LA PLAZOLETA
La calle Mestanza era la plazoleta. Sus casas eran blancas, sencillas como los pueblos del sur: que estaban bañados del sol y en el sol tenían toda su fuerza; he vuelto después al pueblo y el cielo se me ha caído en la cabeza porque ya no podía encontrar dos casas iguales: unas eran de ladrillo, otras cubiertas de baldosas, otras bañadas de cemento; ninguna era blanca y parecía que compitieran por ser diferentes, como si la libertad cifrada en la diferencia no nos dejara vivir entre aquellas casas idénticas acariciadas por la luz; un montón de casas que desaparecían en el horizonte convertidas en una enorme sábana blanca. Mi calle era bellísima y cuando la recuerdo, son paredes pintadas de cal hasta media altura y de ahí para abajo, piedras irregulares separadas por espacios de yeso que también se pintaban con cal; al pintar con cal lo llamaban enjalbegar. Todas las casas tenían un balcón con una baranda y sobre la baranda colgaban las persianas, que eran de madera verde; y no era para que no se viera lo que había dentro sino para que no las calentara el sol, que se volvía sofocante en las tardes de verano.
Hoy no sólo son las casas de distinto color, también son de distinta forma; unas son de dos pisos, otras de uno solo, algunas tienen garaje, pocas tienen balcón: y las aceras son de piedra y todo se ha vuelto uniforme con la dureza del cemento. Y lo que es peor, ya no existe la plazoleta; está llena de coches aparcados alrededor, y lo que entonces era grande hoy me parece pequeño, como si las casas se hubieran echado encima y se hubieran comido entre todas el lugar donde jugaban los niños.
Salíamos a jugar a la pelota. Las niñas jugaban al tejo, o saltaban a la comba mientras cantaban romances: luego jugábamos todos al escondite y al balón prisionero. Los niños también jugaban al trompo, a las bolas, hacíamos hoyos en el suelo y luego lo medíamos con la palma: y a la taba; un día jugaba yo con unos niños.
-España es grande –decía uno-; es el mejor país del mundo.
-¡Qué bonito es ser español!
Yo decía entonces:
-Si yo fuera español…
- Tú eres español –respondía uno, y entonces exclamé, alborozado, abriendo los brazos y apretando los puños:
-¡Qué alegría!
Eso era por la noche, cuando hacía fresco. Por la tarde mi madre me daba la merienda y yo buscaba la sombra para jugar; mi padre estaba trabajando, o andaba con sus cosas, y mi madre escuchaba la novela. Todos los niños merendábamos pan con chocolate. Las tabletas de chocolate tenían cromos, una vez fue la historia de los vikingos, otra la de los indios; yo rellené un álbum y lo mandé y me lo devolvieron con todos los cromos sellados; pedí unos patines y cuando me los mandaron me caía continuamente con ellos; después del primer intento me desesperé y los olvidé en algún sitio del que también me he olvidado.
Un día pasaron dos enamorados dándose un beso. Y llegó el guardia y les puso una multa (no sé si sería un duro, una peseta no creo). Juanito seguía jugando con nosotros, yo jugaba mucho con Juanito pero era difícil jugar con él porque abusaba de nosotros y los niños tenían siempre que someterse; todos le tenían miedo. No sé si fue conmigo al instituto, no me suena. Por las mañanas de invierno pasaba el churrero. Iba envuelto en esa niebla espesa de Puertollano con su cesto de mimbre, churros gruesos que tomábamos con leche y se oía en la calle antes de verlo.
-¡El churrero…!
Luego salía de la niebla y era un chico de mi edad; no sé si iba al instituto o si jugábamos juntos, era conocido, un amigo, que aprendía a ser hombre y era casi un rapazuelo. Los burros dejaban sus boñigas, yo me acuerdo de las mulas, y una vez se empalmó un burro y los chicos nos reíamos del tamaño que adquiría su miembro, todo rojo y que casi le llegaba al suelo. Nosotros lo llamábamos lápiz de burro. Una vez vi a un hombre mayor quitándose el cinto. Lo agarró por la hebilla y dio un correazo contra el suelo. El sonido de la correa me dolió, porque me imaginaba la fuerza de su golpe y había oído que algunos padres les pegaban a sus hijos con la correa. Eran dos perros. Dos perros que se habían quedado pegados en la cópula y el hombre quería separarlos a correazos. El muy bruto.
También me acuerdo del Guerra. Un hombre de barba blanca con la cara llena de arrugas que llevaba puesta una sábana blanca, como los romanos. A mí me parecía un profeta, pero sería un vagabundo. Otra vez vinieron los zíngaros. Tenían un mono, un oso y un perro, y tocaban y bailaban encima de un carro y me parecía que eran gitanos grises, de pelo gris, ropas grises, esperanzas grises, y entonces no me fijaba en la suciedad; no recuerdo si tenían una flauta o una guitarra, pero creo que era un acordeón. Cuando salíamos de la calle había unos arbustos que decían que tenían piojos y por eso no nos acercábamos a ellos. La plazuela de la calle Mestanza estaba en el barrio de las Seiscientas; que lo llamaban así por el número de casas que tenía, pero su verdadero nombre era las Seiscientas treinta.
Los niños. Las casas. Los juegos. Ser niño era tener un decorado y aquel decorado era una calle sin coches, de casas radiantes y blancas, esquinas y callejones, cabras, gitanos y burros, y algunas veces, cuando hacían obras en la carretera, olía a alquitrán y hacía un ruido enorme la apisonadora; que era como un tractor montado sobre dos ruedas de granito en forma de cilindro, y parecía el troncomóvil de los Picapiedra. La calle Socuéllamos, la calle Mestanza, Pedro el de la cal, el guarrero, la patatera, Manolo atado a la pata de la cama, la abuelilla, la casa del practicante y la tienda del Puche, la carretera de Argamasilla. Juanito con sus cosas, el mundo de mi infancia, el mundo de las Seiscientas: disuelto entre la niebla con los mineros que caminan, los novios que se besan, y el fotógrafo: el fotógrafo que paraba el tiempo para que no corriera. Yo me acuerdo de aquel lugar que era nuestro como un paraíso de piedra, con el suelo de cemento y de asfalto, que era donde jugábamos los niños. Y me acuerdo de Carmelo y Barbarito, de la Santas y la niña ciega. De aquel trozo de pueblo donde estaba nuestro territorio entre la calle que sube y la calle que baja, la carretera, la vía del tren, el cerro a un lado y el cerro a otro. De aquellas casas blanqueadas por la cal. De las piedras en las paredes, y del árbol de la cigarra, los balcones, las persianas, el ciego sol que nos caldea, el arbusto de los piojos, los olivos que dormitaban lejos: porque dentro de todo, como el corazón que late en las costillas, protegido del mundo y del dolor, en el pecho donde había risas y juegos, estaba nuestro paraíso en las Seiscientas: la plazoleta.
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ResponderEliminarBueno, después de tres intentos, parece que funciona. :))
ResponderEliminarMuy bonito y conmovedor este texto de la plaoleta. Es verdad que cuando regresamos a los lugares de nuestra infancia siendo adultos, parecen diminutos y tan diferentes, que se diría que no han existido, como si todo hubiera sido un sueño que nunca se hizo realidad.
Un recorrido por la nostalgia mi querida Lechuza 🦉 Literaria. La tierra es de uno y sus colores y olores y sus vivencias son nuestros para siempre en la memoria del olvido.🍀💛
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