viernes, 6 de noviembre de 2020

EL ARADO DEL REY WAMBA

 

 

EL ARADO DEL REY WAMBA 


1.

           Escudos redondos

         y de madera,

         espadas metálicas,

         garras de fiera,

         las lanzas arrojan

         y nos aterran,

         no mires, que avanzan

         en son de guerra.

 

  Avanzan por los caminos

aullando como los lobos,

y siembran sudor y muerte

         los visigodos.

 

  Dejando sobre sus pasos

caminos llenos de polvo

cabalgan, cruzando el cielo,

         los visigodos.

 

  Y no perdonan la vida,

que el suelo retumba todo,

que vienen en cabalgata

         los visigodos.

 

  El cielo aúlla y la hierba

bajo los cascos atruena,

que apunta el hierro y las lanzas

         desgarran la tierra;

 

que no perdona el guerrero,

que no perdonan las fieras,

espadas como relámpagos,

mandobles como centellas. 

 

  Un resplandor en la noche

se enciende, el cielo aprieta;

las chispas las lanza el rayo

y el trueno rompe la niebla.

 

  Hace tiempo que llegaron

como manadas de lobos

rompiendo la paz de Hispania

         los visigodos.

 

  Y fueron una tormenta

sembrando ríos de lodo,

tejiendo rayos y truenos

         sobre nosotros.

 

  ¡Huid, campesinos, huid,

huid lejos, dejadlo todo!

Que nadie puede con ellos,     

                                                     ¡los visigodos!

            ¡Huid! ¡Corred por los campos, andad por los valles, cruzad los ríos, llegad a la sierra! ¡Huid de las ciudades, huid! Los godos han sepultado las fronteras. Ahora se desparraman sus hordas, hombres a caballo, centauros casi, blandiendo sus hachas sobre la gente muerta. Son instinto salvaje que arrasa el corazón y le arranca, desbocando el alma, impulsos sin freno. La misma furia que invade a los romanos, los griegos y los galos cuando están en guerra, ahora ha invadido a los suevos, a los francos, a los vándalos y a los godos; no es la barbarie contra la civilización aunque el bárbaro venga del campo, no; es el instinto desalmado que se desborda sobre sí mismo destrozando el espíritu; la ira ciega que se desata, presa del terror, cuando los atacan otros bárbaros que vienen de Asia: los hunos de Atila. No son pueblos bárbaros sino la parte bárbara de un pueblo; no son pueblos que se desploman sobre la civilización sino la barbarie que destruye el alma y hace, de las gentes, fieras, de los pueblos, hordas, de las mieses, fuego; el alma desalmada, perdida la humanidad, sólo tiene odio; la ciegan los narcóticos, el miedo y la cólera, la desolación y la ruina. Roma construyó su imperio alzando el alma con legiones desalmadas; los foros y bibliotecas son el silencio de las armas: todos los pueblos han sido alguna vez almas erguidas por albañiles sin alma, depósitos de cultura entre soldados incultos y sus ciudades, pacíficas, se miran y reconocen en los campamentos guerreros; sus odeones y teatros conviven con las prisiones y los infiernos; y debajo de las casas bullen, inmundas, las cloacas.

            Roma fue una cloaca debajo de una ciudad, un alma debajo de una furia, un mundo debajo de un imperio; un bárbaro debajo de un espíritu y una horda debajo de un ejército. Y otras hordas arrasaron los campos de Roma, furia sin alma, cloacas sin ciudades, letrinas del espíritu, soldados sin imperio. Es el imperio de los bárbaros, los bárbaros de Roma, sí, adornados con ciudades; pero también los bárbaros germanos, bárbaros sin ciudades y, privados de adornos, no fueron sino cloacas; fueron expulsados de sus campos y convertidos en pueblos sin tierra, prisioneros de sus guerreros, porque otros guerreros los hostigaron desde otros pueblos.

            La caída de Roma fue la rebelión del soldado contra el pueblo. La destrucción del ejército por las hordas. El cambio del soldado por el guerrero: después, el guerrero se volvería, también, soldado. Los godos fueron empujados por los hunos. El caballo de Atila aplastó la hierba y la vistió de fuego. Los visigodos se desbocaron en Europa, los ostrogodos entraron en Roma, el oeste lo ocuparon los francos y más allá, furia de la furia, salvajes de los salvajes, violentos entre violentos, los vándalos: que arrasaron por donde pasaban, como todos. Fue la ley del más fuerte, la fuerza mandando en la inteligencia, no corazón, sino piedra, no fue valor, sino ira. Europa fue una mancha de sangre y un inmenso fuego que se extendía sobre la mies hasta quedarse ya sin mieses para que ardieran.

            Ataúlfo fue el primer rey de los visigodos. Sentado en su silla (una silla de tijera, a la vieja usanza, con las patas corvas), hablaba con sus nobles, un brazo apoyado sobre el respaldo, el otro descansándole en el muslo; sus piernas, abiertas, tenían correajes cruzados sobre sus pantalones, y su espada atada al cinto le caía, cruzada con correas, hacia adentro. Su capa estaba sujeta con un broche y se desparramaba sobre la silla y Ataúlfo yacía sentado en ella: en la frente relucía una corona que tenía las puntas rotas como almenas. Los nobles, de pie, tenían largos faldones sujetos con un cinto y adornados por la correa de la espada: que les caía, dentro de la funda, con correajes cruzados, apoyándose en la pierna; tenían cascos claveteados, capas amplias, pelo largo y luengas barbas sobre la cota de mallas. Los reyes visigodos no eran una monarquía hereditaria; eran elegidos por sus pares, y por eso morían, rodeados de ambiciones, asesinados por sus sucesores en medio de las intrigas. Ataúlfo murió a manos de sus nobles. Sigerico, jefe del partido exaltado, fue elegido en una asamblea tumultuosa y mató a los hermanos de Ataúlfo, pero reinó unos días tan sólo. Luego Valia, el hermano de Ataúlfo, recuperó el trono. El reino visigodo desgranó sus reyes, como se desgrana un racimo de uvas, por la antigua geografía de Hispania. Teodoredo, Eurico, Leovigildo, Recaredo, Sisebuto, Suintila. El tiempo nos lleva hasta Recesvinto. Que murió en 672 y nadie, entre los godos, sabía quién iba a ser el próximo rey.


2.

            He aquí la voz del santo padre; a quien los godos han ido a preguntar quién iba a ser el nuevo rey. El santo padre se sumió en un profundo sueño y, como José templando los sueños del faraón, vio un espacio oscuro engulléndolo todo, como si el mundo donde estamos fuera un enorme agujero, y escuchó voces: voces cavernosas que son como la oscuridad del sonido; todo él estaba lleno de antorchas y aquel aliento fantasmal se le metió en los huesos. Ecos de ultratumba retumbaban en aquellas voces.

            -Fuerte –dijo una, y  la otra dijo:

            -Templado.

            Y un ángel blanco, con la vara iluminada por las luces amarillas y rojas del crepúsculo, el aliento fantasmagórico de las hogueras, extendió en el cielo su voz como un eco en la bóveda de piedra:

-El alma fuerte ha de ser apasionada: y moderada en la pasión; ni tan fuerte que sus golpes la rompan ni tan blanda que no haga mella en la barbarie; el alma ha de ser templada como el acero.

Entonces volvió a hablar la primera voz:

-Acero.

Y la segunda dijo:

-Miel.

Y el ángel, que parecía en su rostro fantasmagórico la piel del demonio, retumbando su voz en las cavernas, volvió a atronar:

-El alma buena habrá de ser dulce y firme a la vez; dura como el acero, dulce como la miel; como un oso habrá de ser el alma, corazón de acero, piel de seda, miel de terciopelo, fuerza y decisión. El alma buena es como el oso de las montañas, cariñoso y tierno con sus ositos, pero fuerte cuando rompe a los fuertes con su abrazo, si vienen en son de guerra; el abrazo del oso sale de la misma piel de donde salieron los mimos; y del corazón.

Y otra vez, atronando en el cielo, retumbaba la primera voz:

-Justo.

Y la segunda decía:

-Bueno.

Y el ángel se alzaba, con el rostro encendido por el resplandor del infierno, y volvió a hablar a la luz de las antorchas: 

-El alma buena habrá de ser justa o no será: si es blanda confundirán su bondad con cobardía; la creerán blanda cuando es sensible, floja cuando es tierna, y si la ven pacífica la creerán dispuesta a claudicar. Pero el alma justa también habrá de ser buena: justa, no justiciera; firme, no cruel; será serena, sin violencia, donde hay castigo nunca puede haber crueldad; será fiel a sus principios y guardará fidelidad a la misericordia; todo castigo se hará por amistad y nunca con violencia; la justicia dura siempre será dulce: donde hay justicia tiene que haber corazón.

-Palabra -dijo, profunda, una de las voces.

-Voz –le replicó, oscura, la voz que hablaba a la luz.

El ángel del crepúsculo no era la voz del infierno; era la voz del corazón, que tiene sus luces diáfanas y sus alientos crepusculares; y dijo:

-El alma que tiene palabra no debe perder de vista la voz. En la palabra está la razón, pero la voz tiene vida; las cosas justas serán razonables, pero también buenas; donde falta corazón falta amor y falta fuerza, falta templanza y falta pasión, y una palabra sin voz es una razón sin vida: está vacía y suena hueca.

El velo del cielo se empezó a disolver en la niebla. El agujero negro se deshizo, hecho jirones, y sólo quedó el ángel que le hablaba al papa con el eco de su voz:

-Un rey bueno ha de ser apasionado en la fuerza, pero moderado en la pasión; razonable en la palabra, pero vibrante en la voz; su palabra será justa pero su voz será buena, dura y fuerte como el acero, pero sensible y pacífico, será fiel; y su corazón de acero será el abrazo del oso; su piel tersa, suave como el terciopelo, tendrá el sabor dulce de la miel.

Entonces alzó sus brazos y sus alas se abrieron, majestuosas, bajo la luz de Caravaggio:

-El rey que buscáis se llama Wamba. Es un campesino que en este mismo instante está arando los campos, allá por las tierras del sur. Su yunta tiene un buey blanco como la nieve, ¿queréis un rey bueno? Ahí lo tenéis; sólo lo tenéis que ir a buscar, pero está ahí.

Los cielos se cerraron y el santo padre abrió los ojos; y supo, entonces, que había salido de un profundo sueño; ahora sentía nostalgia de aquel corazón bueno, echaba de menos la luz de la razón, la voz cavernosa de las tinieblas, se le había clavado en lo más hondo y ahora se encontraba huérfano en este mundo: después de haber estado en el mundo de verdad; en su corazón trémulo todavía quedaba como una brisa, y el reino de la tierra tenía que parecerse a aquel otro, luz entre las sombras, de verdad resplandeciente y cristalina; de corazones que vibran bajo la voz; de vida conmoviendo a la razón.


3.

            De vez en cuando se producen estallidos y saltan, como fuegos artificiales, diminutos puntos blancos, amarillos y rojos. El fuego chisporrotea y las llamas se entrelazan sobre un tronco que se consume; a ambos lados se acumulan las cenizas. Es un resplandor que ilumina la cara del conde, una luz vacilante que dibuja en su rostro sombras y cercos; sus ojos parecen pozos hundidos en la luz: tiene el ceño partido y la frente arrugada como un relámpago; su barba, espesa, canosa, se derrama bajo el mentón como una cortina; tiene la cabeza cubierta y en la frente una duda: como si la transparencia del fuego dejara ver pensamientos en su interior.

            Se ha retirado junto a la chimenea para estar solo. El sacerdote, hace un rato, ha terminado la misa contando viejas historias. La vara de Moisés. El bastón que se transforma en serpiente porque lo quiere el dios verdadero, retando a los sacerdotes del faraón: y en el desafío hay milagros y maravillas para demostrar que sus dioses son falsos; y, por lo tanto, no existen.

            -Sólo mi dios puede transformar este bastón en serpiente; los tuyos no pueden.

            Así lo hizo. Y la mente del conde, mirando, huraño, a Bauda, entornaba los ojos para volverlos rendijas; rendijas que dejaban escapar un brillo al amparo de la lumbre. Dos arrugas en cada ojo apuntaban sonrisas por debajo de las sienes. El conde era incrédulo, pero le divertían las historias extravagantes que contaba el cura. ¡Ramas convertidas en serpientes, bastones donde crecen las flores! ¿A quién se le ocurre?

            Aquella mañana había salido a pasear por la nieve. Iba envuelto en su capa de pieles que le cubría el pecho como un abrigo. Al llegar al río se quitó los guantes, se agachó sobre una piedra y se lavó las manos: sintió el frío mojarle la piel y traspasarla; y meterse por la carne hasta llegar al hueso, como si una onda insoportable lo congelara por dentro. El frío se le clavaba en la cara como puñales, como agujas agudas y diminutas. La nieve caía en copos menudos y se le antojaban hielo; no eran los copos algodonosos del día anterior, cuando eran el hermoso decorado que pintaba los bosques de blanco. Ramas cubiertas por el peso de la nieve, que unas veces las doblaba y otras las partía; abetos centenarios soportando el invierno sobre sus barbas espesas; más abajo, castaños enormes que se clavaban en el cielo, con sus ramas desnudas, punzantes, sarmentosas y huesudas.

            En la nieve veía las pisadas de un venado. Tenía, protegiéndose del frío, un corte en el entrecejo: por allí salían ideas; las ideas que iba teniendo, como aristas punzantes, sembradas por el sacerdote entre las brasas del cerebro. Un golpe de pecho con un ruido en la garganta, aire que disparaba por los orificios de la nariz, así soltaba su incredulidad: así se mostraba a sí mismo su sarcasmo, su ironía. ¿Qué querían? ¡Ja! Un rey bueno que al mismo tiempo fuese justo: en unas tierras labradas por la injusticia. ¡Ja! ¿Qué más? Dulce, pero firme (cuando el tiempo viste de luces a los cobardes y deja ver, por debajo de la firmeza, la crueldad). ¿Qué más queréis para el rey? Seguid pidiendo. Queremos que tenga temple en la pasión (cuando lo normal es ira y violencia); que tenga vida en la voz, en un mundo donde sólo se emplea la voz para gritar, a muerte; caballos galopando, aplastando el trigo y la hierba, y unos hombres vestidos de hierro, echando chispas por los ojos, la espada en alto. ¿Qué hará este hombre sembrando paz en tiempos de guerra? Se lo comerán a hachazos. Buscáis justicia y sólo hay crueldad, buscáis razones y sólo hay golpes, buscáis un corazón sensible y sois corazones de hierro: ese hombre no existe, y si existe os lo comeréis a dentelladas; porque poco pueden hacer los corderos en un mundo poblado de lobos.

            Volvió sobre sus pasos. Volvió a contemplar la belleza del paisaje mientras se le clavaba en las carnes la crueldad del frío. Y se reía. Sentía que su boca se estiraba en una sonrisa amarga. ¿A qué buscar hombres justos si los vais a matar? ¿A qué preguntar al santo padre? ¿Qué pintáis vosotros en Roma? ¡Ah, sí, que el lugar donde vive el papa también es tierra de lobos! ¡El santo padre es el primer lobo entre los lobos, pero vestido de cordero! Sois corazones de guerra vestidos de paz, aullidos de cólera bajo una máscara serena; decís que buscáis un rey bueno y buscáis, en verdad, un rey violento. Estáis afilando vuestra espada para cuando él llegue, lo obligaréis a estar al acecho si se le ocurre ser justo porque vuestros dominios están construidos sobre injusticias: ¿qué destino le espera a un rey en el reino de Recesvinto? 

            Calló el conde y su clamor lo sepultó la nieve. Quedó atrapado bajo una rama que se tronchó, cargada de nieve, junto al tronco de un pino; al caer, la nieve se hizo polvo y nube que volvió a caer, enterrándolo, sobre el lamento del conde. Aquella noche había soplado un viento terrible; tempestades y ventiscas habían azotado los árboles, estrellándose contra el castillo; el cielo ululaba y el conde no pudo dormir pensando en Ragnahilda: ¿dónde estaba ahora su hija? Las huestes de otro godo se la habían llevado a otro castillo. Quién sabe, quizá la habían violado, quizá la habían matado, quizá habían volcado en ella su violencia y su ira; y a él no le quedaba paz para sembrarla en el reino, su brazo pedía una espada y su pecho no pedía justicia, sino venganza. Violencia, violencia, violencia. ¿Qué le iban a pedir al rey justo si la violencia era la argamasa con la que estaba hecho su reino? No pidáis quimeras, pues quimera es la palabra en un país de gritos. Vuestra espada, empeñada en partir corazones, quiere un corazón de acero sin dejar de ser justo. ¡Desalmados! ¡Felones! ¡Coléricos! ¡Malditos!

4.

            Varios grupos de guerreros se esparcen en todas direcciones. Desde Toledo, que era capital del reino desde Atanagildo, los caballos avanzan por la llanura haciendo temblar la tierra. Atraviesan los montes, la tierra descalza y desértica; cruzan los campos sembrados de trigo, hollan con sus cascos terrenos pedregosos, buscan los puentes de los ríos y aminoran su marcha en Despeñaperros; desde allí se extienden sobre Cazorla, el llano cordobés, las tierras de Extremadura, el Guadalquivir, Sevilla; les han dicho que por el sur encontrarían al futuro rey y allí van, espada al cinto, con el escudo atado a la espalda, los cascos colgando del caballo y a un lado, el hacha; no esperan encontrar resistencia porque avanzan por tierra visigoda pero se previenen contra los malhechores, los fuera de la ley, sentados en sus pieles encima de los caballos. Ya no son los fríos del invierno. Sopla una brisa que les corre por el cuello y los árboles, indolentes, les susurran al oído.

            En uno de esos grupos está Rodrigo. Es un guerrero joven que, a falta de enfrentarse a las guerras, no lleva cota de mallas. Viste indumentaria ligera, pero la espada que tabletea al galope es un ruido seco que lo acompaña siempre; y el escudo se mueve, al ritmo de los cascos, golpeándole las espaldas. Es un cuerpo rudo sobre un rostro tosco cuyos ojos llenan de luz las tierras por donde pasa. Levanta la mano y sus guerreros obedecen y se detienen junto a unos matorrales. Rodrigo señala y frente a ellos se extiende un campo que todavía no ha sido sembrado. Hay un hombre empujando un arado del que tiran, indolentes, dos bueyes monótonos. Rodrigo grita:

            -¡Wamba!

            Nadie responde. Vuelve a gritar:

            -¡Wamba!

            Silencio. El campesino no se vuelve, parece que no lo oyera. Hay unos árboles al fondo y detrás de los árboles, una casa. Rodrigo se acerca abandonando la hierba que hay al otro lado del campo; atrás deja un arroyo de aguas transparentes y escasas; se acerca al campesino. El hombre, que le daba la espalda, oye los cascos y se vuelve hacia él. Estira los labios sin cerrar la boca y se le agrietan los pómulos; entonces se pasa el brazo por la frente y sus ojos se mojan: es el sudor, no son lágrimas. Rodrigo se acerca y, desde el borde del campo, para no pisarlo, se dirige a él.

            -Hola, buen hombre. Venimos buscando a un campesino llamado Wamba: ¿por ventura lo conocéis?

            El hombre niega con la cabeza y Rodrigo lo mira. Se despide con un gesto de la mano y tuerce el cuello del caballo tirando de la brida. Y cuando se aleja, deja tras de sí a unos hombres clavando en tierra sus azadas, recogiendo piedras en sus serones, y el hombre vuelve hacia la yunta y tira nuevamente del arado. El tedio de la mañana se posa en sus cabezas y, como si fuera una maldición bíblica, los acompaña. 

            Abandonan los campos de trigo y ahora se adentran por unos matorrales: es la primera vez que ven un arroyo en tierras de secano. Por encima de sus cabezas hay una urraca; córvido, su graznido desagradable le afea el hermoso cuerpo, negro y blanco. Pájaro de huevos en nido ajeno. Ladrón. Signo de los tiempos.

            Se internan por las matas y es un bosque de olivos; su tronco es corto, pero grueso y nudoso, y sus ramas, añosas, se retuercen bajo el sol. Campo de olivos sin aceitunas. Más allá han encontrado unas encinas. Sombras de bellotas que alimentan a los cerdos; detrás de ellos, el porquero.

            -Buenos días, buen hombre: ¿sabéis por ventura si hay por aquí un campesino que responde al nombre de Wamba?

            No. Los guerreros prosiguen su camino. Hay en la tierra esporádicos conejos y liebres. Corren, como culebras, y sacuden con sus patas la tierra que llama a los hurones, los zorros y las águilas. Allí a lo lejos hay un hombre con una ballesta.

            -¿Qué tal se da el día, cazador?

            Bien. Tiene atadas al cinto varias cuerdas de perdices. En el zurrón se bambolea una liebre.

            -Casi cazo un jabalí –dice-. Se me ha escapado por los pelos; tiene clavada una flecha y sólo tengo que seguir el camino de sangre.

            Rodrigo sonríe. Mira alrededor. El sol cae ya verticalmente sobre el suelo. Hace calor. Pero una brisa gélida todavía se empeña en meterse por el cuello.

            -¿Sois, por ventura, de este lugar?

            -Sí, señor, ¿qué se os ofrece?

            -¿Hay campesinos por esta tierra?

            -Por aquí no. Es terreno de encinas, olivos y alcornoques. Aquí sólo hay porqueros, tenéis a tiro de piedra los montes de Toledo; pero más allá –señala con la mano- hay llanuras de secano y tierras de labor; por allí hay campesinos.

            -Gracias, cazador. –Rodrigo hace un saludo con la mano-. Suerte con el jabalí.

            -Gracias, señor; id con dios.

            Rodrigo avanza por las encinas y los caballos siguen al paso. Sus hombres a veces le siguen, otras veces se acercan a él y hablan de cualquier cosa combatiendo el tedio. No pierden la esperanza, aunque merma; si no fuera por la profecía la habrían perdido. Al punto se topan con un pastor de ovejas; unos soldados; y un vaquero; todos les dicen que encontrarán tierras de labranza más al sur. Pasan por Despeñaperros. El suelo se seca y se llena de pedruscos, que crecen, con el tiempo, y se convierten en peñascos; y empiezan a subir por las cuestas suaves, empinadas luego, y de repente se encuentran sobre unos riscos contemplando un hermoso valle. De vez en cuando descansan, cazan alguna presa o se nutren en casa de los labradores.

            -¿Hay, por los alrededores, algún labriego llamado Wamba?

            Siempre una respuesta negativa. Siempre seguir adelante, sin cejar en el empeño: la profecía los guía. Y al cabo de muchos días ven a una mujer que camina con lentitud. Es una mujer hermosa, con un canasto al hombro, que pasa por una cañada. Entre los guerreros cunde el desaliento: el tedio va de la mano de la fatiga; preguntemos. Súbitamente oyen todos la voz de aquella mujer.

            -¡Wamba, desuncid ya! ¿No veis que es mediodía? ¡Es hora de comer!

            Rodrigo abre los ojos. Y sus guerreros. Al estupor le sigue la conciencia de su sorpresa, y tras la sorpresa viene la alegría. ¡Vamos! Y avanzan al paso por un camino y divisan, al doblar por entre unos cuantos árboles, a un hombre que ha dejado el arado y se seca la frente con el antebrazo. Los guerreros se apresuran. Al cabo de un rato están delante de él y se detienen, contemplándolo, y Rodrigo lo examina punto por punto y de arriba abajo; cuarenta años, calculo; mirada noble y de aspecto sereno; cuerpo robusto, músculo fornido, le ponemos una armadura y podría ser… un rey…

            -¿Por fortuna os llamáis…? 

            -¡Wamba! –responde él; y les recorre una ola de alegría que pone luz en sus ojos sombríos.

            -¡Wamba! –repite Rodrigo-. ¡Vaya…!

            Rodrigo inclina la frente en señal de respeto. Se dispone a bajar del caballo pero se fija, de repente, en la yunta: uno de los bueyes es blanco; ¡la profecía!

            -Permitidnos –dice ya, pie en tierra- que os besemos la mano; vos sois el rey Wamba, al que venimos buscando por todo el reino; sois, señor, nuestro rey.

            Wamba arruga el ceño y desconfía. Sin duda son unos rufianes que se burlan de él. Pero no, ahora teme que sea mucho peor, que sean soldados o forajidos y que vengan a prenderlo. Rodrigo le explica que vienen en nombre del santo padre y que sobre él ha caído una profecía; él es el rey de los visigodos, lo ha nombrado dios, todos los nobles lo esperan desde la muerte de Recesvinto; ya ha pasado tiempo y nuestro pueblo sigue sin rey; y vos, señor, habéis sido uncido; vos, rey Wamba, sois el elegido.

            Los juglares recorrerían después estas tierras y castillos. Cantarían con sus laúdes las hazañas de los héroes, cuando ya no hubiera godos, cuando Rodrigo hubiera sido vencido; cuando Pelayo se hubiera alzado en armas y los osos se comieran la historia de Asturias. Los juglares cantarían en tierra de lobos, y dirían hermosos versos, mientras hacían vibrar las cuerdas sensibles de su laúd; cantarían las cosas del reino godo, y del rey Wamba, cantarían la muerte de Recesvinto.

 

  Mirada firme y serena, brazo justo,

rostro dulce, frente alerta y gesto austero;

mano que abraza en la paz la mano amiga

y sabe empuñar, si es preciso, el acero;

sujeta la fuerza allí donde hay amigos,

mas, cuando al corazón le roban sus fueros,

sabe soltar la ira buscando la guerra:

y ése es el sabio que, sin ser pendenciero,

destroza y abraza y se mira en la tierra.

5.

            Wamba los miró. La mujer, callando, estudiaba minuciosamente a su marido. Él la miró y miró después a los feroces guerreros: ni los ojos fieros podían competir con su mirada dulce ni las greñas sucias podían igualar su cabellera rubia. Miró los hierros: las espadas no valdrían nunca lo que su arado, que, lejos de clavarse en los cuerpos para sacarles sangre, se clavaba en la tierra para sacarle vida. Y miró las bestias: los caballos aguerridos, cubiertos de pieles, no valdrían nunca lo que vale el yugo uncido sobre sus bueyes mansos. No, la guerra no era lo suyo. Prefería la paz del hogar con el trabajo duro antes que el ardor de la guerra, con sus riquezas, entre saqueo y rapiña.

            Los nobles lo miraban, expectantes. Él miraba al suelo como si en la tierra estuviera su decisión escrita. Levantaba la vista hacia ellos: la bajaba mirando al suelo; y cuando lo miraba se le ponían cosquillas en el vientre y se le expandía un profundo bienestar en su pecho. No, no quería riquezas, ni gloria ni poder, no, no los quería. Y no supo rechazarlos. Quería devolverles el cetro sin ofenderlos, despedirlos sin mancillarlos, y no sabía cómo. De repente se acordó del bastón de Moisés: aquel que se transformaba en serpiente si lo quería dios y florecía milagrosamente sin echar raíces. Levantó su cayado mostrándolo a los guerreros y les dijo:

            -El día que este bastón florezca yo seré rey de los visigodos.

            Y al bastón le brotaron yemas que se hicieron capullos que se hicieron flores; las ramas, como columnas salomónicas, se enroscaban cubriéndolo de pétalos. Rosas, blancos y negros, de todos los colores, sobre sus toscos sarmientos: sobre sus sépalos verdes. Wamba miró a Rodrigo con desaliento y, presa de desesperación, su rostro resignado no tuvo más remedio que decir:

            -Está bien, acepto.

            Y lo llevaron a la corte. Y fue coronado en Toledo y se convirtió en rey bueno, justo y magnánimo: bueno porque para todos quiso prosperidad, no sólo para la corte; justo porque a los buenos cuidaba y a los sanguinarios y crueles tuvo que aniquilarlos con crueldad, volviéndose él mismo sanguinario; y magnánimo porque todo lo que hizo, tanto premiar como castigar, lo hizo siempre con grandeza.

 

  Habéis elegido un rey sabio en la casa de Wamba,

sensible, fuerte y templado, fiel, justiciero y bueno;

enamorado de una mujer, pero colérico,

violento con los violentos y tierno con los tiernos:

moderado en la pasión, apasionado en la paz,

pacífico en el valor, valeroso en el silencio;

si habla, su voz es dulce cuando es tiempo de palabras,

y habla a gritos si es de guerra la voz que nos pusieron.


6.

            Mas no hubo paz en el reino de Wamba. Ilderico encabezó una revuelta en Septimania, y el duque Paulo, rebelándose en Narbona, se proclamaba rey en Gerona; Wamba, mientras tanto, se encontraba en Cantabria combatiendo a los gascones; y tuvo que volverse como el rayo y arrasar Narbona, Barcelona y Tarragona. Los nobles contra el rey, los nobles entre sí, católicos contra arrianos, hispanos contra visigodos. Tuvo que sofocar la rebelón de los vascones, de los astures, contra todos empuñó el hacha y la empuñó contra los bereberes, que penetraban por el norte de África. Wamba amaba la paz y tuvo guerra. Se puede ser sabio y sensible, pero no ser a un tiempo templado y fuerte; no cuando la fuerza salvaje te obliga a ser salvaje, no puedes moderar tus fuerzas. Tienes que ser justiciero con la gente que no es fiel, y ya no puedes ser magnánimo, misericordioso y bueno; tienes que ser violento con los violentos pero no te dejan ser tierno con los tiernos; no puedes ser pacífico porque por todos lados te rodea la guerra.

            Los jinetes avanzan en cabalgata, espada en alto; los infantes aplastados por los caballos; las hachas se abaten rompiendo pechos, cortando cabezas, partiendo cráneos; los chorros de sangre llueven en su ceguera y te ciegan los ojos, te manchan el cuerpo, te empapan la mano y llueven por el aire mandobles furiosos; jirones de carne, un confuso montón de guerreros apretados y locos golpeando escudos, mazas llenas de clavos, almetes partidos, teñidos de rojo, ayes de dolor, la pasión de la carne rasgada, los heridos gritando, gateando sin fuerzas, rematados sin piedad, abandonados a su suerte o batidos por las lanzas, las flechas anónimas, las espadas sin nombre o las patas de los caballos. Eso es la guerra: pasiones sin compasión, fuerza sin corazón, palabras teñidas de ardor, reducidas al silencio. Ser fiel es cobrar venganza puesto que los otros han sido infieles; ser pacífico es hacer la guerra puesto que la paz es amenaza; amar a una mujer es olvidarla, que no hay sitio para el amor en el campo de batalla; y ser bueno es matar si el que mata no muere: pues expandirá la muerte por doquier, la violencia, el dolor, la injusticia y el ardor de poner patas arriba lo que la naturaleza quiso que estuviera en pie, grande, transparente, limpio, bajo el sol y bajo el viento. 

            En mitad de la batalla espolea su caballo el rey Wamba. El caballo está agotado, anda no más, ya no puede trotar, pesadamente sube por la falda de un cerro. Allí se detiene el rey. Allí mira a sus tropas, cómo batallan, cómo están venciendo sus guerreros, pero a costa de muchas vidas, mucho dolor y sacrificio, muchas penalidades sin cuento; muchos huérfanos, muchos amores que, cuando suspiran por sus dueñas, no son ya más que relámpagos de muertos.

            Desde allí mira sus tropas. Y ve en las hachas azadones terrosos, los caballos le parecen bueyes, las espadas son arados y él, en vez de corona, tiene la frente desnuda; el sol la perla de gotas, le parece estar en el campo, labrando la tierra, en el tiempo en que era feliz, y su mujer lo llamaba a desuncir los bueyes para ir a comer, ¡oh, qué tiempo desdichado, desdichado, sí, porque ya no es! ¡Tiempo aquel en que todo era paz y el aire se llenaba de luz, y sus ojos dulces lo miraban todo y sus manos le acariciaban el rostro, y el campo era de labor y no, como ahora, un campo de batalla! ¡Ay de mí, desdichado! Tuve que ser rey y abandonar la paz y sólo fui desde entonces un fantasma en una guerra. ¡Ay, dios, si volviera aquel tiempo! Más quiero yo empujar el arado y soñar con el amor que me embriagaba entonces. Bien sabía yo que aceptando el cetro ceñí corona y fui poder, pero en la corona estaba la espada y en la espada ceñí también la sangre y el dolor, la maldición de la tierra.

            No quise ser rey y pedí un imposible. Dije que sería rey cuando me floreciera el bastón y el bastón floreció porque yo no sabía que dios, que me había elegido, obraría milagros pidiera yo lo que pidiera. No valió mi palabra, venció el destino: que era la palabra de dios y me impuso su voluntad, y mi voluntad no valió nada; yo estaba condenado a ser rey y lo fui aunque no quise, y ahora que se ha cumplido todo me acuerdo del campo en que viví, el que abandoné cuando el destino me arrastró, pero yo prefiero ser un pobre labrador en paz conmigo mismo y con dios y ya no tengo dios ni me tengo a mí ni la tengo, si me apuras, a ella. Me acuerdo de la tierra en que nací. De mis padres, que me criaron; que me enseñaron la humildad y la alegría de ser feliz, aunque fuera pobre, que no lo era; que mi yunta de bueyes me daba para vivir y aunque no nadara en oro, tampoco nadaba en la pobreza. Oh, dios, ¿por qué no te apiadas de mí? ¿Por qué no haces que el tiempo corra al revés, por qué no haces que el tiempo vuelva? Mas no, que Arturo se convirtió en rey cuando pudo arrancar la espada de la piedra y yo fui rey cuando crecieron flores en mi bastón, cuando yo les pedí que florecieran.

            Ahora sufro y soy rey. Soy poderoso, sí, pero no tengo amigos que me quieran sino nobles que me envidian; y duques y condes que, tan pronto vuelvo la espalda, se arrojan sobre mí para clavarme las armas; para quitarme el reino y dividir lo que está unido y destrozar los campos sembrados, incendiar las mieses, arrasar las ciudades para alimentar su ambición, que crece a costa de los muertos y se alimenta, como la hoz y la guadaña, de todas las vidas que siegan. ¡He venido a defender el reino! ¡Y lo defenderé, vive dios, cueste lo que cueste, caiga quien caiga y muera quien muera! 

            Eso es lo que he hecho y estoy cansado. Los surcos han venido a labrar mi frente y mis ojos se han hundido en pozos siniestros, en oscuras cuevas. Tengo las mejillas partidas desde mis barbas gruesas y son dos tajos que apuntan a los ojos, cansados, vencidos, entornados y muertos. Ya no hay fulgor en mis ojos. Ya no lo hay, ni furia siquiera. Antaño brillaban de alegría, otras veces de pasión, otras porque les daba el sol, otras porque los reflejaba el agua del arroyo que regaba la tierra. Hoy no tienen brillo, ya ves: sombrío me he vuelto; sombrío en el dolor, sombrío en mi pesadez, me pesan las guerras que he tenido, me pesan los recuerdos de ella. No está junto a mí. ¿Dónde estás, amor, dónde fuiste, que estoy solo, estás acaso en el cielo, pues ya conmigo no estás, yo, que estoy en la tierra?

            Entonces tiene una visión. Mira al sol y sus ojos se velan y es entonces un resplandor, y en él se disuelve el mundo, que se va, fundido en blanco, amarillo como el oro, deslumbrado, ciego; él se frota los ojos y en la niebla de mil luces que se cruzan en ellos ve, entre telarañas, un arado: el arado del rey Wamba; la presencia de la vida que sacrificó, por sentido del deber, cuando el cielo lo señaló a él, para ceñir corona, a la muerte de Recesvinto. Cambió el arado por la espada y ahora vuelve al arado para decirle que si no hay ardor en él tampoco puede haber paz en la espada; abandonada a sí misma la espada es guerra, pero guiada por el corazón la espada es… la espada son los ojos de ella.

            Oigo el laúd del trovador. Oigo la música que envuelve las cuerdas que me embriagan, los versos que me apenan. Ésta es la historia del rey Wamba. Del labrador arrancado al campo para suceder a un rey, trocando alegrías por guerra: quiso ser bueno, justo y fuerte y no pudo ser más que fuerte, pues las armas rompen la bondad y la justicia es una balanza con una espada. Su voz era dulce cuando se llenaba de palabras… pero no eran tiempos de palabras sino de voces: hablaban a gritos, escudos que paraban las espadas, brazos que no servían para abrazar, sino para golpear con fuerza. Ésta es la historia del rey Wamba. Quiso ser bueno y no pudo ser: eran tiempos de lobos, tiempos de muerte. En la colina un aullido atraviesa el aire; abraza el cielo, la nieve estremece con su llanto, se extiende avanzando hacia el ocaso y se hunde en las tinieblas, se apaga el sol y desaparece. Viene el tiempo de los lobos. El tiempo de los amores dulces viene.


  Mas no hay dulzura, ya no es tiempo

de hablar de amor y justicia

sino de violencia y guerra;

estos ojos sólo miran

en el polvo de la tierra,

tiempo en el que sólo había

cabalgatas de salvajes

destrozando las ermitas

que se encuentran en la sierra:

truenos, rayos se encendían

incendiando la meseta

entre muerte y agonía

y desprecio a las leyendas.

Ya no es tiempo de justicia,

ya no es tiempo de valor,

no es el tiempo del rey Wamba,

ahora es tiempo de violencia.

Ahora sí que somos bárbaros,

y en relámpagos de sangre,

por los siglos de los siglos,

arderá toda la tierra:

no es el tiempo de la vida,

¡es el tiempo de la guerra!

            Es el tiempo de la muerte. Cuando Wamba estuvo en guerra.


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