NAVIDAD
Actúa de tal manera que los efectos de tu
acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre
la tierra.
Han Jonas.
Una navidad es un nacimiento. El músico nato toca y canta como si no hubiera necesitado estudiar música, como si hubiera sido músico desde que nació: natividad; nace, más que un músico, la esencia de la música, toca como si antes de nacer tuviera ya la música dentro, como si fuera la propia música la que nace porque siempre ha estado ahí aunque nunca la hayamos oído: el día de navidad no nace un niño, nace la humanidad.
Nace lo que tenía que nacer. No es un hombre y una mujer que se han amado y tienen un niño sino el amor que engendra a un niño y para traerlo al mundo hacen falta un hombre y una mujer. Nace la esencia, lo que uno no tiene más remedio que ser, lo que está destinado a nacer y por eso lo llamamos naturaleza, la gente lo llama sobrenatural. Ese niño que ha nacido es la naturaleza misma, el sueño que soñamos porque existía antes de soñarlo y con nuestro sueño lo hemos traído a la realidad; es una naturaleza expectante y por eso, a falta de otra palabra, nosotros lo llamaremos dios. Pero no es una divinidad que está en el otro mundo sino la bondad que late en el fondo de éste, una bondad destinada a realizarse, la semilla que no era árbol y estaba en sus frutos, el árbol que dio sus frutos y era fruto antes de ser árbol, por eso ha nacido lo que tenía que nacer.
Unos hablan del mesías prometido. Cuando la humanidad fue expulsada del paraíso había que redimirla, desde que el ángel extendía el brazo con su espada de fuego señalando una alambrada de espinas, el campo inhóspito donde nos refugiábamos cuando éramos Adán y Eva, nos mandaron derechos a un campo de refugiados, llegamos a un lugar donde estábamos de paso, donde no haríamos nuestra verdadera casa sino que iríamos de casa en casa en tiendas, chozas, barracones y cuevas buscando un lugar que nos acogiese, vigilados por gentes que no querían que nos quedáramos, vivir fuera del paraíso era vivir fuera de nosotros; y buscábamos la semilla que habíamos perdido, la aventura de encontrar nuestra propia naturaleza hasta que la encontramos en un niño: un niño que nacía en un pesebre, en un lugar pobre y miserable expulsado también del paraíso, refugiándose donde podía, perseguido por el mundo cuando el mundo, por mano de Herodes, se empeñó en matar a los inocentes, a todos cuantos nacían castigados ya antes de nacer; condenados sólo por ser niños, destinados a la muerte por haber tenido el atrevimiento de venir al mundo. Sus padres dejaron su casa y se marcharon a Egipto y allí, donde no tenían a nadie que los conociese, tampoco había soldados que los quisieran perseguir.
La navidad es lo mismo que la huida a Egipto. Nace un niño que es la esencia de la humanidad y la humanidad vuelve a la esencia de sí misma, vuelve a la naturaleza de la que fue expulsada, aquella naturaleza primigenia, aquel paraíso, aquel ser feliz que había sido en los orígenes; donde estuvo su casa desde el primer momento y a la que había querido volver desde que fue expulsado; desde que se convirtió en peregrino transitando por campos de refugiados, siempre de paso y siempre buscando sitios de acogida, sin conocer ya lo que era una casa sino sólo barracones y cuevas y chozas que no eran su hogar. El niño nació en un pesebre rodeado de animales; lleno de paja y alimentado de orines, oliendo a cuadra y entre ovejas con pulgas, estiércol mojado de los bueyes y vacas, sin más lugar que una cuna sin sábanas, apenas mullida con paja, la cuna del portal de belén.
Nació porque tenía que nacer. Promesa que nació del paraíso perdido, la tierra prometida que robaron, la huida de quienes vivían en ella, un destino marcado en la frente, el destino de nacer; oráculo que fue anunciado antes que su madre, su propia naturaleza era nacer en el destino del que había sido expulsada la humanidad: entonces ya no seríamos peregrinos del mundo, no viviríamos de prestado y llegaríamos por fin a casa, a Ítaca, a Sefarad, ya no estaríamos perdidos en el mal que se nos había metido dentro; volveríamos a ser buenos, volveríamos a ser lo que siempre fuimos, recobraríamos la inocencia que habíamos perdido, volveríamos a nuestra casa; a nuestra existencia feliz, al candor de una vida de anhelos, a la capacidad de vernos y mirarnos, allí, en el horizonte donde está la aventura, volveríamos a reconciliarnos con la posibilidad de soñar: seríamos capaces de ilusionarnos de nuevo y el mundo haría posibles nuestros sueños, dejaríamos de ser ilusos para acurrucarnos en brazos de la ilusión.
Por eso ese nacimiento es una noche buena. Por eso en el cielo nació una estrella, la estrella que llevaba hasta Belén. Los reyes magos. Que no iban a adorar al niño sino a reencontrarse, a reconciliarse con el paraíso, a ser lo que siempre fueron pero se les había olvidado, a buscar la bondad y la inocencia, a repoblar esa vida cándida que tuvimos antes de vivir: a lo que habíamos sido antes. Podemos decorarlo con belenes, con árboles, pueden ser los reyes o puede ser papá Noel, San Nicolás o Santa Claus, con un trineo en la nieve paseando con los renos, surcando el cielo y dejando una estela, como si fuera nieve o como si fuera, en su haz de luz helada, una estrella en su rastro: polvo de invierno dejando huella, aviones a reacción, la cola de un cometa desde esa barba helada, en esa capucha roja de bordes blancos y piel tersa, dulce, suave, mullida y adorable como el fuego que nos alienta en el hogar.
Al pie del árbol dejaremos los regalos. Dejaremos zapatos en la ventana, los reyes pondrán paquetes en ellos y les pondremos un vaso de leche, porque estarán cansados y vendrán con sed. Celebraremos también el día de los inocentes. Colgaremos muñecos recortados con periódicos, los pegaremos a la ropa de la gente, nos reiremos mientras bailan en sus espaldas, animados por el movimiento de sus pasos, nos pasaremos el día gastando bromas. La televisión dirá en Francia que el gobierno abrió Versalles para dar cobijo a los parados, y en España dirá que en el tren había aparecido un trineo; en Nueva York, que detrás de los rascacielos han visto a Poe y a Whitman y a Lorca y que hay un gorila enorme en lo alto del Empire State; en Rusia dirán que han visto un oso vestido de rojo y vete a saber en otros sitios lo que dirán.
Las risas, las bromas, la nieve, el turrón, iremos de casa en casa y pediremos el aguinaldo; tocaremos la carraca y la pandereta, la zambomba, cantaremos villancicos, nos pondremos la bufanda mientras se prepara el pavo aunque yo, como no tenía pavo, comía pollo y estaba más rico, la navidad de entonces tenía otro sabor. ¡Ay, qué días felices en que no existía papá Noel! A mí, papá Noel me gustaba pero entonces no había costumbres como las de ahora, ni conocíamos las costumbres francesas ni centroeuropeas ni anglosajonas, tan solo conocíamos a papá Noel; pero no existía papá Noel sin los reyes, no teníamos árboles sino nacimientos, como también celebrábamos los santos y no celebrábamos halloween. Debo reconocer que ahora ponemos árboles y me gusta el abeto, siempre me ha parecido un árbol soñador: con sus ramas majestuosas cuajadas de nieve, agujas en vez de hojas, brazos abiertos como caídos al suelo, y su cabeza de punta clavada en el cielo donde brillan, como rachas heladas, las estelas del trineo donde está viajando papá Noel.
¡Qué bonita es la navidad! Nacimiento de una humanidad renovada, reencuentro con la naturaleza, la luz del fuego chisporroteando en la chimenea, un poco de turrón que se deshace en las manos, un villancico y un portal de belén. Un villancico… A lo lejos suenan aires de navidad. Las luces, como alegrías cuajadas, adornan las calles extendiéndose de parte a parte, ya no hace frío como hacía antes, nos gustaría, quién sabe, que el cambio climático no nos desbordara, que no se llenaran las calles de humo, que no se deshicieran los polos ni se elevaran los mares, que no perdiéramos de nuevo la humanidad recobrada… Me gustaría, ¡ay!, que fuéramos responsables, me acuerdo mucho de Hans Jonas; que otra vez usáramos la inocencia, que entre villancicos la estamos recobrando para que el mundo, cuajado de navidades, siga siendo un mundo sin deterioros: en eso consiste tener un feliz y próspero año nuevo. Si fuéramos los que fuimos antes de vivir en este mundo ya no volveríamos a perderlo: y haríamos un paraíso, cuidaríamos su naturaleza que es la nuestra, allí, entre belenes, turrones, almendras y piñones, y zambombas y panderetas y sidra y cava y también, cómo no, con un poquito de champán: nos encontraríamos con el hogar que habíamos perdido, el que estaba llamándonos desde un árbol, una estrella de belén; y desde las figuras del nacimiento, ovejas, pastores, burras y bueyes, estaría ese mundo que habíamos buscado entre los mares donde perdimos las llaves de nuestra casa, y que se llamaba América o Ítaca o, quién sabe, acaso se llamaba simplemente Sefarad.