viernes, 27 de noviembre de 2020

  

 

DICCIONARIO DE FILOSOFÍA

MITO

            Al método conclusivo, considerado como método racional, le falta el último paso y entonces la ciencia se convierte en filosofía. Ya hemos visto que la filosofía observa, explica y concluye, pero no contrasta. La filosofía vive de experiencias pero no hace experimentos. Ahora bien, hay otras formas de pensar que también explican el mundo sin contar con el experimento: son, además de la filosofía, el mito, las matemáticas y el conocimiento ordinario. Iremos viendo una por una estas formas de conocimiento; tomemos ahora el mito: ¿en qué consiste?

            Las explicaciones filosóficas (a las que hemos llamado especulaciones porque se sacan del mundo pero no se le devuelven) son pensamiento que duda; el mito, y, por extensión, la religión, es pensamiento que cree. En el mito la creencia es obligada, con lo que hay una presión social en el pensamiento mítico; cuando especula el filósofo y deduce el matemático, y razona la gente de la calle, expresa creencias y dudas razonables, basadas en probabilidades que buscan el mayor grado de verosimilitud; diríamos que una creencia poco probable tendería a ser rechazada por la filosofía y buscaría creencias más firmes, que con el tiempo serán rechazadas por otras aún más plausibles. En el mito encontramos, por el contrario, creencias ciegas: una fe sin fisuras, una adhesión total, sin vacilaciones ni reservas.

            La fe razonable del filósofo nos pone en contacto con la verdad. Sabemos que el filósofo saca sus conclusiones de la razón, unas veces de la inteligencia lógica, otras por intuición: y siempre motivado, movido, y hasta arrastrado, por el entusiasmo. Cuando ese entusiasmo se maravilla sobre todo por la lógica de las cosas, aunque disfrute también con la analogía, diremos que tiene naturaleza filosófica. Si por el contrario prima en él la analogía, más que la lógica, y se transporta al goce de la fantasía o la imaginación, lo que busca más que la verdad es la belleza, y entonces lo llamamos arte; tanto el filósofo como el artista creen en sus especulaciones sin creer del todo en ellas, su fe no es una fe ciega, sino prudente y cautelosa, aunque con ella se eleven hasta el rapto de los sentidos, el éxtasis, ya sea frenético o de la ensoñación; dicen los andaluces cuando una cosa es maravillosa que “quita el sentío”; o sea, que nos lleva más allá de la experiencia cotidiana y eso es el éxtasis: nos saca de la realidad.

            Cuando la creencia tiene pretensiones de verdad absoluta, el entusiasmo que nos produce nos lleva a la religión: y como la naturaleza humana es dudar con la inteligencia y creer con la voluntad, muchas veces creemos por voluntad de otros cuando nuestra voluntad se debilita por efecto de la duda; la voluntad ajena es una imposición, una fuerza social, una obligación coactiva (es decir, que no procede de la conciencia, aunque la conciencia a veces la adopte, y mucho más si esa adhesión procede del inconsciente). La creencia impuesta es el fundamento de la religión, y una de sus expresiones son las explicaciones racionales, es decir filosóficas, palabra que por fuerza hay que creer aunque no siempre se crea en ella: el mito, que tiene el entusiasmo del arte pero no la fe dudosa y prudente de la filosofía; el entusiasmo filosófico nos puede llevar a esa forma de mística que produce el éxtasis propio de una religión personal, caracterizada por una unión directa del espíritu con dios; pero el entusiasmo religioso produce delirio colectivo, sustento de una religión política, fuente de adhesiones más ciegas y hasta fanáticas que de inspiraciones profundas y sinceras. El mito tiene un componente racional que busca la verdad, y un componente coactivo, y por lo tanto contrario a la razón, que busca la emoción, como el arte; pero imponiéndola, y en eso estriba la religión. En el momento en que el mito rompa las cadenas de la opresión se transformará en filosofía. Tanto mito como filosofía son palabra, pero el mito (mythos) es palabra que hay que creer, mientras que la filosofía (logos) es palabra de la que se puede dudar y a la que se critica. 

            Cuando la filosofía se ha desprendido de la emoción se ha convertido, con Platón, en razón sin sentimientos, en inteligencia seca. Autores como María Zambrano reivindican la vuelta a los orígenes; a unos orígenes donde la razón emocionada y la palabra filosófica eran también palabra poética. Ideas parecidas las reivindican también Pacal o Spinoza, pero sin lenguaje poético; y Nietzsche, y en menor medida Schopenhauer y Heidegger, reivindican la poesía como contenido y expresión, como palabra poética; y San Juan de la Cruz la reivindica menos como filósofo que como poeta. Reivindicar poéticamente la poesía: ése es el reto del filósofo; cuya palabra, a la vez filosófica y poética, desborda el concepto con la metáfora y sube peldaños en la dificultad de comprender, un poco con Nietzsche y Zambrano. De modo que podemos distinguir la inteligencia poética (Zambrano, Nietzsche, Unamuno) de la inteligencia seca (Platón, Aristóteles, Descartes, Hume, Kant y muchos otros).

            Pero volvamos al mito. Podríamos decir que el mito es filosofía surgida de las emociones y atrapada en la opresión. Filosofía: búsqueda de la verdad y, por lo tanto, duda. Emoción: palabra poética que lleva de la experiencia emotiva de origen a nuevas y posibles experiencias emocionales. Religión: pérdida de la libertad que ofrece la duda convirtiendo las conjeturas en leyes, las especulaciones en dogmas (que, como no pasan por la criba del cuarto paso del método científico –la contrastación-, están, evidentemente, sin demostrar); no es lo mismo creer con los ojos cerrados en la caída de los cuerpos graves que creer ciegamente en la virginidad de María.

            Recordemos que la palabra “religión” significa dos cosas. Por un lado es la experiencia mística del mundo misterioso, atractivo y enigmático de las fuerzas y sensibilidades que no podemos entender: y nos entregamos a ellas con un anhelo entusiasta volcando en lo incomprensible nuestra limitación metafísica, la sustitución de la inteligencia al sentimiento, nuestra necesidad de goce entregándolo a nuestra imposibilidad de comprender: que es entregarse a la realidad del enigma, de quien esperamos la salvación de nuestros anhelos y la liberación de la muerte. Y por otro lado entendemos por religión la sumisión al poder político que se presenta como la encarnación de ese enigma inabarcable al que llamamos divinidad; convertido en poder despótico, el enigma religioso prescinde de la mística y la sustituye por obediencia temerosa y a veces aterrada; la prohibición de no creer en los dogmas especulativos crea una ortodoxia cuya desobediencia es castigada; y ya no nos asusta el enigma de dios, sino los tormentos que nos promete el poder político del sacerdote si dejamos de creer en él. La religión política como poder tiránico no tiene nada que ver con la religión mística que busca el goce anhelado en manos del entusiasmo salvador; poder religioso es la religión política, el mito entronizado como dominación social, la obediencia debida a una palabra que está prohibido cuestionar, que no es sino especulación convertida en dogma; y eso no tiene nada que ver con la experiencia personal del misterio metafísico, de la unión mística, que ama la conjetura prometedora y gozosa y vive lo misterioso como una energía embriagadora que “quita el sentío”, como dicen los flamencos, que adormece la lógica para despertar las intuiciones de la razón. El mito de los místicos está hecho de especulaciones embriagadoras; el mito de los sacerdotes está hecho de especulaciones opresoras; poesía frente a dogma, sentimiento frente a imposición, voluntad propia de una razón ebria frente a una voluntad que nos impone el rechazo a la razón: tales son las dos dimensiones del mito, que son al mismo tiempo las dos dimensiones de la religión. El mito que nos oprime habla por boca de los sacerdotes, y el mito que nos embriaga habla a través de la voz de los profetas: que son, a diferencia de los sacerdotes, intermediarios entre dios y nosotros, no intermediarios entre nosotros, dios y el emperador. El sacerdote está integrado en las instituciones religiosas pero el profeta es un marginal; hay momentos en que la Biblia ensalza a los profetas y presenta a dios, desobedeciendo el mandato de los rabinos, como un verso libre y un verso suelto, una voz no integrada en la sociedad; Cristo cura a los enfermos incluso en sábado, y los sacerdotes quieren recriminarle su desobediencia a los preceptos religiosos porque en sábado no se puede trabajar. Pero miremos: todos hemos oído hablar de  algún profeta (Elías, Eliseo, Amós, Daniel, Jonás), pero ¿quién es capaz de recordar el nombre de un solo sacerdote en la Biblia? El cristianismo, que se ha convertido en voz de los que mandan, nació siendo la voz de quienes se deleitaban uniéndose a dios

            Se dice que el mito surgió en el siglo –VIII de la mano de Homero y Hesiodo: craso error; lo que hicieron Hesiodo y Homero fue darles forma literaria a los mitos, no crearlos; los mitos nacieron mucho antes. En el siglo –XII se produce la invasión de los dorios; desaparece la escritura juntamente con el universo micénico y durante cuatrocientos años es el caos, la inseguridad en las casas, en los caminos, poblados siempre de bandidos; las narraciones son orales y las cantan los rapsodas, que deben memorizar los versos a falta de poderlos escribir. La inseguridad produce miedo y con el mido desaparecen las dudas que pueden tener los poetas: se impone la ortodoxia, que es el arma del poder, el castigo a los heterodoxos, la fe impuesta y la prohibición de pensar. Los historiadores llaman a esa época los tiempos oscuros; oscuros no porque reinara la ignorancia y la superstición, sino porque no había escritura que hablara de ellos; era una cultura ágrafa. Los únicos pensamientos que se tienen son los de los mitos: explicaciones verosímiles, tradiciones de las que no se duda porque el peso de las armas lo sostiene, el peso inerte de la tradición.

            Pero antes de los dorios estuvieron los cretenses. Los cretenses tuvieron una cultura muy desarrollada junto con una sólida y compleja organización política: ¿estaba permitida la duda? Seguramente tenían escritura, pero no alfabética, ni siquiera silábica. Debía haber escuelas donde se intercambiaban opiniones, se creaba controversia, y a eso no podemos llamarlo exactamente pensamiento mítico. Los mitos eran explicaciones verosímiles, y sobre ellos seguramente había lugares de ortodoxia y lugares de crítica. No, la cultura cretense no era 100 % mítica, si bien seguramente sus gérmenes filosóficos ocupaban espacios reducidos; la fe de los cretenses ocupaba el grueso del pensamiento de las gentes, y debía haber, junto a la ortodoxia del poder, maestros y escuelas de pensamiento racional.

            Así que el pensamiento mítico no es el que había antes de Homero, sino el que daba explicaciones que ninguna ciencia podía ni quería cuestionar. Palabra impuesta, no palabra hallada; y no fue la primera forma de pensar que hubo, antes de que apareciera el logos, puesto que el logos ya estaba contenido en el mito; el mito ya contenía lógica, analogía, intuición, y conciencia y experiencia del mundo; sólo que hubo épocas en que todo eso estaba encadenado y la creación vivía yugulada por la obediencia, la fe se durmió en el dogma. Lo que llamamos mythos no es un pensamiento anterior a la lógica, donde los relatos (cuentos, explicaciones, leyendas, poesía lírica y otras formas narrativas a los que llamamos mitos), sino un pensamiento que se impone y un pensamiento censurado; el mythos no es la proliferación de mitos que se oponen a la razón (mitos también los hay en la razón), sino la adopción de algunos de esos mitos como instrumento represivo del poder. 

            El siglo –VIII es el de la sistematización de los mitos, y en eso tiene más de pensamiento racional de la ortodoxia que de amputación ortodoxa de la razón, aunque también la tiene: por eso lo podríamos llamar protofilosófico. El verdadero pensamiento es aquel donde la arbitrariedad de la violencia está onmipresente y convierte a los mitos en expresión de la sumisión provocada por el miedo. Podríamos llamar mythos a las épocas donde el peso del miedo producido por la violencia (que convierte a la poesía en instrumento del poder) es mucho mayor que el peso (quizá habría que decir la ingravidez) del pensamiento libre; quizás habría que suponer que los poetas pensaron libremente historias (mitos) que después fueron utilizadas por los políticos para apuntalar su poder convirtiéndolo en pensamiento atado. Las épocas en que, por el contrario, el peso de la razón atada es proporcionalmente menor que el de la razón libre corresponderían a lo que la historiografía oficial ha venido llamando logos. No es que el mythos contuviera sólo relatos y el logos sólo abstracciones, sino que la abstracción fue ganando peso con el relato (y dentro de él) a medida que la creación se fue haciendo progresivamente más libre.

            Antes de los cretenses quizá hubo alternancias milenarias de periodos de logos y de mythos; y hasta en la época de las cavernas, donde el mythos seguramente pesaba más, quizá los maestros que enseñaban a tallar piedras también razonaban con sus discípulos; y junto a los hechiceros y magos que ejercían su poder a la sombra de la superstición acaso hubo otros magos que tenían poco de hechiceros y mucho de sabios; eso significa que posiblemente también hubo filósofos en la época de las cavernas; pero la oralidad no predispone a la conservación inteligente del saber, sino a su memorización, entusiasta o mecánica, o las dos cosas a la vez, más automática que comprensiva, aunque también adoptara simultáneamente estas dos formas. En la América precolombina hubo sociedades, como la cultura mochica, donde la vigilancia del ejército imponiendo mitos y miedo no impidió que hubiera un florecimiento formidable de observadores, pensadores y artistas; una ilustración parecida a la que Europa conoció en el Renacimiento, paralela, todo hay que decirlo, a la Inquisición. La cultura paracas desarrolló un pensamiento metafísico, sabían hacer trepanaciones, y el desarrollo de la técnica nazca se prolonga después en la formidable maquinaria de los incas, donde la técnica, la ciencia y el arte  se dieron la mano con el abrazo del oso del  imperio, cuyo ombligo era el Cuzco: el Tahuantinsuyo. Y no nos olvidemos de Chavín, donde el terror de los terremotos propició un culto fanático, despótico y cruel. Algo de eso debía haber también en el imperio huari, que se extendió sobre el ardor de los iluminados portadores del fanatismo; al igual que hizo Almanzor, o el imperio almohade, ahogando en fe ciega los progresos culturales del islam. El mundo es una alternancia de mythos y logos. Logos es la derrota de las enfermedades con el desarrollo de las vacunas; mythos es la superstición disfrazada de razones que extienden los movimientos antivacunas que quieren retrotraernos a los momentos anteriores a Pasteur.

            Los mitos utilizan inducciones, deducciones, analogías, valoraciones y virtudes. Edipo tiene que pensar para resolver el problema de la esfinge. Los egipcios construyeron pirámides utilizando el teorema de Pitágoras (mucho antes que Pitágoras). Los griegos explicaron las alternancias de inviernos y veranos con el mito de Perséfone. Los nórdicos supusieron que el caos primigenio estaba hecho de hielo y fuego, lo que no dejaba de ser una poetización del paisaje de Islandia: donde había montañas de hielo que escondían fuego en su interior porque eran volcanes. 

            ¿Qué decir de la creencia de los escandinavos en el valhalla y en el crepúsculo de los dioses? ¿Explicación del mundo surgida en un mundo de guerreros, o imposición de un espíritu guerrero por medio de relatos para convertir en salvajes unos pueblos pacíficos? ¿No extienden la creencia, tan supersticiosa como heroica, en que sus gestas serán recompensadas por las valkirias? ¿A qué responde la creencia de los griegos en el destino? ¿El culto al erotismo en los ritos, cánticos y bailes relacionados con Dionysos? ¿Qué representa el orfismo? Mitos, todos ellos, que florecieron en épocas donde ya se cultivaba la razón. Mitos en tiempo de logos.

            También en los mitos se encontraban modelos de virtudes, ejemplos edificantes para la vida. Incitación a la prudencia mediante ejemplos de episodios imprudentes: imprudencia de Krimilda al contarle a Brunilda el secreto de la hoja de tilo; imprudencia de Esaú al venderle a Jacob, por un plato de lentejas, su derecho de primogenitura; imprudencia de los marinos al robarle a Ulises, para abrirlo, el saco de los vientos. La desgracia producida por la codicia. La desgracia que nos acompaña si nos dejamos arrebatar por la ira: como le pasó a Heracles asesinando, en un arrebato de cólera, a su mujer y a sus hijos. La enseñanza de la astucia a través de Ulises, que lo mismo es capaz de engañar a Polifemo que de construir el caballo de Troya; de Prometeo, que engaña al mismísimo Zeus cuando tiene que repartir la carne y los huesos de un buey. El poder embriagador de la música, que se encarna en Orfeo. Y se inventan suplicios terribles, como el de Prometeo, condenado a ser devorado eternamente por un águila, o el de Tántalo, muerto de hambre  y sed y flotando en agua que se retira cada vez que se agacha para beberla, bajo viandas que se levantan sobre su cabeza cada vez que les quiere dar un mordisco.

            Creo que queda demostrado que en el mito hay dos ingredientes: los relatos, que no son incompatibles con la filosofía, y la ortodoxia, violenta e intransigente, que sí lo es; llamaremos mito a lo primero; a lo segundo, que utiliza el mito como instrumento de dominación, lo podemos llamar mythos. La filosofía no surge con el paso del mythos al logos. La filosofía contiene mitos (en Heráclito, en Parménides, en Platón, en Nietzsche, en Heidegger) perfectamente integrados en la razón. Y el logos convive con el mythos en épocas de ortodoxia y opresión, como en  el Renacimiento europeo. El mythos no es una existencia irracional que precede al advenimiento de la razón, sino un mar de despotismo en el que van apareciendo islotes de libertad; llega un momento en que esos islotes son tan numerosos que el mar desaparece y el agua se incrusta en la tierra, por la que corre, formando ríos, lagos, corrientes y aguas subterráneas. No hay un paso del mythos al logos; hay un logos que crece en el mito, en cuyo interior siempre estuvo desde el principio, pujando por salir a la superficie sin liberarse del todo de sus ataduras; y los mitos que alimentan la ortodoxia son los mismos que alimentan la libertad. 



 

 

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