EL ARADO DEL REY WAMBA
1.
Escudos redondos
y de madera,
espadas metálicas,
garras de fiera,
las lanzas arrojan
y nos aterran,
no mires, que avanzan
en son de guerra.
Avanzan por los caminos
aullando como los lobos,
y siembran sudor y muerte
los visigodos.
Dejando sobre sus pasos
caminos llenos de polvo
cabalgan, cruzando el cielo,
los visigodos.
Y no perdonan la vida,
que el suelo retumba todo,
que vienen en cabalgata
los visigodos.
El cielo aúlla y la hierba
bajo los cascos atruena,
que apunta el hierro y las lanzas
desgarran la tierra;
que no perdona el guerrero,
que no perdonan las fieras,
espadas como relámpagos,
mandobles como centellas.
Un resplandor en la noche
se enciende, el cielo aprieta;
las chispas las lanza el rayo
y el trueno rompe la niebla.
Hace tiempo que llegaron
como manadas de lobos
rompiendo la paz de Hispania
los visigodos.
Y fueron una tormenta
sembrando ríos de lodo,
tejiendo rayos y truenos
sobre nosotros.
¡Huid, campesinos, huid,
huid lejos, dejadlo todo!
Que nadie puede con ellos,
¡los visigodos!
¡Huid! ¡Corred por los campos, andad
por los valles, cruzad los ríos, llegad a la sierra! ¡Huid de las ciudades,
huid! Los godos han sepultado las fronteras. Ahora se desparraman sus hordas,
hombres a caballo, centauros casi, blandiendo sus hachas sobre la gente muerta.
Son instinto salvaje que arrasa el corazón y le arranca, desbocando el alma,
impulsos sin freno. La misma furia que invade a los romanos, los griegos y los
galos cuando están en guerra, ahora ha invadido a los suevos, a los francos, a
los vándalos y a los godos; no es la barbarie contra la civilización aunque el
bárbaro venga del campo, no; es el instinto desalmado que se desborda sobre sí
mismo destrozando el espíritu; la ira ciega que se desata, presa del terror,
cuando los atacan otros bárbaros que vienen de Asia: los hunos de Atila. No son
pueblos bárbaros sino la parte bárbara de un pueblo; no son pueblos que se
desploman sobre la civilización sino la barbarie que destruye el alma y hace,
de las gentes, fieras, de los pueblos, hordas, de las mieses, fuego; el alma
desalmada, perdida la humanidad, sólo tiene odio; la ciegan los narcóticos, el
miedo y la cólera, la desolación y la ruina. Roma construyó su imperio alzando
el alma con legiones desalmadas; los foros y bibliotecas son el silencio de las
armas: todos los pueblos han sido alguna vez almas erguidas por albañiles sin
alma, depósitos de cultura entre soldados incultos y sus ciudades, pacíficas,
se miran y reconocen en los campamentos guerreros; sus odeones y teatros
conviven con las prisiones y los infiernos; y debajo de las casas bullen,
inmundas, las cloacas.
Roma fue una cloaca debajo de una
ciudad, un alma debajo de una furia, un mundo debajo de un imperio; un bárbaro
debajo de un espíritu y una horda debajo de un ejército. Y otras hordas
arrasaron los campos de Roma, furia sin alma, cloacas sin ciudades, letrinas
del espíritu, soldados sin imperio. Es el imperio de los bárbaros, los bárbaros
de Roma, sí, adornados con ciudades; pero también los bárbaros germanos,
bárbaros sin ciudades y, privados de adornos, no fueron sino cloacas; fueron
expulsados de sus campos y convertidos en pueblos sin tierra, prisioneros de
sus guerreros, porque otros guerreros los hostigaron desde otros pueblos.
La caída de Roma fue la rebelión del
soldado contra el pueblo. La destrucción del ejército por las hordas. El cambio
del soldado por el guerrero: después, el guerrero se volvería, también,
soldado. Los godos fueron empujados por los hunos. El caballo de Atila aplastó
la hierba y la vistió de fuego. Los visigodos se desbocaron en Europa, los
ostrogodos entraron en Roma, el oeste lo ocuparon los francos y más allá, furia
de la furia, salvajes de los salvajes, violentos entre violentos, los vándalos:
que arrasaron por donde pasaban, como todos. Fue la ley del más fuerte, la
fuerza mandando en la inteligencia, no corazón, sino piedra, no fue valor, sino
ira. Europa fue una mancha de sangre y un inmenso fuego que se extendía sobre
la mies hasta quedarse ya sin mieses para que ardieran.
Ataúlfo fue el primer rey de los visigodos. Sentado en su silla (una silla de tijera, a la vieja usanza, con las patas corvas), hablaba con sus nobles, un brazo apoyado sobre el respaldo, el otro descansándole en el muslo; sus piernas, abiertas, tenían correajes cruzados sobre sus pantalones, y su espada atada al cinto le caía, cruzada con correas, hacia adentro. Su capa estaba sujeta con un broche y se desparramaba sobre la silla y Ataúlfo yacía sentado en ella: en la frente relucía una corona que tenía las puntas rotas como almenas. Los nobles, de pie, tenían largos faldones sujetos con un cinto y adornados por la correa de la espada: que les caía, dentro de la funda, con correajes cruzados, apoyándose en la pierna; tenían cascos claveteados, capas amplias, pelo largo y luengas barbas sobre la cota de mallas. Los reyes visigodos no eran una monarquía hereditaria; eran elegidos por sus pares, y por eso morían, rodeados de ambiciones, asesinados por sus sucesores en medio de las intrigas. Ataúlfo murió a manos de sus nobles. Sigerico, jefe del partido exaltado, fue elegido en una asamblea tumultuosa y mató a los hermanos de Ataúlfo, pero reinó unos días tan sólo. Luego Valia, el hermano de Ataúlfo, recuperó el trono. El reino visigodo desgranó sus reyes, como se desgrana un racimo de uvas, por la antigua geografía de Hispania. Teodoredo, Eurico, Leovigildo, Recaredo, Sisebuto, Suintila. El tiempo nos lleva hasta Recesvinto. Que murió en 672 y nadie, entre los godos, sabía quién iba a ser el próximo rey.
2.
He aquí la voz del santo padre; a
quien los godos han ido a preguntar quién iba a ser el nuevo rey. El santo
padre se sumió en un profundo sueño y, como José templando los sueños del
faraón, vio un espacio oscuro engulléndolo todo, como si el mundo donde estamos
fuera un enorme agujero, y escuchó voces: voces cavernosas que son como la
oscuridad del sonido; todo él estaba lleno de antorchas y aquel aliento
fantasmal se le metió en los huesos. Ecos de ultratumba retumbaban en aquellas
voces.
-Fuerte –dijo una, y la otra dijo:
-Templado.
Y un ángel blanco, con la vara
iluminada por las luces amarillas y rojas del crepúsculo, el aliento
fantasmagórico de las hogueras, extendió en el cielo su voz como un eco en la
bóveda de piedra:
-El alma fuerte ha de ser
apasionada: y moderada en la pasión; ni tan fuerte que sus golpes la rompan ni
tan blanda que no haga mella en la barbarie; el alma ha de ser templada como el
acero.
Entonces volvió a hablar la
primera voz:
-Acero.
Y la segunda dijo:
-Miel.
Y el ángel, que parecía en su
rostro fantasmagórico la piel del demonio, retumbando su voz en las cavernas,
volvió a atronar:
-El alma buena habrá de ser dulce
y firme a la vez; dura como el acero, dulce como la miel; como un oso habrá de
ser el alma, corazón de acero, piel de seda, miel de terciopelo, fuerza y
decisión. El alma buena es como el oso de las montañas, cariñoso y tierno con
sus ositos, pero fuerte cuando rompe a los fuertes con su abrazo, si vienen en
son de guerra; el abrazo del oso sale de la misma piel de donde salieron los
mimos; y del corazón.
Y otra vez, atronando en el
cielo, retumbaba la primera voz:
-Justo.
Y la segunda decía:
-Bueno.
Y el ángel se alzaba, con el rostro encendido por el resplandor del infierno, y volvió a hablar a la luz de las antorchas:
-El alma buena habrá de ser justa
o no será: si es blanda confundirán su bondad con cobardía; la creerán blanda
cuando es sensible, floja cuando es tierna, y si la ven pacífica la creerán
dispuesta a claudicar. Pero el alma justa también habrá de ser buena: justa, no
justiciera; firme, no cruel; será serena, sin violencia, donde hay castigo
nunca puede haber crueldad; será fiel a sus principios y guardará fidelidad a
la misericordia; todo castigo se hará por amistad y nunca con violencia; la
justicia dura siempre será dulce: donde hay justicia tiene que haber corazón.
-Palabra -dijo, profunda, una de
las voces.
-Voz –le replicó, oscura, la voz
que hablaba a la luz.
El ángel del crepúsculo no era la
voz del infierno; era la voz del corazón, que tiene sus luces diáfanas y sus
alientos crepusculares; y dijo:
-El alma que tiene palabra no
debe perder de vista la voz. En la palabra está la razón, pero la voz tiene
vida; las cosas justas serán razonables, pero también buenas; donde falta
corazón falta amor y falta fuerza, falta templanza y falta pasión, y una
palabra sin voz es una razón sin vida: está vacía y suena hueca.
El velo del cielo se empezó a
disolver en la niebla. El agujero negro se deshizo, hecho jirones, y sólo quedó
el ángel que le hablaba al papa con el eco de su voz:
-Un rey bueno ha de ser
apasionado en la fuerza, pero moderado en la pasión; razonable en la palabra,
pero vibrante en la voz; su palabra será justa pero su voz será buena, dura y
fuerte como el acero, pero sensible y pacífico, será fiel; y su corazón de
acero será el abrazo del oso; su piel tersa, suave como el terciopelo, tendrá
el sabor dulce de la miel.
Entonces alzó sus brazos y sus
alas se abrieron, majestuosas, bajo la luz de Caravaggio:
-El rey que buscáis se llama
Wamba. Es un campesino que en este mismo instante está arando los campos, allá
por las tierras del sur. Su yunta tiene un buey blanco como la nieve, ¿queréis
un rey bueno? Ahí lo tenéis; sólo lo tenéis que ir a buscar, pero está ahí.
Los cielos se cerraron y el santo padre abrió los ojos; y supo, entonces, que había salido de un profundo sueño; ahora sentía nostalgia de aquel corazón bueno, echaba de menos la luz de la razón, la voz cavernosa de las tinieblas, se le había clavado en lo más hondo y ahora se encontraba huérfano en este mundo: después de haber estado en el mundo de verdad; en su corazón trémulo todavía quedaba como una brisa, y el reino de la tierra tenía que parecerse a aquel otro, luz entre las sombras, de verdad resplandeciente y cristalina; de corazones que vibran bajo la voz; de vida conmoviendo a la razón.
3.
De vez en cuando se producen
estallidos y saltan, como fuegos artificiales, diminutos puntos blancos,
amarillos y rojos. El fuego chisporrotea y las llamas se entrelazan sobre un
tronco que se consume; a ambos lados se acumulan las cenizas. Es un resplandor
que ilumina la cara del conde, una luz vacilante que dibuja en su rostro
sombras y cercos; sus ojos parecen pozos hundidos en la luz: tiene el ceño
partido y la frente arrugada como un relámpago; su barba, espesa, canosa, se
derrama bajo el mentón como una cortina; tiene la cabeza cubierta y en la
frente una duda: como si la transparencia del fuego dejara ver pensamientos en
su interior.
Se ha retirado junto a la chimenea
para estar solo. El sacerdote, hace un rato, ha terminado la misa contando
viejas historias. La vara de Moisés. El bastón que se transforma en serpiente
porque lo quiere el dios verdadero, retando a los sacerdotes del faraón: y en
el desafío hay milagros y maravillas para demostrar que sus dioses son falsos;
y, por lo tanto, no existen.
-Sólo mi dios puede transformar este
bastón en serpiente; los tuyos no pueden.
Así lo hizo. Y la mente del conde,
mirando, huraño, a Bauda, entornaba los ojos para volverlos rendijas; rendijas
que dejaban escapar un brillo al amparo de la lumbre. Dos arrugas en cada ojo
apuntaban sonrisas por debajo de las sienes. El conde era incrédulo, pero le
divertían las historias extravagantes que contaba el cura. ¡Ramas convertidas
en serpientes, bastones donde crecen las flores! ¿A quién se le ocurre?
Aquella mañana había salido a pasear
por la nieve. Iba envuelto en su capa de pieles que le cubría el pecho como un
abrigo. Al llegar al río se quitó los guantes, se agachó sobre una piedra y se
lavó las manos: sintió el frío mojarle la piel y traspasarla; y meterse por la
carne hasta llegar al hueso, como si una onda insoportable lo congelara por
dentro. El frío se le clavaba en la cara como puñales, como agujas agudas y
diminutas. La nieve caía en copos menudos y se le antojaban hielo; no eran los
copos algodonosos del día anterior, cuando eran el hermoso decorado que pintaba
los bosques de blanco. Ramas cubiertas por el peso de la nieve, que unas veces
las doblaba y otras las partía; abetos centenarios soportando el invierno sobre
sus barbas espesas; más abajo, castaños enormes que se clavaban en el cielo,
con sus ramas desnudas, punzantes, sarmentosas y huesudas.
En la nieve veía las pisadas de un
venado. Tenía, protegiéndose del frío, un corte en el entrecejo: por allí
salían ideas; las ideas que iba teniendo, como aristas punzantes, sembradas por
el sacerdote entre las brasas del cerebro. Un golpe de pecho con un ruido en la
garganta, aire que disparaba por los orificios de la nariz, así soltaba su incredulidad:
así se mostraba a sí mismo su sarcasmo, su ironía. ¿Qué querían? ¡Ja! Un rey
bueno que al mismo tiempo fuese justo: en unas tierras labradas por la
injusticia. ¡Ja! ¿Qué más? Dulce, pero firme (cuando el tiempo viste de luces a
los cobardes y deja ver, por debajo de la firmeza, la crueldad). ¿Qué más
queréis para el rey? Seguid pidiendo. Queremos que tenga temple en la pasión
(cuando lo normal es ira y violencia); que tenga vida en la voz, en un mundo
donde sólo se emplea la voz para gritar, a muerte; caballos galopando,
aplastando el trigo y la hierba, y unos hombres vestidos de hierro, echando
chispas por los ojos, la espada en alto. ¿Qué hará este hombre sembrando paz en
tiempos de guerra? Se lo comerán a hachazos. Buscáis justicia y sólo hay crueldad,
buscáis razones y sólo hay golpes, buscáis un corazón sensible y sois corazones
de hierro: ese hombre no existe, y si existe os lo comeréis a dentelladas; porque
poco pueden hacer los corderos en un mundo poblado de lobos.
Volvió sobre sus pasos. Volvió a
contemplar la belleza del paisaje mientras se le clavaba en las carnes la
crueldad del frío. Y se reía. Sentía que su boca se estiraba en una sonrisa
amarga. ¿A qué buscar hombres justos si los vais a matar? ¿A qué preguntar al
santo padre? ¿Qué pintáis vosotros en Roma? ¡Ah, sí, que el lugar donde vive el
papa también es tierra de lobos! ¡El santo padre es el primer lobo entre los
lobos, pero vestido de cordero! Sois corazones de guerra vestidos de paz, aullidos
de cólera bajo una máscara serena; decís que buscáis un rey bueno y buscáis, en
verdad, un rey violento. Estáis afilando vuestra espada para cuando él llegue,
lo obligaréis a estar al acecho si se le ocurre ser justo porque vuestros dominios
están construidos sobre injusticias: ¿qué destino le espera a un rey en el
reino de Recesvinto?
Calló el conde y su clamor lo sepultó la nieve. Quedó atrapado bajo una rama que se tronchó, cargada de nieve, junto al tronco de un pino; al caer, la nieve se hizo polvo y nube que volvió a caer, enterrándolo, sobre el lamento del conde. Aquella noche había soplado un viento terrible; tempestades y ventiscas habían azotado los árboles, estrellándose contra el castillo; el cielo ululaba y el conde no pudo dormir pensando en Ragnahilda: ¿dónde estaba ahora su hija? Las huestes de otro godo se la habían llevado a otro castillo. Quién sabe, quizá la habían violado, quizá la habían matado, quizá habían volcado en ella su violencia y su ira; y a él no le quedaba paz para sembrarla en el reino, su brazo pedía una espada y su pecho no pedía justicia, sino venganza. Violencia, violencia, violencia. ¿Qué le iban a pedir al rey justo si la violencia era la argamasa con la que estaba hecho su reino? No pidáis quimeras, pues quimera es la palabra en un país de gritos. Vuestra espada, empeñada en partir corazones, quiere un corazón de acero sin dejar de ser justo. ¡Desalmados! ¡Felones! ¡Coléricos! ¡Malditos!
4.
Varios grupos de guerreros se
esparcen en todas direcciones. Desde Toledo, que era capital del reino desde Atanagildo,
los caballos avanzan por la llanura haciendo temblar la tierra. Atraviesan los
montes, la tierra descalza y desértica; cruzan los campos sembrados de trigo,
hollan con sus cascos terrenos pedregosos, buscan los puentes de los ríos y
aminoran su marcha en Despeñaperros; desde allí se extienden sobre Cazorla, el
llano cordobés, las tierras de Extremadura, el Guadalquivir, Sevilla; les han
dicho que por el sur encontrarían al futuro rey y allí van, espada al cinto,
con el escudo atado a la espalda, los cascos colgando del caballo y a un lado,
el hacha; no esperan encontrar resistencia porque avanzan por tierra visigoda
pero se previenen contra los malhechores, los fuera de la ley, sentados en sus
pieles encima de los caballos. Ya no son los fríos del invierno. Sopla una
brisa que les corre por el cuello y los árboles, indolentes, les susurran al
oído.
En uno de esos grupos está Rodrigo.
Es un guerrero joven que, a falta de enfrentarse a las guerras, no lleva cota
de mallas. Viste indumentaria ligera, pero la espada que tabletea al galope es
un ruido seco que lo acompaña siempre; y el escudo se mueve, al ritmo de los
cascos, golpeándole las espaldas. Es un cuerpo rudo sobre un rostro tosco cuyos
ojos llenan de luz las tierras por donde pasa. Levanta la mano y sus guerreros
obedecen y se detienen junto a unos matorrales. Rodrigo señala y frente a ellos
se extiende un campo que todavía no ha sido sembrado. Hay un hombre empujando
un arado del que tiran, indolentes, dos bueyes monótonos. Rodrigo grita:
-¡Wamba!
Nadie responde. Vuelve a gritar:
-¡Wamba!
Silencio. El campesino no se vuelve,
parece que no lo oyera. Hay unos árboles al fondo y detrás de los árboles, una
casa. Rodrigo se acerca abandonando la hierba que hay al otro lado del campo;
atrás deja un arroyo de aguas transparentes y escasas; se acerca al campesino.
El hombre, que le daba la espalda, oye los cascos y se vuelve hacia él. Estira
los labios sin cerrar la boca y se le agrietan los pómulos; entonces se pasa el
brazo por la frente y sus ojos se mojan: es el sudor, no son lágrimas. Rodrigo
se acerca y, desde el borde del campo, para no pisarlo, se dirige a él.
-Hola, buen hombre. Venimos buscando
a un campesino llamado Wamba: ¿por ventura lo conocéis?
El hombre niega con la cabeza y
Rodrigo lo mira. Se despide con un gesto de la mano y tuerce el cuello del
caballo tirando de la brida. Y cuando se aleja, deja tras de sí a unos hombres
clavando en tierra sus azadas, recogiendo piedras en sus serones, y el hombre
vuelve hacia la yunta y tira nuevamente del arado. El tedio de la mañana se
posa en sus cabezas y, como si fuera una maldición bíblica, los acompaña.
Abandonan los campos de trigo y
ahora se adentran por unos matorrales: es la primera vez que ven un arroyo en
tierras de secano. Por encima de sus cabezas hay una urraca; córvido, su
graznido desagradable le afea el hermoso cuerpo, negro y blanco. Pájaro de
huevos en nido ajeno. Ladrón. Signo de los tiempos.
Se internan por las matas y es un
bosque de olivos; su tronco es corto, pero grueso y nudoso, y sus ramas,
añosas, se retuercen bajo el sol. Campo de olivos sin aceitunas. Más allá han
encontrado unas encinas. Sombras de bellotas que alimentan a los cerdos; detrás
de ellos, el porquero.
-Buenos días, buen hombre: ¿sabéis
por ventura si hay por aquí un campesino que responde al nombre de Wamba?
No. Los guerreros prosiguen su
camino. Hay en la tierra esporádicos conejos y liebres. Corren, como culebras,
y sacuden con sus patas la tierra que llama a los hurones, los zorros y las
águilas. Allí a lo lejos hay un hombre con una ballesta.
-¿Qué tal se da el día, cazador?
Bien. Tiene atadas al cinto varias
cuerdas de perdices. En el zurrón se bambolea una liebre.
-Casi cazo un jabalí –dice-. Se me
ha escapado por los pelos; tiene clavada una flecha y sólo tengo que seguir el
camino de sangre.
Rodrigo sonríe. Mira alrededor. El
sol cae ya verticalmente sobre el suelo. Hace calor. Pero una brisa gélida
todavía se empeña en meterse por el cuello.
-¿Sois, por ventura, de este lugar?
-Sí, señor, ¿qué se os ofrece?
-¿Hay campesinos por esta tierra?
-Por aquí no. Es terreno de encinas,
olivos y alcornoques. Aquí sólo hay porqueros, tenéis a tiro de piedra los
montes de Toledo; pero más allá –señala con la mano- hay llanuras de secano y
tierras de labor; por allí hay campesinos.
-Gracias, cazador. –Rodrigo hace un
saludo con la mano-. Suerte con el jabalí.
-Gracias, señor; id con dios.
Rodrigo avanza por las encinas y los
caballos siguen al paso. Sus hombres a veces le siguen, otras veces se acercan
a él y hablan de cualquier cosa combatiendo el tedio. No pierden la esperanza,
aunque merma; si no fuera por la profecía la habrían perdido. Al punto se topan
con un pastor de ovejas; unos soldados; y un vaquero; todos les dicen que
encontrarán tierras de labranza más al sur. Pasan por Despeñaperros. El suelo
se seca y se llena de pedruscos, que crecen, con el tiempo, y se convierten en
peñascos; y empiezan a subir por las cuestas suaves, empinadas luego, y de
repente se encuentran sobre unos riscos contemplando un hermoso valle. De vez
en cuando descansan, cazan alguna presa o se nutren en casa de los labradores.
-¿Hay, por los alrededores, algún
labriego llamado Wamba?
Siempre una respuesta negativa.
Siempre seguir adelante, sin cejar en el empeño: la profecía los guía. Y al
cabo de muchos días ven a una mujer que camina con lentitud. Es una mujer
hermosa, con un canasto al hombro, que pasa por una cañada. Entre los guerreros
cunde el desaliento: el tedio va de la mano de la fatiga; preguntemos.
Súbitamente oyen todos la voz de aquella mujer.
-¡Wamba, desuncid ya! ¿No veis que
es mediodía? ¡Es hora de comer!
Rodrigo abre los ojos. Y sus
guerreros. Al estupor le sigue la conciencia de su sorpresa, y tras la sorpresa
viene la alegría. ¡Vamos! Y avanzan al paso por un camino y divisan, al doblar
por entre unos cuantos árboles, a un hombre que ha dejado el arado y se seca la
frente con el antebrazo. Los guerreros se apresuran. Al cabo de un rato están
delante de él y se detienen, contemplándolo, y Rodrigo lo examina punto por
punto y de arriba abajo; cuarenta años, calculo; mirada noble y de aspecto
sereno; cuerpo robusto, músculo fornido, le ponemos una armadura y podría ser…
un rey…
-¿Por fortuna os llamáis…?
-¡Wamba! –responde él; y les recorre
una ola de alegría que pone luz en sus ojos sombríos.
-¡Wamba! –repite Rodrigo-. ¡Vaya…!
Rodrigo inclina la frente en señal
de respeto. Se dispone a bajar del caballo pero se fija, de repente, en la
yunta: uno de los bueyes es blanco; ¡la profecía!
-Permitidnos –dice ya, pie en
tierra- que os besemos la mano; vos sois el rey Wamba, al que venimos buscando
por todo el reino; sois, señor, nuestro rey.
Wamba arruga el ceño y desconfía.
Sin duda son unos rufianes que se burlan de él. Pero no, ahora teme que sea
mucho peor, que sean soldados o forajidos y que vengan a prenderlo. Rodrigo le
explica que vienen en nombre del santo padre y que sobre él ha caído una
profecía; él es el rey de los visigodos, lo ha nombrado dios, todos los nobles
lo esperan desde la muerte de Recesvinto; ya ha pasado tiempo y nuestro pueblo
sigue sin rey; y vos, señor, habéis sido uncido; vos, rey Wamba, sois el
elegido.
Los juglares recorrerían después
estas tierras y castillos. Cantarían con sus laúdes las hazañas de los héroes,
cuando ya no hubiera godos, cuando Rodrigo hubiera sido vencido; cuando Pelayo
se hubiera alzado en armas y los osos se comieran la historia de Asturias. Los
juglares cantarían en tierra de lobos, y dirían hermosos versos, mientras
hacían vibrar las cuerdas sensibles de su laúd; cantarían las cosas del reino
godo, y del rey Wamba, cantarían la muerte de Recesvinto.
Mirada firme y serena, brazo justo,
rostro
dulce, frente alerta y gesto austero;
mano que abraza en la paz la mano
amiga
y sabe empuñar, si es preciso, el
acero;
sujeta la fuerza allí donde hay
amigos,
mas, cuando al corazón le roban
sus fueros,
sabe soltar la ira buscando la
guerra:
y ése es el sabio que, sin ser
pendenciero,
destroza y abraza y se mira en la tierra.
5.
Wamba los miró. La mujer, callando,
estudiaba minuciosamente a su marido. Él la miró y miró después a los feroces
guerreros: ni los ojos fieros podían competir con su mirada dulce ni las greñas
sucias podían igualar su cabellera rubia. Miró los hierros: las espadas no
valdrían nunca lo que su arado, que, lejos de clavarse en los cuerpos para
sacarles sangre, se clavaba en la tierra para sacarle vida. Y miró las bestias:
los caballos aguerridos, cubiertos de pieles, no valdrían nunca lo que vale el
yugo uncido sobre sus bueyes mansos. No, la guerra no era lo suyo. Prefería la
paz del hogar con el trabajo duro antes que el ardor de la guerra, con sus
riquezas, entre saqueo y rapiña.
Los nobles lo miraban, expectantes.
Él miraba al suelo como si en la tierra estuviera su decisión escrita.
Levantaba la vista hacia ellos: la bajaba mirando al suelo; y cuando lo miraba
se le ponían cosquillas en el vientre y se le expandía un profundo bienestar en
su pecho. No, no quería riquezas, ni gloria ni poder, no, no los quería. Y no
supo rechazarlos. Quería devolverles el cetro sin ofenderlos, despedirlos sin
mancillarlos, y no sabía cómo. De repente se acordó del bastón de Moisés: aquel
que se transformaba en serpiente si lo quería dios y florecía milagrosamente
sin echar raíces. Levantó su cayado mostrándolo a los guerreros y les dijo:
-El día que este bastón florezca yo
seré rey de los visigodos.
Y al bastón le brotaron yemas que se
hicieron capullos que se hicieron flores; las ramas, como columnas salomónicas,
se enroscaban cubriéndolo de pétalos. Rosas, blancos y negros, de todos los
colores, sobre sus toscos sarmientos: sobre sus sépalos verdes. Wamba miró a
Rodrigo con desaliento y, presa de desesperación, su rostro resignado no tuvo
más remedio que decir:
-Está bien, acepto.
Y lo llevaron a la corte. Y fue
coronado en Toledo y se convirtió en rey bueno, justo y magnánimo: bueno porque
para todos quiso prosperidad, no sólo para la corte; justo porque a los buenos
cuidaba y a los sanguinarios y crueles tuvo que aniquilarlos con crueldad,
volviéndose él mismo sanguinario; y magnánimo porque todo lo que hizo, tanto
premiar como castigar, lo hizo siempre con grandeza.
Habéis elegido un rey sabio en la casa de Wamba,
sensible, fuerte y templado,
fiel, justiciero y bueno;
enamorado de una mujer, pero
colérico,
violento con los violentos y
tierno con los tiernos:
moderado en la pasión, apasionado
en la paz,
pacífico en el valor, valeroso en
el silencio;
si habla, su voz es dulce cuando
es tiempo de palabras,
y habla a gritos si es de guerra la voz que nos pusieron.
6.
Mas no hubo paz en el reino de
Wamba. Ilderico encabezó una revuelta en Septimania, y el duque Paulo,
rebelándose en Narbona, se proclamaba rey en Gerona; Wamba, mientras tanto, se
encontraba en Cantabria combatiendo a los gascones; y tuvo que volverse como el
rayo y arrasar Narbona, Barcelona y Tarragona. Los nobles contra el rey, los
nobles entre sí, católicos contra arrianos, hispanos contra visigodos. Tuvo que
sofocar la rebelón de los vascones, de los astures, contra todos empuñó el
hacha y la empuñó contra los bereberes, que penetraban por el norte de África.
Wamba amaba la paz y tuvo guerra. Se puede ser sabio y sensible, pero no ser a
un tiempo templado y fuerte; no cuando la fuerza salvaje te obliga a ser
salvaje, no puedes moderar tus fuerzas. Tienes que ser justiciero con la gente
que no es fiel, y ya no puedes ser magnánimo, misericordioso y bueno; tienes
que ser violento con los violentos pero no te dejan ser tierno con los tiernos;
no puedes ser pacífico porque por todos lados te rodea la guerra.
Los jinetes avanzan en cabalgata,
espada en alto; los infantes aplastados por los caballos; las hachas se abaten
rompiendo pechos, cortando cabezas, partiendo cráneos; los chorros de sangre
llueven en su ceguera y te ciegan los ojos, te manchan el cuerpo, te empapan la
mano y llueven por el aire mandobles furiosos; jirones de carne, un confuso montón
de guerreros apretados y locos golpeando escudos, mazas llenas de clavos,
almetes partidos, teñidos de rojo, ayes de dolor, la pasión de la carne
rasgada, los heridos gritando, gateando sin fuerzas, rematados sin piedad,
abandonados a su suerte o batidos por las lanzas, las flechas anónimas, las
espadas sin nombre o las patas de los caballos. Eso es la guerra: pasiones sin
compasión, fuerza sin corazón, palabras teñidas de ardor, reducidas al
silencio. Ser fiel es cobrar venganza puesto que los otros han sido infieles;
ser pacífico es hacer la guerra puesto que la paz es amenaza; amar a una mujer
es olvidarla, que no hay sitio para el amor en el campo de batalla; y ser bueno
es matar si el que mata no muere: pues expandirá la muerte por doquier, la
violencia, el dolor, la injusticia y el ardor de poner patas arriba lo que la naturaleza
quiso que estuviera en pie, grande, transparente, limpio, bajo el sol y bajo el
viento.
En mitad de la batalla espolea su
caballo el rey Wamba. El caballo está agotado, anda no más, ya no puede trotar,
pesadamente sube por la falda de un cerro. Allí se detiene el rey. Allí mira a
sus tropas, cómo batallan, cómo están venciendo sus guerreros, pero a costa de
muchas vidas, mucho dolor y sacrificio, muchas penalidades sin cuento; muchos
huérfanos, muchos amores que, cuando suspiran por sus dueñas, no son ya más que
relámpagos de muertos.
Desde allí mira sus tropas. Y ve en
las hachas azadones terrosos, los caballos le parecen bueyes, las espadas son
arados y él, en vez de corona, tiene la frente desnuda; el sol la perla de
gotas, le parece estar en el campo, labrando la tierra, en el tiempo en que era
feliz, y su mujer lo llamaba a desuncir los bueyes para ir a comer, ¡oh, qué
tiempo desdichado, desdichado, sí, porque ya no es! ¡Tiempo aquel en que todo
era paz y el aire se llenaba de luz, y sus ojos dulces lo miraban todo y sus
manos le acariciaban el rostro, y el campo era de labor y no, como ahora, un
campo de batalla! ¡Ay de mí, desdichado! Tuve que ser rey y abandonar la paz y
sólo fui desde entonces un fantasma en una guerra. ¡Ay, dios, si volviera aquel
tiempo! Más quiero yo empujar el arado y soñar con el amor que me embriagaba entonces.
Bien sabía yo que aceptando el cetro ceñí corona y fui poder, pero en la corona
estaba la espada y en la espada ceñí también la sangre y el dolor, la maldición
de la tierra.
No quise ser rey y pedí un
imposible. Dije que sería rey cuando me floreciera el bastón y el bastón
floreció porque yo no sabía que dios, que me había elegido, obraría milagros
pidiera yo lo que pidiera. No valió mi palabra, venció el destino: que era la
palabra de dios y me impuso su voluntad, y mi voluntad no valió nada; yo estaba
condenado a ser rey y lo fui aunque no quise, y ahora que se ha cumplido todo
me acuerdo del campo en que viví, el que abandoné cuando el destino me arrastró,
pero yo prefiero ser un pobre labrador en paz conmigo mismo y con dios y ya no
tengo dios ni me tengo a mí ni la tengo, si me apuras, a ella. Me acuerdo de la
tierra en que nací. De mis padres, que me criaron; que me enseñaron la humildad
y la alegría de ser feliz, aunque fuera pobre, que no lo era; que mi yunta de
bueyes me daba para vivir y aunque no nadara en oro, tampoco nadaba en la
pobreza. Oh, dios, ¿por qué no te apiadas de mí? ¿Por qué no haces que el
tiempo corra al revés, por qué no haces que el tiempo vuelva? Mas no, que
Arturo se convirtió en rey cuando pudo arrancar la espada de la piedra y yo fui
rey cuando crecieron flores en mi bastón, cuando yo les pedí que florecieran.
Ahora sufro y soy rey. Soy poderoso,
sí, pero no tengo amigos que me quieran sino nobles que me envidian; y duques y
condes que, tan pronto vuelvo la espalda, se arrojan sobre mí para clavarme las
armas; para quitarme el reino y dividir lo que está unido y destrozar los
campos sembrados, incendiar las mieses, arrasar las ciudades para alimentar su
ambición, que crece a costa de los muertos y se alimenta, como la hoz y la
guadaña, de todas las vidas que siegan. ¡He venido a defender el reino! ¡Y lo
defenderé, vive dios, cueste lo que cueste, caiga quien caiga y muera quien muera!
Eso es lo que he hecho y estoy
cansado. Los surcos han venido a labrar mi frente y mis ojos se han hundido en
pozos siniestros, en oscuras cuevas. Tengo las mejillas partidas desde mis
barbas gruesas y son dos tajos que apuntan a los ojos, cansados, vencidos,
entornados y muertos. Ya no hay fulgor en mis ojos. Ya no lo hay, ni furia
siquiera. Antaño brillaban de alegría, otras veces de pasión, otras porque les
daba el sol, otras porque los reflejaba el agua del arroyo que regaba la
tierra. Hoy no tienen brillo, ya ves: sombrío me he vuelto; sombrío en el
dolor, sombrío en mi pesadez, me pesan las guerras que he tenido, me pesan los
recuerdos de ella. No está junto a mí. ¿Dónde estás, amor, dónde fuiste, que
estoy solo, estás acaso en el cielo, pues ya conmigo no estás, yo, que estoy en
la tierra?
Entonces tiene una visión. Mira al
sol y sus ojos se velan y es entonces un resplandor, y en él se disuelve el
mundo, que se va, fundido en blanco, amarillo como el oro, deslumbrado, ciego;
él se frota los ojos y en la niebla de mil luces que se cruzan en ellos ve,
entre telarañas, un arado: el arado del rey Wamba; la presencia de la vida que
sacrificó, por sentido del deber, cuando el cielo lo señaló a él, para ceñir
corona, a la muerte de Recesvinto. Cambió el arado por la espada y ahora vuelve
al arado para decirle que si no hay ardor en él tampoco puede haber paz en la
espada; abandonada a sí misma la espada es guerra, pero guiada por el corazón
la espada es… la espada son los ojos de ella.
Oigo el laúd del trovador. Oigo la música que envuelve las cuerdas que me embriagan, los versos que me apenan. Ésta es la historia del rey Wamba. Del labrador arrancado al campo para suceder a un rey, trocando alegrías por guerra: quiso ser bueno, justo y fuerte y no pudo ser más que fuerte, pues las armas rompen la bondad y la justicia es una balanza con una espada. Su voz era dulce cuando se llenaba de palabras… pero no eran tiempos de palabras sino de voces: hablaban a gritos, escudos que paraban las espadas, brazos que no servían para abrazar, sino para golpear con fuerza. Ésta es la historia del rey Wamba. Quiso ser bueno y no pudo ser: eran tiempos de lobos, tiempos de muerte. En la colina un aullido atraviesa el aire; abraza el cielo, la nieve estremece con su llanto, se extiende avanzando hacia el ocaso y se hunde en las tinieblas, se apaga el sol y desaparece. Viene el tiempo de los lobos. El tiempo de los amores dulces viene.
Mas no hay dulzura, ya no es tiempo
de hablar de amor y justicia
sino de violencia y guerra;
estos ojos sólo miran
en el polvo de la tierra,
tiempo en el que sólo había
cabalgatas de salvajes
destrozando las ermitas
que se encuentran en la sierra:
truenos, rayos se encendían
incendiando la meseta
entre muerte y agonía
y desprecio a las leyendas.
Ya no es tiempo de justicia,
ya no es tiempo de valor,
no es el tiempo del rey Wamba,
ahora es tiempo de violencia.
Ahora sí que somos bárbaros,
y en relámpagos de sangre,
por los siglos de los siglos,
arderá toda la tierra:
no es el tiempo de la vida,
¡es el tiempo de la guerra!
Es el tiempo de la muerte. Cuando Wamba estuvo en guerra.
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