viernes, 25 de diciembre de 2020

NAVIDAD

 

 

NAVIDAD

 

Actúa de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la tierra.

                                                                                  Han Jonas. 


            Una navidad es un nacimiento. El músico nato toca y canta como si no hubiera necesitado estudiar música, como si hubiera sido músico desde que nació: natividad; nace, más que un músico, la esencia de la música, toca como si antes de nacer tuviera ya la música dentro, como si fuera la propia música la que nace porque siempre ha estado ahí aunque nunca la hayamos oído: el día de navidad no nace un niño, nace la humanidad.

            Nace lo que tenía que nacer. No es un hombre y una mujer que se han amado y tienen un niño sino el amor que engendra a un niño y para traerlo al mundo hacen falta un hombre y una mujer. Nace la esencia, lo que uno no tiene más remedio que ser, lo que está destinado a nacer y por eso lo llamamos naturaleza, la gente lo llama sobrenatural. Ese niño que ha nacido es la naturaleza misma, el sueño que soñamos porque existía antes de soñarlo y con nuestro sueño lo hemos traído a la realidad; es una naturaleza expectante y por eso, a falta de otra palabra, nosotros lo llamaremos dios. Pero no es una divinidad que está en el otro mundo sino la bondad que late en el fondo de éste, una bondad destinada a realizarse, la semilla que no era árbol y estaba en sus frutos, el árbol que dio sus frutos y era fruto antes de ser árbol, por eso ha nacido lo que tenía que nacer.

            Unos hablan del mesías prometido. Cuando la humanidad fue expulsada del paraíso había que redimirla, desde que el ángel extendía el brazo con su espada de fuego señalando una alambrada de espinas, el campo inhóspito donde nos refugiábamos cuando éramos Adán y Eva, nos mandaron derechos a un campo de refugiados, llegamos a un lugar donde estábamos de paso, donde no haríamos nuestra verdadera casa sino que iríamos de casa en casa en tiendas, chozas, barracones y cuevas buscando un lugar que nos acogiese, vigilados por gentes que no querían que nos quedáramos, vivir fuera del paraíso era vivir fuera de nosotros; y buscábamos la semilla que habíamos perdido, la aventura de encontrar nuestra propia naturaleza hasta que la encontramos en un niño: un niño que nacía en un pesebre, en un lugar pobre y miserable expulsado también del paraíso, refugiándose donde podía, perseguido por el mundo cuando el mundo, por mano de Herodes, se empeñó en matar a los inocentes, a todos cuantos nacían castigados ya antes de nacer; condenados sólo por ser niños, destinados a la muerte por haber tenido el atrevimiento de venir al mundo. Sus padres dejaron su casa y se marcharon a Egipto y allí, donde no tenían a nadie que los conociese, tampoco había soldados que los quisieran perseguir.

            La navidad es lo mismo que la huida a Egipto. Nace un niño que es la esencia de la humanidad y la humanidad vuelve a la esencia de sí misma, vuelve a la naturaleza de la que fue expulsada, aquella naturaleza primigenia, aquel paraíso, aquel ser feliz que había sido en los orígenes; donde estuvo su casa desde el primer momento y a la que había querido volver desde que fue expulsado; desde que se convirtió en peregrino transitando por campos de refugiados, siempre de paso y siempre buscando sitios de acogida, sin conocer ya lo que era una casa sino sólo barracones y cuevas y chozas que no eran su hogar. El niño nació en un pesebre rodeado de animales; lleno de paja y alimentado de orines, oliendo a cuadra y entre ovejas con pulgas, estiércol mojado de los bueyes y vacas, sin más lugar que una cuna sin sábanas, apenas mullida con paja, la cuna del portal de belén. 

            Nació porque tenía que nacer. Promesa que nació del paraíso perdido, la tierra prometida que robaron, la huida de quienes vivían en ella, un destino marcado en la frente, el destino de nacer; oráculo que fue anunciado antes que su madre, su propia naturaleza era nacer en el destino del que había sido expulsada la humanidad: entonces ya no seríamos peregrinos del mundo, no viviríamos de prestado y llegaríamos por fin a casa, a Ítaca, a Sefarad, ya no estaríamos perdidos en el mal que se nos había metido dentro; volveríamos a ser buenos, volveríamos a ser lo que siempre fuimos, recobraríamos la inocencia que habíamos perdido, volveríamos a nuestra casa; a nuestra existencia feliz, al candor de una vida de anhelos, a la capacidad de vernos y mirarnos, allí, en el horizonte donde está la aventura, volveríamos a reconciliarnos con la posibilidad de soñar: seríamos capaces de ilusionarnos de nuevo y el mundo haría posibles nuestros sueños, dejaríamos de ser ilusos para acurrucarnos en brazos de la ilusión.

            Por eso ese nacimiento es una noche buena. Por eso en el cielo nació una estrella, la estrella que llevaba hasta Belén. Los reyes magos. Que no iban a adorar al niño sino a reencontrarse, a reconciliarse con el paraíso, a ser lo que siempre fueron pero se les había olvidado, a buscar la bondad y la inocencia, a repoblar esa vida cándida que tuvimos antes de vivir: a lo que habíamos sido antes. Podemos decorarlo con belenes, con árboles, pueden ser los reyes o puede ser papá Noel, San Nicolás o Santa Claus, con un trineo en la nieve paseando con los renos, surcando el cielo y dejando una estela, como si fuera nieve o como si fuera, en su haz de luz helada, una estrella en su rastro: polvo de invierno dejando huella, aviones a reacción, la cola de un cometa desde esa barba helada, en esa capucha roja de bordes blancos y piel tersa, dulce, suave, mullida y adorable como el fuego que nos alienta en el hogar.

            Al pie del árbol dejaremos los regalos. Dejaremos zapatos en la ventana, los reyes pondrán paquetes en ellos y les pondremos un vaso de leche, porque estarán cansados y vendrán con sed. Celebraremos también el día de los inocentes. Colgaremos muñecos recortados con periódicos, los pegaremos a la ropa de la gente, nos reiremos mientras bailan en sus espaldas, animados por el movimiento de sus pasos, nos pasaremos el día gastando bromas. La televisión dirá en Francia que el gobierno abrió Versalles para dar cobijo a los parados, y en España dirá que en el tren había aparecido un trineo; en Nueva York, que detrás de los rascacielos han visto a Poe y a Whitman y a Lorca y que hay un gorila enorme en lo alto del Empire State; en Rusia dirán que han visto un oso vestido de rojo y vete a saber en otros sitios lo que dirán. 

            Las risas, las bromas, la nieve, el turrón, iremos de casa en casa y pediremos el aguinaldo; tocaremos la carraca y la pandereta, la zambomba, cantaremos villancicos, nos pondremos la bufanda mientras se prepara el pavo aunque yo, como no tenía pavo, comía pollo y estaba más rico, la navidad de entonces tenía otro sabor. ¡Ay, qué días felices en que no existía papá Noel! A mí, papá Noel me gustaba pero entonces no había costumbres como las de ahora, ni conocíamos las costumbres francesas ni centroeuropeas ni anglosajonas, tan solo conocíamos a papá Noel; pero no existía papá Noel sin los reyes, no teníamos árboles sino nacimientos, como también celebrábamos los santos y no celebrábamos halloween. Debo reconocer que ahora ponemos árboles y me gusta el abeto, siempre me ha parecido un árbol soñador: con sus ramas majestuosas cuajadas de nieve, agujas en vez de hojas, brazos abiertos como caídos al suelo, y su cabeza de punta clavada en el cielo donde brillan, como rachas heladas, las estelas del trineo donde está viajando papá Noel.

            ¡Qué bonita es la navidad! Nacimiento de una humanidad renovada, reencuentro con la naturaleza, la luz del fuego chisporroteando en la chimenea, un poco de turrón que se deshace en las manos, un villancico y un portal de belén. Un villancico… A lo lejos suenan aires de navidad. Las luces, como alegrías cuajadas, adornan las calles extendiéndose de parte a parte, ya no hace frío como hacía antes, nos gustaría, quién sabe, que el cambio climático no nos desbordara, que no se llenaran las calles de humo, que no se deshicieran los polos ni se elevaran los mares, que no perdiéramos de nuevo la humanidad recobrada… Me gustaría, ¡ay!, que fuéramos responsables, me acuerdo mucho de Hans Jonas; que otra vez usáramos la inocencia, que entre villancicos la estamos recobrando para que el mundo, cuajado de navidades, siga siendo un mundo sin deterioros: en eso consiste tener un feliz y próspero año nuevo. Si fuéramos los que fuimos antes de vivir en este mundo ya no volveríamos a perderlo: y haríamos un paraíso, cuidaríamos su naturaleza que es la nuestra, allí, entre belenes, turrones, almendras y piñones, y zambombas y panderetas y sidra y cava y también, cómo no, con un poquito de champán: nos encontraríamos con el hogar que habíamos perdido, el que estaba llamándonos desde un árbol, una estrella de belén; y desde las figuras del nacimiento, ovejas, pastores, burras y bueyes, estaría ese mundo que habíamos buscado entre los mares donde perdimos las llaves de nuestra casa, y que se llamaba América o Ítaca o, quién sabe, acaso se llamaba simplemente Sefarad. 



 

 

viernes, 18 de diciembre de 2020

DE LA MONARQUÍA

 

 

HABLANDO CON UN CRISTAL

3. De la monarquía.

 


            Cuando compramos zapatos vienen en caja. Y una pluma para escribir, y un collar para adornarnos, y bombones, y turrones, y huevos y garbanzos; y patatas. Unas veces los venden en paquetes, otras en bolsas, otras en cajas. A veces forramos los libros para que no se manchen y otras para que estén bonitos; otras, para que no se rompan cuando los trasladamos.

 

            Las apariencias engañan a veces. Bien saben los tenderos atraer al cliente con los envoltorios, embellecer por fuera lo que por dentro es feo: algunas cajitas son más bellas que las joyas que contienen, algunos paquetes más ricos que los bombones: pero los turrones tienen por fuera lo mismo que tienen dentro; también los sarcófagos tienen la misma forma que los cadáveres y las hueveras se parecen a los huevos, aunque las cajas de ostras no se parecen a las ostras. No todo lo que reluce es oro.

 

            A veces nos da por denostar a la monarquía y la monarquía no es más que un envoltorio. Nos da por tirar la caja sin mirar lo que hay dentro cuando por dentro puede ser absoluta, constitucional o parlamentaria; también la república es una caja y puede contener ciudadanos, reyes, déspotas o demagogos. Tirar una caja para poner otra es tan absurdo como disfrutar de una liebre cuando comemos gato. Que hay repúblicas más corruptas que los reyes es tan verdad como que a veces nos están dando gato por liebre.

 


 

viernes, 11 de diciembre de 2020

 

 

EL MUNDO DE ULISES  

            Para comprender bien estas líneas será necesario conocer ante algunas leyendas. He aquí algunos de los motivos legendarios que podemos encontrar en lo viajes de Ulises:

            Circe era una hechicera que vivía en una isla maravillosa; a los que atrapaba en ella les hacía olvidar su hogar dándoles a beber una pócima; luego los transformaba en cerdos.

            Calipso era una diosa que atrajo a Ulises a su isla. Allí le ofreció las mejores delicias, los placeres más exquisitos (bebida, magníficos manjares y yacer en su propio lecho). Pero Ulises, cansado de tantos agasajos, quiso salir de la isla y volver a su casa, la isla de Ítaca. 

            Las sirenas eran seres mitológicos que embrujaban a los navegantes con su canto irresistible; atraídos por él se acercaban a la costa y allí encontraban la muerte.  

            Escila y Caribdis eran dos seres monstruosos. Cada uno estaba a un lado del canal por donde debía pasar Ulises. Escila tenía torso de mujer, cola de pez y seis cuellos serpeantes con cabeza de perro. Caribdis era un remolino que succionaba los barcos y los arrastraba hasta el fondo. Escila estaba a tiro de flecha de Caribdis, por lo que los barcos que querían alejarse de ella tenían que acercarse de Caribdis, y viceversa; estar entre Escila y Caribdis es lo mismo que estar entre la espada y la pared.

            Los lestrigones eran unos gigantes antropófagos que persiguieron a los marinos de Ulises; a los que consiguieron escapar los arponearon como a peces y destrozaron su barco tirando rocas enormes desde el acantilado.

            Polifemo tenía un solo ojo, colmillos de sable y orejas puntiagudas. Encerró en su cueva a los amigos de Ulises y empezó a comérselos hasta que, utilizando su astucia, Ulises consiguió vencerlo.

            Ulises era la personificación de la astucia. A él se debe la invención del caballo de Troya, para vencer a los troyanos mediante el engaño (ya que no les habían podido vencer en la guerra).

            Tiresias era un adivino ciego al que consultó Ulises para saber cómo sería su regreso a Ítaca; los dioses lo compensaron de su ceguera dándole el don de ver el futuro; para hablar con él, Ulises tuvo que bajar a los infiernos.

            Las vacas del sol eran un ganado prohibido porque quien se atreviera a comérselas tendría que soportar una terrible maldición. Los amigos de Ulises las cazaron y, como castigo, tuvieron que navegar bajo la tempestad y en ella encontraron la muerte.

            Los cícones fueron atacados por Ulises, que mandó quemar sus ciudades y raptar a sus mujeres; pero los amigos de Ulises se entretuvieron disfrutando del botín de guerra y fueron atacados, a su vez, por los refuerzos, que mataron a muchos de ellos; los que sobrevivieron los tuvieron que huir bajo un enorme temporal.

            Los lotófagos eran un pueblo que se drogaba comiendo flor de loto; los amigos de Ulises se aficionaron a esa droga y se olvidaron de su patria, hasta que Ulises los obligó a regresar a las naves para volver a ella.

            El saco de los vientos fue un regalo de Eolo. Eolo encerró los vientos y los ató para que no molestaran a los barcos de Ulises. Pero sus amigos creyeron que era un regalo que Ulises se guardaba para él solo, y por eso lo abrieron con intención de repartírselo; en cuanto quedaron sueltos, los vientos azotaron las naves y provocaron terribles tempestades que les hicieron naufragar.

            Los feacios eran un pueblo pacífico donde Ulises naufraga; allí lo encuentra la hija del rey, que consigue, después de oír el relato de sus aventuras, que pongan un barco a disposición de Ulises para que por fin pueda regresar a Ítaca. 


1.

 

            -Si os fijáis bien –dijo Juan-, el mundo de la Odisea se acerca bastante a lo que decía Ortega y Gasset: yo soy yo y mi circunstancia; yo soy Ulises, y el mundo son las aventuras por las que voy pasando.

            -¿Y cómo es ese mundo? –se atrevió a  preguntar Baiba.

            -Es un mundo de peligros, pero no de oportunidades. Está lleno de amenazas (acordaos de Escila, de Caribdis, de los lestrigones); de tentaciones (las sirenas, Circe, Calipso); pero no tiene posibilidades; no hay ocasiones para construir, sólo la necesidad de escapar a la destrucción.

            -¡Caramba! –exclamó Maia.

            -Y fijaos –prosiguió Juan-, Ulises también tiene sus propias posibilidades, como las tiene el mundo en el que está. Se puede ser inteligente de dos maneras: o siendo astuto (como Ulises) o siendo sabio (como Tiresias); pero de ningún modo se plantea la posibilidad de ser cuerdo sin ser un iluminado ni un aprovechado; la cordura de la calle es la picaresca, la de Ulises; la que utiliza la inteligencia para sacar tajada; pero esa inteligencia generosa, que observa la realidad sin aprovecharse de ella, no está en la Odisea.

            Cristal, sorprendida, se sumió en una profunda meditación; no había caído en ello.

            -Ser sabio –prosiguió Juan- no es razonar desinteresadamente haciendo uso de la inteligencia; es dejarse llevar por la intuición, que no siempre es acertada; nuestras corazonadas nos engañan a veces; la lógica, no.

            Cristal buscaba un orden en sus ideas. Desde luego, ella se sentía una persona racional, hipercrítica, un tanto escéptica, no dada a fiarse tan fácilmente de las intuiciones; ella necesitaba pruebas, razonamiento, argumentación, y descubría que en la Odisea sólo cabían el pillo y el iluminado; el científico, no.

            -Y si la naturaleza, concediéndonos la astucia, y a veces la clarividencia de las intuiciones, nos ha dado buenas armas, también nos ha dado un talón de Aquiles; unas limitaciones que actúan en nosotros, como un virus que nos destruye: un caballo de Troya; que unas veces nos hace ser así por naturaleza y otras nos las inocula la sociedad.

            Cristal no salía de su perplejidad. Jaime, que era astuto como Ulises, se sentía identificado; y también Baiba, a la que a veces ayudaban las corazonadas; pero Cristal, que sólo se guiaba por la razón científica, no tenía cabida en la Odisea.

            -Estamos en el mundo con nuestras armas y nuestro talón de Aquiles; por ejemplo, el de Polifemo es que era bruto. Esas posibilidades, junto con esas limitaciones, son nuestro destino de partida; el bagaje con el que nacemos, que incluye también nuestra libertad. Al hacer uso de él vamos construyendo nuestro destino, pero no el de partida: el de llegada; en parte depende de los dioses, que nos mueven a su antojo, pero cada cual sortea el capricho de los dioses con sus propias armas; por ejemplo, sus hombres responden a la tentación de Circe cediendo al deseo, y son convertidos en cerdos; pero Ulises responde con la libertad, y se libra de la desgracia. Lo mismo pasa con las vacas del sol: Ulises obedece a los dioses, porque le conviene; sus amigos, ciegos para ver lo que les conviene, desobedecen: y se pierden. Lo mismo pasa cuando se enfrenta a los cícones; se descuidan y se duermen en los laureles, y eso les cuesta la vida; o se dejan llevar por el placer de la droga, con los lotófagos; o caen en la indiscreción y los arrastra el saco de los vientos; o, como Ulises, resisten a la vida fácil (con los feacios) y prefieren viajar a Ítaca, donde no encuentran más que dificultades: pero les espera la felicidad.

            Sí. El mundo de Ulises no estaba hecho a escala humana. Se podía vivir en él si eras astuto y obediente, pero no si eras libre y no usabas la razón para dañar; que la razón es, a la postre, la más peligrosa de nuestras armas.

 


2.

 

            -Así pues, en la vida no hay más que peligros. No siempre hay que ser valientes, porque a veces no hay más remedio que huir; y aun así, no siempre es posible escapar; a veces sí, como en el país de los lestrigones; otras, aunque se pueda evitar el peligro, las amenazas, como Escila, nos ponen en situaciones límite. Y cuando nos acecha Caribdis no queda más que la resignación, porque con ella no hay escapatoria.

            Se quedó mirándolos, expectante. Carraspeó un poco.

            -El mundo ejerce sobre nosotros una poderosa atracción. Es como un conjunto de fuerzas que actúan sobre nosotros succionándonos hacia el centro. Cada peligro es un campo de fuerza que nos atrae. Y hay por el mundo muchos peligros. Otros son campos repelentes, y nos acercamos a ellos sin estar advertidos.

            -¿Como en Newton? –preguntó Cristal.

            -¿Perdón?

            -En física nos han hablado de Newton. Todo el universo se rige por la poderosa fuerza de gravitación universal.

            Juan respiró profundamente. Sí, podía valer.

            -Claro. Cada peligro es una fuerza que nos atrae. Pero no todas las fuerzas nos atraen de igual manera: unas nos llaman desde lejos, para que vayamos cuando no las habíamos visto; otras, en cambio, no las vemos; si caemos en ellas nos aspiran, nos devoran; pero si no caemos en su radio de acción nos dejan tranquilos.

            -Ya comprendo. –Cristal conocía bien la Odisea; se la había currado-. Los lestrigones no nos llaman; pero si nos acercamos a ellos los tenemos detrás de nosotros, para matarnos.

            -Eso es. O las cabezas de Escila; sus cuellos se estiran para buscarnos, pero Circe nos llama y somos nosotros quienes la buscamos.

            Cristal se hinchó, levantando los hombros con los brazos apoyados en la mesa. Su forma de respirar era una manera de pensar.

            -En cierto modo las tentaciones son atracciones libres. Son cabezas que nos buscan con sus cuellos larguísimos, mucho más largos que los de Escila; pero no están hechas de carne, sino de pensamientos; de imaginaciones, de encantos, de deseos. Las cabezas inmateriales son hechizos. Vapores mágicos que nos envuelven con su pegamento, como las telarañas.

            -Son las que nos explicaste el otro día, ¿verdad?

            -Las mismas. Calipso, la degradación; Circe, la degeneración; las sirenas, la muerte. Pero hemos conocido otra: la huida desertora, la de los lotófagos; la búsqueda de la inconsciencia, la vida fácil, los finales felices; huyen así quienes renuncian a sus obligaciones porque renuncian a su destino.

            -Eso –preguntó Cristal -¿es una degradación o un vivir degenerado?

            -Es una vida degradada –contestó Luis-. Se parece mucho a Calipso. Y algunos caen en ella porque su naturaleza los inclina como un trampolín, como el pervertido que se deja arrastrar por el juego porque tiene una inclinación natural hacia él; en el vicioso se conjugan la tentación y la tendencia: hay muchos que son tentados y resisten; pero otros sucumben porque tienden naturalmente a ella; la tentación funciona como una potentia; la tendencia, como possibilitas. Nuestras tendencias naturales son el abanico de posibilidades que tenemos en el mundo; pero algunas de ellas, volviéndose contra nosotros, funcionan como un caballo de Troya; como los leucocitos que matan a sus propios glóbulos rojos; como los soldados que, en vez de atacar a sus enemigos, atacan a sus protegidos.

            -¿Podría decirse que, si las tentaciones son atracciones libres, nuestras tendencias (las inclinaciones) son atracciones programadas? 

            -Sí. Unas veces por la naturaleza, como la ludopatía. Otras por la sociedad, como el apego a las modas.

            Cristal sopesó aquellas consideraciones.

            -Claro. Según eso, las enfermedades se producen cuando los virus invaden un organismo con predisposición genética; si el cuerpo no es receptivo, los virus no podrían hacer mella en él.

            Juan continuó con sus explicaciones.

            -La atracción, libre o programada, despierta dos pasiones en nosotros: la curiosidad y la búsqueda de la felicidad; la curiosidad es la pasión del conocimiento; la felicidad es la del corazón, y se escinde en los caminos de la cordialidad (que obra por nosotros) y de la visceralidad (que actúa contra nosotros). La felicidad regalada sigue un camino fácil, como cuando encontramos a los feacios; pero la felicidad conquistada es esforzada y valiente, como cuando llegamos a Ítaca.

            Juan aguzó la vista interior, concentrando los ojos de la inteligencia. Su inteligencia penetraba en las cosas con la agudeza de un águila.

            -La curiosidad es investigación o indiscreción; pero sólo la indiscreción aparece en la Odisea, como vemos en el episodio del saco de los vientos; la investigación, como curiosidad sana, nos enriquece con sus tesoros porque la ciencia pulsa en nosotros las cuerdas sensibles al saber; y el conocimiento tiene caminos que son toda una aventura: noodisea. Pero Ulises no valora la noodisea; para él la vida solamente es una odisea.

            -Ya –se quejó Cristal, ensimismada-. En el mundo homérico no se valora el saber; sólo si nos sirve para la supervivencia.

-Exacto. El saber práctico es astucia, táctica, estratagema. Ser listo es ser pícaro, no inteligente; y la picardía no es toda la inteligencia, sino solamente una de sus formas.

            -Por lo tanto la curiosidad sirve al conocimiento.

            -Sí. En Ulises es un conocimiento práctico, pero existe también el conocimiento teórico.

            -El conocimiento práctico es la técnica.

            -Sí. Y cuando se utiliza para combatir a otra voluntad que se enfrenta a la nuestra, lo llamamos estrategia.

            Cristal movió la cabeza, profundamente concentrada. Juan prosiguió exponiendo su punto de vista.

            -Según lo que acabamos de ver, el conocimiento es saber o sabiduría; lo contrario es brutalidad, y la encontramos en Polifemo. En Polifemo la brutalidad tiene dos vertientes: por un lado la ignorancia, por otro la crueldad; crueldad, torpeza, salvajismo, ésos son los dos significados de la palabra “bruto”.

            Cristal continuaba ensimismada.

            -¿Qué diferencia hay entre saber y sabiduría?

            -El saber puede entenderse como astucia o como cordura; en ambos casos es inteligencia moviéndose entre palabras; pero la sabiduría es intuición que alimenta la inteligencia.

            -¿En qué se diferencia la inteligencia de la intuición?

            -La intuición sería una lógica inconsciente; la inteligencia, una lógica mirando por las ventanas de la conciencia.

            Cristal había comprendido.

            -¿Y la conciencia? -preguntó.

            -Conciencia es darse cuenta de las cosas. No la hay que confundir con la conciencia moral, que es darse cuenta de lo que está bien y lo que está mal.

            Cristal sopesó aquellas respuestas. Le parecieron sensatas.

            -El saber –prosiguió Juan- es el conocimiento; en su grado máximo es sabiduría y en su grado mínimo, brutalidad.

            Luego calló, por un instante, antes de proseguir. 



            -El conocimiento bebe de tres fuentes: la razón, la experiencia y la conciencia. Empecemos por la razón; es la facultad de conectar unos conocimientos con otros; cuando se fija en la forma (llamémosla también estructura), es la lógica; cuando se fija en la figura, analogía; la lógica es, pues, el arte de conectar conocimientos desde su estructura; la analogía lo hace desde su figura o apariencia. Seguramente se pensó en algún momento que los parecidos no eran relaciones lógicas; por eso se les llamaría seguramente “alogías” (“a” es la negación griega); posiblemente se pensó después que sí que lo eran, y se negó la negación (“an” es la negación cuando la palabra negada empieza por vocal). Hay tanta razón en las estructuras como en las figuras; en los conceptos como en las percepciones.

Carraspeó un poco para marcar una pausa didáctica.

            -Hablemos ahora de la experiencia. La experiencia, o conjunto de cosas vividas, puede ser externa (mis relaciones con el mundo), interna (mis percepciones del mundo) o íntima (mis percepciones de mí mismo).

            Cogió una tiza y dibujó un rectángulo horizontal muy alargado. Lo dividió horizontalmente en dos mitades y en una puso a la razón y en otra a la experiencia. El rectángulo de la razón lo dividió horizontalmente en  otros dos, la lógica y la analogía, y el de la experiencia en otros tres: interna, externa e íntima. Cerró todos aquellos rectángulos con una línea horizontal y en ella escribió: “conciencia”. Lo dividió verticalmente en otros dos: inteligencia e intuición. Y la inteligencia la dividió a su vez en tres bandas verticales: instintiva, motriz y discursiva.

            -La conciencia –explicó- es darse cuenta o no de lo que uno está pensando. Al pensamiento inconsciente lo llamaremos intuición; al consciente, inteligencia. Ambos funcionan con lógica o analogía –y mostró, mientras hablaba, cómo se cruzaban los rectángulos verticales con los horizontales-. La inteligencia instintiva es una inteligencia bruta: la que tiene Polifemo. La inteligencia motriz se pone en juego en el deporte, la caza, la conducción, y cuando es analógica, en el juego; sobre todo en el juego simbólico, que es aprendizaje por imitación; aunque el juego simbólico, el de imitar roles, contiene también diferentes dosis de inteligencia discursiva.

            Luego utilizó la tiza como un puntero.

-La ciencia es la experiencia interna de la inteligencia discursiva auxiliada por la intuición; no se trata de que sólo estudie lo que nos pasa, no; estudia las percepciones que tenemos de lo que pasa en el mundo; si son percepciones de nuestros estados mentales, sería psicología.

Luego señaló una línea más bajo.

-La técnica es intuición e inteligencia (tanto discursiva, motriz como instintiva) de la experiencia externa; es decir, del mundo que se nos presenta como un reto, como una posibilidad, o como una amenaza.

Y señaló finalmente la última de las líneas.

-Esto es la comprensión: instinto e inteligencia aplicadas a nuestras experiencias íntimas; los afectos que adquieren un grado tan grande de profundidad, que resulta imposible expresarlos con palabras.

-La espiritualidad es la intuición de Tiresias.

            Juan abrió unos ojos grandes como platos: ¡qué grande era la inteligencia de Cristal!

-La razón, aplicada a la experiencia interna o externa, es el saber; pero aplicada a la experiencia íntima, que es donde predominan las intuiciones, es la sabiduría: tienes toda la razón, Cristal; el estudio del conocimiento ya no tiene secretos para ti.

            Y cerró la conversación con una sonrisa. Alguna fibra se debió estremecer en el corazón de la chica, porque se le escapó una sonrisa nerviosa; y sus ojos, cantarines, no sabían adónde mirar.


 


viernes, 4 de diciembre de 2020

LA PLAZOLETA

 

 

 

LA PLAZOLETA  

La calle Mestanza era la plazoleta. Sus casas eran blancas, sencillas como los pueblos del sur: que estaban bañados del sol y en el sol tenían toda su fuerza; he vuelto después al pueblo y el cielo se me ha caído en la cabeza porque ya no podía encontrar dos casas iguales: unas eran de ladrillo, otras cubiertas de baldosas, otras bañadas de cemento; ninguna era blanca y parecía que compitieran por ser diferentes, como si la libertad cifrada en la diferencia no nos dejara vivir entre aquellas casas idénticas acariciadas por la luz; un montón de casas que desaparecían en el horizonte convertidas en una enorme sábana blanca. Mi calle era bellísima y cuando la recuerdo, son paredes pintadas de cal hasta media altura y de ahí para abajo, piedras irregulares separadas por espacios de yeso que también se pintaban con cal; al pintar con cal lo llamaban enjalbegar. Todas las casas tenían un balcón con una baranda y sobre la baranda colgaban las persianas, que eran de madera verde; y no era para que no se viera lo que había dentro sino para que no las calentara el sol, que se volvía sofocante en las tardes de verano.

Hoy no sólo son las casas de distinto color, también son de distinta forma; unas son de dos pisos, otras de uno solo, algunas tienen garaje, pocas tienen balcón: y las aceras son de piedra y todo se ha vuelto uniforme con la dureza del cemento. Y lo que es peor, ya no existe la plazoleta; está llena de coches aparcados alrededor, y lo que entonces era grande hoy me parece pequeño, como si las casas se hubieran echado encima y se hubieran comido entre todas el lugar donde jugaban los niños.

Salíamos a jugar a la pelota. Las niñas jugaban al tejo, o saltaban a la comba mientras cantaban romances: luego jugábamos todos al escondite y al balón prisionero. Los niños también jugaban al trompo, a las bolas, hacíamos hoyos en el suelo y luego lo medíamos con la palma: y a la taba; un día jugaba yo con unos niños.

-España es grande –decía uno-; es el mejor país del mundo.

-¡Qué bonito es ser español!

Yo decía entonces:

-Si yo fuera español…

- Tú eres español –respondía uno, y entonces exclamé, alborozado, abriendo los brazos y apretando los puños:

-¡Qué alegría!

Eso era por la noche, cuando hacía fresco. Por la tarde mi madre me daba la merienda y yo buscaba la sombra para jugar; mi padre estaba trabajando, o andaba con sus cosas, y mi madre escuchaba la novela. Todos los niños merendábamos pan con chocolate. Las tabletas de chocolate tenían cromos, una vez fue la historia de los vikingos, otra la de los indios; yo rellené un álbum y lo mandé y me lo devolvieron con todos los cromos sellados; pedí unos patines y cuando me los mandaron me caía continuamente con ellos; después del primer intento me desesperé y los olvidé en algún sitio del que también me he olvidado. 

Un día pasaron dos enamorados dándose un beso. Y llegó el guardia y les puso una multa (no sé si sería un duro, una peseta no creo). Juanito seguía jugando con nosotros, yo jugaba mucho con Juanito pero era difícil jugar con él porque abusaba de nosotros y los niños tenían siempre que someterse; todos le tenían miedo. No sé si fue conmigo al instituto, no me suena. Por las mañanas de invierno pasaba el churrero. Iba envuelto en esa niebla espesa de Puertollano con su cesto de mimbre, churros gruesos que tomábamos con leche y se oía en la calle antes de verlo.

-¡El churrero…!

Luego salía de la niebla y era un chico de mi edad; no sé si iba al instituto o si jugábamos juntos, era conocido, un amigo, que aprendía a ser hombre y era casi un rapazuelo. Los burros dejaban sus boñigas, yo me acuerdo de las mulas, y una vez se empalmó un burro y los chicos nos reíamos del tamaño que adquiría su miembro, todo rojo y que casi le llegaba al suelo. Nosotros lo llamábamos lápiz de burro. Una vez vi a un hombre mayor quitándose el cinto. Lo agarró por la hebilla y dio un correazo contra el suelo. El sonido de la correa me dolió, porque me imaginaba la fuerza de su golpe y había oído que algunos padres les pegaban a sus hijos con la correa. Eran dos perros. Dos perros que se habían quedado pegados en la cópula y el hombre quería separarlos a correazos. El muy bruto.

También me acuerdo del Guerra. Un hombre de barba blanca con la cara llena de arrugas que llevaba puesta una sábana blanca, como los romanos. A mí me parecía un profeta, pero sería un vagabundo. Otra vez vinieron los zíngaros. Tenían un mono, un oso y un perro, y tocaban y bailaban encima de un carro y me parecía que eran gitanos grises, de pelo gris, ropas grises, esperanzas grises, y entonces no me fijaba en la suciedad; no recuerdo si tenían una flauta o una guitarra, pero creo que era un acordeón. Cuando salíamos de la calle había unos arbustos que decían que tenían piojos y por eso no nos acercábamos a ellos. La plazuela de la calle Mestanza estaba en el barrio de las Seiscientas; que lo llamaban así por el número de casas que tenía, pero su verdadero nombre era las Seiscientas treinta.

Los niños. Las casas. Los juegos. Ser niño era tener un decorado y aquel decorado era una calle sin coches, de casas radiantes y blancas, esquinas y callejones, cabras, gitanos y burros, y algunas veces, cuando hacían obras en la carretera, olía a alquitrán y hacía un ruido enorme la apisonadora; que era como un tractor montado sobre dos ruedas de granito en forma de cilindro, y parecía el troncomóvil de los Picapiedra. La calle Socuéllamos, la calle Mestanza, Pedro el de la cal, el guarrero, la patatera, Manolo atado a la pata de la cama, la abuelilla, la casa del practicante y la tienda del Puche, la carretera de Argamasilla. Juanito con sus cosas, el mundo de mi infancia, el mundo de las Seiscientas: disuelto entre la niebla con los mineros que caminan, los novios que se besan, y el fotógrafo: el fotógrafo que paraba el tiempo para que no corriera. Yo me acuerdo de aquel lugar que era nuestro como un paraíso de piedra, con el suelo de cemento y de asfalto, que era donde jugábamos los niños. Y me acuerdo de Carmelo y Barbarito, de la Santas y la niña ciega. De aquel trozo de pueblo donde estaba nuestro territorio entre la calle que sube y la calle que baja, la carretera, la vía del tren, el cerro a un lado y el cerro a otro. De aquellas casas blanqueadas por la cal. De las piedras en las paredes, y del árbol de la cigarra, los balcones, las persianas, el ciego sol que nos caldea, el arbusto de los piojos, los olivos que dormitaban lejos: porque dentro de todo, como el corazón que late en las costillas, protegido del mundo y del dolor, en el pecho donde había risas y juegos, estaba nuestro paraíso en las Seiscientas: la plazoleta.