismo. Pues bien, si volvemos a la caverna, los prisioneros, rechazando lo que les dice su compañero, lo matan: ése es el destino del verdadero político; que el pueblo, acostumbrado a oír de sus políticos continuos cantos de sirena, se nieguen a admitir la verdad cuando la verdad es desagradable. Así le pasó a Sócrates; y al propio Platón, en sus continuos viajes a Siracusa.
Carraspeó.
-Así, pues, el político no se confunde con el demagogo. El demagogo utiliza al pueblo por interés; el político conduce al pueblo hacia la sabiduría: y aquí viene el símil de la línea; no voy a detenerme en ello, pero desde las sombras de la caverna hay una progresión en las formas de conocer hasta el verdadero conocimiento de las cosas, de lo que subyace tras la apariencia. Unos se quedarán en el nivel más bajo; es la mayoría del pueblo, que vive de la economía. Unos cuantos alcanzarán a conocer las cosas mejor, y serán soldados y policías. Pero sólo unos pocos alcanzarán en su pureza la visión de la verdad: serán los gobernantes; los reyes filósofos.
Juan se detuvo para respirar.
-En la república de Platón estos cargos no son hereditarios. Dependen sólo del mérito. Un hijo de la clase trabajadora puede llegar a político filósofo, como un filósofo puede tener hijos que no merezcan el poder y vivan en el mundo de la economía. Acuérdate del mito de los hombres de oro, de plata y de bronce. Aquí puedes poner todo lo que sabes de la política: la igualdad entre hombres y mujeres; la supresión de la familia; el infanticidio; la expulsión de pintores y poetas; la propiedad privada reservada a la clase que se ocupa de economía. Puedes explicar, claro está, cómo las clases sociales dependen de las tres almas, y cómo cada alma tiene su virtud. Y cómo la justicia es el equilibrio, el hecho de que cada cosa esté en su sitio: cómo, por ejemplo, están prohibidos los golpes de Estado, porque la misión del ejército no es gobernar, sino servir al poder político. Y para evitarlo Platón prohíbe a guardianes y gobernantes tener riquezas ni posesiones; ellos viven a cargo del Estado, porque las riquezas nos corrompen, y hay que evitar que los políticos se corrompan.
Juan miró a Elena, como si la conminase a rendirse, como se rendía él, a las conclusiones inexorables de la razón; no era él quien la estaba suspendiendo, era la lógica de las cosas; la propia lógica defectuosa de lo que Elena había escrito.
-A partir de allí –concluyó- puedes hablar de las formas de gobierno, y de cómo se derivan unas de otras, como en una metamorfosis, siguiendo una genealogía política. Pero –volvió a remachar mirándola como un juez justo, pero no severo- lo que no puedes hacer es lo que has hecho: limitarte a hablar de las formas de gobierno sin explicar cómo surgen todas del mito de la caverna, que es la fuente de su filosofía; y sin desarrollar mínimamente la idea de las clases sociales, que procede de su teoría del alma.
Elena volvió en si. No tenía nada que decir. Estaba claro. Pero Juan calló por un momento, su mirada perdida como si, fuera de este mundo de luces y sombras, hubiera penetrado a través del espacio en un mundo de lógica y raciocinio, belleza y justicia, de ideas; y sobre ese mundo luciese, como un sol espléndido, la luz del bien. Tras unos segundos de meditación volvió a hablar.
-Quizá –dijo- he sido un poco severo al ponerte un 1’25 en esta pregunta, sobre un máximo de dos puntos y medio que valía; quizá merecieses algo más… 1’35, por ejemplo; es posible… No sé –dijo finalmente, dudando. Su empeño en no ser injusto le hacía dudar continuamente.
Pasó la hoja y llegó a la última pregunta. Había que relacionar a Aristóteles con otros autores. Estaba dividido en cuatro apartados: el primero valía un punto, los tres restantes valían medio.
-En cuanto a la relación con otros autores –dijo-, veamos lo que nos has puesto. –Sobrevoló el folio leyendo y deteniéndose en las anotaciones en rojo que él mismo había hecho-. Mira, aquí dices que el alma para Aristóteles es la sustancia: lo que da forma al cuerpo. –Levantó la vista-. No es así. La sustancia es la unión de materia y forma, de alma y cuerpo (acuérdate del hilemorfismo). El alma entra en unión sustancial con el cuerpo, pero en sí misma no es una sustancia. –Volvió los ojos al papel-. Aquí hablas de Parménides: lo que dices está bien. Pero, aparte de Parménides y Platón, no has comparado a Aristóteles con nadie más. Podrías haber hablado de Empédocles (por la teoría de los cuatro elementos), de los sofistas (a los que refuta)… Bueno, el 0’65 que te he puesto quizá se quede corto. Has hablado también de la ciencia, del alma, del universo… Lo dejaremos en un 0’75.
Pasó la hoja. Leyó lo que había en el otro folio.
-Después tenías que responder a otra pregunta más: “¿cómo resuelve Aristóteles el problema de Platón?” Platón había partido la realidad en dos mundos, y Aristóteles los vuelve a juntar en el hilemorfismo: materia (sensible) y forma (ideal) no pueden estar separadas; juntas conforman la sustancia: ésa es la solución de Aristóteles. Y tú ¿qué respondes? Dices que Aristóteles “no ve necesario”, leo lo que dices, “tener que inventarse otra realidad para poder explicar lo que hay en ésta”, pero no dices cómo lo evita; luego hablas del conocimiento a priori, de la anamnesis de Platón, rechazada por Aristóteles como filósofo empírico; en fin, das una respuesta pero no la justificas. El cuarto de punto que te he dado aquí creo que es merecido. Vamos a la siguiente pregunta.
Juan leyó el enunciado.
-¿Cómo resuelve Aristóteles el problema de Parménides? –La miró con una sonrisa y dijo: -a esta pregunta sí has contestado; pero no aquí, sino en una pregunta anterior; te la daré por buena.
Y llegó a la última pregunta del último apartado.
-“¿Qué autor de los que has estudiado ha recibido la influencia de la astronomía de Aristóteles? Justifícalo”. Aquí, tú no contestas nada. Se trata de Santo Tomás, quien tomó de Aristóteles la idea del motor inmóvil; el pensamiento que se piensa; dios. Recuerda que a Santo Tomás también lo hemos estudiado.
Juan recogió los folios y puso encima la primera hoja. Sumó las décimas que le había subido y le daba siete; que, sumados al 3’9 inicial, daba aproximadamente 4’6: aprobado. Elena, que había contemplado la corrección con escepticismo, no se lo podía creer.
Un maestro Juan Mariano y en todo pone ternura porque es lo esencial en el maestro: "SOBRE LA TERNURA:
ResponderEliminarLa ternura es la fuerza del carácter. La ternura sin carácter es debilidad."